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El hedor del jazmín
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Libro electrónico280 páginas10 horas

El hedor del jazmín

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Cris Abello, una joven estudiante de Criminalística con un pasado turbio, emprende una investigación para dar con las razones detrás del misterioso homicidio de Santiago Heredia, sin saber que sus pasos la llevarán no solo a encontrar las respuestas sobre el asesinato del joven, sino a desentrañar los fantasmas de su pasado. La pregunta obvia qu

IdiomaEspañol
EditorialPalabra Libre
Fecha de lanzamiento30 sept 2020
ISBN9781942963196

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    El hedor del jazmín - Pedro Antonio Torres

    1

    La tarde anterior al día de todos los santos, Cris Abello, de nueve años, descansaba con los brazos cruzados sobre la barra metálica de la cocina; contemplaba la luz anémica del sol de la tarde que se filtraba a través de las gotas de agua que escapaban por el estrecho espacio del grifo, y que su padre intentaba arreglar por enésima vez.

    —Cuatrocientos gramos de leche condensada —le pidió su madre.

    La mamá de Cris se acercó a la barra, se hizo atrás de ella y le repitió el pedido al oído.

    —Cuatrocientos gramos de leche condensada…

    Cris, que debía ayudar a su madre a preparar el postre de tres leches que repartirían al día siguiente en la celebración de su primera comunión, se levantó de golpe, volteó a verla, le sonrió apenada y fue por las cosas. Colocó en la balanza la cantidad de leche pedida y se la entregó.

    —Cuatrocientos gramos de crema de leche —le solicitó seguidamente su madre.

    Cris sacó el recipiente de la crema del refrigerador, se sentó en la butaca e intentó abrirlo sin la ayuda de su padre; sujetó el pote entre sus piernas, agarró la tapa con sus dos manitas y apretó con todas fuerzas. La crema se derramó por el borde. Con prisa limpió la leche derramada con los dedos y se los llevó a la boca, el dulce en los labios le provocó un deseo inmensurable por devorar todo el tarro, pero una nueva solicitud de su madre la alejó del deseo picaresco del dulce.

    —Cuatrocientos gramos de leche entera —le pidió y le señaló la ubicación con la boca.

    El padre de Cris dejó de batallar con el grifo, tiró la llave inglesa en el fregadero, agarró a su esposa por la cintura y la elevó por encima de su cabeza; ella tarareó una canción en el aire mientras él danzaba con torpeza en el suelo. Fue una escena feliz. Cuando volvió a pisar tierra la mamá de Cris se acercó delicadamente a la oreja de su esposo y le solicitó el ingrediente faltante.

    —Un pocillo de limón.

    El padre de Cris atendió el pedido, tomó los limones, los partió y exprimió y empezó a vaciar el contenido lentamente sobre el recipiente de tres leches, mientras Cris empinada sobre la butaca plástica movía rápidamente sus manitas mezclando todos los ingredientes.

    —Hay que mezclar suavemente —le sugirió su madre y tomó sus manitas para ayudarle a mover la batidora.

    Una vez la mezcla ganó la textura y color deseado, a una orden de su madre levantó el recipiente y dejó caer suavemente la crema sobre la refractaria, al tiempo que su padre agregaba la galleta picada en cuadritos. La madre de Cris hundió un dedo en la crema y le hizo un bigote a cada uno. Los tres rieron. En el momento en el que Cris bajó de la butaca y tomó la refractaria para llevar la crema al refrigerador, la puerta giratoria de la cocina se abrió de golpe; el aire obtuso de la tarde entró acompañado de un olor metalizado ahogando los pulmones de Cris. Su padre agarró de nuevo la llave inglesa que había tirado al fregadero y fue a ver. Abrió la puerta. Ancló la batiente al seguro para que no se volviera a cerrar y salió a la sala. Tras él, unas sombras saltaron al piso de la sala y se hicieron robustas, se movieron de un lado al otro y se le fueron encima. Cris fue a gritar cuando vio el brillo de las pistolas, pero su mamá le tapó la boca.

    —¡Corre! —le murmuró su madre al oído y ocultó el cuerpo de Cris con su humanidad.

    Un estallido ensordecedor retumbó por toda la cocina. La luz pálida que se filtraba por las gotas del grifo se tiñó de rojo, el aire metálico se volvió cenizo y venenoso, el fregadero de platos se llenó de sangre, y el piso se tiñó de dolor.

