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Terramores
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Libro electrónico312 páginas4 horas

Terramores

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Los emblemáticos paisajes de El Hierro, la isla canaria donde se ambienta esta novela, cobran vida hasta ser un personaje más, tal y como ocurre en la exitosa serie de televisión Hierro. En Terramores se mezclan varias historias de amor que ocurren bajo laberintos de lavas y volcanes. El lector tendrá que asistir al espectáculo del amor romántico y a la ferocidad del juego carnal a través de una galería de personajes que no dejan indiferente: Manuel el Huido y su novia Rosa, el burro Pandero, la bella Baldomera, los hermanos Policarpo y Cesarín, el cura diabólico Nicasio de Jesús o Inocencio, entre otros, completan el mapa emocional y emocionante de esta novela que conquistó al público francés por su mezcla de poesía y violencia.
"Un gran narrador capaz de combinar lirismo y ferocidad." (Lire, Francia)
"La aparición de una novela que consideré excelente." (Juan Ángel Juristo, ABC)
 
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento29 abr 2021
ISBN9788418699153
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    Terramores - Víctor Álamo de la Rosa

    Terramores

    Víctor Álamo de la Rosa

    Baile del Sol

    A mis abuelos Manolo, Marina Jacobina, Chencho y Concha

    Terramores: Neologismo formado por la unión del prefijo latino terra y del vocablo amor. Dícese de los amores subterráneos, bien los que acontecen bajo tierra, por necesidad de esconderse los sujetos amantes, o bien aquellos que transcurren en el plano simbólico y se construyen a partir de ardides y engaños, repletos de subterfugios. De origen desconocido, el término fue datado por vez primera en los escritos de Anquiloto de Herritania con el significado de «tierra de amores».

    (Diccionario de uso del español de Canarias, volumen séptimo, dedicado al estudio de las particularidades idiomáticas de la Isla Menor.)

    Ahora bien, como sabes, soy muy vulnerable a la belleza femenina.

    Philip Roth

    Lo que le puede pasar a un burro, pobrecillo, lo que le puede pasar a un burro en esta isla de los demonios es difícil de imaginar. Hoy como quien dice el burro de Inocencio se escapó y se puso ciego de higos de leche, ciego, porque a la mañana siguiente no veía tres montados en un burro, esto es, que no veía nada de nada, porque al animal se le subió el azúcar, el azúcar de los higos blancos, que es mucho muchísimo, y el azúcar se le quedó nadando en los ojazos, grupúsculos de azúcar dándole vueltas y más vueltas en las retinas hasta convertirlo en un burro inservible. Inocencio lo sospechó cuando fue a la cuadra y el animal, en pie, ni se movía. Y cuando lo desató tampoco se movió, y cuando le dio en las ancas un latigazo tampoco, tampoco, que no porque no, la bestia no se hallaba, no veía, pobre animal, ni la propia salida de la cuadra. Tiró de las riendas y el burro desplazó una pata, y después la otra, pero poco después ya no hubo modo ni manera de hacerlo andar, porque el miedo a la nada que veía debió atenazarlo y azorado como estaba la muy bestia se atrincheró y todas las fuerzas del viudo Inocencio intentando desapoltronarlo no bastaron para que el asno se animara, se atreviera siquiera a dar un paso más. Que no.

    Inocencio no desesperó, sino que decidió volver a amarrarlo y dejarlo en la cuadra, para ver si mañana por la mañana, con un poco de descanso y digestión, tanto él como el animal veían el mundo un poco más claro. El viudo Inocencio no dijo nada a sus hijos, todavía esperanzado, aunque era poco dado a creer en milagros, y prefirió esperar, fumándose unas cachimbas, porque no tenía tareas urgentes que hacer, excepto recoger las uvas que había plantado en las fincas de los llanos de Azofa, poco más allá de la Curva del Viento. Bien podían esperar al menos un día más, discurrió, porque en esta isla, la Isla Menor o la isla de El Hierro, según el mapa consultado, el tiempo corría de otra manera, transcurría un poco preso, atosigado por el violento paisaje volcánico y el impasible Mar de las Calmas.

    Pero no pudo ser.

