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Laberinto de farsantes
Laberinto de farsantes
Laberinto de farsantes
Libro electrónico385 páginas5 horas

Laberinto de farsantes

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A Octavio, un sencillo empleado de banca, se le complica la vida cuando su empresa lo despide con una buena indemnización y pasa a engrosar la interminable lista de prejubilados.

Tanto tiempo de ocio le lleva a dilapidar en poco tiempo sus ahorros, realizando viajes y comprando caprichosamente. Le ayuda Eva, una mujer de la que esta perdidamente enamorado.

Al borde de la depresión, acude a una profesional que le aconseja que se busque algún hobby. Se hace con una máquina de fotografiar que compra a plazos y se lanza a captar amaneceres.

En su primer día de hobby, viaja de madrugada hasta La Mnaga del Mar Menor y apostado en un lugar estratégico, a la espera del sol naciente, observa como no muy lejos desde un Jeep Cherokee, dos hombres transportan hasta una lancha un fardo que le resulta sospechoso. Realiza varias fotografias del instante y se instala en su mente la sola idea de que el fardo es una alfombra que oculta el cuerpo de un delito.

Inesperadamente aquel mismo día, cuando vuelve a su casa, encuentra una escueta nota a traves de la cual su compañera le comunica que le abandona, desapareciendo sin dejar rastro.

La búsqueda de su compañera se convierte en una obsesión, e inicia una investigación que le pondrá tras la pista de un conocido empresarion del sector inmobiliario.

Toda una sucesión de acontecimientos y situaciones inesperadas, a veces surrealistas, que incorporan nuevos personajes, creando entre ellos en extraña simbiosis una combinación de engaño, codicia y asesinatos que desembocaran en un incierto final.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 nov 2019
ISBN9788468542959
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    Laberinto de farsantes - Antonio Meroño

    Laberinto de farsantes

    Antonio Meroño Meroño

    © Antonio Meroño Meroño

    © Laberinto de farsantes

    Diseño de cubierta: Jorge Meroño Gallut

    ISBN papel: 978-84-685-3867-9

    ISBN ePub:

    Editado por Bubok Publishing S.L.

    equipo@bubok.com

    Tel: 912904490

    C/Vizcaya, 6

    28045 Madrid

    Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

    Al oro se le prueba en el fuego, a los hombres en la desventura.

    Lucio Anneo Séneca.

    Índice

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    9

    10

    11

    12

    13

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    19

    1

    Tres veces se oyó el timbre del teléfono… Octavio acomodó el cuerpo contra el respaldo del viejo sillón de escay rojo de su despacho y, con gesto incómodo y resignado, descolgó el auricular para atender la llamada.

    Llevaba un buen rato esperando aquella llamada y conocía muy bien el motivo de la misma. Por tanto, estaba preparado para recibir una andanada de reproches que, en otro tiempo, le hubiesen molestado mucho más. Pero a sus 51 años no pasaba de ser algo incómodo. Pocas cosas podían llegar a ofenderle, y la admonición de su jefe no era precisamente una de ellas. Pese a ello, tenía que aparentar cierto tono de malestar para simular que el mensaje le había calado, y, así, evitar escucharlo repetido varias veces como si de un disco rayado se tratase. Su desinterés le llevaba a fingir sin trabajo alguno, y mostraba, penitente, su predisposición para enmendar las faltas exigidas por aquel superior que solía importunarle. Tanto, que una vez terminado el monólogo, y nada más colgar el teléfono, abandonaba el despacho para ir al cercano bar de la esquina donde, al verle entrar, el camarero, sin preguntarle, le servía un tapón de 100 Pipers. Octavio, tras beberlo de un solo trago, suspiraba aliviado.

    —¿Dígame? —preguntó con la habitual rutina al descolgar.

    Por respuesta recibió un escueto y seco —buenos días— y, a continuación, vino la andanada esperada de reproches y descalificaciones. Octavio se mantuvo impasible, con el oído pegado al teléfono, sin prestar atención alguna a lo que escuchaba, abstraído en los curiosos movimientos de una araña que se descolgaba suavemente desde el techo con la intención de alcanzar el suelo.