    Cris dejó caer la refractaria y bajó los ojos, vio a su madre tirada en el suelo retorciéndose, mientras un hombre disfrazado de pingüino le apuntaba desde el umbral de la cocina. Al fondo de la sala, un hombre con alas negras y un pico alargado estaba sentado en el sofá, sonreía mientras acariciaba suavemente el lomo de su arma. Un tercer hombre disfrazado de buitre entró por la puerta de la cocina.

    —¡La niña es mía! —dijo el buitre al pingüino y corrió tras Cris.

    —¡Corre mi amor! —gritó su madre llorando e intentó ponerse en pie, pero un segundo estruendo la silenció para siempre.

    Cris subió a toda prisa los escalones que enlazaban la cocina con la segunda planta de la casa. Entró en su habitación por su muñeca favorita y luego corrió en dirección a la alcoba de sus padres al tiempo que un tercer y cuarto estallidos provenientes de la sala estremecían las paredes de la casa. Cris Abello entró en la habitación de sus padres, el lugar que ella consideraba el más seguro del mundo, se encerró en el armario de ellos, y esperó sin saber nada, hasta que por la hendidura de la persiana vio aparecer en la habitación al hombre del disfraz de pájaro y pico alargado. El enmascarado, guiado por las huellitas de sangre dejadas por los pies desnudos de Cris, se acercó al armario y colocó la mano en el picaporte. Ella agarró la puerta con todas sus fuerzas para impedir que la abriera. El armario se abrió lentamente pese a la infantil resistencia de sus manitas.

    El hombre se arrodilló frente a la niña y se quitó la máscara de pico, pero su rostro siguió cubierto por una media velada. Cris rompió en llanto.

    —Tranquila, preciosa —le dijo.

    El hombre pájaro se llevó el dedo índice de la mano derecha a la boca pidiéndole silencio, levantó el arma de fuego niquelada que llevaba en la mano, la presionó contra el pecho de Cris y alzó el percutor del revólver.

    Ella aguantó la respiración, dejó de llorar y le tapó los ojos y la boca a su muñeca como le había enseñado su madre. El hombre disfrazado de buitre sonrió con la cara apretujada dentro de la media velada y quitó el dedo del gatillo. El percutor se impulsó hacia adelante y martilló bruscamente el fulminante de la bala, despidiendo el proyectil directo al pecho de Cris.

    Trece años después, Cris Abello abrió la ventana de su apartamento mientras se alistaba para asistir a la sustentación de su trabajo de grado, vio que sobre el cielo de la capital se formaba un tumulto de nubes grises, anunciando una posible tormenta, aun así, eligió un vestido blanco de larga caída y muy ajustado a su figura. Luego de verse incontables momentos en el espejo salió apresurada en busca de su coche intentando ganarle a la lluvia. Tan pronto tomó el volante y salió del parqueadero del edificio perdió la apuesta; vio las primeras gotas desprenderse del cielo y estrellarse contra el cristal panorámico de su coche. Tomó la avenida circunvalar que era la más rápida, pero la lluvia aislada se convirtió en un aguacero terrible que apenas le permitía ver. Acercó la cara al parabrisas del coche y aprovechaba los pequeños espacios que dejaban las plumillas puestas a toda velocidad para reconocer las señales de tránsito y los vehículos que a esa hora compartían la avenida. Disminuyó la velocidad y avanzó casi a tientas en medio del torrencial aguacero.

    Cuando llegó a la Universidad de la Amazonía, el parqueadero estaba a medio llenar, así que tomó el espacio que parecía más cercano al auditorio, recogió el bordillo del vestido y salió a prisa del coche intentando cubrir la distancia en el menor tiempo posible, pero el aguacero no le dio tregua y los goterones impactaron su vestido empapándole ligeramente de la cabeza a los pies, y trasluciendo su pecho. Apenas llegó al pasillo del auditorio Ángel Cuniberti de la Universidad, una multitud de ojos se posó sobre ella y su formidable silueta húmeda. Cris soltó el bordillo del vestido, se abrigó el pecho con las manos lo mejor que pudo y entró al auditorio sin saludar.

    Era la última en llegar pero la primera en sustentar. De manera que bajó las escaleras del imponente auditorio a toda prisa, fue directo al atril, descargó las notas y el material de apoyo en la mesa que estaba adecuada con el proyector de video. Vio de reojo al público que no había reconocido antes y sintió el peso de sus miradas en su cuerpo; reconoció la fija y parca mirada de su profesor de psicología sentado a pocos metros del escenario, era la misma mirada que unos meses atrás le había ofrecido un encuentro poco inusual a cambio de aprobar su curso de psicología criminal, pero ella le devolvió en respuesta una bofeteada en la mejilla, esa misma mirada le había sentenciado un camino largo y turbio que la llevó a enfrentarse a todo y a todos, por lograr un cupo entre los graduados.