    Y el gozo en un pozo, porque Inocencio hoy se levantó resuelto, había dormido a pierna suelta, y antes de desayunar salió disparado hacia la cuadra adyacente a la vivienda a darle los buenos días a Pandero, que así se llamaba el borrico, pero el jumento ni tuje ni muje, es decir, ni mu, ni un breve rebuzno de bienvenida, como si de pronto también se hubiera quedado sordo. Si no fuera por la respiración acompasada que dibujaba su costillar, el asno habría parecido muerto, y muertos muy muertos estaban sus ojos negros, repletos del vértigo de la nada, porque Inocencio le pasaba la mano por delante una y otra vez, derecha, izquierda, derecha, izquierda, esperando una reacción, aunque fuese mínima, pero ni por esas, nada de nada. Abofeteó al pollino, Inocencio enfadado, y entonces Pandero, debido al susto de la sorpresa, rebuznó dolorido y se incorporó de un brinco. Después se quedó muy quieto, atento, alternando el movimiento de sus largas orejas. Inocencio le gritó espabila burro majadero mientras cogía las riendas, las desataba y tiraba de la bestia para que saliera de la cuadra. Un brillo de esperanza, entonces, porque Pandero anduvo estirando el pescuezo y el hocico que las riendas tensaban. Primero despacio y Pandero tranquilo se dejó incluso poner la albarda. Inocencio montó, satisfecho, y le acarició el cogote al asno, diciendo burrito bueno, burrito bueno, al mismo tiempo que lo apretó con sus piernas, señal inequívoca de la orden que significaba ponerse en marcha. Y Pandero caminó, como siempre durante estos últimos siete años, incluso se atrevió con un trote suave, alegre, y salió de la cuadra al camino y en el camino le empezaron a flaquear las patas porque lo que llamaban camino no era llano sino auténtico pedregal cuesta abajo. Y cuesta abajo fue acelerándose el pollino e Inocencio se percató de que la cosa no marchaba y tiró de las bridas para que Pandero parara pero no paró sino que siguió, Pandero cuesta abajo tropezando en cada piedra y de nuevo como si estuviera sordo ignorando el griterío de Inocencio que chillaba so burro so burro so pedazo de burro hasta que el burro Pandero se detuvo, sí, se paró porque en la primera curva del camino chocó contra el muro de piedras del cercado y como no veía lo que hacía intentó subirlo y al tratar de escalarlo se hirió, se magulló, se lastimó, e Inocencio salió despedido, volando desde aquella altura, y Pandero rebuzna que te rebuzna clavándose aquellas picudas piedras volcánicas en la barriga blanda porque había pasado las patas delanteras y después se había quedado atrapado y como no veía ni tres en un burro seguía intentando escalar el muro sin ver dijo un ciego sin ver que Inocencio había caído, y que las piedras que él removía rodaban sobre Inocencio y lo herían y él no sabía ya qué hacer más que seguir empujando con sus patas traseras y sangrándose la barriga y rebuznando tanto pánico y tanto dolor que no podía oír los chillidos de Inocencio con tanta pedrada encima porque Pandero no paró hasta que derribó esa parte del muro y las piedras llovían y las piedras sobre Inocencio todo cortado y todo arañado y ahora Pandero por fin pasa y pisa sin querer sin ver a Inocencio que grita jodido burro de los demonios.

    Y tanta algarabía armó que ya llegaron ya sus hijos mayores, alarmados Policarpo y Cesarín, atónitos, con susto en el cuerpo, y qué le pasó, padre, qué, y Cesarín que socorre a Inocencio mientras Policarpo sujeta a Pandero que, heridísimo, se ha desplomado sobre una higuera. Inocencio se incorporó, tenía algunos cortes en los brazos y en la cara que sangraban, con la ayuda de su hijo Cesarín, que lo observaba con ojos interrogantes, aguardando una explicación.

    —El burro se quedó ciego. Hay que ir a matarlo —sentenció iracundo Inocencio.

    Cesarín meditó unos segundos, pero no habló, esperando las órdenes del progenitor.

    —Vamos a bajarlo por el barranco entre los tres —dijo el padre, categórico, lamiéndose la sangre que le discurría hacia las comisuras.

    Policarpo, unos metros más abajo, había logrado que la bestia se levantara. Pandero sangraba por su barrigona y gruesos hilos de sanguinolencias parduzcas discurrían por sus cuatro patas. Policarpo entendió.

    —Pandero, me temo que se acabó lo que se daba —murmuró tristón mientras acariciaba al burro.

    Pandero, con la mirada perdida, trataba de acompasar su respiración agitada. Inocencio le quitó la albarda y agarró las riendas. Policarpo y Cesarín se pusieron uno a cada lado del asno, para así guiarlo entre los tres. Pandero caminó, muy despacio, tentando la senda con los cascos delanteros, de pronto tranquilizado por la presencia conocida de esos tres olores familiares.

