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Obsesión en Venecia
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Libro electrónico222 páginas3 horas

Obsesión en Venecia

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Cuando la búsqueda de lo imposible no nos permite apreciar lo que tenemos.

Traumatizado por la muerte de su esposa, el artesano Eliezer Stuitz sobrevive en Venecia, refugiado en el trabajo y la lectura para mitigar su soledad. El rico propietario de un palacio le contrata y le ofrece además, dos regalos; fascinado por uno de ellos, e influido por supersticiones y creencias, Eliezer se obsesionará hasta el límite de la razón.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 jul 2020
ISBN9788418152832
Obsesión en Venecia
Autor

Amalia Hoya

Amalia Hoya nació en Béjar (Salamanca) y reside en Madrid desde 1975. Fotógrafa profesional titulada por el CEI, tiene la carrera de Filología Española y ha sido alumna de numerosos talleres literarios: Instituto Cervantes, Casa del Lector, Escuela de escritores, La Central, Fuentetaja etc. Como fotógrafa: ganadora del primer premio en dos concursos fotográficos nacionales (2002 y 2012). Ha expuestos en doce ocasiones, en diversas salas de Madrid. Como escritora: publica su primer libro de relatos en 2015, titulado La sombra y otros relatos. En 2017 segundo libro: Seis personajes y un cantante. En 2018 finalista en un concurso convocado por Luna Moon con el relato: «Vacaciones en el Paraíso», incluido en la antología Diez cuentos para iluminar talentos. En 2020 su primera novela: Obsesión en Venecia. Escribe artículos de exposiciones y fotógrafos famosos, para la revista Moon Magazine de San Sebastián. La revistaAlmiar (Grupo Cero) publica algunos de sus relatos, periódicamente. Colabora en la revista online Béjar Biz, donde tiene una columna fija: «La Cometa» para la que, quincenalmente, escribe artículos de temas diversos: cuentos, arte, cine, viajes, etc.

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    Obsesión en Venecia - Amalia Hoya

    Obsesión en Venecia

    Amalia Hoya

    Obsesión en Venecia

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418152399

    ISBN eBook: 9788418152832

    Depósito Legal: SE 606-2020

    © del texto:

    Amalia Hoya

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    © de la imagen de cubierta:

    Shutterstock

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mis padres. Les habría gustado leer esta novela.

    En la soledad, escucho los susurros de los que se han ido.

    1.

    El hallazgo

    El amanecer iluminaba las cúpulas de San Giorgio Maggiore cuando, en el gueto de Venecia, un hombre llegaba a la casa de Eliezer Stuitz, el artesano que fabricaba máscaras y marionetas.

    —Buenos días. Soy un criado del palacio Labia; me envía su propietario, el señor Biagoitia, le pide que me acompañe porque quiere encargarle un trabajo.

    —Pase, por favor. Me visto y enseguida voy con usted.

    —No debe tardar demasiado; el señor Biagoitia tiene poca paciencia.

    Trabajar para alguien importante podía ser un buen negocio, pero a Eliezer le preocupaba no causar buena impresión debido al aspecto descuidado que tenía desde que murió su esposa. Buscó en el armario una camisa limpia y la mejor chaqueta, la que se puso el día de su boda y nunca más usó, peinó con cuidado la barba y el pelo y, satisfecho de su imagen, volvió junto al recién llegado, que esperaba impaciente.

    Dejaron atrás el gueto y no tardaron en llegar al palacio, construido por encargo de la familia Labia en el siglo

    xviii

    , fecha tardía si se comparaba con la de otras mansiones venecianas. Cerrado y abandonado durante más de un siglo, en 1909 lo había comprado Carlo Biagoitia, un indiano enriquecido en México. Después de dos años de restauración, la piedra blanca de los muros brillaba otra vez bajo el sol.

    Diseñado por el arquitecto Massari, el edificio formaba un ángulo entre el Gran Canal y el río del Cannaregio, justo enfrente del gueto y separado de este solo por el puente Guglie. En la fachada principal, las dos primeras plantas tenían ventanales terminados en arcos de medio punto y unidos entre sí por una balaustrada que recorría la fachada de un lado a otro; las ventanas de la última planta eran ovaladas, más pequeñas y flanqueadas por unas águilas de piedra que, de pie sobre la cornisa y con las alas abiertas, parecían vigilar el entorno.

    Eliezer se fijó en las aves porque le pareció que lo observaban con ojos afilados; impresionado por su aspecto colosal, imaginó que una de ellas se desprendía del alero y planeaba sobre su cabeza, quién sabe si para alejarlo del lugar o para advertirle de algún peligro.