    Su mirada colisionó de frente con la del profesor, pero este pareció no dar importancia, a cambio se mostró superior, al punto de sonreírle, pues era parte del jurado de la presentación final que daría a Cris su título de Tecnóloga en Criminalística.

    Cris prefirió no pensar en el profesor, más bien se preocupó por detener el endurecimiento que empezaban a tener sus pezones, pues el frío del auditorio y su vestido mojado no fueron los mejores cómplices. Debía bajar las manos de su pecho en algún momento y dejar a merced del público sus tentadoras y marcadas formas femeninas; pensó especialmente en los hombres, quienes quedarían absortos viendo los bordes de la aureola que empezaban a marcarse por encima de su vestido. Debió haber intuido que el blanco no se llevaba bien con el agua cuando todavía estaba en la casa pero su afán le jugó una mala pasada, estaba muerta de frío y de vergüenza. Cerró los ojos y buscó la medallita de la Virgencita de la Soledad que colgaba de su cuello, la única en la que creía desde hacía trece años cuando la muerte visitó a sus padres; la apretó y le pidió las fuerzas necesarias para olvidarse por un momento de su vestido, de los ojos carnales de sus amigos, desconocidos y profesores; y para recordar las claves que le permitieran hacer una exposición magistral. Y, por último, antes de abrir sus ojos, le murmuró en baja voz a la virgen tallada en plata: Que descanse en paz, amén.

    —Puede comenzar, señorita Abello —le habló el profesor, que se encontraba en medio del jurado.

    Cris sacó un disco duro de su material de apoyo y se lo entregó al auxiliar de ayudas tecnológicas. Permaneció con los brazos cubriendo su pecho y con un ligero movimiento de cabeza le pidió al auxiliar que diera el despliegue de sus diapositivas. Las bombillas de luz del auditorio fueron apagadas para mejorar la calidad de la presentación del Prezi, lo que le permitió a Cris soltar sus manos y olvidar la transparencia de su vestido. Antes de dar el saludo y los agradecimientos acostumbrados hizo un paneo rápido por el auditorio en busca de la única persona que deseaba ver, quien le había dado la fuerza no solo para llegar a buen puerto con su investigación, sino que además le hacía saltar el corazón, pero no la encontró, prefirió no darle importancia y continuó.

    El proyector de video mostró con nitidez el escaneado de un recorte del periódico local que llevaba como titular: Lo mataron por perro. ÚLTIMA HORA, el periódico del cual había tomado la noticia, era un tabloide de circulación diaria en la ciudad de Florencia, de corte amarillista. Cris lo había escogido como introducción de su investigación, aunque no le gustaban los diarios de este tipo. Desde muy niña detestaba la prensa amarillista que se especializaba en vulgarizar la crueldad humana con la intención de atraer lectores ávidos de morbo, pero para su investigación, ese titular revelaba la realidad que había rodeado semanas atrás el homicidio más popular de El Doncello.

    En el recorte del periódico se veía una foto borrosa de un cuerpo muerto en la orilla de un río, en la esquina superior de la misma habían sobrepuesto otra fotografía tipo cédula que contenía la identificación de la víctima y al lado derecho un texto en letra cursiva color rojo que enunciaba:

    Por pipi loco le pegaron un tiro en el corazón

    El cuerpo sin vida de un hombre fue encontrado a orillas del río Anaya. Según fuentes cercanas a este diario, el hombre, que fue identificado como Santiago Heredia, oriundo del municipio de El Doncello, fue encontrado muerto en esta municipalidad con un tiro de gracia en el pecho y un letrero escrito con lápiz labial sobre su pelvis que decía: perro asqueroso.

    Algunas personas en el auditorio pujaron quizá por la rudeza de la nota periodística, otros tantos se rieron pero Cris no dio importancia a nada, a cambio dio la orden de pasar a la siguiente filmina. Un relámpago producto de la torrencial lluvia que caía sobre Florencia cayó en el pararrayos de la universidad; lo que generó una falla breve en el sistema eléctrico y detuvo la presentación por completo.

    Mientras el encargado de los sistemas reiniciaba el proyector y estabilizaba los equipos de computación y sonido, Cris se quedó pensando en los hechos que habían ocurrido en aquel pueblo y en cómo una simple investigación de estudiante le había cambiado la vida para siempre.