    En poco menos de media hora llegaron al despeñadero que se abismaba hacia la playa de Los Moles. Abajo el mar se tumbaba ruidoso sobre los callaos grandes del playón. Por esa fuga Pandero habría de caer, descender por lo menos mil metros para morir despanzurrado. Inocencio le quitó las bridas. Ahora el asno estaba a dos metros del vacío. El precipicio daba vértigo. Inocencio le miró el fondo de los ojazos. Nada en aquella nada negra. Acarició el hocico, espantando cuatro moscas. Los tres hombres se pusieron detrás de Pandero, pasaron sus manos por el suave pelaje grisáceo de las ancas y Pandero movió el rabo en señal de agradecimiento.

    —¡Arre, burro, arre! —fueron gritando los tres, confundiendo sus voces.

    Por el despeñadero ascendía el viento, unas lenguas de brisa con aliento a mar. Pandero no se movió, temeroso, quizás estaba presintiendo el vacío hondo que no podía ver.

    —¡Arre, burro, arre —insistieron.

    Pandero, hierático, dejó incluso de agitar su cola. Ni siquiera se sacudía las moscas, la docena de moscas verdes que habían acudido puntuales al reclamo caliente de la sangre. Zumbaban, nerviosas, inaugurando el festín, enturbiando con sus aleteos la por lo demás plácida mañana.

    —¡Arre, burro, arre! —reanudaron la letanía Cesarín y Policarpo.

    Inocencio había callado esta vez. Rebuscó en el bolsillo trasero de su pantalón al mismo tiempo que ordenó a sus hijos que se apartaran. El sol, escondido tras una tupida fronda de nubes altas, dejó escapar un rayo de luz que fue directo a incrustarse en la navaja de Inocencio, esta navaja que desciende vertical en busca de clavarse en los cuartos traseros de Pandero, esta navaja que ahora pica de pronto al borrico que salta que trota que huye por fin hacia su condenación.

    Pobre bicho. Bastó ese movimiento reflejo al sentir la punta acerada.

    Pandero se despeñó.

    Cayó al vacío.

    Precipicio abajo.

    Agitó las cuatro patas.

    Las movió buscando asidero en el aire, como si eso fuera posible, como si en el interior del aire hubiera anclajes, como si, mejor, hubiera podido tener alas, y planear, y volar hasta hallar lugar seguro, tierra bajo sus patas. Policarpo y Cesarín lo vieron veloz caer, asomados ellos al borde de la fuga, precipitándose abismo abajo hasta estallarse, estropicio opaco de vísceras, contra los callaos del playón. Los muchachos se habían echado a tierra y habían reptado hasta el borde. Y vieron a Pandero precipitarse y ni siquiera rebuznar de miedo. Pensaron que la ceguera le ahorraría el pánico, pues no sabía que volaba hacia la muerte. Inocencio prefirió no contemplarlo. Cuando sus hijos le pidieron que se asomara él negó con la cabeza y rehizo su camino, tenía que recoger la albarda y volver a casa: ya pensaba en hablar con Santiago el Panadero para pactar la venta de un burro nuevo.

    Cesarín y Policarpo permanecieron en lo alto del precipitadero, viendo abajo lo que había sido Pandero, en qué se había convertido: la cabezota orejuda descoyuntada, posada sobre un callao pero todavía aferrada al cuerpo; la barrigona, desabrochada, soltando tripas; las patas tan tan partidas y astilladas que eran irreconocibles. Las primeras gaviotas y pardelas ya habían aparecido, y comían, enlodadas en sangre, disputándose picoteadoras trozos de vísceras. Los gatos salvajes también luchaban por las tripas mejores al igual que los lagartos y los cuervos. Metían sus cabezas carroñeras en los huecos de Pandero. Devoraban inmisericordes: había que darse prisa porque pronto subiría la marea y el mar acudiría a reclamar lo que también era suyo: sacaría su avara lengua azul para también él tragarse los restos pellejos de Pandero.

    Vino la noche con su espesura y el pobre Pandero resucitó, es un decir, resucitó en las lenguas de los muchachos de Masilva, el pueblo en el que vivía Inocencio y sus hijos, un poblado ubicado en la zona de medianías de El Hierro y al que otros también llamaban El Pinar. Y como era costumbre, cuando moría un animal, aquella noche tendría lugar el malgareo, tradición extraña pero muy arraigada en la isla, y cuando la voz corrió rápida, aldaboneando todas las puertas, para decir que el burro Pandero había muerto, ya las muchachas casaderas se echaron a temblar y a rezar, para pedir en sus oraciones eso, solo eso, por Dios no ser blanco procaz de los malgareadores, muchachos que comían pimienta para aclararse las voces y gritar a los cuatro vientos, escondidos en la vecina montaña de Tanajara, los secretos más inconfesables de los vecinos de la localidad.

