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El salvador de almas
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Libro electrónico279 páginas3 horas

El salvador de almas

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Información de este libro electrónico

Jack, un ser oscuro y siniestro cuyo rostro aterrador está deformado por una vieja cicatriz, espera bajo la lluvia torrencial. Su mente, perturbada por dolorosos recuerdos de su violenta infancia, lo atormenta. Está de pie, inmóvil, cerca de una caseta telefónica en el Boulevard Hamel en Quebec. Un rayo atraviesa el cielo, recordándole su misión, una promesa de antaño que ahora quiere cumplir. Sabe que el camino hacia la redención estará plagado de obstáculos, pero nada podrá detenerlo. Lo debe hacer, no solo por sí mismo, sino para encontrar la paz interior, para salvar a aquellas personas que han vendido su alma al diablo. Se convertirá en el salvador de almas. Entra en la caseta telefónica y marca el número del proxeneta. Necesita una niña, una niña muy joven.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 ene 2021
ISBN9781071583265
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    El salvador de almas - Sylvain Gilbert

    Para mi madre y mi hermano a quienes les encantan las novelas policiacas.

    Una noche de septiembre

    Madrugada de sábado, 1:02 a.m.

    En esa fría noche de septiembre, la lluvia caía con fuerza sobre la tranquila ciudad produciendo un clima fuera aún más sombrío. Un hombre de aspecto sospechoso caminaba lentamente por el estacionamiento de un motel de mala muerte sobre el Boulevard Hamel en la ciudad de Quebec. Se dirigía con dificultad a una cabina telefónica al costado de la calle desierta. Al pasar por debajo de un poste de luz, giró la cabeza, revelando un rostro triste marcado por una cicatriz sobre la mejilla derecha.

    Vestía pantalones de mezclilla y un impermeable negro con una capucha que le cubría toda la cabeza. Debajo de esas cejas largas y fruncidas se escondían unos ojos oscuros e intimidantes que podían golpear con la simple mirada. Se formó una sonrisa en sus labios adustos y un hoyuelo apareció en la mejilla hundida. La iluminación neblinosa sobre su cicatriz dibujó una sonrisa traicionera en el rostro de este hombre siniestro.

    Abrió la puerta de vidrio de la cabina mientras agachaba la cabeza. Levantó el auricular e insertó algunas monedas en el aparato. Luego, sosteniendo el auricular sobre su hombro, buscó en el fondo de su bolsillo y sacó un trozo de papel con un número garabateado. Estaba temblando. Le temblaba la mano y no era la lluvia lo que le enfriaba la sangre, sino lo que estaba a punto de hacer.

    Respiró hondo, vaciló y colgó. El sonido de las monedas cayendo del teléfono se mezcló con aquel de la lluvia golpeando el vidrio de la cabina. Puso las dos manos a ambos lados del teléfono y, apoyado en la ventana de atrás, ladeó la cabeza mientras respiraba cada vez más fuerte. —Está bien, está bien, todo va a estar bien. Solo tienes que llamar por teléfono y lo demás estará bien. Todo estará bien...

    Recogió las monedas, las puso de nuevo en la cabina telefónica y marcó el número escrito en el papel. Le faltaba el aire y tenía el seño fruncido. Debió haber repetido esta escena decenas de veces, pero el nerviosismo persistió. El timbre de llamada sonó una vez para advertirle de que aún quedaba tiempo, que aún podía desistir. Sacudió la cabeza, queriendo ahuyentar todas esas ideas contradictorias que martillaban en su mente como las notas estridentes que se escapan de un violín hostigado por el arco de un sin talento. Estaba decidido, nada lo disuadiría, no podía echarse para atrás. Otro timbrazo, otro tormento. ¿Realmente quería llegar hasta allí? ¿Acaso no había otra alternativa? ¡Claro que no! Al tercer timbrazo se escuchó una voz profunda y apagada con un marcado acento extranjero:

    —Métivier, le escucho ...

    —Esteeee ...

    —¿Quién habla?

    —Es ... eeeh ... ¡Habla Jack!

    —¡No conozco a ningún Jack!