    — ¡Me has entendido! ¡Porque estoy cansado de repetirte siempre lo mismo! Y luego tú vas y haces lo que te sale de los cojones… ¡Pero esto se ha acabado! —bramaba su jefe, que estaba para que le diera algo malo.

    Hacía bastante calor dentro del despacho para ser marzo, y Octavio se restregó un clínex por la frente para secarse el sudor. —Mierda de calefacción—, pensó.

    —Lo he entendido perfectamente, Sepúlveda… En una hora tendrás ese informe, aunque se ha roto el aire acondicionado y en este despacho no hay quien viva. Y sabes que pega el sol que te cagas —suspiró de sofoco.

    —¡Como si estuvieses en el mismísimo infierno! —gritó Sepúlveda—. ¡Quiero ese informe dentro de una hora o tu suerte conmigo se habrá terminado para siempre! — la comunicación se cortó repentinamente; el jefe le había colgado el teléfono.

    Octavio se quedó con el auricular pegado a la oreja, recibiendo el sonido continuado de la señal del corte de conexión, ensimismado con el descenso de la araña, que no terminaba de aterrizar en el suelo… La aplastó de un pisotón con tal fuerza que apenas quedaron restos pegados a la suela del zapato. A continuación, con el auricular del teléfono aún pegado a la oreja, marcó el número interior de uno de sus subordinados.

    —¡Sí! —contestó una voz femenina.

    —¡Celeste, por favor, ven a mi despacho! —pidió educadamente.

    Pocos segundos más tarde se presentó en el despacho una joven de unos veinticinco años, alta y delgada, de cara huesuda y blanquecina; llevaba el pelo tintado de color panocha, cortado a lo parisién. Unas modernas gafas de alta graduación ocultaban sus verdes ojos. Vestía un chaleco de color verde pistacho sobre una camisa blanca de manga corta, y una falda negra entubada hasta la rodilla. Tenía las medidas perfectas para haber sido una modelo tipo.

    Se situó de pie frente a la mesa llena de papeles desordenados que ocupaba el sudoroso Octavio, y esperó a que este la invitara a tomar asiento.

    —Siéntate, tengo que pedirte un favor. No me malinterpretes, pero necesito que hagas algo por mí —le dijo mientras cerraba apresuradamente en su ordenador varios archivos de internet que tenía abiertos.

    La joven obedeció al instante y se sentó frente a él, al otro lado de la mesa, en uno de los sillones destinados a los clientes. Cruzó sus delgadas piernas y se estiró la falda para que no se le viese por encima de la rótula. Octavio la siguió con la vista disimuladamente.

    —¿De qué se trata? —preguntó la joven con voz temerosa, propia del nerviosismo de quien acababa de llegar a la organización y aún no tiene asegurado el puesto. La había pillado por sorpresa; no era normal que el director la llamase a ella. Nunca antes, en el poco tiempo que llevaba en la oficina, le había encargado nada personalmente. Ni siquiera se había dirigido a ella para saludarla en alguna ocasión; diríase que la había ignorado. Y, de repente, había solicitado su presencia nada menos que para pedirle un favor; estaba como un flan. Por los altavoces de la música ambiental comenzó a sonar la melodía de una canción de Roberto Carlos que la hizo enrojecer. Su turbación se producía al recordar un cercano romance mal acabado: su primer novio y le salió rana (se había quedado en el armario). Aún no lo había superado. Emocionada, agachó la cabeza para disimular su sonrojo, y Octavio interpretó erróneamente que la tenía intimidada; por eso intentó despreocuparla:

    —¡Tranquila! No te voy a pedir que hagas nada raro —le dijo, mientras observaba asombrado cómo a la joven le crecía una mancha de sudor bajo la axila que mojaba por completo la manga de la camisa. Esta suspiró avergonzada y, sin decir nada, asintió con la cabeza, reponiéndose de la emoción producida por la canción.