    Al comerse la pimienta las voces de los jóvenes cambiaban y se hacían irreconocibles, nadie sabría adjudicar ese o aquel grito, y ocultos en la madrugada chillaban, sabiéndose escuchados, las habladurías y los cuentos que circulaban por El Pinar. A cada víctima del malgareo correspondía una parte del animal, en este caso del pobre burro Pandero, y aquella costumbre resultaba despiadada y avergonzante, las más de la veces, aunque otras era apenas cómica y aquellos a quienes no había tocado la sabia y jocosa lengua del malgareo sonreían, acurrucados bajo las mantas traperas en sus camas, porque por esta vez se habían librado y sus secretos permanecerían a buen recaudo. Y esta noche el malgareo comenzó recordando el fallecimiento de Pandero:

    —Y Pandero acabó en el despeñadero— ripió una voz lejana, transportada por el eco hasta Masilva, ese pueblo pequeño, no más de ochenta casas humildes, algunas apenas chozas de paja porque la vida campesina transcurría atada a los vaivenes de la pobreza, dependiendo de los caprichos del clima, los roedores y las cosechas, que como todo el mundo sabe a veces son buenas y otras malas.

    —El burro Pandero murió en el despeñadero.

    —Inocencio lo arrojó por la fuga porque estaba cegato.

    Después las voces callaron, y se oyó un tambor, tum, tum, dos golpes secos, y después un bucio, una caracola grande que alguien sopló para que emergiera ese zumbido cavernoso de profundeza marina. Y otra vez:

    —Y a la moza Claudina —silencio expectante— a la moza Claudina le vamos a dar... le vamos a dar... la lengua y la boca del burro.

    —Le vamos a dar la lengua y la boca del burro para que arregle su boca fea.

    —Su boca fea, fea, ea, ea, ea —repitió otra voz otra, solo para confundir.

    Y Claudina, la hija de Paco Inerbelio, escuchó el malgareo y lloró un poco, apretándose contra la almohada, porque ella no era boba y sabía que tenía la boca torcida pero torcida, como caída, esa mandíbula desencajada a saber por qué. Su padre se levantó de la cama para ir a consolarla, pero se percató de que ella había preferido hacerse la dormida y por eso no le dijo nada, sino que subió a la azotea para escuchar mejor el resto del malgareo. La hermana de Claudina, Celedonia Jesús, sin embargo, dormía profundo, haciendo la digestión. A esa no la despiertan con pendejadas.

    —Y a la moza Nicasia le vamos a dar el trasero de Pandero.

    —El trasero de Pandero.

    —El trasero de Pandero porque tiene el culo seco —seco, seco, seco, seco, pareció corroborar el eco, rebotando de hueco en hueco hasta llegar a Nicasia, un palo de mujer, de tan enteca, flaca flaquísima, la verdad, porque no comía y no comía porque se encontraba gorda. Nicasia también lloró, como Claudina, pero se sintió tan ofendida que se levantó de la cama y se puso a comer queso y pan, pan e higos, higos y leche, atragantándose.

    —Y ya viene la pinga de Pandero, la gran pinga de Pandero —y ahora sí que todos en el pueblo temblaron a un mismo tiempo y pidieron a la Virgen de los Reyes, patrona de los herreños, que el gran cipote del burro no fuera adjudicado a ninguno, al menos a nadie de la familia.

    —Y la pinga de Pandero va... va... va... va para Baldomera.

    —Para Baldomera.

    —Para Baldomera.

    Y mientras el pueblo respiraba aliviado, Baldomera sentía que resbalaba por un abismo, que caía por una nada sin nombre y que la sangre le hervía rabia. Baldomera era una joven huérfana recogida por su tía Eliana, soltera impenitente y única familia viva de la muchacha. Eliana tuvo que trasladarse muy jovencita, una quinceañera, a la Isla Mayor, dicen las malas lenguas que para esconder la barriga en ciernes porque se había quedado preñada de uno que no la quería. Cuando volvió a su tierra natal, El Hierro, ya era toda una mujer, y llegó bien acompañada por Baldomera, su sobrina, aunque siempre hubo quien sospechó que la bella muchacha era en realidad hija suya. Pero a todos los rumores no se les puede hacer caso, lo mejor es dejar que corran hasta que se apaguen.

