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Pena de muerte
Pena de muerte
Pena de muerte
Libro electrónico358 páginas5 horas

Pena de muerte

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Los medios lo apodaron El Verdugo. Mientras los políticos discuten la posibilidad de implementar la pena de muerte, un enigmático personaje parece haber tomado partido y enfoca su peculiar forma de justicia en quienes considera la causa de todos los problemas del país: los poderosos ladrones de cuello blanco. Su visión del mundo no da espacio a discusión. La corrupción y el robo se pagan con la muerte.
La detective Marialexis Graco tendrá que dejar a un lado sus opiniones personales y prejuicios para hacerle frente a un asesino que está haciendo realidad los deseos secretos de muchas personas. Sin embargo, como ella descubrirá, a veces la verdad depende del cristal con que se mire.
Conozcan al verdugo y que Dios se apiade de sus almas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 oct 2020
ISBN9788412240191
Pena de muerte

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    Pena de muerte - Osvaldo Reyes

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    PENA DE MUERTE

    Osvaldo Reyes

    Pena de muerte Osvaldo Reyes

    Segunda edición

    ISBN: 978-84-122401-8-4

    ISBN digital: 978-84-122401-9-1

    © Osvaldo Reyes, 2020

    Edición de textos: Francisco Moreno Mejía

    Diseño de portada: Osvaldo Reyes

    Diagramación: Osvaldo Reyes

    Para contactar al autor:

    Sitio web: osvaldoreyest.com

    Instagram: osvaldoreyest

    Twitter: @maquiaveloreyes

    Facebook: osvaldoreyesnoir

    Todos los Derechos Reservados de esta edición. Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin el previo consentimiento y expresa autorización por escrito del autor.
    Esta es una obra de ficción. Cualquier similitud con personajes reales (vivos, muertos, en criopreservación o reanimados con cualquier tipo de magia o tecnología futurista) es pura coincidencia.

    PRIMERA PARTE

    LA PROMESA DE UN ASESINO

    Una sociedad recibe los criminales que se merece.

    Val McDermid (Asesino de Sombras).

    El mundo entero se aparta cuando ve pasar

                                          a un hombre que sabe adónde va.

    Antoine de Saint-Exupéry.

    CAPÍTULO 1

    Cuando el diputado Marcos Conte se enteró de que iba a morir, lo tomó con un estoicismo que hubiera llenado de orgullo a su padre.

    El aviso de la muerte llegó de la forma más curiosa. En una pequeña hoja de papel, de esas que se arrancan de una libreta no más grande que la palma de la mano, de color celeste y con el dibujo de un pequeño gato en la parte inferior. No era un experto en el tema, ya que no tenía hijos, pero estaba seguro de que se llamaba Hello Kitty.

    La encontró pegada al vidrio frontal de su auto cuando regresó de su caminata matutina por el Parque Omar. Muchas personas hacían ejercicio a esa hora. Cualquiera de ellos pudo acercarse al auto y colocar esa nota.

    La leyó una vez más. Tenía que ser una broma. Una de muy mal gusto.

    En letras de molde, dibujados con una pluma de punta fina y en tinta de gel negra, el mensaje decía:

    REGRESA LOS DOS MILLONES QUE ROBASTE.

    TIENES 72 HORAS A PARTIR DE ESTE MOMENTO.

    SI NO LO HACES MORIRÁS.

    Claro, ya estaba en el banco sacando la plata.

    Abrió la puerta del lado del pasajero y dejó entrar a su fiel pug color crema. El perrito se acurrucó en el piso detrás de su asiento y se puso a dormir casi en el acto.

    ⎯Ya no estás para estos menesteres, Midas ⎯dijo rascando su cabeza con afecto. El pobre llevaba con él casi toda su vida. Debía tener como 60 años en equivalente humano, pero eso no le impedía querer acompañarlo todas las mañanas. Conte sabía que no le quedaba mucho tiempo a su amigo de cuatro patas, así que siempre lo sacaba.

    ¿Quién era él para impedir los deseos del viejo can?

    Se sentó en su asiento y arrancó el motor. El aire acondicionado golpeó su rostro y sintió el sudor secarse sobre su piel. Echó el asiento un poco para atrás y abrió el periódico que tenía colocado a su lado.

