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El Amigo Bill
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Libro electrónico177 páginas2 horas

El Amigo Bill

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¿Qué tan grande puede ser el amor de un perro? ... ¡ese debería ser el título correcto de la novela! ¿y cuánto se necesita progresar a nivel judicial para proteger los derechos de los animales, criaturas inteligentes que como los seres humanos tienen derecho de habitar en el planeta tierra? Bill es el verdadero protagonista de la historia de Gina y Peter, que tiene lugar entre Ischitella y Nueva York. Gina es una chica sencilla de un pequeño pueblo en el Gargano que en 2001 fue a América con los tíos que emigraron en los años 60. Allí conoce a Peter, un chico afgano en el barrio del Bronx que siempre trae en una canasta un cachorro rescatado algún tiempo  antes de una perrera y que se convierte en su amigo valioso e inseparable. Juntos, Gina y Peter, vivirán la extraordinaria belleza de Manhattan y los terribles momentos de terror que causarán su separación. ¿Será una separación final? ¿Peter murió bajo los escombros de las torres gemelas? Y Bill... ¿Qué pasó con su amigo Bill?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 nov 2018
ISBN9781547558544
El Amigo Bill

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    El Amigo Bill - laura zavatta

    20

    El amigo Bill

    laura zavatta

    ––––––––

    Traducido por Traduzioni Colombo 

    El amigo Bill

    Escrito por laura zavatta

    Copyright © 2018 laura zavatta

    Todos los derechos reservados

    Distribuido por Babelcube, Inc.

    www.babelcube.com

    Traducido por Traduzioni Colombo

    Babelcube Books y Babelcube son marcas registradas de Babelcube Inc.

    ––––––––

    ––––––––

    ... Las torres, tan familiares para ella,

    parecían dos gigantes parecido

    muerte que vomitaban llamas y humo

    negro...

    1

    Era una tarde de finales de verano, a mitad de septiembre. Una tarde gris, fría y sombría.

    Gina estaba sentada detrás del vidrio de la ventana de la cocina, con un brazo apoyado sobre el espaldar de la silla y la cabeza sobre el codo. Había apartado la cortina y miraba hacia afuera. No parecía cierto que hasta hace pocos días un calor terrible, sofocante, un aire ardiente había recorrido de arriba abajo también a Ischitella. Y en cambio ahí, en aquel pueblito enrocado sobre el Gardano, a 300 metros de altura o más, lejos del mar solo por pocos kilómetros, había hecho un calor terrible.

    Es casi octubre... Nada de aceitunas este año! - su padre se había quejado tan pronto se había levantado después de una pequeña siesta y haber dado un vistazo afuera. Tenía la voz ronca y asmática típica de un anciano que sufre de bronquitis crónica, pero su mirada era azul y clara, y el aspecto era bastante ágil.

    - ¡Qué brutt’ timp’!!

    - Tin’ semp’ da lagnart’ - le había contestado ella, Gina

    - Siempre tenía para lamentarse, su padre! Ahora estaba nervioso por la recogida de las aceitunas, que en ese año, por culpa de un insecto mortal y del mal tiempo, no habría sido buena.

    ¡Qué gilipollas! Su físico, bastante rígido, seco y juvenil, frente a sus 80 años, contrastaba con un estado de ánimo tendiendo al pesimismo. En la cabeza tenía casi todos los cabellos, de un color rubio pálido gracias al uso diario de un elixir que hacía que ella comprara, en la farmacia cercana. Cada vez estaba más quejumbroso e irritable. Desde hacía mucho tiempo el aire de la casa se había vuelto pesado, fúnebre. Y afuera, en lugar de brillar el sol, había un cielo igualmente pesado y gris, lleno de nubes oscuras, amenazantes de frío y tormenta. Las ventanas se empañaban detrás de las cortinitas floreadas de la cocina que su madre insistía en no cambiar.

    Ya habían superado los 40 años... ¡Su edad!

    Qué diablos, pensaba Gina, no podemos cambiar las piezas de nuestro cuerpo, pero al menos las cosas que nos rodean, esas sí! Los objetos viejos pueden desecharse y reemplazarse por cosas nuevas. Éste era un pensamiento fijo. Habría querido cambiar sus dientes. Malos, amarillos, feos, torcidos. Los dientes son la única parte del cuerpo que puede ser reemplazada y embellecida a gusto. Sin hacer daño, al contrario! Pero... ¡cual placer! Hay que tener un montón de dinero para poderlo hacer. Y ella no tenía ni una lira, o sea ni un euro.

    - Manc’ da nu dentist’ pozz’ iè – Se había lamentado Gina con su madre Carmela unos minutos antes. ¡Ni siquiera puedo ir a un dentista!