    El sirviente había llegado ya a la fondamenta¹ y, al darse cuenta de que Eliezer no le seguía, lo llamó agitando los brazos y puso fin a la ensoñación.

    En el campo de San Geremia se ubicaba la puerta trasera del palacio; los dos hombres entraron en el zaguán y subieron por la escalinata, encajada entre muros de mármol y techo abovedado, hasta llegar a una galería en la que se abrían varias puertas y ventanas cubiertas por cortinas de seda. Lujosas alfombras amortiguaban el ruido de los pasos.

    Eliezer apenas tenía tiempo de fijarse en lo que veía porque el criado lo llevó con rapidez a la biblioteca, donde Carlo Biagoitia esperaba.

    El artesano se inclinó con respeto ante un hombre alto y guapo, de aspecto distinguido, cabello rubio y frondoso bigote, que denotaba cierto aire altanero.

    —Señor Stuitz, llega tarde y no tengo tiempo que perder. Me han dicho que es usted el mejor artesano de Venecia, por eso quiero contratarle. Voy a dar un baile de máscaras el 10 de mayo, la fecha de mi cumpleaños, y pretendo que sea igual a las antiguas fiestas de carnaval que se celebraban en Venecia.

    —¿Quiere contratarme ya? Hoy es 1 de diciembre —se atrevió a decir Eliezer.

    —No importa que falten más de cinco meses. Soy un hombre exigente; llevará tiempo complacerme.

    Hizo una pausa por si acaso Eliezer Stuiz quería añadir algo más, y continuó:

    —Voy a invitar a los nobles de Venecia y a las personas más relevantes; deseo que la fiesta sea recordada como el baile del siglo. En cuanto al disfraz, usaré al menos tres y los cambiaré a lo largo de la noche para sorprender a mis invitados. Aquí es donde interviene usted.

    Apoyó ambas manos en la mesa y miró fijamente a Eliezer, que seguía sin decir nada; quizás, intimidado por la seguridad excesiva de Biagoitia y por su mirada penetrante, que recordaba a las águilas de la cornisa.

    —¿Quiere que confeccione los disfraces? —dijo al fin—. Lo siento. Únicamente coso la ropa de las marionetas.

    —No, no.

    Biagoitia dio una palmada sobre la mesa.

    —No lo ha entendido. Los mejores modistos de París confeccionarán los trajes. Usted hará las máscaras, que deben ser originales, impactantes.

    —En ese caso, tendría que saber cómo son los disfraces para diseñarlas de manera que combinen.

    —No será necesario. Nadie debe saber cómo me disfrazaré, deseo mantenerlo en secreto hasta esa noche. Acompáñeme al salón de baile y encontrará inspiración de sobra para su trabajo.

    Recorrieron la galería, cruzaron dos habitaciones más y llegaron a un enorme salón rectangular que tenía varias puertas de entrada. Los muros estaban revestidos de estucos enmarcados por estructuras arquitectónicas, algunas auténticas y otras pintadas, mezcladas de forma tan magistral que era difícil distinguir dónde terminaba lo real y comenzaba la fantasía. En uno de los lados, las pinturas reproducían un cortejo o séquito fastuoso y, en el otro, un salón sustendado por arcos y pilastras en el que se celebraba un banquete; los invitados, sentados en un jardín ideal, se asomaban por ventanas idénticas a las que tenía la fachada del palacio. En el alto techo, del que colgaban varias lámparas de Murano, el caballo Pegaso parecía volar, más que cabalgar, en un cielo azul intenso; el suelo era de mármol rojo y blanco muy pulido y, por último, a la altura equivalente a un primer piso, se elevaba una plataforma para los músicos.

    —¡Un salón magnífico! —exclamó Eliezer.

    Como si fuese obra suya, Biagoitia explicó con orgullo:

    —Tiépolo lo pintó en 1746. Los frescos representan el recibimiento y el banquete que Cleopatra ofreció a Marco Antonio a su llegada a Egipto. Estaban muy deteriorados cuando compré el palacio, supongo que sabrá que lo bombardearon los austriacos, ahora han sido restaurados igual que lo pintó el autor.

    Eliezer observó la composición elegante de las escenas, la caracterización de los personajes y la gran variedad de tonos azules conseguidos por el artista.

    La mayor parte de las figuras llevaban trajes europeos del siglo

    xviii

    , pero pelucas y miriñaques se mezclaban con otras vestimentas más exóticas, lo que hacía evidente que el atuendo de los personajes no estaba en consonancia con la época ni con la geografía que pretendían representar. Sin embargo, el artista había reproducido con exactitud el encaje, la seda y el tafetán, el lujo de brocados y damascos, el brillo del metal de yelmos y armaduras o de las joyas que adornaban los escotes, los peinados de las damas y los turbantes del séquito moruno. Eliezer no recordaba haber visto nada igual. Por otro lado, no solían invitarlo a los palacios venecianos.

