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El Capitán Agustín
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Libro electrónico419 páginas6 horas

El Capitán Agustín

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Este oficial de una revolucin, el Capitn Agustn Treviso, tom un rumbo equivocado. Aunque era invencible en el campo de batalla, no sabe que pronto encontrar su destino, su derrota final con una de estas hermosas y misteriosas mujeres de este bosque. Ante el poder de ellas, sus habilidades militares no le servirn de nada.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento16 jul 2013
ISBN9781463339357
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    El Capitán Agustín - Dionisio Treviño

    Copyright © 2013 por Dionisio Treviño.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2012917633

    ISBN:      Tapa Dura               978-1-4633-3936-4

                 Tapa Blanda             978-1-4633-3937-1

                 Libro Electrónico     978-1-4633-3935-7

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 27/06/2013

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    1663 Liberty Drive

    Suite 200

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    Fax: 01.812.355.1576

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    421639

    ÍNDICE

    CAPÍTULO 1

    CAPÍTULO 2

    CAPÍTULO 3

    CAPÍTULO 4

    CAPÍTULO 5

    CAPÍTULO 6

    CAPÍTULO 7

    CAPÍTULO 8

    CAPÍTULO 9

    CAPÍTULO 10

    CAPÍTULO 11

    CAPÍTULO 12

    CAPÍTULO 13

    CAPÍTULO 14

    NOTA DEL AUTOR

    La derrota

    Otros celebren guerras y batallas

    Yo solo puedo hablar de mi desventura

    No me vencieron los ejércitos

    Fui derrotado por tus ojos

    Alceo (c. 600 a C)

    Doble trabajo

    Soy soldado

    Y un experto en la amable poesía

    Arquiloco (c. 640 aC)

    Fatalidad

    La muerte alcanza incluso

    Al que evita el combate.

    Simonides ( 565 -467 aC)

    CAPÍTULO 1

    LA MUERTE DEL GENERAL FELIPE ÁNGELES

    26 DE NOVIEMBRE DE 1919

    Esta es la penitenciaría del Estado de Chihuahua. Son las seis de la mañana, y en una de las celdas de este lugar se encuentra prisionero un hombre valiente que no teme a la muerte. Su nombre es General Felipe Ángeles. Él jugó su última carta y perdió, pero sabe perder como los hombres de verdad. El General Ángeles fue asesor militar del General Francisco Villa en la División del Norte, un ejército revolucionario que derrotó al Ejército Federal de Victoriano Huerta en muchas batallas, pero ahora está en desgracia con su ejército disperso y derrotado. Ángeles ha sido condenado a muerte por un tribunal militar Carrancista. Sopla un viento helado fuera del recinto que mueve hacia la derecha toda la maleza que hay alrededor de ese lugar. No es un día bonito para morir.

    La prisión es una estructura con grandes murallas de hormigón de diez metros de altura, con dos centinelas en la entrada principal y cuatro torres de vigilancia que flanquean el lugar con una ametralladora y dos centinelas en cada una de ellas. También hay dos centinelas en cada lado que recorren todo el perímetro de un lado al otro. Uno de ellos empieza por la izquierda mientras, que el otro lo hace por la derecha. Ambos se encuentran a mitad del rondín y, tras un breve saludo, siguen adelante si no hay nada importante que reportar.

    De repente, suena el clarín llamando a formación, En mitad del patio, se encuentra un hombre, es un oficial del ejército. En su kepí, pueden verse las tres barras doradas que le identifican como capitán. Tiene aproximadamente treinta años de edad, es alto y delgado, con un pequeño bigote, y tiene grandes ojeras alrededor de sus ojos. ¿Será por las desveladas o por tanto licor? Sus botas se ven bien boleadas y lustrosas, su uniforme está muy limpio y bien planchado. Es el Capitán Eusebio García. Este oficial se acerca a un grupo de soldados que acaba de formar y les dice:

    –¡Pelotón, firmes!

    Se escucha el taconeo de las botas cuando todos se cuadran para saludarlo y se ponen firmes, tras lo que el capitán dice:

    –Escuchen esto y sigan mis instrucciones al pie de la letra. Hay un prisionero al que vamos a fusilar pronto, tengan sus armas listas.

    Cuando el capitán termina de hablar, se encamina a una oficina que está cerca de la entrada de la prisión en la que se encuentra un general que muestra al capitán las órdenes legales para la ejecución firmadas por el mismísimo Venustiano Carranza, jefe del Ejército Constitucionalista. Este general es un enviado especial de Carranza, y trae su propio destacamento de soldados por si el oficial se resiste a llevar a cabo la ejecución. En las filas de este ejército se encuentran muchos oficiales que habían estado en la División del Norte, pero cuando esta se disolvió, el General Álvaro Obregón incorporó a muchos de ellos en esta milicia, aunque no se sabía si este oficial había estado en la División del Norte.