    2

    Un mes antes, el 11 de junio del 2016 a las seis de la mañana, Cris Abello recibió una llamada. Llevaba varios días de insomnio, causados por la búsqueda infructuosa de un tema para su proyecto de grado. Estaba sumergida en una descontrolada ansiedad que paseaba por su cabeza de día y de noche.

    No estaba arrepentida de haber echado por la borda la graduación fácil propuesta en una noche de tragos por su profesor de psicología. Tampoco estaba arrepentida de rechazar su participación en los grupos de investigación de la Universidad, donde sacrificaban cerdos en nombre de la ciencia y los dejaban descomponer en los cercados del campus para después hacer sus supuestos investigativos. Aun cuando ella quería un caso real, su capricho le estaba costando el sueño, la energía y la calma. Tomó el teléfono móvil de mala gana y volteó la pantalla; al leer el nombre en el identificador de llamadas, la esperanza le volvió. Se deshizo de la cobija, deslizó su dedo pulgar en la pantalla táctil y contestó.

    —Hola, Marcos.

    —Tengo lo que me pidió —habló el hombre casi ahogado por un ataque repentino de tos de fumador.

    Cris estaba acostumbrada a escuchar los pulmones de su amigo tratar de eliminar el humo de tabaco de anteriores fumadas pegado a las vías respiratorias. Apartó el móvil de su oído y esperó en silencio a que se recuperara.

    —¿Todavía necesita el encargo? Porque tengo en mis manos lo que ha estado esperando.

    —Sí, claro que lo necesito. Te espero en mi apartamento.

    —Voy enseguida.

    —Marcos… —Cris se quedó en la línea unos segundos. Te quiero, pensó decirle, pero luego se arrepintió. —No te demores —agregó y colgó. Era mejor no revivir viejas pasiones.

    Marcos Largo se había convertido en su único amigo después de un corto romance que había quedado sin concluir mientras él dictaba el curso de fotografía forense en el programa de criminalística en el que ella estaba matriculada. Era un hombre inteligente pero desordenado, cercano al medio siglo de vida. Fotógrafo profesional. Trabajaba como docente y era el reportero gráfico de la sección de judiciales del diario local ÚLTIMA HORA. Los fines de semana invertía su tiempo en reportajes freelance; pequeños trabajos periodísticos que realizaba por su propia cuenta y que después ofertaba al mismo diario bajo el seudónimo @Abellar, construido con las iniciales de su apellido y el de Cris. Marcos vivía su vida en medio de la muerte de otros y la muerte a su vez lo mantenía con vida, pues le permitía pagar las docenas de cigarrillos que le daban tranquilidad y de a poco se llevaban la suya.

    Cris bajó al primer piso y abrió la puerta del edificio ubicado en la calle Mártires, la temperatura de la calle era ligeramente fría pese a que el sol empezaba a mezclarse con las nubes. Se recostó a la pared y esperó a Marcos en el pasillo. Cerró los ojos. Ilusionada con la noticia imaginó por un momento su trabajo de investigación realizado, por fin daría crédito de sus conocimientos y dejaría a un lado los rumores de pasillo que la perfilaban como una buena amante pero mala forense. En la universidad aseguraban que Cris era una visitante fantasma de las camas de sus profesores, afirmación que corría por los pasillos y no tardó en llegar hasta sus oídos, pero nunca le sumó o le restó importancia, porque consideraba que aquello que pasaba en las camas era asunto de mujeres valientes.

    Le dio vuelta a la bufanda y se sentó en el andén. Cinco minutos más tarde, una motocicleta de alto cilindraje giró en la esquina de la calle Mártires y entró despacio por la calle adoquinada. La luz blanca pegó en sus ojos y la obligó a utilizar como visera su mano. Marcos apagó la luz al ver el desagrado en su amiga y se detuvo frente a ella.

    —Hola.

    La saludó, se bajó de la moto y tiró la colilla humeante contra el suelo.

    —Hola —contestó ella mecánicamente, mientras él ofrecía la mejilla.

    Marcos se sentó al lado de Cris, sacó su teléfono móvil, lo desbloqueó y se lo pasó. Ella tomó el teléfono y empezó a ver una colección de filminas a full color del cuerpo de un hombre muerto a la orilla de un río.

    —Bonita, esto es lo que usted necesita para realizar la investigación –le aseguró Marcos mientras sacaba otro cigarrillo de la cajetilla.

    Cris no le respondió y siguió viendo las fotografías.

    —La víctima —interrumpió Marcos— es un hombre de mediana edad. Lo encontraron muerto esta madrugada a la orilla del río. Estaba desnudo y con un tiro de gracia en el pecho.