    —Necesito que hagas un trabajo por mí —precisó Octavio—. Acaba de llamarme el jefe Sepúlveda reclamándome un informe que debía haberle enviado hace un mes. Estaba muy cabreado y me ha amenazado con echarme a la calle; lo cual no me importa, aunque aún no es el momento ideal para irme. Por eso necesito que hagas ese informe... ¡Ah! Y debe ser un buen informe, que deje bien a la oficina.

    Se pasó otro clínex por la frente; no conseguía secarse el sudor.

    —El aire aquí no llega —volvió a suspirar.

    Celeste aún intentaba desengancharse de la interminable canción. Se quitó las gafas empañadas por la acuosidad del lagrimal y las limpió con su propio jersey. A continuación usó las manos para secarse las lágrimas que aún colgaban de sus húmedos ojos. Octavio, demasiado confundido para adivinar el porqué de aquel lloriqueo, intentó quitarle presión.

    —¡Pero no te pongas así, mujer! La cosa no es para tanto; solo es un informe de nada.

    Ella gimoteó.

    —¡Lo siento! —se volvió a disculpar—, pero ha sido la canción de Roberto Carlos; me ha tocado en lo más profundo.

    Octavio miró al techo, hacia el altavoz de donde salía la melodía. No se había percatado de ello.

    —¿Te refieres a esa música? —señaló con el dedo hacia el altavoz.

    Celeste asintió con la cabeza mientras se sonaba la nariz con un clínex que le había ofrecido Octavio.

    "Detalles—, de Roberto Carlos, era nuestra canción preferida. Es decir… al arrullo de esta melodía me enamoré de él —dijo, suspirando como una boba encelada, mientras se colocaba de nuevo las gafas.

    —¡Anda, coño! —exclamó Octavio—. Y yo que creía que estabas llorando porque tenías que hacerme el informe. ¡Qué coincidencia! Yo también me enamoré con una canción de Roberto Carlos: la distancia se llamaba, y fue mi primer ligue. Solo bailábamos agarrados, y ya me entiendes… ¡Vaya tiempo aquel! —Suspiró con nostalgia—. Bueno, dejemos esto, que yo también me emociono; a lo que estamos.

    Octavio pulsó el botón que desconectaba la música justo cuando la canción había terminado. La joven intentó hacerle ver que no tenía ni pajolera idea de cómo hacer aquel informe. No sabía qué poner para justificar unos números tan malos como los que presentaba el balance del último mes. Ni siquiera contaba con datos para inventárselo basándose en otros períodos. No veía nada claro aquello y así se lo expuso:

    —No puedo hacer lo que me pides; no estoy preparada para ello. ¿Por qué me has llamado a mí? —preguntó preocupada e intrigada.

    Octavio apoyó los codos sobre la mesa, cruzando las manos y estirando los dos índices para sujetarse la barbilla. Se puso tenso, la miró fijamente unos instantes y alzó la cabeza al cielo para justificar su decisión:

    —Ninguno de tus compañeros se prestaría para esto; son unos cobardes de mierda. Sin embargo, tú tienes coraje; te vi el otro día enfrentarte a don Julián cuando vino a reclamar los intereses que le faltaban. Le dijiste que, si no estaba contento con nosotros, se marchara a otra entidad. Eso me gustó, porque no se lo esperaba y se quedó boquiabierto. Ninguno de tus compañeros se hubiese atrevido a hacerlo; solo tienes que ver que son unos lameculos. Por eso confío en ti y entiendo tus temores. Pero no debes preocuparte; solo debes inventarte un informe que yo firmaré como director. Nadie sabrá que lo has hecho tú. Y te estaré eternamente agradecido; me caes muy bien.

    La joven se ajustó las gafas a la nariz mientras intentaba entender aquella extraña situación.

    —¿Y por qué no lo haces tú? —preguntó descruzando las piernas con sumo cuidado al cambiar de posición.