    La primera plana lo molestó más de lo que se esperaba.

    DIPUTADO ENVUELTO EN ESCÁNDALO. ¿CUÁNTOS MILLONES POR LA CONCESIÓN DE LA NUEVA AUTOPISTA?

    Leyó la noticia con avidez para luego tirar el periódico al piso del auto.

    O los periodistas tenían forma de enterarse de todo o simplemente había personas que no sabían cómo mantener la boca cerrada.

    Fue un simple negocio como cientos de otros que había conducido en su vida. El que fuera con fondos públicos no lo hacía más o menos ilegal.

    Además, eran unos míseros dos millones de dólares. Lo hizo más por la persona que le pedía el favor. Su padrino siempre decía que un favor valía más que todas las almas en el purgatorio. ¡Demonios, era lo que él se gastaba en mujeres, yates y propiedades en un año! ¿Por qué ahora era tan malo?

    La respuesta era obvia: Porque lo que le hacía daño a él beneficiaba a sus contrincantes.

    Puso el cambio en reversa y salió de los estacionamientos. Tenía que llegar a casa a bañarse y desayunar. Luego, directo al trabajo. Primera orden del día: averiguar quién le había hecho eso para poder planear una venganza apropiada.

    La nota con el mensaje tirado a un lado del auto, entre el polvo y la grava.

    Cuando el auto aceleró y se perdió por las calles aledañas al parque, un hombre se acercó a donde había estado el auto del diputado. Se agachó y recogió el papel color celeste. Hizo una bolita y dio unos pasos para depositarlo en un tanque de basura.

    Ensuciando su ciudad. Solo por eso debería olvidarse de todo y hacerse cargo de él de una buena vez. Sin embargo, no lo haría. Quería ver cómo pensaba salirse de ese problema.

    ¿Con la verdad o mintiendo? No importaba. Con cualquiera de las dos ganaba.

    Presionó un botón en su reloj y el cronómetro comenzó a correr.

    CAPÍTULO 2

    El segundo aviso llegó en la forma de una llamada.

    El insistente repicar del teléfono lo despertó. Entreabrió los ojos y tomó su celular de un manotazo. En números de color celeste pudo leer la hora.

    2:34 am.

    ⎯¿Quién demonios? ⎯protestó, restregándose los ojos con fuerza, tratando de quitarse el peso del sueño que traía encima. En ese momento se percató que no lo llamaban al celular. Su teléfono privado seguía sonando sobre la mesa a un lado de la cama. Pocas personas tenían ese número y, considerando la hora, debía ser algo importante. Se estiró y trató de levantarlo, pero lo golpeó y cayó al piso.

    Lanzó un grito de frustración, seguido de una retahíla de palabras ininteligibles. Se acercó al borde de la cama y tanteó en la oscuridad hasta sentir el estilizado contorno del aparato. Al voltearlo pudo ver la pantalla que en letras negras contra un fondo amarillo reportaba un número que no conocía.

    ⎯Hable ⎯dijo acercándose el teléfono al oído.

    Silencio absoluto del otro lado de la línea.

    ⎯¡Hable! ⎯exclamó con más fuerza⎯. Más vale que esto no sea una broma.

    Le pareció escuchar algo. Una leve respiración y unas palabras casi susurradas. Se pegó aún más el auricular.

    ⎯Hable más fuerte. No le escucho.

    En ese momento un agudo grito, como el proveniente de un alma en pena en pleno sufrimiento, golpeó su oído. Conte lanzó el teléfono de vuelta al piso, alejándose de la onda de dolor y empujándose contra el respaldar de la cama. El aparato rebotó y quedó justo al lado de un cómodo sofá, con el auricular mirando al techo.

    El grito de una mujer siguió sonando, tal vez hasta con más fuerza que antes.

    Conte sintió su piel contraerse. Se quitó la sábana de encima y se bajó de la cama. El frío de la habitación lo envolvió como un manto, pero no se percató de la temperatura. Su corazón latía a toda velocidad, brindándole un calor que no quería.