    —Estas pinturas han sido mi inspiración y deben inspirarle también a usted. Lo único que necesita saber es que mis disfraces guardan relación con ellas. Por supuesto, no escatime en gastos. El dinero no importa. Si lo desea, puede quedarse un rato más para tomar apuntes o vuelva cuantas veces necesite. ¿De acuerdo entonces? ¿Acepta el trabajo?

    —Acepto con gusto su encargo. Me parece muy interesante.

    —A propósito —añadió Biagoitia—, quiero que vaya al último piso del palacio, allí hay varias marionetas y algún autómata; si le interesan, lléveselos, si no, irán todos a la hoguera. Tengo que eliminar lo inservible antes de seguir con las reformas. Uno de mis criados lo acompañará. Espero recibir pronto los bocetos. Adiós. —Sin esperar respuesta, salió de la habitación.

    Eliezer deambuló por el salón, impresionado y a la vez consciente de la excentricidad de las pinturas, lo que parecía ser la norma en los propietarios del palacio. Durante el siglo

    xviii

    , eran famosas las fiestas ofrecidas por los Labia y una leyenda decía que, al terminar, la familia arrojaba las vajillas y cubiertos de oro al canal. Los venecianos sospechaban que, en el rio del Cannaregio, en unas góndolas provistas de redes, los sirvientes lo recogían todo otra vez.

    El criado entró en el salón e interrumpió sus pensamientos.

    —Si ha terminado, subiremos al desván.

    Llegaron al piso más alto y el acompañante se detuvo.

    —Espere aquí un momento. Olvidé que esta planta no tiene luz eléctrica todavía. Voy a buscar un candil. No tardo.

    Eliezer desobedeció la recomendación y entró en el desván, que tenía un techo muy alto, rematado por un entramado de vigas de madera; en cambio, las ventanas ovaladas, que había visto en la fachada, quedaban casi a ras del suelo y sus cristales sucios no dejaban pasar la luz ni ver el exterior. Salas destartaladas, sumidas en la penumbra, se sucedían unas a otras sin separación ni puerta alguna, y las telarañas y el polvo igualaban y difuminaban la infinidad de cachivaches, amontonados en un caos total. Seguramente, no lo habían limpiado desde que se inauguró el edificio.

    Al dar unos pasos, tropezó con un objeto de los muchos que había. El sonido estridente de una nota desafinada rompió el silencio. Tanteó con el pie. Parecía un acordeón o una concertina, a juzgar por el tamaño; la cogió y comprobó que estaba rota.

    Pero el ruido disonante, parecido a un lamento, hizo que recordara viejas leyendas escritas en la Hagadá y en el Talmud que tantas veces escuchó de niño. Influido por el ambiente oscuro, le parecía oír cuchicheos en cada rincón del desván, quizás, de las almas que habitan espacios paralelos e invisibles para los humanos. Intentó sobreponerse a la superstición, lo que no era fácil porque su madre le había inculcado bien las enseñanzas y leyendas de su religión, hasta dejar una huella profunda que todavía seguía latente, a pesar de que no practicaba ya los ritos ni acudía a la sinagoga. Se consideraba casi ateo, un marginado entre los ya marginados.

    Siguió andando, con cuidado de no volver a tropezar. No se atrevía a prender una cerilla, por temor a que la capa de polvo ardiese como la yesca al menor descuido. Vislumbró entonces una figura inmóvil en el rincón más profundo de la habitación; una mujer, tal vez, alguna criada.

    —Perdone. ¿Podría ayudarme? Busco unas marionetas. Este sitio es grande y no sé dónde encontrarlas.

    Ella no contestó, continuó de pie, en la misma postura. La penumbra apenas dejaba entrever más que el contorno de la silueta, pero a Eliezer le pareció que llevaba una ropa muy anticuada.

    —¡Señora! ¿Puede traer una lámpara? No se ve nada. ¿Me oye?

    Buscó con la mirada la salida del desván. Tenía la boca seca por el aire irrespirable y denso o, a lo mejor, por un miedo repentino. ¿Dónde estaría el criado? ¿Por qué no volvía? El tiempo parecía estancado, flotaba lúgubre sobre los recuerdos abandonados e inútiles.

    La mujer seguía sin moverse, sin hablar.

    —Señora… —repitió.

    Se acercó con cautela, sin dejar de palpar las paredes sucias en busca de un interruptor inexistente, puesto que allí no había luz eléctrica.