    Octavio puso las manos abiertas con las palmas bocarriba y las elevó un palmo sobre la mesa como un orador. No conseguía mantenerlas quietas; le temblaban demasiado. Celeste seguía sin entender nada, pero se atrevió a especular con el nombre de una seria enfermedad.

    —Pero… ¿tienes Parkinson?

    —¡No, coño! —reaccionó Octavio incorporándose del sillón—. ¡Es ansiedad! Se ha apoderado de mí y no me deja hacer el puto informe… Seguramente sea inexplicable para ti, pero lo he intentado varias veces… Solo es ponerme a ello y un estado de desazón me pone al borde del infarto; las pulsaciones suben a ciento cincuenta; sufro arritmia y necesito tomarme un güisqui. Siempre lo soluciono con güisqui, pero, cuando estoy bebido, no puedo pensar en nada serio —los ojos de Octavio enrojecieron y sus pupilas, dilatadas, brillaban; parecía que fuese a llorar.

    Celeste le miraba sorprendida; no sabía qué decir. Era la última de la plantilla, la de menos antigüedad, y estaba asistiendo al desmoronamiento de su jefe. Aquello le resultaba inesperado e increíble.

    — —Piensa, Celeste— —se dijo intentando estar a la altura de aquella situación tan surrealista.

    Entonces sonó el teléfono; lo cogió Octavio. Era el subdirector, que reclamaba a Celeste en el patio de operaciones para atender a un cliente que preguntaba por ella. Octavio le comunicó que no iba a salir pues estaba realizando un trabajo encargado con urgencia por el jefe Sepúlveda, y durante una hora no estaba para nadie. La joven, al hilo de la conversación, se vio sin escapatoria, y no quiso entrar a valorar si era o no ético lo planteado por Octavio; simplemente, se atrevió a pedirle que la dejara ocupar el sillón de director. Octavio aceptó.

    Hora y cuarto más tarde, a pesar de su inexperiencia, había fabricado un informe totalmente inventado, aunque realista, que Octavio firmó sin leerlo; y, tras recibir el agradecimiento de este, volvió a su mesa. Escondida detrás de la columna del patio de operaciones, sus compañeros la miraban, impacientes por conocer qué había estado haciendo tanto tiempo en el despacho del director. Ella se limitó a sonreírles, dando pábulo a toda clase de bromas y especulaciones.

    Unos meses más tarde Octavio, inesperadamente, fue cesado, despedido y muy bien indemnizado. Tras cuarenta y pico años de servicio, por fin lo habían echado a la puta calle. Se lo tomó tan bien que tuvo que acudir varias veces a la consulta de un psicólogo para que le convenciese de que no estaba soñando.

    Superado el feliz trance, y creyéndose curado de su ansiedad post-trabajo, se dedicó a viajar junto a su compañera, con la que no estaba casado, aunque tenía intención de proponérselo pasadas las elecciones municipales, para las que faltaban menos de dos años. Recorrieron varios países de Europa, EEUU y alguno de África, sin escatimar en gastos. Solo pensaba en recuperar algo de lo que le habían quitado aquellos cuarenta años de trabajo indeseado y para el que no había nacido. Pero la felicidad, que no es eterna y es falsa como un mal sueño del mes de agosto, trajo sus consecuencias: engordó veinte kilos y comenzó a tener problemas con su compañera cuando el dinero de la indemnización estaba prácticamente agotado. En menos de dos años estaba casi a cero, había gastado como un descerebrado. Infectado por el virus del amor, creyó estar fortaleciendo su relación con ella a base de satisfacerla en sus caros caprichos —era una adicta a los viajes—, y no tuvo en cuenta que el dinero, en aquellas circunstancias, circula aún más rápido que el tiempo; y para cuando trató de atenuar aquel maravilloso ritmo de vida, ya era demasiado tarde: la ruina le visitaba.