    El alarido no se detuvo. Era un llanto de dolor constante, plañidero. Casi podía sentir las lágrimas deslizarse por las mejillas de la mujer que no cesaba de gritar.

    En tres pasos se acercó lo suficiente como para tomarlo y con un solo movimiento lo apagó, succionando el grito y dejando la habitación sumida en un profundo silencio.

    Tanteó en la oscuridad hasta que encontró el botón de encendido de su lámpara de noche, bañando la habitación con una suave luz blanca. Puso el teléfono en su lugar sin pestañear, casi como si temiera que volviera a sonar mientras lo sostenía en la mano.

    Se dejó caer en el sofá y cerró los ojos un segundo, pero la oscuridad solo hizo conjurar el sonido, que resonó en las profundidades de su mente con renovada energía. Conte sacudió la cabeza, tratando de espantar el grito que se había alojado en mitad de su cerebro.

    Colocó los dedos sobre su muñeca, palpando su pulso. Su corazón latía muy por encima del rango de los 120 latidos por minuto, nivel que su cardiólogo le había recomendado no sobrepasar al hacer ejercicio. Se obligó a inhalar y exhalar con calma. Poco a poco sintió como su corazón regresaba a límites aceptables.

    El teléfono volvió a sonar en ese momento. Por dos segundos pensó que tendría una arritmia mortal y sintió como si un bloque de hielo le estuviera presionando el pecho.

    Conte estiró la mano, pero titubeó, sus dedos apenas rozando el plástico de color negro. Percibía las vibraciones como un leve cosquilleo en la piel. De buena gana lo volvería a apagar, pero en su línea de trabajo no contestar una llamada podía costarle mucho dinero.

    La pantalla reportaba un número diferente al anterior.

    Presionó el botón de contestar y se llevó el auricular al oído. La mano tensa, preparándose casi de forma inconsciente para un nuevo grito.

    Una voz robótica, fría y carente de toda humanidad, dijo:⎯Diputado Conte.

    ⎯¿Quién habla? ⎯su voz se quebró a pesar de intentar controlarla

    ⎯Han pasado 20 horas desde que recibió el primer aviso. Aún no regresa el dinero.

    ⎯¿Qué?

    ⎯No se me haga el tonto, diputado. Le di 72 horas y ha gastado 20. No debería probar su suerte conmigo.

    ⎯¿Qué se supone que es esto? ¿Algún tipo de broma? No pretendo…

    ⎯¡Usted se calla y me escucha! ⎯gritó la voz robótica. Sus tonos graves hicieron vibrar el auricular y lo obligaron a apretar los dientes⎯. A mí no me interesan sus excusas. Yo dicté sentencia. Usted sabe lo que tiene que hacer. Le quedan 52 horas. Le recomiendo que las aproveche. Recibirá un último aviso antes de vencido el plazo.

    ⎯No quiero saber más de usted.

    ⎯Piense en mí ⎯dijo la voz ignorando la petición⎯como en los Fantasmas de las Navidades. Pasado, presente y futuro. Ya recibió la visita de dos. Le queda uno. Después, la vida como la conoce terminará de una forma súbita y violenta.

    El silencio se apoderó del aparato. Conte pensó que la llamada había terminado hasta que escuchó la voz una última vez.

    ⎯No me obligue a cumplir mi promesa.

    Un chasquido estático y la llamada terminó.

    Conte colocó el teléfono en su lugar. Podría recibir otra llamada, pero lo dudaba. El tono del mensaje no daba lugar a interpretaciones.

    Caminó un par de pasos a su izquierda y en una esquina encontró lo que buscaba. Una pequeña nevera de color negro brillante. La abrió y sacó del interior un vaso y echó en su interior cuatro cubos de hielo.

    Mientras la puerta se cerraba, el diputado estiró la mano. Tomó una de las botellas que decoraban un estilizado adorno en plateado al lado de la nevera y le dio vuelta a la tapa. Vació el contenido hasta cubrir los cubos de hielo y regresó la botella de Chivas Regal 25 años a su lugar.

    El líquido bajó por su garganta quemando todas las sensaciones. Su corazón empezó a calmarse y su cerebro a trabajar como era debido, procesando toda la información.

