Cita a ciegas
Por Helen Shelton
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Después de soportar la firme presión de Annabel para que aceptara ir al encuentro del desconocido, su único consuelo fue descubrir que el cirujano Adam Hargraves también había sido víctima de la manipulación de Barbara, su propia hermana.
Adam era tan maravilloso que Susan no podía comprender por qué necesitaba ayuda para encontrar una mujer que lo quisiera... ¡que por cierto no sería ella!
Pero Adam tenía otras ideas...
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Cita a ciegas - Helen Shelton
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Helen Shelton
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Cita a ciegas, n.º 1133 - enero 2020
Título original: A Surgeon for Susan
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-069-5
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
UN CIRUJANO ortopédico? –Susan miró consternada a su hermana menor–. Annabel, estás loca. Has insistido en verme, me has sacado de una entrevista, has interrumpido mi programa de trabajo, ¿sólo para hablarme de un solitario cirujano ortopédico?
–Mide un metro ochenta y cinco –prosiguió Annabel con una perseverancia irritante–. Y la entrevista no tenía importancia. Era sólo un representante de un laboratorio de fármacos, según me informó tu secretaria. Bueno, tiene el cabello oscuro y los ojos verdes. Es del signo Escorpión…
–No me interesa su signo –gimió Susan–. No me hagas esto, Annie. Te prometo que has elegido al hombre equivocado. Sé que lo haces por ayudarme, pero te aseguro que no funcionará.
–¿Qué tienes en contra de los cirujanos ortopédicos?
–No son muy brillantes. Son hombres de acción, pero intelectualmente no tienen nada en el cerebro. Y no es un prejuicio. Es un hecho.
–Escorpio es el signo perfecto para ti –continuó Annabel impertérrita, aunque una leve contracción en sus ojos bien maquillados denunciaba su contrariedad ante la falta de entusiasmo de Susan–. Por primera vez en tu vida, en tu aburrida vida, escucha a otra persona que no sea uno de tus preciosos pacientes. Te estás convirtiendo en una gazmoña.
–No soy una gazmoña –se defendió Susan, consternada al oír las palabras de su manipuladora hermana, normalmente más diplomática.
Annabel continuó leyendo el anuncio.
–Tiene treinta y seis años y casa propia.
–Mi vida no es aburrida.
–Sí que lo es. Monótona y aburrida. Trabajar, trabajar y trabajar. ¿Has calculado cuántas vírgenes de treinta y cuatro vagan por el mundo?
–Me imagino que unas cuantas –respondió Susan, decepcionada por la opinión de su hermana–. Pero mi vida no es aburrida; además suelo salir de vez en cuando.
–Sí, para acudir a esas horribles conferencias con ese tal doctor Dullby Dingbat. Eso no cuenta. Además es un fósil.
–Doctor Duncan Dilly –corrigió Susan con aspereza–. Es un hombre muy amable y lo aprecio mucho. Es un psiquiatra brillante, además de erudito. En la profesión médica los cirujanos ortopédicos son como el hombre de Neandertal. Lo siento, pero es así. Carecen de inteligencia, de conversación, de trato social. Olvídate, Annabel, te lo ruego.
–Susie, no puedes pasar el resto de tu vida en soledad.
–No me opongo a conocer a alguien interesante –admitió Susan de mala gana. La mirada triunfal de su hermana le hizo adivinar que estaba decidida a no cejar en el tema–. De acuerdo, tienes razón en que no suelo conocer gente nueva. También es cierto que de vez en cuando me siento un poco sola. Como le sucedía últimamente, cuando tarde por la noche, prácticamente se arrastraba a su pequeño piso vacío después de acabar el trabajo. Casi todos sus amigos comenzaban a casarse y a tener hijos–. De acuerdo, lo reconsideraré. Pero que sea una persona con la que tengamos algo en común, una persona con la que al menos se pueda mantener una conversación decente.
–Primero déjame terminar con este candidato. ¿Dónde estábamos? Nunca ha estado casado…
–Homosexual.
–No. Le gustan rubias, morenas o pelirrojas. Y entre sus aficiones hay que mencionar la navegación a vela, squash, buceo y rugby.