    Volvió la ansiedad, que nunca se va para siempre, y tuvo que retomar las visitas al psicólogo de la Seguridad Social —media hora cada quince días—, que no bastaban por si solas, añadiendo un psiquiatra, también de la Seguridad Social, que le recetó unas milagrosas pastillas para conciliar el sueño. Ambos profesionales le recomendaron que se entretuviese, que se buscase algún hobby, algo que le llenase la vida y el tiempo sin mucho costo. Pero su cabeza, mal asentada desde joven, no le ayudaba a encontrarlo. Hasta que un día, a instancias de un amigo suyo al que siempre había menospreciado por insignificante y tacaño, aceptó una máquina de fotos prestada: una Leica del 57 comprada en Canarias; para probar con la fotografía era perfecta.

    No le pareció mala idea. Siempre, desde pequeño, se había sentido atraído por el arte de la instantánea, y llegó a usar alguna Kodak desechable, barajando en varias ocasiones la idea de hacerse con una máquina profesional.

    Con la Leica prestada inició el hobby de la fotografía con bastante pasión, aunque el resultado fue nefasto: todas las fotografías salieron dañadas por exceso de exposición. Él lo achacó a que estaba fabricada en Rusia, donde hay poca luz. Lo comentó con su pareja, pero esta no quiso saber nada de aquello.

    Estaba sin blanca, no tenía dinero ni para echar gasolina, y decidió acudir a una financiera con la intención de conseguir la financiación necesaria para hacerse con la máquina a plazos.

    Su compañera era contraria a dicha compra, poniendo por delante la prioridad de una liposucción de caderas que tenía pendiente por falta de fondos. Tuvieron una pequeña discusión, nada del otro mundo, aunque durante unos días hablaron lo justo y ella comenzó a tomar demasiados cafés fuera de casa.

    Octavio no quería dar el primer paso, aunque lo estaba deseando, y pensaba que solo era cuestión de tiempo el que todo volviese a la normalidad. Miraba ilusionado su nueva cámara, deseando estrenarla.

    Así, el miércoles 6 de Marzo de 2013, a las cinco de la madrugada, se levantó con cuidado para no despertarla y abandonó la habitación a oscuras, yendo a vestirse al cuarto de baño, donde ya se había dejado preparada la ropa el día anterior. Acarició al perro, que lo seguía jadeante hasta la puerta, esperando un premio como de costumbre; le dio una mini galleta con forma de hueso y abandonó la casa.

    Subió a su Seat León de color rojo que estaba aparcado en la calle, justo enfrente de la misma puerta, y partió hacia La Manga, pertrechado con su nueva cámara y un viejo trípode.

    El trayecto se le hizo corto. Pasó sin enterarse por Los Belones y enseguida se encontró a la altura de Cabo de Palos. Recorrió la Gran Vía de sur a norte, o de este a oeste —según se mire—, hasta cruzar el puente del Estacio. Siguió un par de kilómetros más, hasta llegar a la zona conocida como la Veneziola —urbanización de inspiración veneciana, como no podía ser de otra manera, donde los chalés estaban construidos dentro de islas y acceder a ellos solo era posible en barco o nadando—. Una vez allí, decidió apostarse en la orilla del Mediterráneo, a espaldas del Mar Menor. Eran casi las seis de la madrugada y aún no había atisbo de claridad en el horizonte. La oscuridad lo envolvía todo. Condujo el coche por una calle cortada que desembocaba justo en la misma playa. Era una zona virgen, donde las casas más cercanas estaban a más de cien metros, llena de restos de posidonia en estado de descomposición. Preparó su equipo de trabajo: sacó el trípode, lo colocó sobre una superficie segura y apretó los tornillos de sujeción. Colocó la cámara sobre él… Hacía frío.

    Se resguardó en el coche y encendió la radio mientras esperaba. Echaba de menos un güisqui. Miró el reloj y calculó que en veinte minutos comenzaría a salir el sol.