    Lo que pensó era una simple broma había traspasado el límite de la malsana diversión para caer en la dimensión de las amenazas de muerte. Alguien pretendía que pagara dos millones de dólares si quería tener el placer de poder tomarse el resto del Chivas Regal el fin de semana próximo.

    Inaudito.

    Revisó en su cabeza las palabras que salieron de sus labios. Ninguna lo incriminaba y jamás aceptó, ni de soslayo, que fuera culpable de nada.

    Bien ⎯pensó, bajándose las últimas gotas de whiskey del vaso⎯. Seguimos de pie.

    Se dio la vuelta y un pequeño objeto le saltó encima.

    Al diputado Conte, tal vez por primera vez en muchos años, se le escapó un grito de absoluto terror al sentir el suave golpe en sus piernas. Literalmente sintió su corazón detenerse por un instante.

    Midas, en el piso, lo miraba con curiosidad.

    ⎯Perro del demonio ⎯exhaló con desesperación y alivio al mismo tiempo⎯. Un día de estos me vas a matar y ¿quién te va a alimentar entonces?

    Se agachó para rascarle la cabeza. Midas se acostó sobre su costado y dejó que su amo lo sobara, el grito y la voz robótica de segundos antes olvidados por el momento.

    CAPÍTULO 3

    El hombre sentado en la mesa se metió un pedazo de filete a la boca y masticó con verdadero placer. Era carne de buena calidad, cocinada al punto. Una delicada salsa de chimichurri encima le daba ese toque extra que le encantaba. Cerró los ojos ante el deleite culinario que degustaba su paladar y masticó varias veces antes de tragar.

    Tomó un sorbo de soda por el carrizo y miró su reloj.

    Eran las siete de la noche. Faltaban 12 horas para que se venciera el plazo y el diputado no daba señales de querer pagar. Nunca pensó que lo fuera a hacer, así que la realidad no lo tomaba por sorpresa.

    Hora de enviar el tercer aviso ⎯pensó mirando su reloj. Sacó un celular de su bolsillo y presionando botones buscó la función de mensaje. Escribió un pequeño texto y lo leyó con calma.

    Considere este mensaje su última advertencia.

    Presionó un par de botones más y envió el mensaje al celular del diputado Conte.

    ⎯Mensaje enviado ⎯ respondió la pantalla del teléfono que sostenía en la mano. Lo apagó y le quitó la tapa, removiendo la batería, la unidad de memoria y el chip. Abrió el cartucho de papel donde estaba depositando todos los pedazos de cartón y servilletas de la cena y mientras masticaba con lentitud fue echando en su interior cada uno de los objetos.

    Terminó su soda y en el interior del vaso puso el teléfono y la tapa.

    Todo fue a terminar al fondo del cartucho. Un callejón sin salida con el que tendría que toparse el desafortunado detective al que asignaran el caso del diputado Conte después del amanecer.

    Se levantó de la mesa y abrió un maletín que tenía puesto a un lado. Del interior sacó un paquete de toallitas húmedas y limpió la superficie de la mesa. Cuando estuvo seguro de no dejar ningún pedazo de comida echó la toallita en el interior del cartucho y lo cerró.

    En una mesa cercana un joven de unos quince años se levantó casi al mismo tiempo. Dejó la mesa hecha un desastre, con tiras de papas fritas embarradas de salsa de tomate encima de pedazos de servilleta o inclusive sobre la misma mesa, haciéndoles compañía a trozos de cebolla y salsa de origen aún por determinar.

    Una ola de asco lo golpeó casi con fuerza física. Su cerebro reaccionó antes que su buen sentido lo hiciera recapacitar.

    ⎯Muchacho ⎯dijo con calma. Su tono de voz apenas era audible, pero el joven lo debió escuchar. Al darse la vuelta se topó con una figura imponente. Vestía un saco negro. Camisa y pantalón del mismo color. La única señal de distinción, una corbata en gris oscuro que atravesaba la mitad de su pecho como una profunda grieta.

    ⎯¿Esa es tu mesa?

    El joven miró por encima de su hombro en la dirección señalada y asintió.

    ⎯¿No piensas que deberías recoger todo ese reguero?

