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Pandemonio
Pandemonio
Pandemonio
Libro electrónico119 páginas1 hora

Pandemonio

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Pandemonio se trata de un sueño. Quizás un mal sueño para el autor. Pero es el lector quien le da la temática de acuerdo a cómo y cuando lea Pandemonio. El autor escribió Pandemonio no porque queria sino porque la sintió nacer al mover el lápiz sobre el papel. Sintió como los personajes nacían y se desarrollaban solos creando sus propia historias. Usándolo a el para dar a conocerlos. Entonces, no se le puede preguntar al autor de que se trata Pandemonio. Una mejor pregunta con una mejor respuesta debe hacérsele al lector si termina de leer la novela por ser atrapado por ella misma. Es el lector quien debe decir de que se trata la novela para el o ella. Al fin y al cabo es lo que cuenta. El autor es usado como medio de expresar lo que la novela quiere decir por lo tanto su opinión no es mas valiosa de lo que un lector puede opinar de lo que se trata o no Pendemonio.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento26 dic 2016
ISBN9781483590318
Pandemonio

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    Pandemonio - Pedro Antonio Briceno Ponte

    PANDEMONIO

    Capítulo I

    Bienvenidos al pasado. Los sucesos que se relatan a continuación puede que sean foráneas mentiras o simplemente un mal sueño. Todo depende de cómo se le vea la cara a la muerte y de qué lado le pegue el sol en esta astronómica cáscara de huevo. No me hago responsable por su verosimilitud o por la falta de ella. Lo único que he hecho es transcribir benévolamente sin permiso cartas anónimas, dilatar el eco de las voces que oigo cuando retumba el viento en las noches ajenas a este mundo y desfalcar los vagos recuerdos de mi infancia cuando cruzaba el puente sobre el lago.

    En esos días de dolor y angustia Esperanza se veía deseando ansiosamente que Inocencio se muriera, que se terminara de escribir el último capítulo de la novela, que los hombres lloraran y que el mundo se acabara definitivamente para siempre. Para que él pudiera descansar en paz y recobrar su dignidad humana. Para que ella pudiera regresar a su soledad infinita, a su rutina perpetua, a aprender a vivir en el calvario de los recuerdos amorosos no vividos. Se veía con su cabeza sumergida en un abismo de lágrimas entre sus manos blancas y húmedas, con el comienzo de la noche que seguía al día, que prosiguió la noche anterior. Mientras el Turco trataba de venderles el estiércol de los camellos a los gringos para que lo usaran como el único sustituto racional del petróleo.

    Veía que el pobre ya estaba acabado, su cuerpo se le había deteriorado hasta el punto de que él mismo no se reconocía y no distinguía el día de la noche. «¡Pobre Inocencio!» se decía a sí misma Esperanza, una y otra vez, era lo único que podía hacer por él, lo único que le faltaba decir en aquel desamparado lugar donde Dios se indignaba al hacer acto de presencia y ofrecerles a esos despojos una simple clemencia. Pero lo que la consumía por dentro era ese sentimiento vacío, ya que nunca tuvo la oportunidad de amarlo, de embriagarse de sus besos, de estrechar su cuerpo entre sus brazos y corresponder a ese amor que él sentía por ella, sin ella imaginárselo tan real y puro. Sin ella poder llegar a verse en una realidad inmediata junto a él. Tendría que esperar otra vida, quizás otra novela.

    Se preguntaba por qué el destino les jugó una mala pasada una vez más a los Penares, como si cargaran con un chino encima. Se desesperaba al verlo morir poco a poco, degradándose, como se muere una flor por dentro que es consumida por el invierno que acosa; como se marchitan las horas del tiempo en un reloj de arena. Esperanza moría por dentro al verlo así, en esa isla de la muerte, de los abandonados, de los cuerpos ambulantes que esperaban la muerte impacientemente. En esa isla en el medio de nada y de todo al mismo tiempo, más cerca del infierno que de la realidad, más de allá que de acá, que con razón se llamó Pandemonio. En ella se encontraban restos de sombras delirando por su único camino empolvado de tierra liviana y cal, que empezaba por allá y desembocaba en el lago...esos cuerpos sin almas se arrastraban cubriéndose lo que les quedaba del rostro ignoto de ellos mismos, de esas miradas inoportunas de los pocos familiares promiscuos que venían a asegurarse de la desaparición de la isla, de lo que restaba de esos cuerpos que una vez tuvieron alma, que una vez conocieron y amaron, que fueron hombres y mujeres.

    El alma se les había fugado del cuerpo desde el primer momento en que se les desprendió la carne de sus huesos, desde que su destino adverso se les anunció sin juicio ni apelación; sin ganas de regresar a esas penumbras que deliraban a cada momento, a cada instante, que arrastraban sus cuerpos desfigurados hacia una muerte anhelada, pero momentáneamente inalcanzable e intocable.