    El sospechoso sintió que su interlocutor iba a colgar, por lo que respondió rápidamente con un suspiro:

    Lo sé, fue Wilton quien me dijo que te llamara.

    Silencio, un largo silencio... tan largo que no presagiaba nada bueno para este Jack que pisoteaba el suelo como caballo impaciente pateando ante la inacción de su jinete. Sus dedos vagaron sin control por el teléfono. Rascaba el piso con el pie, incapaz de mantenerse tranquilo y quieto. El tiempo se había detenido por un breve instante que pareció una eternidad. Ya no respiraba y susurró para sí: —Por favor, no cuelgue ...

    —¿Wilton, dices? ¿Y qué te dijo, Wilton?

    —Me dijo que podrías encontrarme una chica durante una o dos horas. Una niña ... muy joven.

    Otro silencio. Escuchó que la persona a la que llamaba ponía la mano sobre el auricular y hablaba con otra persona. Jack acercó la oreja al auricular y trató en vano de comprender lo que decía. Sólo escuchó un susurro ininteligible. Luego, una ráfaga de viento golpeó la cabina con violencia inesperada. Una última advertencia, aún podía dar marcha atrás. Jack dio un salto, grandes gotas de sudor corrían sobre su frente.

    —¿Es para esta noche?

    —Eeeeh ... sí ... ¿puede ser?

    De nuevo la mano sobre el auricular y palabras inaudibles.

    —Rubia de quince años... Pero con suficiente experiencia... Ella hará lo que quieras.

    —¡Perfecto!

    —De esa edad, cuesta mucho, ya sabes ...

    —¿Cuánto por una hora?

    —¡Son ... son quinientos!

    —Está bien, los tengo.

    —¿En efectivo?

    —¡Sí, sí, lo tengo!

    — ¿Y dónde quieres que te la entreguen?

    Jack dio el nombre del motel, el número de la habitación y la dirección.

    —Estaremos allí en una hora.

    —¿Cómo se llama?

    La llamada se corta. El hombre de la cicatriz se queda inmóvil un momento, con el teléfono en la mano. Mira hacia afuera. El tiempo se detiene. La lluvia seguía cayendo con la misma intensidad, la calle estaba desierta y el motel parecía abandonado. —Bueno. Está hecho ... lo hice y ahora no puedo arrepentirme.

    Una imagen atroz golpeó su mente y lo derribó por completo, como si un rayo acabara de caer sobre él. Cayó contra el costado de la cabina, totalmente confundido. Cerró los ojos y apretó la mandíbula para ahuyentar lo que acababa de ver, pero no fue suficiente. Más imágenes aterradoras inundaron su mente. El rostro de una niña, con lágrimas en los ojos, el cabello largo y despeinado sobre la cara. Estaba totalmente asustada, indefensa, aterrorizada. Recibía una bofetada violenta en la cara, estaba magullada, atada, maltratada.

    Jack cayó de rodillas al suelo, con la cabeza entre las piernas, las manos en la nuca; le temblaba todo el cuerpo. —Perdóname ... Perdóname —susurró con un sollozo incontenible.

    Un ruido agudo le hizo temblar. El auricular del teléfono, colgando al final de la línea, comenzó a emitir un sonido estridente. El hombre se secó la nariz con el antebrazo, tomó el teléfono, se puso de pie y lo colocó sobre su base. Respiró hondo, con los hombros encogidos. Cerró los ojos por un momento e inhaló profundamente. Salió de la cabina con un control absoluto de sí mismo, tan tranquilo y amenazante como cuando entró hacía unos minutos.

    Madrugada de sábado, 4:26 a.m.

    La sargento detective France Bellefeuille intentaba acomodar el desorden en su oficina, una falta de orden que reflejaba a la perfección el estado de confusión que también reinaba en su cabeza, que era similar a un caos titánico que la llevaría irremediablemente a la demencia. Movió los papeles con el nombre, la dirección, y el número de teléfono de un hombre y los colocó encima de documentos con fotos de delincuentes sexuales, pedófilos, maníacos, pervertidos, y todo tipo de inadaptados.