    La expresión de incertidumbre de un segundo antes fue reemplazada por una de hastío y desprecio. Una que había visto muchas veces surgir detrás de los ojos del diputado Conte.

    ⎯Hay personas a las que se les paga por limpiar esas mesas.

    ⎯Sí, pero no por eso se lo tienes que hacer más difícil.

    El joven volvió a mirar la mesa, como si no pudiera creer que alguien lo estuviera interrogando en medio de un centro comercial. Las personas sentadas en una mesa cercana los miraban con curiosidad.

    ⎯Hay otras mesas igual de sucias ⎯decidió decir el joven en su defensa. El hombre arrugó la frente y sus ojos tomaron un brillo maligno.

    ⎯Pienso que esas personas son tan puercas como tú.

    El joven abrió los ojos de la pura sorpresa. Se desviaron hacia la mesa donde una pareja solo un par de años mayor seguía estudiando el intercambio. Su piel tomó un tono rojizo, pero sus labios se curvaron en una expresión de burla.

    ⎯Viejo loco ⎯resopló con sorna y sin otra palabra se alejó de la mesa.

    Ese chiquillo se merecía una paliza por irrespetuoso, pero no podía tocarlo y, lo que era peor, no era su culpa ser así. Estaba creciendo en un ambiente donde romper la norma era lo esperado. La juventud había perdido su identidad y nadie hacia algo por remediarlo.

    No más⎯ pensó el hombre⎯. Es hora de cambiar el status quo.

    Sacudió la cabeza y empezó a recoger la basura que el muchacho había dejado. La tiró en un basurero cercano, junto con el cartucho que traía en la mano. Mientras pasaba la toalla húmeda sobre la lustrosa superficie de metal pudo ver con satisfacción como la pareja se levantaba y llevaban sus bandejas con restos de comida al mismo lugar.

    El ejemplo era tan buen recurso como cualquiera para que las personas obedecieran las normas. La mayoría de las veces requerían un estímulo mucho más poderoso.

    Miedo.

    CAPÍTULO 4

    El pick-up, un modelo recién salido de la fábrica, de color blanco, venía cargado de todo tipo de vituallas. Arroz, frijoles, maíz, frutas y verduras, envueltos en lindos paquetes de plástico transparente. En todo el centro, en letras de color azul oscuro, se podía leer "Cortesía del Honorable Diputado Marcos Conte".

    Uno de los trucos más antiguos para ganarse el voto del pueblo ⎯escuchó en su cabeza la voz de su padrino⎯. Panem et circenses. Pan y espectáculos de circo.

    El pan era fácil. El problema era que alguien quería convertirlo en carne para los leones.

    Su padrino era una fuente inagotable de lecciones de toda índole. Lástima que no tuviera consejos para cuando un loco te amenaza de muerte. Aún podía recordar el grito de las dos de la mañana y el mensaje de texto de la noche anterior. Sin darse cuenta giró la muñeca para ver la pantalla de su Rolex.

    6:40 am.

    El pick-up ya estaba llegando al sitio, un pequeño local que habilitaron con una tolda verde. En grandes letras, similares a las de las bolsas de verduras, se podía leer a quién darle las gracias.

    Aun cuando todo estaba programado para comenzar a las siete, ya a esa hora se podía ver un buen número de personas en el lugar esperando para ser los primeros en aprovecharse de la oferta. En los tiempos modernos, donde comer se estaba convirtiendo en un lujo, alimentos gratis era una oportunidad que no se podía pasar por alto.

    Comida a cambio de votos. No podía anunciarlo de esa forma, pero era lo que buscaba.

    Una pequeña chispa de lástima intentó nacer en su corazón al pensar en todas esas pobres personas que tenían que levantarse a tempranas horas, algunas caminando por varios kilómetros, para llegar a tiempo de poder llevarse una bolsa con comida. Una bolsa que solo resolvería sus problemas por un par de días, una semana a lo sumo si eran cuidadosos.

    Respiró hondo y la chispa se esfumó con rapidez. La voz de su padrino resonó en su memoria.

    La pobreza no es culpa tuya. Si Dios quisiera que no hubiera pobres, cagaríamos dólares.

