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La chaqueta con botones de marfil vegetal
La chaqueta con botones de marfil vegetal
La chaqueta con botones de marfil vegetal
Libro electrónico234 páginas3 horas

La chaqueta con botones de marfil vegetal

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Información de este libro electrónico

New York. Años 80-90 .
Joshua quiere estudiar. Sueña con ser médico, pero no tiene dinero.
Vive en una comunidad judía muy cerrada hasta que decide abandonarla siguiendo lo que le dicta su corazón.
Consigue trabajos basura que a duras penas puede compaginar con la universidad.
Un día le asaltan varios delincuentes en un callejón, pero Joshua tiene un arma natural mortífera, sus propios puños.
Pacheco, un testigo, lo capta para apuestas de boxeo clandestinas. Todo va bien, el dinero circula, los estudios continúan.
Pero un día todo cambia, el día que no aceptó dinamitar su moral.
Convertido en vagabundo, deambula por Manhattan arrastrando su condenada vida.

Así arranca esta historia, con Joshua en el fango sumido en una depresión.
Pero el destino le guarda sorpresas, el día en que se cruza con alguien especial. Una chaqueta con botones de marfil vegetal le brinda una oportunidad. ¿Sabrá aprovecharla?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 may 2019
ISBN9788417741723
La chaqueta con botones de marfil vegetal
Autor

Sonia Corcuera

Sonia Corcuera (1967) es licenciada en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad del País Vasco. Prestó sus servicios en la multinacional americana Hewlett-Packard en Madrid durante once años. Después regresó a su ciudad, Vitoria, dando un giro a su futuro tras cumplir con su deseo: formarse en el mundo del estilismo del cabello. Actualmente es propietaria de un salón de peluquería y compagina el trabajo en su negocio con la afición por la lectura y la escritura. La chaqueta con botones de marfil vegetal es la segunda de sus novelas.

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    La chaqueta con botones de marfil vegetal - Sonia Corcuera

    La chaqueta

    con botones

    de marfil vegetal

    La chaqueta con botones de marfil vegetal

    Sonia Corcuera

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Sonia Corcuera, 2019

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417740702

    ISBN eBook: 9788417741723

    A mi esposo

    y compañero de vida, Javi.

    Desde que cruzamos la mirada

    me robaste el corazón.

    Tú me has enseñado lo que es el amor,

    lo que es el tesón y la bondad,

    la entrega a lo que uno ama.

    Sin ti no me saldrían las palabras

    con las que expresar las emociones.

    Tu amor es mi inspiración.

    Prólogo

    Dos años antes…

    Todo resonaba como un eco en sus oídos, las imágenes se nublaban por momentos, los guantes chorreaban sudor y sangre, pero se mantenían sobre los puños erguidos. Tuvo unos segundos para respirar hondo tratando de atrapar bocanadas de oxígeno que lo mantuvieran en pie, para pensar, para decidir cómo obrar en una encrucijada maldita que le pusieron en su camino:

    «Ganar o dejarme ganar».

    El ring vibraba con cada golpe, el labio sangraba con cada derechazo certero, su cuerpo se resentía aturdido, pero sabía que podía ganar.

    Las apuestas echaban humo y su cabeza también tratando de encontrar la decisión correcta: eligió el honor y la honradez.

    El golpe definitivo lo hizo vencedor.

    ¿Pero…a qué precio?

    Una flor en un ramillete espinoso

    Se había convertido en un despojo, en un vago indeseable, en un tirado que se compadecía de sí mismo. Se le había arruinado la vida, o quizá fue su culpa por no aceptar lo que le pusieron delante de las narices, por no haber querido dinamitar los pilares de su moral. Y allí estaba, pidiendo limosna sin abrir la boca: lo hacía por él una lata oxidada en la que moraban, solitarios, un dólar y veinticinco centavos. «Rácanos ejecutivos de Wall Street», farfullaba tras dos horas sin conseguir nada, salvo un café largo de la vendedora de periódicos. Tomó varios sorbos y se sentó al lado del nuevo atractivo de la calle desde el pasado invierno: el Toro «huevudo» de Wall Street que parecía querer comerse el mundo; una escultura de bronce símbolo de fuerza y poder a punto de embestir, que bien podía tener su cara dos años atrás.

