Una novia ingenua
Por Betty Neels
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Simon amaba a Katrina y pensaba que ella le correspondía, pero habían sucedido tantas cosas que no estaba seguro de que aquella ingenua jovencita se hubiera dado cuenta. Cuando llegara el momento adecuado, se lo diría, prepararía una boda tradicional y la cuidaría durante el resto de sus vidas.
Betty Neels
Los lectores de novelas románticas de todo el mundo lamentaron el fallecimiento de Betty Neels en junio de 2001. Su carrera se prolongó durante treinta años, y siguió escribiendo hasta los noventa. Para sus millones de admiradores, Betty personificaba a la escritora romántica. El primer libro de Betty, Sister Peters in Amsterdam,se publicó en 1969, y llegó a escribir 134. Sus novelas ofrecen una calidez tranquilizadora que formaba parte de su propia personalidad. Su espíritu y su genuino talento perduran en todas sus historias.
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Una novia ingenua - Betty Neels
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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Betty Neels
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una novia ingenua, n.º 1463 - marzo 2021
Título original: An Innocent Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1375-152-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
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Capítulo 1
LA CARRETERA era estrecha, rodeada de setos y de árboles, y serpenteaba a través de la tranquila campiña inglesa, libre de tráfico y templada por el sol de una mañana de primavera.
El hombre que iba al volante de un Bentley gris oscuro conducía sin prisa, disfrutando de la paz y la tranquilidad y pensando que aún se podían encontrar rincones tranquilos en la campiña inglesa. No había encontrado un sólo pueblo en muchos kilómetros y la última casa de campo la había pasado kilómetros atrás. Tampoco había coches. Mientras pensaba eso una moto dobló la siguiente curva a gran velocidad, por medio de la carretera, y pasando el Bentley de largo y casi rozándolo.
El conductor del Bentley juró en silencio mientras tomaba el siguiente desvío para detenerse después y salir del coche. El contenido de una bolsa de la compra estaba esparcido por la carretera y una bicicleta, que apenas parecía tal, yacía a un lado del arcén, y a su lado estaba sentada una chica.
No parecía estar herida pero sí enfurecida.
–Ese idiota. ¿Lo ha visto? Iba por el carril contrario y conducía como un loco.
El hombre, que caminaba hacia ella, pensó que era una criatura espléndida: una chica alta y fuerte con melena castaña oscura y una cara cuya belleza era difícil de olvidar.
Llegó a su lado. Era un hombre muy alto, no demasiado joven, con el cabello gris en las sienes pero atractivo, con la nariz un poco aguileña y los labios finos.
–Sí, le vi. ¿Está herida? –él se inclinó y vio que le brotaba sangre de un corte en la pierna–. No se mueva, iré por mi maletín.
–¿Es usted médico? Qué encuentro tan oportuno.
Él le limpió con cuidado la herida.
–Sí, lo soy. Esto necesita la atención de su médico. ¿Está herida en algún otro sitio? ¿Perdió el conocimiento?
–No lo perdí. Me duele un poco en varios sitios.
–Lo mejor que puedo hacer es llevarla a su casa y llamar a su médico para que la vea. ¿Vive cerca de aquí?
–A un kilómetro y medio carretera abajo. Rose Cottage está a mano izquierda y después hay otro medio kilómetro hasta el pueblo.
Le había vendado la pierna, limpiado los arañazos de los brazos y las piernas y retirado unas motas del pelo.
–Va a tener unos cuantos moretones bastante molestos –le advirtió. Cerró su maletín y se agachó para tomarla en brazos casi sin esfuerzo.
–No debería haber hecho eso. Peso bastante –dijo preocupada cuando la hubo sentado en el coche.
–Es que es una chica fuerte –contestó y a ella no le agradó oirlo.
Él la sonrió. Tenía una sonrisa bonita, amable y al mismo tiempo impersonal. Y tenía bastante razón: era una muchacha fuerte. Se sentó a punto de llorar mientras lo observaba recogiendo la compra y después los restos de su bicicleta aplastada, que puso sobre la hierba del arcén. Ver aquello fue demasiado y las lágrimas se le escurrieron por las mejillas sucias mientras él entraba en el coche.
La miró rápidamente y le ofreció un enorme y blanquísimo pañuelo.
–Se sentirá mejor cuando llore. No hay nada mejor para desahogarse –aseguró con una voz tan amable e impersonal como su sonrisa.
