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Conjura en la Sevilla imperial
Conjura en la Sevilla imperial
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Libro electrónico146 páginas2 horas

Conjura en la Sevilla imperial

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GANADOR DEL XXIV PREMIO DE NOVELA UNIVERSIDAD DE SEVILLA

Una audaz trama de intriga histórica sobre un atentado contra Carlos V.
Sevilla, centro de todo el orbe conocido desde la llegada a las Indias, se ha convertido además, desde 1526, en la capital imperial. Ha sido elegida como sede para consagrar el matrimonio de la persona más poderosa del mundo en esos momentos, el emperador Carlos V, con una de las mujeres —según se dice— más bellas del planeta, su prima Isabel de Portugal. Durante los días en que la Corte permanece en la ciudad hispalense, en medio de la confusión y una afluencia de gentes nunca vista, un niño, que sobrevive en los bajos fondos, descubre fortuitamente una conjura que puede cambiar el signo feliz de esas jornadas. Con su determinación e ingenio como únicas armas, este muchacho intentará evitar ese desastre. El encuentro con un gran hombre del momento, Hernando Colón, podría ser decisivo para lograr su valiente y arriesgado empeño.
Esta audaz novela en clave de intriga histórica, y en un tono dirigido a todas las edades, combina personajes reales y ficticios, y ofrece un ajustado contexto de verdadera historicidad, especialmente en el reflejo de la vida cotidiana de la Sevilla del siglo XVI, hasta hacernos vivir la cara más trepidante de unos hechos que pudieron haber sido reales…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 may 2019
ISBN9788494976063
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    Conjura en la Sevilla imperial - Jorge Arteaga Gómez

    Esta novela, Conjura en la Sevilla imperial, de Jorge Arteaga Gómez, resultó ganadora del XXIV CERTAMEN DE LETRAS HISPÁNICAS DE LA UNIVERSIDAD DE SEVILLA «RAFAEL DE CÓZAR» (AÑO 2018/19), en la modalidad de NOVELA, tras deliberación celebrada el día 28 de noviembre de 2018, en la sede del Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla (cicus), por un jurado presidido por Luis Méndez Rodríguez, director general de Cultura y Patrimonio de la US, y formado por Juan Bonilla Gago, Victoria León Varela y David González Romero, representando a El Paseo editorial.

    © Jorge Arteaga Gómez,

    2019

    © de esta edición:

    el paseo editorial, 2019

    www.elpaseoeditorial.com

    1.ª edición: mayo de 2019

    Diseño y preimpresión:

    el paseo editorial

    Cubiertas: Jesús Alés (www.sputnix.es)

    ePub: sputnix.es

    Corrección: Deculturas,

    s.c.a.

    Impresión y encuadernación: Gráficas La Paz

    i.s.b.n.

    978-84-949760-4-9

    depósito legal

    :

    Se

    -

    914-2019

    código bic

    : FA

    No se permite la reproducción, almacenamiento o transmisión total o parcial de este libro sin la autorización previa y por escrito del editor.Reservados todos los derechos.

    Impreso en España.

    Conjura en la Sevilla imperial

    el paseo| narrativa

    A todos los que se fueron,

    a todos los que están por llegar,

    a todos, sin distinción, en general.

    A la mayor gloria de la magnífica emperatriz

    del Sacro Imperio romano-germánico

    y reina de España,

    doña Isabel de Avís y Trastámara.

    A la memoria de mi buen amigo y excepcional persona,

    don Hernando Colón y Henríquez,

    hijo que fue del gran almirante de la Mar Océana

    don Cristóbal Colón.

    PRIMERA PARTE

    (o primera tentativa)

    CAPÍTULO I

    Dos viajeros portugueses

    Desde el descubrimiento del Nuevo Mundo y su posterior elección como cabecera del comercio indiano, Sevilla no había parado de crecer hasta transformarse, de facto, en la capital del recién creado Imperio hispánico. Además, durante los primeros días del año de Nuestro Señor de 1526, la ciudad se había convertido en un hervidero de gentes que, procedentes de los lugares más diversos, habían acudido para participar en la próxima celebración del enlace imperial entre Carlos y su prima carnal, la infanta Isabel de Portugal.