    Cris le devolvió el teléfono. Apretó la medallita que colgaba del cuello, en seguida la soltó y pasó la mano suavemente por su pecho palpándose en secreto su pasado.

    —Creo que los móviles apuntarían a un caso de venganza pasional.

    —¿Cómo las conseguiste?

    —No las tomé yo, si es lo que pregunta. Se las compré a un tipo —le contestó mientras encendía su cigarrillo.

    Cris le echó una mirada rápida y Marcos se vio obligado a darle una explicación.

    —Las fotos fueron enviadas hace media hora por un contacto que vive en el lugar del homicidio y al que siempre le recomiendo estar atento a los hechos delictivos del pueblo, especialmente los de ese tipo.

    Marcos echó la espalda hacia atrás, se recostó sobre la pared del edificio y soltó una bocanada de humo.

    —Le pagué $100.000 por las fotografías. Es una práctica habitual en el medio, en el que muchos periodistas gráficos como yo pagamos entre $50.000 y $100.000 pesos por buenas fotos. No es posible cubrir todo el departamento, así que hay que tener tentáculos.

    —¿Quién es el muerto? —le preguntó Cris al ver de nuevo las fotos.

    —No lo sé. Hasta el momento únicamente me han enviado las fotos, pero en la tarde me llegará un mensaje con todos los detalles. Puedo apostar dos a uno que la noticia del asesinato de este fulano se va a vender en la calle como pan caliente.

    —¿Por qué estás tan seguro?

    —Lo que hace interesante la noticia de este homicidio, es que la víctima tenía un letrero en su pelvis hecho con pinta labios.

    Cris pasó con rapidez las fotografías, amplió algunas y observó con especial detalle aquellas que tenían el epígrafe perro asqueroso.

    —¿Dónde fue? —sondeó Cris, decidida a investigar el caso.

    —En El Doncello.

    Una punzada desagradable sobre su vieja cicatriz le hizo acelerar el corazón.

    —El pueblito queda a una hora de aquí —comentó Marcos, al ver la cara de Cris—. Hay que tomar la vía que va al norte del departamento y…

    —Sé dónde es —lo interrumpió Cris un tanto consternada, y se paró del andén.

    —Las fotos son recientes. La persona que tomó esas fotografías fue la primera persona en ver el cadáver y le he pedido que no dé aviso a las autoridades. Así te doy algo de ventaja. Si te das prisa y si el tiempo lo permite, podrás llegar al pueblo antes de que la policía haga el levantamiento.

    —Gracias.

    Marcos se acercó a Cris con vacilación. No le gustaba ese caso, y no lo hubiese dejado en sus manos, si no fuese realmente necesario y urgente para ella, pero sabía que era un caso difícil y podía convertirse en una bomba de tiempo si no era llevado con la cautela necesaria.

    —De nada —le contestó. Marcos le estrechó las manos y colocó en ellas un pequeño esfero.

    —¿Qué es?

    —Es gas pimienta, una sola aplicación directa a la cara basta para provocar ceguera, tos, asfixia y náuseas.

    —Acompáñame, por favor —le dijo al tiempo que juntaba las manitas de forma religiosa.

    —Lo siento mucho, pero no puedo. Tengo pendiente una infiltración. Todo está preparado para empezar esta misma noche y aplazarlo por un día puede costarme un ojo de la cara. Tampoco puedo ayudarte porque voy a cortar cualquier comunicación con el mundo exterior por espacio de una semana.

    Cris se puso sobre la punta de los pies, se despidió de Marcos con un beso en la mejilla y después subió a su piso. Estaba emocionada, pero al mismo tiempo tenía un vacío posado en su pecho. Buscó su bolso de mano, empacó ropa y varias cosas que consideraba fundamentales; su pastillero, el gas pimienta que le acababan de regalar, su cámara fotográfica, una cintilla métrica, las pinzas metálicas y tres cajitas de Petri. Bajó a la cochera y lanzó las cosas en desorden en la parte trasera del coche y arrancó. Tan pronto salió del edificio, tomó la avenida circunvalar y metió el acelerador a fondo; tenía claro que los minutos y los segundos arrastraban al cajón del olvido las huellas que le revelarían la historia del asesinato.

    Mientras conducía, su cabeza se fue inundando de preguntas. ¿Por qué ese pueblo? ¿Por qué ahora? ¿Por qué? El escalofrío generado por viejos recuerdos de la niñez le perturbó la calma. Se pasó de nuevo la mano por la cicatriz del pecho intentando calmar sus ansias, anudó el dedo en la cadenita que sostenía la medalla de la virgencita

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