Amor de clones
Por Alicia Fenieux
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Editorial Forja
Corresponde a una entretenida y ágil narrativa perteneciente al tecno-thriller que sostiene en todo momento un verosímil texto, con consistencia interna, que admite lecturas diversas y provocará más de una reflexión en los lectores. Recorre toda la novela un tono irónico, de humor fino, logrando su punto más alto en el juego virtual allí descrito, con niveles de crueldad que nos alertan sobre las tecnologías invasivas y auto-referentes hoy de moda.
Consejo Nacional de la Cultura y las Artes.
Premio Consejo Nacional del Libro y la Lectura.
Alicia Fenieux ha logrado desarrollar un amplio fresco distópico en que los rasgos e intensidades de nuestro mundo actual son proyectados en un espejo a la vez ideal y pesadillesco.
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Amor de clones - Alicia Fenieux
978-956-338-317-1
I
Kira despierta a media mañana en la frescura de sus sábanas de seda. La luz es tenue, los ventanales oscurecidos recrean la atmósfera de un atardecer. Apenas abre los ojos, siente el peso de las pestañas recién tupidas por la última fertilización folicular. Le gustan las pestañas densas con un leve tono azulado acentuando su mirada color miel. Se deja atrapar por los vestigios del sueño hasta que la sensación de algo pendiente la obliga a despejarse. El juego…
, dice en voz alta. Ah, y avisarle a Mel
. Las frases quedan al instante grabadas en su agenda personal.
Estira las piernas y aprovecha de repasar los contornos. Siguen firmes, suaves y bien delineados como los de una adolescente. Se pregunta en silencio cuál será el objetivo del próximo juego. El solo hecho de sentir la cercanía de un nuevo desafío le produce un estremecimiento. Se pone de pie. De inmediato se activan en el baño los dispositivos de la cápsula de radiación tonificante donde recibe sus tratamientos estéticos. Los ventanales cambian de opacos a transparentes y la pieza se llena de luz.
Justo antes de que Kira deje la habitación, la holografía de una mujer de edad imprecisa ilumina el espacio cóncavo de base oscura diseñado para recibir a las visitas virtuales. La imagen de Melina –de cuerpo entero y en tamaño natural– toma posesión del centro de la pieza y amansa la expresión dura, más bien arrogante, que habitualmente domina los ojos de Kira. Sonríe, se envuelve en una bata japonesa del siglo XX –a tono con su corta melena azulina– y dedica un tiempo a contemplar la belleza perfecta de la recién llegada. Mel es lindísima, exacta a Cuinsara, su madre genética: los pómulos altos realzan unos ojos almendrados y amarillos que recuerdan los de un tigre; la boca grande pintada de rojo intenso destaca la claridad y la impecable textura de la piel. El pelo rubio platinado cae en ondas sobre unos hombros de proporciones precisas. Si hubiese llegado de cuerpo presente, Melina seguiría siendo tan etérea y luminosa como ese holograma.
Kira se arma de valor y de inmediato plantea el asunto que aquella mañana le ha quitado el sueño:
–Haré un viaje, Mel –toma aire y desvía la vista hacia el ventanal–. Ya sabes, no puedo darte más información.
–¿Otro más? Uhmm… ya lo presentía. –Melina echa hacia atrás un mechón platinado y, con ese tono melindroso que imita el de Cuinsara y que disimula su molestia, retoma–: ¿Me dirás alguna vez qué es eso que escondes hace tanto tiempo?
Kira se concentra en las uñas de su mano izquierda. Pese a todo, nunca está preparada para esa conversación.
–Ese abrillantador de cutícula no se absorbe…
–No empieces, por favor –interrumpe Mel–. Kira, ya sabes que ninguna distancia va a separarnos. ¿A dónde vas y para qué?
Surge el silencio, el mismo que crece entre ellas cada vez que Kira anuncia una partida; el preámbulo de una discusión inevitable.
–Nada importante, algún día te contaré. Confía, no haré nada que vaya a avergonzarte o que nos ponga en riesgo.
–¡No es así! –la voz de Melina enronquece. Su mirada color ámbar se afila y despide destellos invisibles–. Puedo sentir el peligro cada vez que te vas. Si te pasa algo, también me pasa a mí. ¡¿Qué haces en tus viajes?!
