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Una vida encantadora: Doce cuentos de futuro
Una vida encantadora: Doce cuentos de futuro
Una vida encantadora: Doce cuentos de futuro
Libro electrónico116 páginas1 hora

Una vida encantadora: Doce cuentos de futuro

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Fulbert es plenamente feliz, el sistema le provee “una vida encantadora”. Sin embargo, la vida real sigue ahí, acechante, ineludible, y nada podrá evitar los imprevistos indeseados del destino.Fulbert es plenamente feliz, el sistema le provee “una vida encantadora”. Sin embargo, la vida real sigue ahí, acechante, ineludible, y nada podrá evitar los imprevistos indeseados del destino.
A través de doce cuentos, Alicia Fenieux nos invita a visitar un futuro en donde conviven hologramas y avatares con humanos de carne y hueso, la añoranza del pasado con la fascinación que ofrecen la tecnología o la ciencia, la realidad objetiva con los mundos ficticios. Es la cotidianeidad de los años venideros con sus dilemas íntimos, desconcertantes y también feroces; un futuro en el cual perdimos, entre otras cosas, la empatía, el contacto real con otro, la cercanía de la naturaleza.
Una vida encantadora. Doce cuentos de futuro, un libro que provoca risas y a la vez perturba.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 dic 2017
Una vida encantadora: Doce cuentos de futuro

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    He disfrutado mucho la lectura de estos doce cuentos, donde la autora nos habla de los efectos de la teconología en nuestras vidas en un futuro cercano. Unos relatos evocativos, irónicos y muy bien construidos.

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Una vida encantadora - Alicia Fenieux Campos

King

El bosque de Kai

Cuento distinguido en el concurso internacional Ángel Ganivet, Finlandia.

Le gustaba el atardecer. Era el momento en que solía ir a la playa, sentarse entre las rocas y tallar madera mientras un sol tibio le bañaba la piel.

Aquel día, cuando el ocaso ya se anunciaba con su tinte ocre, un rumor, quizá un presentimiento, lo hizo escudriñar en el horizonte. Desde el este, Remigio vio venir una enorme lancha. Se levantó de un salto, sorprendido; muy pocas veces llegaban hasta ahí embarcaciones desconocidas. Se arremangó los pantalones, entró al mar y con sus brazos de pescador ayudó a sacar el lanchón del agua hasta dejarlo en la orilla.

Apenas los tres visitantes desembarcaron, el aliento frío del recelo alertó a Remigio. La isla de Kai era ignorada por los navegantes. Nada había en ese islote pedregoso que justificara el riesgo de cruzar las hostiles corrientes del Pacífico Sur. Sin embargo, el modo en que lo saludaron, con un apretón firme de manos, lo hizo desplegar una sonrisa de dientes grandes y darles la bienvenida.

Los hombres tomaron un respiro, comentaron entre ellos la tranquilidad reinante y, luego, repusieron la atención en Remigio quien continuaba de pie junto al grupo intentando entrever el motivo de la visita.

–Dicen que hay un bosque nativo en la isla, un lugar realmente hermoso. ¿Es verdad? –preguntó uno de ellos.

Remigio asintió y en el instante, la chispa del contentamiento iluminó las caras de los recién llegados. Ese destello deshizo la desconfianza inicial y lo animó a hablarles del bosque. Les contó de las virtudes del boldo, del sabor de los piñones y de la vida centenaria de las araucarias. Esa pequeña reserva natural era el orgullo de los kainos. Cuando un día soleado lograba despabilarlos, iban de paseo a ese lugar umbroso y siempre fragante y se consideraban afortunados. Persuadido por el silencio con que escuchaban, Remigio invitó a los tres visitantes a conocer el bosque; el grupo lo siguió encantado hacia la parte más alta de la isla.

Remigio era uno de los pocos jóvenes que permanecía en Kai por decisión propia. A sus veintidós años tenía la libertad de la inexperiencia y las ventajas de la adultez; podía hacer o no hacer lo que quisiera, según los ciclos de su propia naturaleza y del entorno. Él amaba ese entorno. Cada vez que iba al continente, la añoranza le hacía la vida imposible. Añoranza del olor del mar y de los árboles, del canto de los pájaros y de los grillos, de la calma habitual en el pueblo y la furia del oleaje en el invierno. La nostalgia era un dolor anudado en el pecho que solo aflojaba a la hora de volver.