    Se acostumbró a dormitar frente al astado por el día, reposando su mente, recostado en las baldosas que a diario eran pisadas por zapatos caros siempre limpios. Al atardecer recogía la caridad que algunos dejaban por aliviar sus bolsillos o sus conciencias, plegaba su manta y volvía andando sin otras miras que llegar al albergue antes de que se acabara la sopa. Pasaba la noche entre piojos, sarnas, toses, pocas risas y mucho enojo, pero bien tapado tras engullir un plato generoso de caldo de pollo. Tenía un colchón asegurado en uno de los refugios que la ciudad de Nueva York ponía a disposición de indigentes y vagabundos, mejorando las estadísticas de Bienestar Social: el alcalde no podía permitir una imagen de decadencia por las calles tras la crisis bursátil del 87, tres años atrás.

    Distribuidos en habitaciones amplias y compartidas, diez, a lo sumo doce, lo acompañaban por las noches con sus ronquidos intermitentes, sus respiraciones entrecortadas, sus sueños doblegados y amoldados a sus realidades. Un concierto de vida dura, de destinos truncados. A su lado y vecino de cama, el más viejo del centro social, al que miraba de reojo cada noche imaginando su trágica larga historia y al que jamás preguntó siquiera su nombre.

    Prefería deambular por las calles de Manhattan que esconderse en los rincones del metro tapando su desgracia. Al menos le quedaba la libertad de elegir dónde pasar sus miserables horas del día. Su único entretenimiento consistía en observar, con envidia algunas veces, con apatía otras, a los que se le cruzaban a diario con sus trajes a medida, sus maletines y carpetas repletos de asuntos importantes que firmar y mirando apresurados sus relojes. Su imaginación le ofrecía al instante una visión inventada de cómo serían sus vidas: siempre las suponía oscuras y ennegrecidas, como si se consolase de alguna manera al pensar que a los demás también les daba palos la vida. Observaba y juzgaba, basándose en los detalles que veía: «Este cabrón pone los cuernos a su novia; ese inútil se acaba de arruinar en inversiones arriesgadas; esa mujer desesperada acaba de ser despedida… ¡A la mierda todos!».

    Parecía un viejo cabreado con la vida, pero no lo era, no era un viejo. Estaba en lo mejor, según todos los desgraciados entrañables que lo acompañaban en las noches con la sopa y el mendrugo de pan:

    —No te quejes, cabronazo, aún tienes veinticuatro, ¡quién los pillara!

    Joshua los ignoraba a todos.

    Eran las cuatro de la tarde y del número 11 de Wall Street salían a borbotones cientos de ejecutivos con cara de cansancio enzarzados en debates magistrales sobre bonos, acciones y valores. Los seguía con la mirada, primero a sus zapatos artesanos hechos a medida y después a sus semblantes que derrochaban sabiduría financiera, pero poca humanidad cuando dejaban claro que para ellos algunas personas eran transparentes: a menudo lo pisaban, o empujaban sin querer su lata oxidada desparramando los escasos centavos, o simplemente lo ignoraban. Lo prefería a generar lástima y que, con hipocresía, se mostraran de forma cortés.

    Por primera vez el vigilante del edificio de la especulación se le acercó pidiéndole, con tono de falsa amabilidad compasiva y cierto reparo, que no se volviera a colocar en las inmediaciones de la entrada, ni al lado de la estatua del Toro: molestaba a turistas y empleados; era un incordio pestilente y visual que estropeaba las fotos, incomodaba a la gente de bien y olía mal. Fueron sus palabras, tajantes, directas y crudas, dirigidas tal vez por algún pez gordo afectado por comentarios negativos que podían socavar su reputación sobre la capacidad de mantener las calles limpias de porquerías y ratas de cualquier tipo.