Él esperó pacientemente mientras ella sollozaba. Después se limpió la cara y se sonó la nariz.
–Le lavaré el pañuelo y se lo devolveré –murmuró. Lo miró con su cara sucia pero aún bonita–. Me llamo Gibbs, Katrina Gibbs.
Él le estrechó la mano que ella le ofrecía.
–Simon Glenville. ¿Puede cuidarla alguien en su casa?
–No, pero lo hará alguien pronto, alrededor de la una.
–Llamaré a la policía y a su médico. No debería estar sola hasta que venga alguien que la cuide –recomendó mientras descolgaba el teléfono del coche–. La policía irá en seguida. ¿Cómo se llama su médico? ¿Sabe su número de teléfono?
–Sí. Tiene una consulta por la mañana en el pueblo. Está allí tres días a la semana, y hoy es uno de ellos.
Apenas lo escuchó cuando telefoneó de nuevo, de repente se sintió cansada y somnolienta. Se pondría bien en cuanto llegara a casa, una taza de té y quizá una siesta de media hora…
Rose Cottage estaba a pocos minutos en coche. Era pequeña, con paredes de ladrillo rojo y un tejado de paja bastante desvencijado. Estaba a un lado de la carretera y una cerca de madera se abría a un camino de ladrillo hasta la puerta principal.
El doctor Glenville se detuvo y salió del coche.
–Quédese ahí. ¿Tiene una llave de la puerta?
–Hay un saliente encima de la puerta a la izquierda…
La llave era grande y pesada. El doctor Glenville pensó mientras abría la puerta que era demasiado voluminosa para llevarla en el bolso. La puerta daba directamente al salón que era pequeño y estaba atestado de muebles. Una puerta a medio abrir dejaba entrever la cocina. Había otras dos habitaciones, así que abrió la más cercana a él (otra habitación pequeña, probablemente la salita de estar), y al abrir la otra encontró una escalera estrecha de caracol.
Volvió al coche, abrió la puerta de Katrina y la sacó del coche.
–Puedo caminar.
–Será mejor que no hasta que su médico la haya examinado.
–¡No puede subirme arriba! –exclamó Katrina mientras él intentaba abrir la puerta de las escaleras con un pie.
–¿Qué puerta? –preguntó él en el descansillo respirando sin dificultad.
–La de la derecha. Bájeme… –añadió irritada.
Él no contestó pero la dejó suavemente sobre la cama estrecha del pequeño cuarto, le quitó las sandalias y la cubrió con la colcha.
–Permanezca tumbada y cierre los ojos –le recomendó. Sonó el timbre de la puerta–. Debe ser la policía o su médico. Ahora vuelvo.
–Esto es ridículo –protestó Katrina malhumorada, pero cerró los ojos y se quedó dormida antes de que él hubiera alcanzado el final de la escalera.
Era la policía, al menos un agente bastante fornido con una cara redonda y alegre que apoyaba su bicicleta contra la puerta.
–Me dieron el mensaje –informó mirando al médico–. Vivo en el pueblo. Vengo a cuidar de la señorita. ¿No está herida?
–Soy el doctor Glenville –se presentó extendiendo una mano–. Encontré a la señorita Katrina en la carretera. Una motocicleta la derribó e hizo pedazos su bicicleta. He llamado a su médico y ella está descansando en la cama. Supongo que necesitará su declaración pero ¿podría esperar a que la examine su médico? Está bastante conmocionada y ha sufrido cortes y magulladuras.
–¿Vio usted el accidente, señor?
–No, pero la motocicleta me esquivó por poco en la curva, y encontré a la señorita sentada en la carretera un kilómetro después.
–Será mejor que vaya a echar un vistazo. Supongo que no tomó usted la matrícula.
–No, iba a mucha velocidad. Tuve que apartar la bicicleta de la carretera para evitar que causara otro accidente.
–¿Se quedará aquí, señor?
–Sí, me quedaré hasta que venga el médico. ¿Quiere tomarme declaración, no es así?
–Iré a echar un vistazo y enviaré un informe.
El doctor fue hacia su coche, abrió el maletero, llevó su maletín a la casa y entró en la cocina. Supuso que era mejor quedarse hasta que llegara la persona que tenía que volver a la una. No tenía mucha prisa por volver a casa y la muchacha no debía quedarse sola.