    - Y entonces... – respondió ella lanzando un suspiro que parecía el bramido de un elefante y levantando un brazo en señal de fastidio. Un brazo que se parecía a la aleta de una ballena. Carmela se estaba volviendo peligrosamente obesa. Dos piernas gordas e hinchadas como dos pelotas ovaladas, la cara que no se reconocía de tanto que se había ensanchado y se aplastaba en una redonda papada. Las tetotas hacían una sola cosa con la barriga y le impedían también de inclinarse y de moverse rápidamente.

    Y su hermana Anna, sentada en la mesa cuadrada de madera en la cocina, ¿Qué había replicado?

    - Lassa perd 'i dint' ... ¡Piensa en magnà!

    Olvida los dientes, y piensa en comer. Tenía debajo de la nariz una charola de pastelitos... el sobrado del almuerzo del domingo. Seis cannoli rellenos de requesón y fruta confitada y muchos pequeños pastelitos glaseados con chocolate. Se lo introducía en la boca uno tras otro sin preocuparse por las miles de calorías que estaba tragando. Ella también comenzaba a asumir el aspecto de un ballenato. Solo el cabello negro y bien alisado que cubría su cuello y le llegaba hasta los hombros la hacía parecer todavía una muchacha, como así era. Casi 15 años menor que ella. Pero la suya era una juventud arrojada al viento, ¡por lo que se veía!

    Gina, en cambio, de sí, de su apariencia, no tenía nada de qué quejarse. No era muy alta, pero tenía un fisiquito delgado y compacto, nada mal, y podía producir envidia a las chicas de 20 años. La nuca le quedaba un poco aplastada en los hombros, eso sí. Pero le había pedido a la peluquera que iba a la casa a lavar la cabeza de su madre de hacerle un corte de cabello como el de un muchachito. Ahora el cuello parecía más largo. ¡El truco funcionaba perfectamente! El verdadero problema era que no veía bien y debía usar anteojos con la montura muy voluminosa. Ella hubiera querido sustituirlos con una forma y una marca mejor, más liviana, preferiblemente luego de haber hecho una buena consulta oftalmológica, porque le parecía que la visión había disminuido otra vez. Todas cosas que, por el momento, no podía permitirse. Hay aire de carestía y una falta general de trabajo no solo en su pueblito, sino también en toda Italia.

    Gina volteó de nuevo la cabeza hacia el vidrio empañado para no ver el espectáculo de su madre y su hermana engordando, y comenzó a escribir, como solía hacer de niña, su nombre en la ventana, rayando el vapor con su dedo índice de la mano derecha. . Se producía una marca nítida y más oscura, aunque adornada con gotitas de agua. Gina, Jane, Ginetta, Luigia, Tarquinio ... Uff. Si durante mucho tiempo aun no sucedía nada, debía tomar una decisión e irse. Irse para siempre esta vez.

    Mientras observaba el camino descendente, que desde Via delle Mura donde estaba su casa giraba por entre las casitas blancas y bajas y se perdía en el horizonte azul del mar, le pareció de distinguir la figura de un hombre bastante joven que caminaba con incertidumbre mirando a su alrededor y tratando de orientarse esforzándose de leer los número cívicos de las casas medio descoloridas por el sol, por la lluvias y el tiempo. Una figura que le recordaba a alguien. Boh!

    De repente, un kilo de carne molida arrojado en el aceite caliente de una sartén grande fue a rostizarse en un sofrito de cebolla, apio y zanahoria que invadió sus narices. Su madre ya estaba poniendo la salsa para la cena en el fuego.

    - Madò ... es el cinco du pomerigg ', avast' magnà! Ecchecos'è!

    Gina protestó con su madre. Eran las cinco de la tarde. O sea, ¡había que comer! Pero su voz se elevó en vano ya que nadie en esa casa llena de penumbra parecía escucharla desde que, hace ya muchos años había regresado de América. Anna y Carmela le cantaban burlandose "tu vò fa l’americana, ma sì nata in Italy". Y era mejor guardar silencio, de lo contrario se habría prendido una de aquellas disputas infinitas e inútiles durante las cuales se desperdicia mucho aliento, la presión sanguínea sube, y una gran cantidad de la salud se pierde, de la manera más estúpida que pueda haber! Total, cada quien permanece con sus propias ideas.

    - ... Dentro de poco regresa Cristian, tu sobrino. Ù criatur à da magnà, después de pallon’!