    Joshua se enfadó sintiéndose tratado como un bicho asqueroso, que lo pensara él de sí mismo no daba carta blanca a que aquel individuo se lo restregara en la cara. Comenzó una discusión acalorada y en cierto modo absurda sobre quién era el dueño de la calle; sudaba como un puerco, con el pelo revuelto y opaco de no lavarlo en más de una semana, o quizá un mes, y además con un mal jabón hecho de aceites rancios. Contuvo sus ganas de propinar un puñetazo a aquel infeliz que seguía órdenes y que temía perder su trabajo y su jornal. El guarda se apartaba temeroso del puño del joven pordiosero, que intuía fuerte a juzgar por los nudillos pronunciados, abultados y trabajados y la envergadura de su cuerpo, que bien mostraba heridas de alguna guerra particular. Los peatones los miraban imparciales al pasar, ajenos a la discusión, como si fueran dos almas invisibles pertenecientes a otro lugar, pero poniendo de por medio unos cuantos centímetros de espacio que les aseguraran suficiente protección.

    En medio de aquella alborotada y tirante gresca, ni antes ni después, pasó alguien vestida de Yves Saint Laurent como un rayo, deprisa y corriendo, haciendo equilibrios elegantes sobre sus zapatos de tacón. Los miró un segundo y los vio, no fueron invisibles ni transparentes. Los esquivó airosa y continuó con un «¡perdón!» saliendo de sus labios de rojo coral, por haberse cruzado en medio de la trifulca que habían montado.

    Joshua la miró, miró a la rubia pecosa cabreado e impactado a partes iguales y, al instante, olvidándose del vigilante, puso a jugar a su imaginación tratando de buscar la frase para ella, la que la definiría y juzgaría según su impresión. Apeló a sus neuronas, las estrujó sorprendido, las exprimió con un esfuerzo estéril. Por primera vez su mente se quedó en blanco, sin una historia, sin nada que decir. La siguió con la mirada insistente y… ni una frase, ni un pensamiento, ni una imagen ocuparon su cabeza que parecía hueca, desolada y vacía. No fue capaz de introducirla en su juego de adivinar y juzgar.

    Recogió su lata oxidada, su pequeña manta deshilachada con el sello del centro social, y a la fuerza se desplazó increpado por el guarda de seguridad y por dos policías que acababan de llegar.

    Con la mirada agudizada barrió la calle buscando a la muchacha, por primera vez en mucho tiempo interesado en alguien, intrigado… y allí la vio, al fondo, entrando en la boca del metro dirigiéndose firme a algún lugar.

    La siguió sin saber por qué, doblegado a su magnetismo arrollador. Fue cauto, discreto y silencioso, como un gato a punto de robar una sardina colocada en una parrilla para asar. No quería levantar falsas sospechas de que pudiera ser un depravado persecutor de chicas guapas y elegantes.

    Bajó las escaleras tras ella tan deprisa como su pie derecho le consintió: sus huesos quebrados que fueron obligados a soldar y sus tendones rajados que fueron forzados a cicatrizar le impedían moverse con suficiente agilidad. Un trote ligero se permitió, aunque torpemente, pues hacía tiempo que su ritmo no superaba apenas el arrastre de los pies.

    A punto estaba de llegar el metropolitano cuando la localizó en el andén de la línea 2, dirección Wakefield.

    Apenas cuarenta segundos quedaban.

    Parecía azarada, miraba a diestro y siniestro, ojeó la hora como si algo importante la apremiara y se refugió unos instantes detrás de la última columna, discretamente situada, aprovechando la poca intimidad que esta la proporcionaba. Mientras, él la observaba escondido e intrigado: «Qué cojones va a hacer esta mujer», y no se perdió detalle, entregándose de lleno a la visión que tenía delante.