    En la radio sonaba una de sus canciones favoritas: —leaving las Vegas—, de Elvis Presley —su gran ídolo de toda la vida—. La tarareó chapurreando palabrejas en inglés, que solo coincidían con el original en el tono, mientras golpeaba con sus manos el salpicadero como si fuera un bongo. Estaba disfrutando el momento. A su derecha una hilera de luces que brillaban con fuerza, proyectándose a lo largo de la costa; algunas resultaban ser muy reconocibles para Octavio.

    A las seis y media en su reloj, frente a su cámara, comenzaba a divisarse la cima de la isla Grosa, que, como un fantasma, emergía imponente sobre la bruma de aquel marzo húmedo de nubes bajas. Como una difusa mancha en el horizonte, precisaba de la luz del sol para mostrar toda su belleza.

    Las luces de un coche, al cruzar el puente levadizo del Estacio, deslumbraban —llevaba la larga puesta—. Se acercaba por la única carretera posible y, un poco antes de llegar a la altura donde se encontraba apostado Octavio, se desvío hacia la izquierda, yéndose hacia la orilla del Mar Menor, a la zona conocida con el nombre de urbanización Ancla Azul.

    Octavio tenía su cámara preparada y la giró para satisfacer su curiosidad mientras esperaba que llegasen las luces del amanecer. Cambió el objetivo 18-55 por un 55-250 para tener más alcance y apuntó hacia el coche.

    Era un Jeep Cheroqui —el vehículo deseado por Octavio y que nunca llegó a tener—. Había parado justo al llegar a la playa, pisando la arena, en el límite de la urbanización.

    —¡Vaya, debe de ser alguna pareja con ganas de pegarse el lote!— exclamó mientras crecía su curiosidad por averiguarlo, aunque la oscuridad no le permitía ver el interior del coche.Permaneció entretenido un rato, hasta que se atisbó una ligera claridad. Los primeros rayos de sol estaban a punto de asomar en el horizonte; la bruma parecía alejarse mar adentro. El mar comenzaba a tomar un color rojizo y amarillento —como la bandera de España—. Pronto asomaría la cresta de la corona solar, el momento que esperaba para comenzar a disparar la cámara y sacar las fotos deseadas.

    Pero Octavio se había distraído con el jeep Cheroqui y no prestaba atención a otra cosa. No conseguía ver quién iba dentro del coche, pero sí advirtió que alguien se aproximaba al vehículo por el lado de la puerta del conductor y parecía decirle algo. A renglón seguido, tras unos aspavientos con las manos entre uno y otro, el que acababa de llegar se alejaba lo suficiente para que el conductor pudiera abrir la puerta y bajar. Ahora los veía mejor; eran dos hombres, con toda seguridad, que, tras una corta conversación, se dirigieron hacia la parte trasera del Cheroqui, abrieron la puerta y bajaron algo parecido a una alfombra enrollada. Octavio dio rienda suelta a su imaginación y pensó que ocultaban algo en aquella alfombra… —Quizás un cadáver—, pensó, y disparo su cámara.

    La extraña curvatura que presentaba el bulto, prácticamente a la mitad, mientras lo transportaron, era el motivo de la sospecha. Siguió observando con mucho interés toda aquella operación, y se olvidó definitivamente de fotografiar el amanecer. Vio cómo llevaban la alfombra hasta una pequeña lancha, que tenía la proa y parte de su quilla sobre la arena, y la depositaban dentro; a continuación empujaron la embarcación lo suficiente para que pudiera navegar y desapareció mar adentro. El hombre del Cheroqui, durante unos segundos, permaneció en la playa, siguiendo con la mirada la lancha que se alejaba. Luego volvió al coche y se marchó por donde había venido.

    Octavio no perdió detalle y, según vio venir de frente al Cheroqui en su retirada, apuntó con su teleobjetivo y disparó hasta quince veces sobre la imagen del conductor, intentando captar alguna foto lo suficientemente buena como para identificarle. El Cheroqui pronto alcanzó la carretera principal y se perdió a toda velocidad cruzando sobre el puente del Estacio.