    Sevilla era una ciudad en permanente estado de agitación, pero en aquellos días parecía como si hubieran sacudido un avispero enorme, pues sus gentes habían entrado en una especie de delirio: todo el mundo parecía andar de aquí para allá más deprisa y nervioso de lo normal, la actividad comercial se había disparado y las posadas y tabernas estaban abarrotadas. Ciertamente, había razón para ello, ya que no todos los días se casa la persona más poderosa del mundo con la más hermosa doncella —según decían— de todo el orbe.

    Ese mismo año del enlace imperial yo era un mozo imberbe que contaba tan solo con doce años de edad y que acababa de llegar a Sevilla apenas unos meses antes, procedente del pequeño pueblo aljarafeño de Almensilla (fundado en época árabe, como muy bien indica su nombre). Mi padre era un humilde campesino que pasaba larguísimas jornadas labrando el pequeño trozo de tierra que había heredado de su familia, pero al que, a pesar de su absoluta dedicación, apenas conseguía arrancarle el sustento necesario para alimentarnos. Para mi desgracia, madre no tenía, pues la pobre, desde la niñez, siempre había sido muy delicada y tras mi nacimiento su estado de salud empeoró a pasos agigantados, hasta sucumbir al poco tiempo a causa de unas terribles fiebres. Según me explicó años después una vecina que había asistido a mi alumbramiento, el parto había resultado harto complicado, lo que provocó que el enfermizo cuerpo de mi adorada madre no pudiera superarlo.

    Debo decir que mi infortunio, que no hizo más que principiar con la muerte de mi querida madre, se acentuó de forma colosal cuando el bueno de mi padre decidió volver a contraer matrimonio con otra mujer; viuda como él, pero tan fea como el mismísimo demonio y, lo que era aún peor, con el carácter más agrio que un saco de limones. A la susodicha no le debí de caer en gracia, pues un día tras otro, noches incluidas, no fuera a ser que me acostumbrara a lo contrario, me hacía la existencia imposible, y se ocupaba únicamente de sus dos hijos, que había tenido en su matrimonio anterior, y que, por cierto, también me hacían la vida insoportable. De este modo, como era hijo único y nada de lo que dejaba atrás me ataba (excepción hecha de mi padre, pero él ya había vuelto a encauzar su vida), decidí un buen día buscarme el sustento por mi cuenta y, sin pensármelo demasiado, marché a la cercana ciudad de Sevilla.

    La tarde antes de emprender el camino, mi padre se sentó a mi vera para hablarme, y con la sobriedad acostumbrada, pero también con la experiencia que le daban los años vividos, me aconsejó que me comportara siempre con derechura, pues, según él, al pobre no le quedaba otra que, al menos, ser honrado. Además, me hizo prometer por lo más sagrado que nunca me convertiría en uno de los muchos golfillos, pícaros o rufianes que abarrotaban las calles de la ciudad que atraviesa el Guadalquivir. Yo le prometí, siguiendo el consejo del Todopoderoso, que siempre me ganaría el pan con el sudor de mi frente y que nunca caería en el mundo de la delincuencia, que, por cierto, era lo más fácil para un niño recién llegado a aquella ciudad populosa y despiadada. Asimismo, le juré por el recuerdo de mi santa madre (me hice incluso la señal de la cruz) que antes de verme envuelto en el mundo del hurto y del crimen, si las cosas no marchaban como yo esperaba, partiría de inmediato hacia las nuevas tierras descubiertas allende los mares para labrarme un porvenir más venturoso.

    La verdad es que tuve bastante buena estrella y no tardé demasiado tiempo en encontrar un trabajo con el que poder mantenerme. Primero acudí a los numerosos talleres artesanales que se hallaban repartidos por la ciudad para aprender el oficio correspondiente, pero todos contaban ya con, al menos, uno o dos aprendices. Por tanto, durante los primeros días de mi llegada tuve que dormir al raso en los portales que daban a las peligrosas calles sevillanas y alimentarme de la caridad que ofrecían las numerosas casas de beneficencia, repartidas a lo largo y a lo ancho de la gran urbe. Pero como el que la sigue la consigue y a terco no hay quien me gane, al cabo de unas semanas encontré trabajo en una de las muchas tabernas cercanas al puerto, en el popular barrio del Arenal.