    Se quitó los taconazos imponentes, se bajó la falda de tubo refinada como alma que lleva el diablo, mirando a diestro y siniestro, sacó de una bolsa unos pantalones vaqueros pitillos ajustados y unas zapatillas deportivas desgastadas rosáceas, que un día se estrenaron fucsias. Joshua se la comía con la vista, con los ojos como platos, deseoso de conocer cómo seguiría la función y…

    Ya solamente quedaban diez segundos.

    «Joder, uf, esto es mejor que la cartelera de Broadway» pensaba el piojoso después de dos años inmerso en una apatía total.

    Le robó la imagen fugaz de sus piernas desnudas, de parte de sus nalgas y sus caderas, casi las inventó él mismo en su mente, haciéndola protagonista de su obra de ficción. En un santiamén ella se volvió a vestir, soltó su moño recatado y agitó la cabeza haciendo ondear su larga melena de rubio dorado, a la que no dudó en dar volumen. Sustituyó la chaqueta de cachemir por una cazadora con tachuelas plateadas, recogió todas sus bolsas y, volando, accedió al vagón que al instante llegó.

    Él también, unido a ella por la cuerda invisible de una intriga cargada de sensualidad.

    Estaba abarrotado, hora punta en la ciudad. Los viajeros adormecidos se activaron sobresaltados por un hedor rozando lo demencial. Acabaron amontonados dando pasos hacia atrás, apachurrados en el fondo del compartimiento al tratar de poner unos metros de distancia entre ellos y la fuente del pestilente efluvio. Joshua se sentó ignorando sus reacciones, acostumbrado a ser fruto del desprecio. A su alrededor todos los asientos quedaron al momento vacíos. «Me importa un comino que levantéis vuestros escrupulosos culos», pensó mientras buscaba con la mirada a la chica que con la nueva vestimenta le pareció más joven, de su quinta; calculó que tendría entre veintidós y veinticuatro, no más.

    Empujando suavemente ella asomó su cabellera dorada por entre los pasajeros trajeados agolpados en el fondo, apartándolos como podía, tratando de encontrar más espacio y oxígeno. En ese momento Joshua sintió un latigazo en su estómago vacío y de pronto se inspiró encontrando una frase para ella en su juego mental; no era algo negativo, ni tampoco positivo, era algo incierto y habría que esperar:

    «Eres un capullo solitario a punto de florecer en medio de un ramillete espinoso. ¿Seré yo quien algún día coja la flor sin que las espinas se me claven?... ¡Joder, mierda, qué me pasa!, parezco el poeta Lord Byron: además de cojo del pie derecho, puños entrenados y universidad truncada por falta de dinero, coincido con él en que me da por soltar una frase digna del poeta del XIX».

    Agobiada por la gente, por la bolsa de su ropa que incordiaba y por su pesada carpeta, buscó más espacio donde lo había. Se sentó justo enfrente del mendigo y soltó todo liberando sus manos. Alzó la mirada, lo vio, lo ignoró por segunda vez y siguió su trayecto escuchando música en un walkman de Sony con un auricular poco ajustado que dejaba escapar la voz alejada de George Michael cantando Faith.

    Canturreaba durante el camino, movía los pies al son de la música de la que sin duda disfrutaba; parecía ser una chica feliz:

    Well, I guess it would be nice

    If I could touch your body

    I know not everybody

    Has got a body like you…

    Joshua siguió escrutándola sin perderse detalle y le daba vueltas a su cabeza atareada en un día de trajín inesperado donde su reciente equilibrio aprendido, tras dos años de pura depresión, se empezó a agrietar:

    «Supongo que es una ejecutiva de Wall Street… pero se transforma en el metro en una chavala sencilla y jovial; lleva las uñas recortadas y sin pintar… pero parecen suaves, no dedicadas a limpiar; parecía una pija remilgada… aunque no le ha importado sentarse cerca de mí... quién es esta chica…».