    Ya era tarde para amaneceres; el sol se había elevado demasiado sobre el horizonte. Resignado, Octavio disparó algunas fotos a sabiendas de que no valían para nada, recogió los bártulos y puso en marcha el coche.

    El camino de vuelta a casa lo hizo sin dejar de darle vueltas a la cabeza; aquel bulto le pareció demasiado sospechoso. ¿Por qué embarcar una alfombra de noche y en una playa desierta? ¿Qué sentido tenía aquello?

    La idea de que la alfombra ocultase el cuerpo de una persona muerta o secuestrada cobraba fuerza dentro de la imaginativa y tortuosa mente de Octavio.

    Entremezclando cosas, pensó en cómo decirle a Eva que la situación económica estaba peor de lo que ella creía. Solo le quedaban tres mil euros en el plan de pensiones —ni para aguantar tres meses— y, tal como estaba la relación últimamente, temía una agria discusión.

    La ansiedad pareció volver, y se vio obligado a realizar unos de esos ejercicios de relajación que le había enseñado su psicólogo para intentar controlarse.

    Paró el coche en la entrada de un camping, al que accedió desde la autovía, y se tumbó en el suelo, con los ojos cerrados y una piedra sobre el estómago, durante media hora o más, hasta que una imaginaria luz azul descendió desde el cielo y entró en su cuerpo a través de la piedra, provocándole un estado de bienestar que le dejó dormido.

    Sobre las diez y media de la mañana llegó de vuelta a casa. No sabía por qué, pero se sentía raro, no se sentía estresado a pesar de que tenía que enfrentarse a Eva y explicarle cómo estaba la situación.

    Aparcó con nerviosismo, pellizcando uno de los neumáticos delanteros contra el bordillo de la inexistente acera —solo estaban puestos los bordillos—, y bajó del vehículo sin pararse siquiera a ver el daño causado a la rueda —tenía prisa—. Tocó al timbre dos veces seguidas y, al no obtener respuesta, repitió con insistencia; no hubo resultado y comenzó a cabrearse.

    — ¡Estará por ahí tomando café; toma demasiado café! —exclamó rabioso.

    Se registró los bolsillos buscando la llave para abrir la puerta a pesar de que sabía que no la llevaba. Recordó que había una bajo el felpudo. La tenían allí escondida por si surgía alguna emergencia. Se agachó y la recogió.

    Estaba algo oxidada por el desuso, pero no era obstáculo para abrir la puerta y, por fin, consiguió entrar en la casa. Percibió un fuerte olor a pino… Inspiró profundamente, dejó su cámara colgada en el perchero del pasillo y el trípode apoyado contra la pared, detrás de la puerta; se volvió, quitó la llave de la cerradura y la colocó de nuevo bajo el felpudo. Cerró la puerta por dentro y, al volverse, advirtió la presencia de un sobre encima del comodín. Lo cogió con impaciencia y comprobó que no tenía franqueo, ni tampoco remite; iba dirigido a su persona, con nombre y apellidos: Octavio Belmonte Castellón. Lo abrió y sacó de dentro una cuartilla doblada por la mitad donde aparecía escrita una escueta nota. Tras leerla, su rostro se transformó de una forma inesperada.

    —¡Debe de ser una broma!— exclamó sorprendido.

    Pero no era ninguna broma. Su pareja le había abandonado, así de claro.

    Releyó de nuevo la nota, dejándose caer de espaldas sobre el sillón.

    —¡Y se ha llevado al perro! —exclamó desolado —. ¿Por qué?