Kira tiene la impresión de que el aura de la holografía se extiende por el dormitorio y la alcanza. Siente la presión. Niega con un leve movimiento de cabeza. Aunque quisiera, no puede hablar sobre el juego, sería una imprudencia. Levanta la vista, desafiante, y concluye.
–¡Tengo derecho a mi individualidad! ¡A vivir mi vida! –acentúa la última frase adelantando el mentón–. Volveré pronto… Y, ahora Mel, tendrás que irte. Es tarde.
Kira da la espalda a la imagen, entra en la cabina radiante y reanuda, de mala gana, sus rutinas estéticas. Por menores que sean, las discusiones entre ambas siempre afectan su ánimo. En realidad, cualquier desacuerdo con Mel deja en su alma una molestia indefinida, difícil de aplacar. Quiere a Melina de un modo indefinible tal como se ama a un ser idéntico, a una versión exacta, a la viva réplica de uno mismo. No importa si tienen estilos opuestos, si Mel usa el pelo platinado y Kira lo prefiere azul. A los treinta años siguen siendo tan reconocibles la una en la otra como un mismo actor que interpreta papeles distintos.
Kira y Melina Farsán son clones: copias gemelas creadas simultáneamente de tejidos donados por Cuinsara Farsán, la gran actriz de mediados del siglo XXI.
II
En su primera y segunda juventud, durante el preludio y plena consolidación de su fama, Cuinsara Farsán pensó en la maternidad como quien divaga sobre un viaje improbable. Sin duda la deformación de su cuerpo y los contratiempos de un embarazo habrían interrumpido la espiral de éxitos en la cual se entrelazaba con su público. Sin embargo, la única razón de su resistencia a tener hijos biológicos era de índole personal: ella nunca quiso ser madre. Si hubiese querido reproducirse de manera orgánica, la solución habría sido tan simple como arrendar un útero.
Cuinsara vivía para su estrellato. Tenía talento o, quizá, la rara habilidad de entender el lenguaje sutil de las cámaras. Se movía frente a ellas con total confianza y les daba lo que pedían: un guiño, un perfil, un tono de voz coqueto o suave o quejumbroso como maullido de gato, la inflexión precisa en el momento exacto, pasión, tristeza, plenitud… lo que exigiera la ocasión. Su carisma fluía, se desbordaba, colmaba las almas huecas de millones de espectadores. La actriz, a quien sus incondicionales llamaban Cuini para sentirla más cercana, levantaba un brazo hacia la multitud, sonreía y en ese acto desovaba miles y miles de nuevos admiradores. Todo el mundo la amaba. Además, poseía una belleza excepcional, uno de esos raros casos en que la perfección física es de origen. Aunque, claro, cuando decidió clonarse, ya muy poco de su esplendor seguía siendo natural.
Tenía ya sesenta y un años.
El día exacto de su decisión había despertado en su inmensa cama extraking, igual de agotada que la noche anterior. Le dolía la cabeza y el cansancio seguía pegado a sus huesos. Envejecía. Permaneció recostada por largo tiempo con la cara cubierta por un antifaz de drenaje mientras una angustia nueva y persistente iba apropiándose de su ánimo. El último fracaso amoroso con un hombre cuarenta años más joven la había obligado a entrever el páramo seco y solitario de su vejez. Lo cierto era que Cuinsara no toleraba por mucho tiempo la cercanía de sus amantes. Tampoco, la de amigos, familiares o asesores de confianza. Ella sabía –y sus conocidos lo comentaban a sus espaldas– que probablemente moriría entre mascotas clonadas a pedido y una camarilla de empleados tan descarados como indispensables.
Se quitó el antifaz y recorrió la habitación con la mirada; una familia completa podría vivir ahí. Por primera vez le pareció de una enormidad innecesaria. Ella misma había participado en el diseño de la mansión para asegurarse que fuese tan espaciosa como la había soñado. Quiero salas grandes de líneas simples donde quepa mi ego
, decía a los arquitectos en un ambiguo tono de broma. Había pedido que construyeran un búnker para vivir a resguardo del acoso. Una fachada hermética, pocos ventanales y cielos transparentes. Que solo pueda entrar la luz del sol
. Cuando aún era joven, su alma se explayaba en esa amplitud. Ahora, las pisadas hacían eco en los muros, los perros se perdían en las piezas y