    En su peculiar forma de expresarse, su padrino le recordaba que no podía resolver los problemas del mundo, aunque estuviera en un puesto público. Lo más que podía hacer era pensar en sí mismo, pues nadie más lo haría de estar en su posición.

    Con el tiempo se había vuelto un experto.

    6:59 am.

    El pick-up lo sacó de su contemplación del movimiento de las manecillas del reloj. Se estacionó debajo de un pequeño toldo que había sido preparado con ese fin. El guardia de seguridad, al ver llegar el auto, soltó la cadena que bloqueaba la entrada y le permitió el paso.

    La gente esperaba paciente detrás de un segundo perímetro que rodeaba el lugar. Había señoras jubiladas, amas de casa y dos o tres individuos que, estaba seguro, trabajaban en alguna abarrotería cercana. Para horas de la tarde varios de sus paquetes habrían cambiado de bolsas y estarían a la venta. Le molestaba que se aprovecharan de sus ideas, pero era consciente de que todo era parte del ciclo de comercio.

    No importa ⎯pensó⎯. Al final lo que importa son los votos. Dónde termina la comida no es tu problema.

    Respiró varias veces para calmarse. Un suave aire marino rozó su piel.

    ⎯Hola, diputado ⎯dijo su ayudante. Su rostro inexpresivo exploraba cada centímetro de la cerca y de los visitantes a través de sus lentes oscuros

    ⎯Hola Carlos ⎯respondió⎯. ¿Todo bien?

    ⎯Perfecto, diputado. ¿Está listo para comenzar?

    ⎯¿Dónde está la prensa? ⎯preguntó bajando la voz.

    ⎯Ya vienen en camino. Estarán por aquí cuando ya esté repartiendo la comida y la fila esté un poco más larga.

    ⎯Perfecto.

    Si todo salía bien la maniobra valdría cada centavo. Los reporteros irían a filmar otro suceso en el área y regresando a su trabajo se encontrarían al diputado Conte repartiendo comida. Un acto altruista sin el más mínimo interés político. Sin prensa filmando el evento.

    ⎯¿Cómo lo conseguiste? ⎯preguntó el diputado aún en voz baja. No dejaba de sorprenderse con la capacidad de manipulación de su jefe de seguridad. De tener dinero y algo más de educación sería un adversario temible.

    ⎯Sencillo ⎯miró su reloj y sonrió⎯. Un amigo mío se acaba de estrellar contra un poste cerca de aquí. Salió del auto y empezó a tener visiones del fin del mundo.

    ⎯¿En serio?

    ⎯Aunque no lo crea. Alguien hizo una llamada anónima a la policía y a uno de los reporteros. Deben venir ahora mismo a tomar fotos del accidente. El titular venderá muchos números.

    ⎯¿Debemos hacer algo por esta persona? ⎯preguntó Conte. Su reloj marcaba las 7:02 am. Era casi la hora exacta en que encontró el mensaje en el vidrio del auto tres días antes.

    ⎯La policía se lo va a llevar al hospital y lo mantendrán en observación por un tiempo. Tendrá que pagar una multa y el carro hay que repararlo. Diría que es adecuado reponer sus inconvenientes.

    ⎯Estoy de acuerdo. ¿Ya sabes de dónde sacar el dinero?

    Carlos asintió y levantó la mirada. El número de personas se había triplicado en los últimos quince minutos.

    ⎯¿Seguro que no quieres entrar en la política? ⎯preguntó Conte. Carlos resopló como respuesta.

    ⎯No, jefe. Tan solo no se olvide de mí cuando sea presidente.

    El diputado Conte sonrió. Empezó a girar la muñeca para ver la hora, pero se detuvo a tiempo. No pensaba obsesionarse.

    ⎯Creo que debemos iniciar antes que los nativos se inquieten ⎯dijo Conte⎯, ¿de acuerdo?

    Carlos no respondió, pero su cuerpo se puso en movimiento. Caminó hacia la entrada y empezó a dar indicaciones. Las personas empezaron a formar una fila zigzagueante para ingresar en los predios del local.