    Cuarenta y siete minutos después y veintitrés paradas en las que se repitió la misma historia con los viajeros apelotonados huyendo al extremo contrario, hasta llegar a la estación Bronx Park East donde ella repentinamente se levantó y salió dejando un hilo de la canción tras de sí y un dulce aroma a perfume de melocotón con algún toque floral. Joshua se sobresaltó saliendo de sus cavilaciones que lo tenían excesivamente absorbido y no tuvo tiempo de reaccionar. Las puertas se cerraron cortando el aire y cualquier resquicio que pudo quedar de su encanto. La vio perderse en la distancia y apoyó su frente en los cristales opacos, por una suciedad incrustada y envejecida, de las perversas puertas que segaron su ilusión con un cierre automático, rápido y desgarrador.

    —¡La madre que me parió, maldita sea! La he perdido. ¡Mieeerda! —dijo en voz alta. Reenfocó su mirada a un punto más cercano, a su propio reflejo en el cristal convertido en un espejo momentáneo. Vio a alguien amargado, a alguien que ya no conocía, a una persona transformada por las circunstancias penosas de la vida. Vio su propia cara irreconocible y demencial y no hizo otra cosa que desnudar allí su alma siendo consciente de su cruda realidad, que había conseguido vestir con el disfrazar de la aceptación durante dos atroces y difíciles años.

    «Pero… ¿qué soy y qué diablos estoy pretendiendo con la chica pecosa? ¿A dónde hostias voy siguiendo a ese ángel cautivador?».

    La chaqueta con botones de marfil vegetal

    Por una vez tuvo algo digno de mención para su vecino viejo de cama mientras sorbían su caldo aguado de muslo de gallina, como si haciéndolo alargara la ilusión que durante una parte de la tarde lo había perseguido:

    —Una chica extraña me intriga, ha captado mi atención.

    El viejo se carcajeó.

    —Son las hormonas, compadre, las tenías congeladas o ¿qué? Si tuviera tu edad, chaval, temblaría Manhattan. Mataría por una segunda oportunidad —dijo agudizándose su ataque habitual de toses espesas combinadas con un silbido punzante al respirar y añadió, exagerando su acento mexicano—: ¡Pues no desperdicies el momento y búscala!

    —¡No digas gilipolleces, joder, buscarla dices… me río! —contestó ceñudo sintiendo como si estuvieran arañando su zona de confort, su burbuja que lo protegía de la realidad, trastocando su vida como si fuera una construcción de naipes en la que acababan de arrancar de un zarpazo una carta de la base.

    Una alarma se disparó en su interior de forma involuntaria.

    La noche fue la más larga en meses. No conseguía pegar ojo, ni dejar de reconcomerse la cabeza pensando en la chica pecosa que de pronto había perturbado su condenada tranquila vida. El comienzo fue un inoportuno tropiezo sorpresa, después la siguió por curiosidad, luego le afectó la imagen de sus nalgas y al fin se martirizó pensando en que ya no la volvería a ver. Provocó una inesperada chispa en su interior y recordó que una vez estuvo algo así como enamorado. Le dolió pensar en ello, en su pasado en la universidad, en los golpes en el ring, en sus cicatrices mentales y físicas, en lo que se había convertido. Recordó su propia imagen reflejada en los cristales del vagón y la volvió a buscar en el espejo del albergue social. Cuando se encontró de nuevo cara a cara se dio asco a sí mismo sintiendo de repente su propio hedor, siendo consciente de hasta dónde había dejado que se cayesen los cimientos de su existencia tras aquella maldita depresión.

    La burbuja escudo estalló del arañazo provocado por su propia consciencia: la venda de sus ojos, los tapones de sus oídos, las cuerdas que amarraban sus manos se cayeron a la vez golpeando el suelo de la realidad, sacándolo de su propia prisión mental. Sintió el mismo vértigo que si fuera lanzado vía abajo en la montaña rusa más alta del mundo, sin frenos, sin sujeción, esperando giros turbulentos, toboganes peligrosos, acelerones incontrolados y el gran choque final. Vomitó, tras

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