    Obsesionado por la figura inmóvil, no vio la viga ni el quinqué colgado de ella, hasta notar un golpe en la cabeza. Tanteó la lámpara en busca de la llave, con la esperanza de que el aceite siguiera fresco y, después de varios intentos fallidos, la llama ardió detrás del vidrio empañado del farol.

    Escudriñó el rincón y la tensión acumulada se distendió de golpe. La figura inquietante no era más que algún autómata de los que mencionó el señor Biagoitia. Quitó varios objetos hasta llegar al rincón donde estaba la muñeca, que era tan alta como él y muy esbelta; llevaba un vestido rojo, bastante apolillado, una cinta anudada al cuello y el pelo negro, largo y natural, le caía en ondas sobre la cara, desde un moño casi deshecho. Retiró el pelo y vio un rostro precioso de porcelana un poco desconchada, en el que apenas se fijó porque los ojos, de un fascinante color ámbar, parecían devolverle la mirada bajo la luz temblorosa de la lámpara.

    A causa de las circunstancias adversas de su vida, Eliezer se había vuelto distante y reservado, al menos, en apariencia; no obstante, al ver a la muñeca experimentó la emoción del viajero que al fin encuentra lo que busca. La sensación podía deberse al ambiente enrarecido del desván o a la oscuridad, el motivo le daba igual porque el hallazgo había hecho renacer sentimientos olvidados.

    La voz del criado lo sacó de un estado casi hipnótico.

    —Siento haber tardado en traer la linterna. Veo que no hace falta, encontró la lámpara y la muñeca. ¡Uf! Hace un siglo que no funciona, desde que el último de la familia Labia abandonó el palacio. Creo que la llevaban a sus fiestas. Dicen que andaba, bailaba… ¡Qué sé yo! Eso me han contado.

    —Me la llevo. Tengo permiso del señor Biagoitia.

    —Sí. Estoy al tanto. ¿Quiere que le eche una mano? ¿Se llevará las marionetas?

    —No. No me interesan. Tampoco necesito ayuda. La muñeca no pesa demasiado, pero tiene mucho polvo y no me gustaría ensuciar las alfombras. Por favor, informe al señor Biagoitia y dele las gracias, yo lo haré en otra ocasión.

    Cuando salió al campo de San Geremia, lloviznaba, hacía frío. Diciembre se estrenaba colgando retales de bruma que surgían de los canales y serpenteaban sobre el suelo hasta acharolar los adoquines de la plaza. En el cielo, digno de la paleta de Tiépolo, las nubes huían perseguidas por bandadas de gaviotas. No se oía más que el graznido de las aves, mezclado con el chapoteo del remo de alguna góndola al deslizarse en un canal cercano.

    El viento soplaba ya desde el Adriático, lo que indicaba que l’acqua alta no tardaría en llegar y, entonces, el húmedo invierno veneciano dejaría la ciudad prácticamente desierta.

    Tapó a la muñeca con el gabán y regresó al gueto.


    ¹ Consultar glosario para palabras en cursiva y otros términos.

    2.

    Fascinación

    Envidiaba al artesano capaz de fabricar una muñeca tan perfecta y, para él, era un reto devolver al juguete el antiguo esplendor. Le quitó la ropa que llevaba, tan vieja que se deshacía a pedazos. El cuerpo era de madera y cartón rígido, sin embargo, no pesaba mucho al tener el tórax hueco; una puerta pequeña ocultaba en la espalda el mecanismo que articulaba su cabeza y extremidades, y una capa fina de porcelana recubría la cara, el escote y las manos imitando, perfectamente, el tono sonrosado de la piel.

    Avergonzado por la observación del cuerpo desnudo, la tapó con un chal. Debía hacerle vestidos cuanto antes; de momento, le arreglaría alguno de su esposa. Miró los ojos ambarinos que parecían tener vida y murmuró: «Ámbarin, este será tu nombre».

    Al día siguiente, madrugó mucho. En bata y pantuflas, fue al cuarto que le servía de taller, dispuesto a dedicar un rato a la restauración de la muñeca, antes de ir al trabajo. Extrajo el dispositivo que la hacía funcionar y comprobó que estaba oxidado y enmohecido. A lo mejor, el relojero del Rialto, que fabricaba también cajas de música, podría arreglarlo. Aunque no tenían buena relación, no tendría más remedio que pedirle ayuda.

    Preparó una palangana con agua y jabón, tumbó a la muñeca sobre el banco de trabajo y le acarició el largo cabello que colgaba desde el borde de la mesa hasta casi rozar el suelo; no podía

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