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Sumando heridas
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Libro electrónico90 páginas1 hora

Sumando heridas

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Siguiendo la máxima de Tolstoi “Describe tu aldea y describirás el mundo”, estos cuentos, a través de una escritura directa y emotiva, nos transportan al Chile que está más allá de las grandes ciudades y, por ello, constituyen una invitación para aquellos que han olvidado, consciente o inconscientemente, a ese país que pervive, a pesar de la modernidad globalizada.

En ellos se muestra la vida como una odisea cotidiana, donde la pobreza, las injusticias, la falta de oportunidades, el machismo y la ignorancia, hacen del acto mismo de vivir, una lucha permanente que transforma a hombres y mujeres simples en héroes y antihéroes sin lustre, ni poemas épicos que cuenten sus cotidianas hazañas.

Así nos encontramos con hombres que emprenden viajes a destinos inciertos, imposibles de realizar o sin retorno, mujeres víctimas de la violencia y el desamparo y la frustración ante una vida que atrapa como una prisión.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 mar 2017
Sumando heridas

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    Sumando heridas - Carlos Miranda

    SUMANDO HERIDAS

    Autor: Carlos Miranda Rozas

    Editorial Forja

    General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile.

    Fonos: 56-2-24153230, 56-2-24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    Diseño y diagramación: Sergio Cruz

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Primera edición: diciembre de 2016.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: Nº 272872

    ISBN: Nº 978-956-338-304-1

    Batungue

    Antonio llevaba varios días sin un peso en los bolsillos, por eso cuando un amigo le contó que en Catemu estaban vendiendo espárragos baratos, los que podría revender a buen precio, se sintió entusiasmado y comenzó a pensar en la manera de llevar a cabo el negocio que podría sacarlo, al menos por un tiempo, de la crítica situación en que se encontraba. Pensó que no era tan difícil, solo había que conseguir un poco de dinero y un vehículo en el que transportar la mercadería, por lo que se encaminó contento hacia la casa de sus suegros en la que vivía de allegado con su mujer y su hija de tres años, junto a otras diez personas, entre hermanos de su mujer, sus esposas e hijos.

    Al llegar a casa le comentó a su cuñado Alejandro sobre el negocio, quien, dada su también precaria situación, se mostró dispuesto a ayudar con algo de dinero para poder así participar como socio en el negocio. Acordaron, entonces, ir al día siguiente a buscar la camioneta que tenía botada el padre de Alejandro, en una parcela ubicada a unos pocos kilómetros de la entrada norte de Santiago, cerca de la estación de Batuco. De esta forma matarían dos pájaros de un tiro, ya que traerían de vuelta la camioneta, lo que era vital para los negocios del suegro de Antonio, y con ella podrían también transportar los espárragos.

    Esa noche Antonio durmió tranquilo ante la perspectiva de negocio que se le abría, el primero en mucho tiempo, por lo que comenzó a proyectar su ejecución y llegó incluso a imaginar cómo gastar el dinero, antes de haberlo ganado. Lo primero que compraría sería algo para comer, ya que la idea de seguir comiendo las lentejas con que a su suegro le habían pagado unos fletes hacía ya un mes, no le agradaba para nada.

    A la mañana siguiente se levantaron aún de madrugada para tomar el primer tren ordinario a Santiago, y poder así regresar temprano con la camioneta e intentar comprar ese mismo día los espárragos.

    Los dos hombres llegaron corriendo a la estación de ferrocarriles de Llay-Llay, la que estaba, como siempre, repleta de gente que se dirigía en su mayoría a Valparaíso o a la capital por los más diversos motivos, por lo que era posible observar comerciantes con sus mercaderías, estudiantes de rostro somnoliento, campesinos cabizbajos de mirar cansado, funcionarios públicos vestidos de impecable terno y muchos otros tipos humanos que se confundían en una abigarrada mezcla dándole a la estación un aspecto de pequeña Babel.

    Alejandro hizo con paciencia la cola para comprar los boletos, sabía que el dinero que tenía le alcanzaba solo para llegar hasta Rungue, es decir, tres estaciones antes de su destino, pero esto no lo amilanó, ya que no era la primera vez que viajaba a destinos más lejanos que los que señalaba el boleto; contaba para ello con la magia de su mano que era capaz de cambiar con un simple lápiz de tinta negra el destino del boleto. Piropeó como era su costumbre a la niña que atendía la boletería y se retiró sonriente con los dos boletos de cartón.

    Ya en el andén, los socios convencieron a una de las venteras para que les fiara, hasta el otro día, dos sándwiches de jamón y palta que les sirvieron de desayuno. Estaban comiendo cuando el automotor asomó por el oeste su silueta tambaleante, acercándose a la estación, lo que generó que de inmediato toda la gente que se apretujaba en el andén se pusiera en movimiento, recogiendo maletas, canastos y otros utensilios, e intentando al mismo tiempo ganar una buena posición para subir al tren. Antonio, como siempre, se puso nervioso al divisar el automotor, no sabía por qué, pero lo cierto es que cada vez que veía venir hacia sí el tren, sentía una extraña sensación en el pecho que no se le calmaba hasta que el ferrocarril comenzaba la marcha.

    Luego de luchar con el mar de gente que se abalanzó sobre las puertas del tren, de tener que aguantar golpes de maletas voladoras y de niños escurridizos que subían prestos a ganar asientos para sus padres, de tener que escurrirse por entre gallinas, trenzas de ajos y cajones de cebollas, ambos hombres lograron subir al tren e incluso conseguir asientos.

    Se escuchó el pitazo y el automotor eléctrico comenzó a caminar lentamente, para ir alcanzando mayor velocidad, a medida que salía de la ciudad. Alejandro no tenía apuro, ya que sabía que el conductor no revisaría los boletos hasta pasada la estación de Enrique Meiggs, por lo que solo comenzó a realizar su artística falsificación cuando el tren empezó a encaramarse por la cuesta de Las Chilcas. Era difícil realizar la adulteración de los boletos entre tanto vaivén, pero Alejandro era ya un experto y su lápiz se deslizaba con destreza por sobre los escurridizos cartones.

    Antonio se encontraba cabeceando sobre la ventanilla cuando Alejandro, que se encontraba separado de él por un par de asientos, le extendió un boleto. Antonio se lo guardó rápido en el bolsillo de su chaqueta. Pese a que sabía de la destreza de Alejandro para adulterar los boletos, igual no se sentía tranquilo cuando viajaba de esta manera, y se ponía a sudar cada vez que el conductor pasaba junto a él, pensando que todo había sido descubierto y que tendría que soportar la vergüenza de ser bajado del tren delante de muchos llaillaínos que lo conocían. No pudo dormir más, por lo que se puso a observar el paisaje que iba dejando atrás el tren. La marcha era lenta, debido a lo empinado de la cuesta, por lo que los cactus y espinos que plagaban los cerros circundantes a la vía férrea, parecían ser siempre los mismos y se tenía una sensación de aparente inmovilidad.

    En la estación de Enrique Meiggs, que no era más que un caserío en el que había más cabras que personas, el automotor estuvo largo rato detenido, esperando que pasara, en sentido contrario, el expreso proveniente de Santiago y con destino a Valparaíso. Algunas personas se bajaron a estirar las

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