Pese a la pobreza y a las dificultades propias de una isla remota, a Remigio no le faltaba nada… y tenía a Teolinda, su mujer. Los unía un amor de amantes, novios desde la infancia, primos, amigos y vecinos que se crían juntos. Compartían, además, la misma complexión gruesa, los ojos oscuros e inocentes y una melena frondosa. Pero ella poseía una sagacidad y cierta determinación que escaseaban en Kai y que, sin duda, en Remigio no existían.

Aquel día de la visita, la única en advertir el riesgo de mostrar el bosque a unos extraños fue Teolinda.

–No eran malas personas –respondió Remigio–. ¿Por qué no traerlos para acá, a la parte más bonita de la isla?

Ambos descansaban contra la solidez rugosa de un gran eucalipto en la espesura de Kai, su refugio de amantes en las noches de verano.

–¿Y si vuelven? –Teolinda lo miró directo a los ojos.

–Es un parque protegido, no van a cortarlo. ¿Qué puede haber aquí que les interese?

A la semana siguiente los visitantes regresaron, esta vez, acompañados de una pareja de extranjeros. Ubicaron a Remigio, lo saludaron con alardes como si lo conocieran desde mucho antes y le pidieron que los guiara de nuevo al bosque. Al llegar, cada uno de ellos se acercó a un árbol y se abrazó al tronco. Estuvieron en silencio por varios segundos, con los ojos cerrados y la cara pegada a la corteza, mientras Remigio los observaba sin comprender. Amaba ese bosque, pero no le parecía que justificara tal embeleso.

Los afuerinos se desprendieron de los árboles lentamente, como si despertaran de un sueño. Regresaron a la caleta, subieron a la gran lancha y, al despedirse, prometieron volver. Remigio, aún desconcertado, los vio alejarse hacia la rompiente.

Comenzaron a llegar en grupos pequeños. Venían de las ciudades ribereñas del continente, frente a la isla. Descendían un tanto asustados por las olas y, tras reponerse del viaje, se dirigían al bosque acompañados de un guía. Al pasar por la aldea, saludaban a los vecinos. Ya entre araucarias, eucaliptus, canelos, peumos o arrayanes hacían siempre lo mismo: abrazar los troncos.

–¿Quiénes son esas personas que trajiste? –preguntó Remigio al dueño del último lanchón que había arribado a la isla.

El hombre bebía desde una lata de gaseosa mientras esperaba el retorno del grupo. Apoyó la espalda contra la proa de la embarcación y respondió con evidente ironía.

–¡Qué van a ser...! Turistas.

–¿Por qué se abrazan a los árboles?

El botero terminó la bebida y lanzó el envase hacia el depósito de basura instalado en la playa. Aquella tarde, debido al número de visitantes, el basurero rebosaba de latas vacías.

–¡Qué sé yo! Se puso de moda y punto. Y usted no sea leso… Aproveche que estos tipos traen plata.

El tráfico de embarcaciones siguió aumentando, tanto como el cargamento de turistas que conducían hasta Kai. Sobre los pedruscos de la playa, Remigio se ofrecía de anfitrión. Le gustaba sumarse a ese movimiento de personas siempre alegres. Sin proponérselo, como todo lo importante que había hecho en su vida, empezó a guiar a grupos hacia el bosque. Les mostraba aquellas singularidades que solo él conocía, les contaba la historia de Kai y siempre hallaba el momento para preguntar por qué abrazaban árboles. Transmiten la sabiduría de la Tierra. Es que ya no hay ejemplares tan viejos. Para sentir la energía de este lugar. Dicen que es sanador. Cada quien le explicaba algo distinto y al terminar, le daban una propina. Al cabo de dos meses Remigio tenía bajo su cama una bolsa de dinero, pocas oportunidades de darle uso y, en el ánimo, un malestar creciente e indefinido.

De forma espontánea, los habitantes de la isla comenzaron a salir de su aislamiento. Se asomaban por los lindes de las granjas familiares, perdían el recelo y satisfacían las pequeñas demandas de las visitas: Algo para tomar. ¿Habrá un baño cerca?. ¿Una cosita para comer?. Cuando el flujo de gente se hizo estable, hubo que levantar un muelle en la punta más protegida de la bahía.

Poco a poco, allí donde antes las gallinas picoteaban el suelo sin apuro mientras los viejos dormían la siesta en sillas de lona, fue emergiendo un comercio incipiente. Los padres de Remigio abrieron un negocio de comida casera y, pese a la manifiesta oposición de Teolinda, los suyos instalaron un quiosco de café en un costado de

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