    Un gran malestar se apoderó de él. Se sintió aturdido, la cabeza la daba vueltas y el corazón quería fallarle, aunque no lo hacía; solo una leve taquicardia de carácter emocional. Por un instante creyó perder el conocimiento, aunque no llegó a sucederle. Poco a poco, tumbado en el sofá, fue recuperándose. Había sufrido el impacto de un golpe inesperado; estaba K.O. Jamás hubiese pensado que ella le abandonaría de aquella manera tan despreciable y traicionera, después de todo lo que le había dado. Tendido en el sofá miró a su alrededor buscando una explicación, pero solo restos del pasado quedaban reflejados en un portarretratos que había sobre una pequeña mesa, desde el que ella parecía mirarle con una extraña sonrisa. Durante unos segundos lo miró consternado, pero, repentinamente, como impulsado por un resorte, se levantó del sofá y fue directo al dormitorio. Abrió y cerró cajones y armarios impulsivamente, buscando una señal de esperanza, pero, de nuevo, no la encontró; todo estaba vacío, ni una prenda de ella, ningún objeto personal. Se lo había llevado todo, incluso aquel elefante de loza que compraron en Marruecos para ocultar chocolate, siempre visible sobre la repisa de la chimenea.

    —¡No hay duda, me ha puesto los cuernos—exclamó para colmo de su desdicha.

    Octavio estaba desesperado, arruinado, sin trabajo y abandonado por su pareja. Durante varios días intentó comunicarse con ella a través del teléfono, la llamó multitud de veces al móvil, pero siempre estaba apagado o fuera de cobertura. Destrozado, se refugió en su güisqui preferido —100 Pipers—, que no le curó pero le alivió el mal. En soledad, comenzó a alimentarse a base de palomitas de maíz y patatas fritas, pasando el día tirado en el sofá, manejando distintas manera de suicidarse —por supuesto, ninguna era de su agrado—. El hundimiento fue total.

    En el culmen de su desesperación, recibió la oportuna llamada de un antiguo compañero de trabajo con el que tenía una deuda de juego ya hacía más de cinco años. Aquel, que le llamaba para cobrarle, al escuchar sus lamentos, intentó ayudarle contándole su experiencia personal.

    —Ve a la iglesia y reza —le dijo.

    Pero Octavio, aunque creía firmemente en la existencia de Dios, no era hombre de iglesia ni de curas, así que no estaba dispuesto a explorar aquella vía y pedirle ayuda a la Iglesia. Necesitaba otro tipo de ayuda, pero tampoco de la Seguridad Social como hasta ahora. La situación requería que fuese a un profesional de pago.

    Agradeciendo el consejo a su amigo, le prometió pagarle la deuda lo antes posible y quedaron en verse otro día sin fecha fija. Tras colgar el teléfono se puso a buscar en las páginas amarillas un psicólogo, preferentemente mujer, que siempre le daría una solución más acertada para justificar lo que había hecho otra mujer.

    No encontró mucho donde escoger en las páginas amarillas. Se decidió por una psicóloga extranjera, al parecer por el apellido —eso creyó—, y la llamó por teléfono para pedirle cita. Fue la psicóloga en persona la que cogió el teléfono, y, al oírle decir que necesitaba la cita urgente, porque estaba barajando varias opciones de suicidio, creyó oportuno darle hora para el día siguiente; eso sí, le pidió, por favor, que no se suicidase sin antes hablar con ella. Precisamente estaba escribiendo un libro sobre las causas que invitan al suicidio y estaba muy interesada en su opinión. Octavio le avisó de que estaba sin blanca. Ella le tranquilizó diciéndole que no tenía por qué preocuparse; llegarían a un acuerdo.

    La cita con la psicóloga le calmó momentáneamente, aunque aquella misma tarde volvieron los pensamientos suicidas: colgado de un almendro —la idea le aterraba—; ahogado en un aljibe —horroroso, odiaba el agua—; envenenado —peor, había leído que se suelen sufrir dolorosas convulsiones antes de reventar por dentro—. Así, hasta veinte maneras de suicidarse descartó. Aún no estaba preparado.

    Al día siguiente, a la hora convenida, estaba frente al portón de acceso. Había tenido que viajar en autobús hasta Torrevieja, y no le había costado mucho trabajo encontrar la consulta, ya que estaba en el primer piso de un conocido edificio de apartamentos, cuyo bajo comercial estaba ocupado por otro conocido supermercado que no vamos a nombrar para no dar más pistas.

    En la fachada del edificio, junto a la puerta

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