    Frunció el ceño cuando notó el nombre de un hombre en una de las hojas. Jacques Pouliot. Cerró los ojos y comenzó a recorrer en su mente en busca de este hombre. ¿Salones d'Edgar? Puede ser. ¿El asesinato de la calle Canardière? Factible. ¿El pedófilo de Saint-Vallier? ¡Claro que no!

    Su celular sonó.

    —¡Bellefeuille!

    —France, habla Dulac. Tenemos un asesinato en un motel del Boulevard Hamel.

    —Ok, pero ¿por qué me llamas para eso? ¿Necesitas ayuda?

    —Sí, creo que gira en torno a la prostitución infantil y yo ...

    —¿Dónde?

    Le dio el nombre del motel.

    —¡Voy para allá!

    Bellefeuille colgó y tomó un sorbo del resto de su café frío, lo que le provocó un escalofrío desagradable. Apretó los dientes y miró su reloj. Dios santo, pensó. Ya son las cuatro y media. No voy a dormir esta noche.

    Ella miró su taza de café vacía. A pesar de su desagradable sabor, le hubiera gustado obtener un poco más de energía para terminar este día demente que la había lanzado a un remolino absoluto. Echó un rápido vistazo al desastre que reinaba en su oficina. ¿Cómo se las arreglaba para dirigirse, tanto profesional como personalmente? Sacudió la cabeza y decidió que lo demás podía esperar. Se puso la gabardina gris que descansaba en el respaldo de la silla y miró por última vez el nombre y el número de teléfono de Pouliot. Pouliot ...

    Caminaba con paso rápido, su cabello corto, ondulado y negro bailaba sobre sus musculosos hombros con cada paso. A pesar de sus treinta y tantos años, su cabello ya estaba encanecido, hecho que no le preocupaba mucho, un signo de estrés incesante y de un trabajo implacable. La oficina estaba desierta, o casi, solo Gendron seguía trabajando, quien se dio la vuelta a su paso. Hombres y mujeres se sentían atraídos inconscientemente por la oscura belleza de France Bellefeuille. Medía poco más de un metro cincuenta y cinco y pesaba alrededor de 53 kilos. Era una mujer sana a pesar de su estilo de vida. Practicaba yoga con regularidad y corría o nadaba cuando tenía tiempo. Esas piernas parecían troncos de árboles y podía levantar varias veces su peso. Sus colegas la apodaban amigablemente a sus espaldas la pantorrillas. Siempre vestía con sobriedad, ocultando a propósito las curvas de su cuerpo, lo cual impedía a los hombres imaginarla desnuda. Audaz y decidida, nunca rechazó un desafío.

    Cuando iba a tomar algo con sus colegas, nunca se dejaba intimidar, manipular o coquetear. Ponía en su lugar de inmediato a cualquiera que quisiera acercarse demasiado a ella. Nadie podía decir sin lugar a dudas su orientación sexual. Amante del gin tonic legendario, no bebía otra cosa. Difícil, como todo en su vida, sólo probaba ginebras aromatizadas y quebequenses y tonics ligeramente dulces. Si el bar ofrecía ginebra Saint-Laurent y tonic Feever-Tree, se sentía en las nubes.

    Salió de la estación de policía, subió a su auto, abrió la guantera y sacó una gorra roja descolorida con los colores de los Bucaneros de Tampa Bay que se ajustó bien sobre la cabeza. No le gustaba que la gente la mirara a los ojos, no quería mostrar su fragilidad. Arrancó el coche y salió a toda velocidad de la estación, un hábito que amaba hacer aunque no sabía por qué. Se dirigía al Boulevard Hamel en el distrito de Sainte-Foy.

    Un asesinato en un motel vinculado a la prostitución juvenil. ¡No era común! ¿Qué está pasando? Aceleró. Los neumáticos chillaron cuando se dio la vuelta hacia Hamel. ¿Pouliot? ¿Quien era él? ¡Un asesinato! Probablemente una chica joven. Le repugnaba cada vez más. Esperaba, por una sola vez, poder poner sus manos sobre uno de estos maniáticos... ¡La pasaría mal durante quince minutos! Ella golpeó el volante con el puño.