    —No te preocupes, niña mía, a palabras necias oídos sordos. Esto son cosas de pueblo chico. Nosotras a lo nuestro, que para eso vinimos —la consoló Eliana, rabiando por dentro, pero Baldomera, consciente de que aquello no podía significar sino que le gustaban demasiado los hombres, siguió en sus trece, y dijo bajito, para que nadie la escuchara:

    —Envidiosos, envidiosos, envidiosos. Ya veremos quién ríe último...

    El malgareo prosiguió durante unos minutos más, restaba adjudicar las patas del animal, que fueron a parar a Juan Piloto, un vecino que había tenido un percance y estaba medio cojo. Piloto sonrió, al escuchar las voces, y después pensó en la Virgen, a la que rezaba todos los días para pedirle pronto restablecimiento, pues eran muchas las ganas que tenía de poder volver a andar con normalidad. Mal día aquel en que, abajo en la costa, cuando estaba mariscando lapas, resbaló sobre la orchilla y cayó plúmbeo fracturándose la tibia.

    El tambor y el bucio anunciaron con su música primitiva el fin del malgareo, al que mañana, con el claror del día, nadie haría mención, salvo entre familiares o con gentes de mucha confianza, allegados fiables, si acaso. Así era la costumbre y así ordenaba la tradición. Así se hacía desde que las memorias tenían memoria. Así era y así habría de seguir siendo.

    Este martes de agosto amaneció ya con calor, a pesar de que el sol era casi invisible, debido a la calima. El cielo estaba lleno de polvo traído por los vientos desde el cercano desierto del Sahara. Eso explicaba aquel sopor desde primeras horas de la mañana, y ese calor hacía todavía más incomprensible que Baldomera decidiera estrenar hoy, precisamente hoy, sus botas nuevas. Había procurado ser más comedida, lo había intentado justo hasta la noche anterior, la noche del malgareo, cuando le habían concedido el dudoso honor de heredar, aun simbólicamente, la polla del burro Pandero.

    Había intentado no ostentar ni alardear, frente al resto de jovencitas, para no hundirlas más en su pobreza miserable. Pero ella tenía varios vestidos que lucir, al menos siete, uno para cada día de la semana; tenía tres pares de zapatos, dos de verano y unas botas para el invierno, además de zarcillos gitanos y pulseras, a veces incluso tuvo bombones con lacitos rojos y papel celofán que repartió solidaria entre sus amigas. Pero ahora le habían adjudicado el miembro del burro, y eso significaba que en el pueblo daban por hecho que pinga, justamente pinga, era algo que ya ella estaba recibiendo, aunque no se le conociera novio oficial. Y eso, fuera verdad o fuese mentira, lo mismo daba, ya daba igual, para el caso y la ofensa. Y por eso decidió presumir, dejar claro que ella a pesar de no tener trabajo, no era pobre, no era al menos pobretona. Verse engullida por la mediocridad rampante era lo que más la asustaba. Se miró coqueta al espejo y se peinó demoradamente el cabello lacio, negro azabache, extrayéndole inéditos resplandores. Qué tersura. Su tía Eliana la observaba sin decir palabra, contemplando la hermosura de la muchacha, complacida porque se acordaba de ella misma cuando joven. Se acercó por detrás y le fue levantando el camisón. Brotaron dos pechos blancos, dos montañas de pronto en el espejo. Qué torres. Dividió en dos la mata de cabello y, sobre los hombros de Baldomera, los dejó caer para que taparan los senos. Digna de un cuadro la precisión última de la belleza. La joven sonrió. Fue al armario y entonces Baldomera dijo:

    —Dame el azul.

    Su tía descolgó del perchero un vestido azul celeste de delgadas asillas. Baldomera se lo puso. Pareciera que sus tetas enhiestas por sí solas lo sostenían. El vestido caía hasta el principio de sus rodillas. Mientras Baldomera se ponía sus botas, lustroso negro reluciente, Eliana fue a la cocina y trajo agua fría en una jofaina. Al volver observó a la sobrina: el breve tacón de los botines, anudados hasta ocultar los tobillos, realzaban la figura de la joven, mientras que el vestido se ceñía con delicadeza a las formas redondas de su cuerpo, recién despertado de la pubertad, ya amujerándose. Baldomera se lavó la cara y entonces sus ojos negros, afilados, acabaron de salir del sueño.