    Su madre le recordaba que después de haber jugar pelota con sus amigos, Cristian, su sobrino, tendría que comer. En esa casa toda debían comer, no había paz para las pobres hornillas. Pero el niño era caprichoso, no quería para nada tragar esos platotes llenos que servía la abuela Carmela. Ah sí, Cristian, su sobrino ... El hijo de su hermano Antonio y su cuñada Jamila, una marroquí llegada a Italia en los años 90, contratada para recoger tomates en el terreno del tío Arturo, hermano de la madre. Antonio, que de vez en cuando iba a ayudar a su tío para ganarse algunos centavo, había conocido a Jamila en la cabaña donde se amontonaban las cajas de tomates y había un olor a salsa un poco podrida. Estaba vestida con un ajustado traje floreado y con un pequeño delantal atado en la cintura y se movía de aquí y para allá mientras acomodaba los tomates como en un baile sinuoso. El perdió inmediatamente la cabeza por la marroquí. La marroquí, por otro lado, no se hizo rogar mucho. Por el contrario, parecía dispuesta a ser cortejada. Antonio, como sucede un poco "con todos los hombres, creyó de haber enamorado esa bella extranjera un poco carnosa, pero sólo en los sitios adecuados, con ojos oscuros y luminosos, y los cabellos negros y rizados que sabían sueltos y largos de una bandana. En el fondo, él también era un buen tipo de hombre. El cuerpo seco y proporcionado, altura media, cabellos castaños ondulados, ojos marrones como mama Carmela. ¡Realmente hacían una buena pareja! Después de unos meses de amores clandestinos en medio de los campos del tío Arturo, que a menudo se ponía a corretearlos con un mazo en forma de tridente, porque los confundía con los ladrones que iban a robarle sus tomates esperando acostados en el suelo por entre las plantitas verdes punteadas de rojo, obligó a su madre, que para nada estaba de acuerdo, a permitir que entrara a la casa como una mujer de la limpieza.

    - ¡ I pulizie i faz’ megghie da sola! Había voceado Carmela. La limpieza la hago mejor sola, ¡Aseguraba!

    - Pero no, ya no es acussi (asi). Jamila ayudará también con papá. ¡Si stec’ facen vicchie! (Se están haciendo viejos)

    Para convencer a su madre, Antonio sugirió la idea de contratar a Jamila no solo para hacer algunas tareas domésticas, sino también para cuidar a su padre Fernando. ¡Estaba demasiado viejo y desaliñado para que ella lograra cuidarlo solo! Sufría de bronquitis asmática y los ataques de artritis reumatoide a menudo le impedían caminar. ¡Culpa del trabajo en los campos de olivas del compadre Ninetto, desempeñado durante 40 años como peón! Algunos días no lograba moverse solo, y debía ser ayudado, levantado, acompañado. Carmela estaba aumentando de peso como una barcaza a la deriva, y, a pesar de sus protestas, efectivamente se daba cuenta de que en realidad ya no lograba ni siquiera cuidarse ni a sí misma ni a la casa. Desde la mañana temprano empezaba a manipular kilos de comida, inmóvil frente a las hornillas, luego de haber obligado a Anna a limpiar la cocina y a Gina a comprar enormes cantidades de pasta, verduras, frutas y bocadillos. Cuando había ofertas especiales, ella le daba dinero para comprar también carne y pescado. Vivian todos con la pensión del viejo, como acostumbraban a llamar a Fernando, y con algunos centavos reunidos por Gina que de vez en cuando trabajaba por horas en una industria de conservas cercana a Ischitella para envasar pimentones, berenjenas, pepinos, calabacines y setas.

    Gina dio otra mirada hacia afuera. Del hombre que antes había visto ahora sólo vislumbraba la silueta de los hombros, porque se estaba dirigiendo hacia una escalerilla que llevaba a una casa más hundida con respecto a la calle. Mah! Le recordaba a alguien, no sabía bien a quién. Mientras tanto, en el lado opuesto de la calle, con un balón en la mano y barro en los pies, regresaba a casa Cristian. El chico de cabellos claros, con ojos azules, a pesar que la madre era marroquí, y flaco flaco a pesar de las toneladas de alimentos de la abuela Carmela, irrumpió en la casa antes de que Gina tuviera tiempo de moverse y evitar salpicaduras de agua sucia, sudor y barro.

    - ¡Cómo te desarreglaste, donde la tía!

    ¡Ahora habría ensuciado la casa y arrojado en el suelo en cualquier sitio un nuevo montón de ropa sucia que lavar! Pero no se le podía decir nada. ¡Regañarlo nunca! Había perdido ambos padres cuando era muy pequeño y sufría mucho por su ausencia. Sus fotos, los retratos de Antonio y Jamila, estaban enmarcados y colocados en una cómoda antigua a la vista de todos en el comedor contiguo a la cocina. Una vela blanca siempre estaba encendida ante sus caras sonrientes. Eran jóvenes y alegres cuando tomaron esa foto, en los 90, poco después del comienzo de su amor, antes de decidir casarse. Ella quería la ciudadanía italiana, y Antonio, que no podía decir que no, puso a su madre entre la espada

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