    Conte cerró los ojos para evitar que el sueño que Carlos le acababa de recordar tomara raíces. No estaba lejos de sus probabilidades, pero aún no era el momento. Le faltaban todavía varios años durante los cuales debía evitar meterse en problemas y no aparecer ligado a un escándalo como el de la autopista.

    Gracias a su padrino y todas sus influencias la noticia había empezado a retroceder de las primeras planas a las hojas internas más oscuras de los periódicos locales. En una semana todo el alboroto del escándalo no sería más que un recuerdo y en un mes sería una leyenda urbana.

    La corta memoria del electorado es una constante ⎯decía su padrino⎯como la gravedad o el valor de pi. No todos conocen su valor, pero siempre está presente y nunca cambia.

    Miró a su alrededor. El local era un espacio abierto y muchas personas lo iban llenando. Conte se podía imaginar lo bien que saldría en las fotos. A lo lejos, edificios de diverso tamaño se enmarcaban en el horizonte.

    Bueno ⎯pensó sonriendo⎯. Hora de poner buena cara, estrechar manos sudorosas que quien sabía dónde habían estado y besar bebés llenos de quien sabe cuántos virus. Y todavía hay gente que piensa que los políticos no tienen que trabajar duro.

    Miró su reloj una última vez. El peligro que se cernía sobre su cabeza lo había relegado a un segundo plano.

    7:05 am.

    ***

    La señora Eulogia esperaba que el hombre de los lentes oscuros quitara la cadena. Le dolían las rodillas. Sus piernas, llenas de cordones azulados que se extendían desde los tobillos hasta la mitad del muslo, le pesaban más que nunca.

    Su cabello blanco, recogido en dos trenzas, le llegaba casi a la cintura y el traje largo que llevaba ocultaba casi todo, excepto sus pies. La piel estaba cuarteada tanto como las chancletas que llevaba puestas y sus arrugas tenían arrugas. Era una mujer sencilla, acostumbrada al trabajo duro y a evitar los cambios a toda costa.

    Después de criar a siete hijos y asegurarse de que todos terminaran sus estudios pensó que por fin podría descansar y conocer al Creador sentada en la mecedora que tenía colocada en su viejo portal, pero los caminos del Señor eran misteriosos. Uno de sus hijos estaba enfermo y sin trabajo. Alguien debía cuidar a sus dos nietos mientras él se recuperaba. ¿Para qué estaban las madres?

    El joven de los lentes oscuros se acercó al poste y movió la cadena que cerraba la entrada. La señora Eulogia suspiró con fuerza y dio unos pasos en esa dirección. Ella solo quería buscar su bolsa de alimentos e irse a casa a hacerle el desayuno a su hijo y a los niños. Llevaba esperando casi dos horas y los pies la estaban matando.

    A lo lejos pudo ver al joven diputado que organizó todo. Lo vio levantar la cabeza, respirando el fresco aire matutino. Sus labios se curvaron en una suave sonrisa, movimiento que acompañó algún pensamiento profundo e idealista.

    Le caía bien el joven. Sabía que era un niño rico, pero era uno interesado en ayudar a su comunidad. No era la primera vez que traía comida y esas bolsas de alimento le resolvían por un par de semanas. A su edad no planeaba mucho por adelantado. Además, no había un solo camión de noticias o alguien tomando fotos del evento.

    Ya lo decía yo ⎯pensó la señora Eulogia⎯. Es un buen hombre. Interesado en ayudar.

    Si Dios le daba vida para llegar a las próximas elecciones su voto sería para el diputado Conte.

    Lo vio remangarse las mangas de la camisa y sentarse detrás de una mesa sobre la que dos empleados colocaban las bolsas de comida. El asistente de los lentes oscuros los fue ordenando en una fila y empezó a dejarlos pasar en dirección a la mesa.

    La bolsa es más grande que la última vez ⎯pensó Eulogia⎯. Si la manejo bien puedo sacarle casi las tres semanas.

    Las personas se detenían a cruzar unas palabras con él antes de retirarse con los víveres. Ella no pensaba hacerle perder tiempo. Le daría las gracias y le prometería su voto. Luego, directo a casa.

    El diputado miró su reloj y una profunda grieta se marcó en

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