–Vaya, puesto que mis aficiones consisten en leer, bordar, ver la televisión y tejer, veo que congeniaremos perfectamente –observó Susan con ironía.
–No sabes bordar, no ves la televisión y lo único que has tejido en tu vida fue un cuadrado de lana lleno de agujeros, hace veinticinco años. Anímate, Susan. Me he esforzado mucho en esto.
–Si llamas esfuerzo al hecho de traer un recorte del periódico…
–Si miras la fecha te darás cuenta de que apareció hacer tres semanas. Mientras tanto he estado muy ocupada. Lo creas o no, esta noche, a las ocho, vas a conocer a un hombre maravilloso. A la salida del metro de Covent Garden. Busco una relación sincera con una mujer tierna, encantadora y sensible, con fines matrimoniales. ¿No suena maravilloso? Y no está nada mal –Annabel se afanó en su voluminoso bolso hasta que al fin encontró una fotografía–. Aquí lo tienes. ¿Qué te parece?
Susan tomó la foto automáticamente. Era una instantánea un tanto desenfocada, hecha en una playa. Susan pudo ver a un hombre de pelo oscuro y complexión atlética montado sobre una tabla de windsurf.
–Es la primera vez que veo a un cirujano ortopédico sin la eterna chaqueta azul con botones dorados –murmuró, mientras en su interior admitía que el hombre estaba muy por encima de una simple buena presencia–. Pero no me interesa –insistió.
En primer lugar, su limitada experiencia con hombres le había demostrado que era inmune al atractivo sexual; segundo, que cuando no existía nada en común había que luchar para deshacerse de un entusiasmado abrazo tras una velada aburrida, y por último, que los hombres apuestos tendían a ser mucho más insistentes en sus pretensiones sexuales. En suma, prefería a hombres menos perfectos.
Tampoco le preocupaba estar soltera. Le encantaba su trabajo, y a excepción de ciertos momentos de soledad, la psiquiatría llenaba su vida. Pero de alguna manera, en su interior no podía evitar pensar que el tiempo pasaba. Y como albergaba la esperanza de ser madre algún día, no dudaba de que tendría que esforzarse bastante por hacer más vida social si quería encontrar a alguien especial.
Ese pensamiento era lo que le impedía poner fin a los proyectos de Annabel; pero a la vez ese mismo pensamiento la empujaba a rechazar encuentros con hombres claramente incompatibles. Como ese cirujano ortopédico, por ejemplo.
No aceptaría que su hermana la obligara a aceptar esa cita aunque sintiese un poco de compasión por un hombre obligado a insertar un anuncio en la sección de corazones solitarios.
–Annabel, realmente no creo que…
–Muy atractivo. Mira ese pecho, y esos muslos. Vaya, vaya. No me importaría acurrucarme en ese pecho unas cuantas horas si no estuviera tan felizmente casada –dijo con entusiasmo–. Eres tan remilgada, Susie. Remilgada y mojigata. Dejas pasar las oportunidades una tras otra. Y llegará el día en que nadie se fije en ti –agregó al ver la expresión contrariada de Susan.
–Por favor, llámalo y cancela esa cita.
–No sé su número de teléfono y tampoco puedo localizarlo en la guía porque Adam, nombre con el que firmó el anuncio, al parecer es un seudónimo. Confío en que esta noche sabrás su verdadero nombre. Llevará un paraguas y el Evening Standard.
–Muy original. Como todos los hombres de Londres a esa hora. Annabel estás loca perdida. No iré a la cita. En cambio irás tú y le explicarás que todo ha sido un error y que…
–Susan, no puedes hacerme esto –la interrumpió alarmada–. Por otra parte yo no puedo ir. Mike y yo tenemos una reunión de padres en el colegio de Em. Además, imagínate cómo se va a sentir el pobre.
–Suelen tener la piel dura –comentó Susan, aunque empezaba a sentirse culpable.
–¿Desde cuándo un hombre que escribe algo tan maravilloso como este mensaje tiene la piel dura?
Susan hubo de admitir que no eran palabras propias de un cirujano ortopédico.
–Por favor, no –dijo en tono lastimero al pensar por primera vez que podría ser un marginado entre los de su categoría, un hombre que tal