    ¿Un motel en Boulevard Hamel? No era la primera vez en esta área. Pero, ¿por qué la había matado? A menos que ella muriera porque el abuso hubiera sido excesivo. La idea le provocó náuseas. Sacó su celular del bolsillo interior de su impermeable y llamó a Dulac. —Estaré allí en dos minutos.

    Dejó caer el teléfono en el asiento del pasajero, donde había algunos vasos de café vacíos, envolturas de barras, una lata de bebida energética y varios periódicos. En el suelo había bolas de papel arrugadas, un par de lentes para sol, más vasos de café, un par de guantes y un osito de peluche.

    Se detuvo en un semáforo en alto. La lluvia seguía cayendo con persistencia, pero con mucha menos fuerza. Odiaba el Boulevard Hamel. Era lento, feo y sin encanto, como Gendron. El camino estaba desierto, el piso empapado por el aguacero mezclado con una tormenta eléctrica que había rugido durante la noche. Recordó los relámpagos y los truenos. Había visto la hora, ¡las tres y veinte! Estaba revisando el caso de Willy Jutra, un pedófilo reincidente a quien acababa de arrestar y encarcelar por tercera vez en los últimos cinco años. —Pedófilo reincidente —susurró. —¡Vaya pleonasmo! ¡Todos son unos cabrones!

    Mete la velocidad, hacer rechinar de nuevo los neumáticos y se pasa el alto. ¡Pouliot! El nombre seguía volviendo a atormentar su mente. Y Jutra ...

    ¡Maldito infeliz!

    Iba a la escena del asesinato de una joven que trabajaba en la red de prostitución juvenil. El mundo estaba cambiando, los modales cambiaban. ¿Cómo llegamos ahí? Evolución, ¿dónde estaba? En los viejos tiempos, los humanos se movían como todos los demás animales y se adaptaban a su entorno. Estaban evolucionando frente a su medio. Ahora estaban adaptando su ambiente a sus necesidades, destruyéndolo lentamente. ¡Evolución ... puras sandeces!

    Otro alto. La policía desacelera su vehículo, sin encender las luces intermitentes, sin detenerse por completo, y llega a la intersección, pasándose un semáforo más. Jacques Pouliot... Cerró los ojos un momento, sondeando en el abismo de su mente en busca de una respuesta en el torbellino embriagador de su cerebro. Recordó a Desbiens, su ex pareja ahora prejubilado, en una oficina firmando informes.

    —Bien... France, tienes demasiados asuntos en la cabeza. Algún día tendrás que dejar ir un poco, ¡de lo contrario te explotará la cabeza!

    Hizo una mueca, tenía una de esas migrañas, esos dolores de cabeza que la atormentaban cada vez con más frecuencia. Desbiens había sido una pareja extraordinaria, como un hermano mayor en el trabajo, un verdadero mentor. Él era todo lo contrario a ella y se complementaban a la perfección. Era racional, lógico, cartesiano y seguía de forma extraordinaria las pistas para resolver los crímenes. Si bien ella era totalmente creativa, espontánea, e indecisa siempre encontraba los medios más extravagantes. Desbiens... Jutra .. Pouliot... Dulac...

    —¡Dulac! —gritó.

    Se dio cuenta de que su colega estaba a un lado de la calle, haciéndole señas con la mano. Ella se iba a seguir de frente. Frenó y el coche zigzagueó por el pavimento empapado. Dio una vuelta en U en un santiamén y estacionó su vehículo en el estacionamiento del motel, justo al lado del de Dulac.

    Madrugada de sábado, 3:59 a.m.

    Un teléfono celular había estado vibrando durante unos momentos en la mesita de noche de un dormitorio bastante ordenado. El brazo de un hombre salió de las mantas y agarró el dispositivo. Luego, el resto de su cuerpo desnudo se sentó en el borde de la cama con dosel. Un resplandor de la ventana iluminó al joven, delineando a la perfección su sublime cuerpo. Su corto cabello rubio estaba despeinado, descuidado. Apretó la mandíbula y presionó la parte superior de la nariz con el pulgar y el índice. Le dolía el tabique.