    En esa isla sólo había un lugar donde Esperanza podía gritar su dolor patético sin tropezar con las penumbras. No quería que supieran que sentía lástima por ellos. Sí, lástima, la peor de las lástimas ya que no poseían esa esencia que les daba el privilegio de ser seres vivos. Especialmente por lo que quedaba de Inocencio. Era una torre solemne que a lo lejos, a través de los ojos de Esperanza, se podía ver el infinito donde el cielo y el mar se fundían en uno. Se imaginaba que en ese lugar debía existir paz y amor. Cómo llegó a envidiar esa unión pura, sin dolor ni restricciones, sin nada que lo pudiera evitar, excepto el capricho de un Dios muy lejano que se distanciaba cada día más y más. Se preguntaba el por qué de tanto dolor, por qué estaba sometida a esta prueba tan injusta de la vida, por qué le tocaba perder. No entendía la razón de su suerte intransigente.

    Desde la torre de día se podía ver, los techos rojos de Tuculpita que tan sólo eran de bajareque cuando el Turco vendía los escasos arcos iris dependiendo de la intensidad de los colores en el cielo, a los buscadores de tesoros enterrados, y a los ingenieros y arqueólogos americanos haciendo levantamientos sismográficos para encontrar más y más de ese oro negro que tanto deseaban para alimentar los motores hambrientos de sus Corvettes y sus Harleys. Que ni los conquistadores españoles, ni el pirata Morgan, ni los corsarios, ni portugueses o alemanes pudieron encontrar, ya que buscaban la anhelada piedra amarilla o la misma soñada ciudad dorada Manoa, de que tanto se hablaba y añoraba.

    De noche las torres de perforación parecían arbolitos de Navidad sobre el mar, tan inofensivas lucían sobre el lago, pero por debajo lo consumían, lo disfrazaban de luto con ese veneno negro que le ha traído tantas esperanzas y desgracias a Tuculpita al mismo tiempo, y que marcó el comienzo del final de la existencia de Pandemonio. Era también la misma torre de donde saltó y terminó su despojamiento Segundo Penares, el hermano gemelo de Inocencio, quien padecía del mismo mal. Se dice que no soportó verse acabado, desplomándose día a día, consumiéndose y transformándose en un andrajo achacoso como pedazos de tela desprendiéndose hilo por hilo, dejando aberturas putrefactas; y que en su caída al abismo sólo se oyó un grito maldiciendo a la bruja Griselda por haberlo traído al mundo, que es el eco que retumba en cada rincón de la isla desde ese día. Esperanza nunca pudo entender aquello tan sobrenatural que unía a Inocencio y a Segundo desde antes de nacer y que los uniría en el más allá después de la muerte.

    En el cuarto, donde se encontraba lo que quedaba de Inocencio, pasaban las horas de su vida lentamente, las cuales se unían con el delirio silencioso para formar tiempos eternos, tiempos desesperantes de dolor, tiempos de masoquismos oníricos. Sus paredes eran de barro, con una sola ventana con rejas de hierro ya oxidadas por donde se escapaba la fetidez que transpiraba su cuerpo moribundo. Lo único que se podía apreciar era el mar azotando el malecón y la torre observando ese mundo que se degradaba a su alrededor. Ese mundo de dolor injustificado. Esa ventana también era el lugar favorito de un cuervo terco de mal agüero, que se estacionaba en ella por horas interminables moviendo la cabeza de un lado a otro, esperando el fin. Muchas veces Esperanza trató de espantarlo sin éxito; era como si esa ventana perteneciera a él; ya él era parte del panorama permanente del cuarto, de la isla, de la vida de los Penares desde los días de mocedad de don Recio.

    Dentro del cuarto, la cama de Inocencio, con una imagen de Cristo en el tope, una efigie de José Gregorio Hernández y del orichá Babayu-Ayé quien no era otro más que San Lázaro pero con nombre africano, con una velita ya derretida en la mesa de noche, que pertenecía a sombras que corrieron el mismo destino, y algunos libros y papeles cuidadosamente organizados en orden alfabético por Esperanza al lado de una vieja Remington. En ese ámbito Inocencio pasó los últimos meses de su fatídica vida en la Tierra. Deliraba en posición fetal, se reducía a su más mínima imagen como tratando de aguantar el sufrimiento de ese mal que viene azotando a los pueblos desde mucho antes de Judas, que originó el Constitum Constantini y que la llamaban Kushta en los escritos sagrados. La enfermedad lo consumía por dentro y lo degradaba a la nada por fuera, con la mirada fija en la ventana contemplando la torre, oyendo el delirio silencioso de las rocas del malecón, sin prestar atención a ese pájaro estacionado entre las barras. Era como si las rocas y él fueran artífices de un mismo destino. Las rocas azotadas una y otra vez por las furiosas olas del Caribe, provocadas por esos inmensos barcos cargados de miles de barriles de oro negro desde que se violó la virginidad de las aguas, degradándolas microscópicamente poco a poco, haciéndolas parte de su fondo; mientras que él era consumido por un padecimiento maligno que lo convertía en un ser fantasmagórico, que al final, lo degradaría en polvo, en parte del aire, del fondo del lago, de nada.

    Se la pasaba encerrado en un misticismo, por horas y días sin decir nada, sin dejar que el llanto enfático de su dolor escapara de sus labios, de sus ojos soñolientos. Como si quisiera mantener la poca dignidad que su padecimiento le permitía. No quería que Esperanza lo oyera sufrir, lo viera llorar. Nunca se llegó a ver una lágrima invisible, que sólo la poseen algunos hombres, como su padre don Recio, pero se veía en sus pupilas un vacío espiritual, un abismo inmenso lleno de preguntas sin respuestas y misericordia a pesar de todo su mal, a

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