    Tocaron a la puerta y Baldomera dijo:

    —Deja, tía, ya abro yo.

    El primero en verla de aquella guisa elegante fue Santiago el Panadero, quien, como cada día, repartía el pan por las casas de El Pinar, acompañado por su burro.

    —Buenos días.

    —Buenos días, Santiago —contestó Baldomera, disfrutando de los varios mohines de sorpresa que Santiago dibujó en su cara, en su rostro desacostumbrado a ver esa beldad tan labrada y ajustada a las formas bonitas de la joven.

    —Dame dos.

    —De acuerdo, guapa.

    El panadero, una vez recibió el dinero, enfiló sus pasos hacia la vivienda adyacente, tirando del borrico y pensando en Baldomera: a pesar de la hora temprana aquella rutilación de la mujer le había espabilado la libido, y por eso se acordó de la Lorenza, otra vez, nada más llegar a casa le daría su respectiva barra de amor, un poco de pan del mejor también para ella. Por esas mismas horas ya Inocencio había elegido tres de sus mejores cabras y se disponía a ir a casa de Santiago, pues sabía que el panadero acabaría su ronda repartidora en torno a las diez de la mañana y que, después de un primer trago gratificante de vino de pata en el bar del Gurugú, entre Las Casas y Taibique, se lo encontraría en la cuadra, dándole pienso y descanso a su burro; fiel, inseparable pareja del panadero de Masilva.

    —Ueeepa, Santiago, ¿cómo vas?

    —¡O, Inocencio, qué tal! ¿qué te trae por aquí?

    Se saludaron afables ambos hombres.

    —Vengo a hacer negocios —alegó Inocencio.

    —Veamos, pues, ¿qué ofreces?

    Inocencio propuso a Santiago un intercambio justo: tres de sus mejores cabras, allí estaban sus ubres repletas para demostrarlo y no dar pie a elucubraciones, por uno de sus burros.

    —Ya sabes que el Pandero se me quedó ciego —recordó Inocencio, desde siempre el mejor cabrero de la isla de El Hierro, pues tenía casi cien cabezas, y la leche de su ganado le dejaba buen dinero, tanto buen dinero como fama de cicatero.

    —Mira que eres tacaño, ¿para quién guardas el dinero, Inocencio? ¿Te vas a ir a Tenerife, a gastártelo en mujeres? —dijo bromeando el viejo Santiago, socarrón y lengüín.

    —No seas majadero, Santiago. No empieces otra vez.

    Porque la negociación no fue fácil, y Santiago le exigió una cabra más a cambio de la burra vieja, vieja pero buena, apuntilló el panadero. Inocencio tuvo que ceder porque le hacía mucha falta, sobre todo para ir a recoger los higos y las uvas por aquellos senderos de tierra que surcaban la isla. Y por eso accedió, qué remedio.

    —De acuerdo, Santiago, pero, desde luego, no pierdes una oportunidad, las cazas al vuelo —recriminó el viudo.

    Santiago debía rondar los cincuenta años. Era bajito y rechoncho, siempre usaba una boina negra y tenía el labio superior mucho más grueso que el inferior. Decía, cuando se emborrachaba, que se le hinchaba de tanto chuparle el aquello a su mujer, Lorenza, por cierto bastante más alta que él. Santiago, a pesar de su aspecto ridículo, tenía fama de peleón porque cuando joven había sido uno de los mejores luchadores de la isla, figura indiscutible del deporte vernáculo. Inocencio, a pesar de ser más joven, acababa de cumplir cuarenta y cinco años, prefería esa vida bonachona, gustaba de pasar inadvertido y no frecuentar las tabernas, aunque en una isla tan pequeña esa pretensión fuera tarea imposible. Por eso aceptó aquel trato injusto, nada equitativo sobre todo cuando se percató de que la llamada burra vieja era anciana, bastante más de lo que había prometido Santiago, y además perezosa, porque ya estaba desa-costumbrada al trabajo, no había sino que probar a cargarla y observar cómo se ponía remolona, quejumbrosa, jamás dispuesta a apechugar. Pero, mejor decir las cosas como fueron, al menos le fue valiendo para ir saliendo del paso, para ir tirando hasta que sus hijos, Cesarín y Policarpo, pudieran desplazarse, dos días de camino difícil para ir y dos para volver, hasta el Tamaduste, un pueblecito de pescadores que estaba al otro lado de la isla pero que tenía entre sus moradores a Juan Camila.

    Porque Juan Camila criaba burros, a eso

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