Dio vueltas por la cocina que era del mismo tamaño que el salón, con el suelo de baldosas y empapelada con un papel alegre. Había una puerta que daba a un huerto alargado y a su lado había una ventanita. Estaba abierta y había un gatito blanco y negro sentado en ella.
El médico le rascó la papada y siguiendo su mirada le acercó un recipiente con leche que estaba en la despensa.
El gato lo lamió con deleite, se bajó de la ventana y salió de la cocina a través de la puerta de las escaleras. Y el médico, educado por una madre cariñosa y un ama a la vieja usanza, puso la leche en su sitio, lavó el platillo y colocó el trapo de cocina en su estantería. Lo que se aprende de niño no se olvida fácilmente.
El ruido de unos pasos por el caminito le llevaron a la puerta. El hombre que estaba a punto de entrar era de mediana edad, con el pelo gris, la cara delgada y andaba encorbado.
–¿El doctor Glenville? –preguntó y alargó la mano–. Yo soy Peters. Gracias a Dios que pudo ayudar a Katrina. ¿Está arriba?
–Sí. El policía del pueblo vino aquí. Ahora ha ido a echar un vistazo al lugar del accidente. ¿Me quedo un poco más aquí?
–Le agradecería que lo hiciera. ¿Ha llegado a alguna conclusión? ¿Hay algo grave?
–Parece que no, pero no la he examinado, sólo le vendé un corte en la pierna y me aseguré de que no había perdido el conocimiento.
–Iré arriba –informó el doctor Peters mientras asentía con la cabeza.
Poco después bajó las escaleras y se reunió con el doctor Glenville que estaba sentado en un banco de madera fuera de la casa.
–No encuentro nada grave. Me dijo que no había perdido el conocimiento. Es una muchacha joven y sana. No creo que se haya hecho mucho daño. Aún así no me gustaría que se quedara sola. Necesita descansar durante una hora o así, ¿no cree? Conociendo a Katrina, sería capaz de bajar a cavar el jardín o a pasar la aspiradora en cuanto nos diéramos la vuelta. Vive con su tía, la señorita Thirza Gibbs, que ha ido al dentista a Warminster. Volverá en el autobús de la una. ¿Me pregunto si la mujer del párroco podría pasarse por aquí?
–Si sirve de ayuda, me quedaré –se ofreció el doctor Glenville mientras se preguntaba por qué tenía que haberlo hecho–. Voy de camino a la ciudad pero tengo el resto del día libre –añadió–. Trabajo en el hospital Saint Aldrick, pero vivo en Wherwell.
–Usted fue el que escribió el artículo en la revista Lancet, el hematólogo. Estoy encantado de haberle conocido, aunque hubiera preferido que hubiera sido en otras circunstancias. ¿Pero tiene tiempo?
–Sí. ¿Quiere que hable con la tía de la señorita?
–¿Con la señorita Thirza? ¿Lo haría? Y dígale que volveré más tarde o mañana por la mañana –sonrió levemente–. Es una mujer muy directa, por eso Katrina también lo es.
Una vez que se quedó solo, subió al piso de arriba, se detuvo ante la puerta abierta para preguntar si podía pasar.
–El doctor Peters se ha ido, pero yo me quedaré hasta que su tía vuelva. ¿Quiere una taza de té?
Katrina se sentó en la cama y se arrepintió porque empezaba a dolerle la cabeza.
–No sé por qué aún sigue aquí –comentó bruscamente–. No es necesario. No soy un bebé y no me pasa nada grave. Váyase, por favor. Gracias por su ayuda.
–¿Quiere una taza de té? –preguntó otra vez con amabilidad.
Ella asintió y cerró los ojos. No se estaba comportando correctamente, abrió los ojos para disculparse pero él ya se había ido.
El médico revolvió en la cocina buscando algunas cosas mientras el agua hervía. Era una habitación pequeña y agradable, con cortinas alegres y una mesa pequeña con dos sillas. La cocina era antigua pero estaba impecable, y los cajones eran modelos de orden. Pero no había mucho en ellos: artículos básicos, ni latas ni paquetes, tampoco una nevera, aunque había una despensa muy antigua y fría con estanterías de piedra.
Preparó el té y buscó la comida para el gato que lo estaba mirando fijamente. No había latas, pero había una sartén en el horno que contenía una especie de guiso. Llenó un plato y se lo ofreció, encontró una taza y se dirigió al piso de arriba. Era una pena que la señora Peach no pudiera verlo. Su ama de llaves creía