    La taberna se llamaba El Laurel, aunque también se la conocía como la de Juan el Gordo, pues así se llamaba su dueño y en verdad que a carnes y grasa no había quien le ganara. La entrada a la taberna daba directamente a una gran explanada de arena (de ahí el nombre del barrio) que antecedía al famoso puerto sevillano, y desde su puerta se podían contemplar los numerosos puestos de comerciantes con mercaderías que iban y venían, de continuo, a las embarcaciones fondeadas en las tranquilas aguas del río Guadalquivir. Esta incesante actividad favorecía, sin duda, el negocio de mi amo Juan, pues dicha taberna se encontraba al lado de las Reales Atarazanas y era la más próxima al puerto, con lo que el trajín de gente era constante. A cualquier hora la taberna estaba abarrotada de calafates, pescadores, mercaderes, marinos y soldados, así como de viajeros que embarcaban de manera incesante para las Indias. Ya por la noche, se llenaba de truhanes, bribones, canallas, tahúres, pendencieros, contrabandistas, busconas y todo tipo de gente de mal vivir, ya que, aunque la taberna era el lugar preferido de reunión de gente de toda condición y pelaje, lo era sobre todo de la de más baja estofa. Además, no se debe pasar por alto que la taberna estaba casi pegada al célebre Compás de la Mancebía, emplazamiento bastante animado, especialmente cuando comenzaba a anochecer y despertaban las pasiones más bajas o más íntimas.

    Pero además de la cercanía al puerto, a los astilleros y al populoso burdel, lo cual la convertía en un lugar frecuente de paso, otra circunstancia fomentaba el renombre de la taberna, y era el vino de calidad y las buenas viandas que se servían. En cuanto al vino, se dispensaba un cazalla puro muy estimado entre los parroquianos, no como en el resto de tabernas, bodegones y mesones, en los que se vendía un vino cocido o mezclado. En lo que hacía a la comida, la fama se debía a Beatriz, la abnegada esposa de mi señor Juan, una bella mujer bastante más joven que él y que tenía una mano increíble para los guisos y los potajes, además de para el adobo, ya que no había, al menos en Sevilla, establecimiento que igualara el sabroso pescado adobado procedente del río que allí se consumía. De hecho, no había viajero que se preciase que, al pasar por la ciudad, no se acercara a degustar bien algunos de los guisos, bien el exquisito pescado adobado de la señora Beatriz. Sin ir más lejos, yo mismo podía dar fe de la fama en el buen yantar de la taberna, pues aunque no recibía ni un solo maravedí por el trabajo que hacía y siempre se me pagaba en especie (con comida y techo), la verdad es que me lo cobraba a base de bien: nunca dejaba ni una sola migaja en el plato, y cualquier cosa que se me pusiera por delante salida de las manos de mi señora Beatriz la devoraba con ansia, ya que a mí me sabía como el más exquisito manjar que se le pueda ofrecer a reyes y príncipes.

    Debo decir que en los escasos meses que llevaba trabajando en El Laurel me había acostumbrado bastante bien a mis quehaceres y desarrollaba las tareas con gran desenvoltura. También he de reconocer que el trabajo me gustaba, pues, aunque era agotador, se conocía a bastante gente y se llegaba a trabar, si no una auténtica amistad, sí cierta camaradería, sobre todo con la clientela habitual. En muy poco tiempo, entablé amistad con muchísimos mozos de carga y descarga del puerto, así como con pescadores, mercaderes y soldados. No obstante, de todos los individuos que conocí, el de lejos más interesante, sin lugar a dudas, era un tipo extraño y no muy agraciado, que no sé si acudía a El Laurel por el adobo o simplemente por la cercanía al puerto, pero lo cierto es que era un asiduo. Se llamaba don Hernando Colón y era el segundo hijo del gran almirante don Cristóbal Colón. Tenía un bigote largo y canoso, orejas grandes, frente arrugada y labios de pescado. Siempre lo atendía el mismísimo Juan el Gordo, pues un personaje de tamaña importancia merecía la más alta consideración. A fuerza de verme por allí trajinar, un día, no obstante, se sentó y no esperó a que mi dueño apareciera, sino que me pidió a mí una jarrita de vino.

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