    —Dulac.

    Apenas reconoció su voz, era ronca como la de un cantante de rock empinando el codo en el vodka. Las tres yardas de cerveza y la cantidad desconocida de Jagër Bomb que había consumido esa misma noche tenían algo que ver con ello. Quizá no, tal vez se debió al cigarrillo que se había fumado siendo que él no era fumador.

    —Jum, jum...

    Algo le raspó la garganta, proveniente de un abismo insondable.

    —Ya voy.

    El timbre de su voz se volvió más cálido y su intensidad aumentó.

    Se puso de pie con dificultad, la cabeza le daba vueltas. Cerró los ojos, pero inmediatamente los volvió a abrir, apoyándose en la mesita de noche. —Dios mío —susurró. Luego examinó con atención dónde estaba, en un intento por recuperar el sentido. Era la primera vez que veía esta habitación. Era bastante pequeña y escasamente amueblada. Al fondo del dormitorio, cerca del armario, había una pequeña cómoda de madera con tres cajones, uno de los cuales no estaba bien cerrado. Encima había un espejo giratorio, algunos sobres abiertos y dos toallitas limpias. En la mesita de noche de mimbre con una lámpara de noche sobre ella, estaba el paquete de condones abierto y vacío y un candelabro cuya vela acababa de consumirse por completo.

    Cerró los ojos por un momento, esta vez sin mareos, y vio el cuerpo desnudo de una mujer joven, iluminada por esa vela, sus pechos apuntando hacia el cielo, en dirección de él. Abrió los ojos y miró la cama con dosel de la que colgaban cortinas rojas y doradas. La chica todavía estaba allí, acurrucada en un grueso edredón verde de plumas de ganso. Solo su cabello largo y rizado sobresalía de las sábanas, trató de recordar su nombre, pero fue en vano. Fue visual, sin duda.

    Las paredes estaban pintadas de un amarillo cáscara de huevo muy pálido, en el que colgaba una reproducción de los Girasoles de Van Gogh. Justo al lado de la puerta cerrada, un negligé transparente colgado de un gancho presagiaba noches cálidas y sensuales. En otra pared, la de enfrente del armario, una ventana cuyas cortinas siempre estaban abiertas daba a la calle y un farol iluminaba discretamente la habitación.

    Dulac vio su reflejo en el cristal y la imagen de sí mismo le hizo darse cuenta de dónde estaba, cómo iba su velada y la llamada que acababa de recibir. Sacudió la cabeza y buscó su ropa en el suelo. Solo había un montón de ropa. Agarró sus bóxer y se los puso. Levantó una tanga de flores que se llevó a la nariz e inhaló el aroma. La ropa interior olía a sexo, toda la habitación estaba impregnada de ese olor libidinal, fruto de una velada sin inhibiciones. Él sonrió, luego lo puso de nuevo en el suelo sobre el sujetador a juego. Se puso sus jeans negros y colgó su teléfono en ellos. Luego se puso su playera blanca, tomó sus calcetines y zapatos y dejó allí los jeans azules de cintura baja y el suéter amarillo ajustado.

    Echó un último vistazo a la cama. ¿Anoté su número? No importaba. Solo quería tener sexo y lo había hecho. Y si quería hacerlo de nuevo, podía, con esta o con cualquier chica. ¿Cuál era la diferencia? Era tan fácil para él acabar en la cama de una chica. Su sonrisa socarrona, mirada sucia y misteriosa, cuerpo musculoso, aire angelical y su placa de policía. Estos eran los ingredientes esenciales para una vida sexual activa.

    Agarró el negligé colgado y lo olió. Vuelve a sonreír. Suavemente abrió la puerta, en silencio, y la cerró detrás de él. Se encontró en una oscuridad casi total. Su vista tardó un momento en adaptarse a su nuevo entorno. Estaba en un pasillo estrecho de paredes blancas y sin adornos. Miró a la derecha, una puerta entreabierta que conducía al baño. Decidió ir. Un tablón crujió cuando pasó y se congeló. En especial, no quería despertar a esta chica y tener que dar explicaciones, o incluso dejar su número allí.

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