    El Capitán Eusebio García regresa con los documentos legales, no hay manera de anularlos. Dirigiéndose al pelotón, ordena:

    –¡Pelotón! ¡De frente! ¡Marchen, ya!

    Todos empiezan a marchar, las botas de los soldados suenan al unísono, todos marchan con gran precisión. Estos soldados son hombres jóvenes de 18 a 20 años de edad que tal vez sea la primera vez que van a matar a alguien; van a saber lo que se siente al matar a un ser humano. Algunos de ellos se miran nerviosos. Finalmente, llegan donde está el prisionero que van a fusilar; tras él hay una pared que está llena de agujeros de bala. El Capitán García ordena a sus soldados:

    –¡Pelotón! ¡Alto! ¡Vuelta a la derecha! ¡Firmes!

    Después, se dirige hacia Ángeles y le pregunta:

    –Felipe ¿tienes algo que pedir o que decir?

    Felipe le mira y contesta:

    –Capitán, solo quiero decirle esto, yo no tengo miedo a la muerte porque todos estamos condenados a morir cuando venimos a este mundo. La única diferencia entre ustedes y mi persona es que yo sé cuándo voy a hacerlo. Ustedes no saben cuándo llegará la muerte a por ustedes, pero eso sí, una cosa sí es segura, nadie puede escapar de ella. A mí ya me llegó la hora, pero no importa, yo ya escribí la historia, mi patria me recordará ahora y siempre. Mi muerte no podrá borrar lo que yo, junto con mi General Francisco Villa, Zapata y muchos otros más, hicimos posible: el triunfo de la Revolución Mexicana. Mi nombre y el de ellos será inspiración para futuros héroes.

    El capitán se queda pensativo por un instante. Tal vez, lo que ha dicho el General Felipe Ángeles le ha afectado emocionalmente, pero no dice nada. Únicamente, da media vuelta y se aleja de Ángeles.

    El Capitán Eusebio se detiene a un lado del pelotón de fusilamiento para dirigir la ejecución. Todos los soldados están en posición de firmes. Él les ordena:

    –¡Pelotón! ¡Preparen armas! ¡Posición de tirador! ¡Apunten!

    El pelotón solo espera la orden de disparar, pero el capitán titubea por unos segundos. Finalmente, se escucha la palabra:

    –¡Fuego!

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    Inmediatamente después, se oye la descarga de los fusiles al enviar su mensaje de muerte. Felipe recibe el impacto de las balas en su cuerpo, algunas golpean en su pecho, otras en el estómago, y otras en su brazo izquierdo. Grandes chorros de sangre brotan de sus heridas. Cae al suelo como fulminado por un rayo, pero antes de quedar abatido, Felipe alcanza a ver a una mujer vestida de blanco a unos cinco metros de distancia de donde él está. El capitán llega hasta donde Felipe yace y le dice:

    –General Ángeles, yo creo que este era tu destino y no había manera de cambiarlo. Siento mucho lo que he tenido que hacer, porque yo también soy revolucionario. Espero que llegue el día en que nosotros, los mexicanos, ya no nos matemos los unos a los otros.

    Tras decir estas palabras, desenfunda su pistola, apunta a la cabeza de Felipe y le da el tiro de gracia. Después, antes de retirarse, el capitán vuelve a dirigirse a él:

    –Ángeles, perdóname por lo que he tenido que hacer.

    Finalmente, se retira dejando a Felipe en manos de la muerte, pero algún tiempo después Felipe siente que vuelve en sí. Se levanta y mira a su alrededor. Ya no está en el patio de esa horrible prisión, ahora se encuentra en medio de un extraño bosque. Es de noche, y hay pinos y otros árboles grandes y frondosos. También hay flores y arbustos, pero no se oye el ruido de ningún animal nocturno. Ni siquiera el canto de los grillos; solo silencio. Es un bosque algo raro, y le rodea una extraña niebla. De repente, se oye una voz de mujer que le llama por su nombre, una voz que parece venir del más allá y que le habla en un lenguaje extraño que, sin embargo, él puede entender.

    –Felipe, permanece donde estás, que pronto estaré contigo.

    Algunos minutos más tarde, la voz se oye de nuevo y le dice:

    –Ángeles, voltéate a tu izquierda.

    Él obedece, y puede ver a unos veinte metros de distancia a una hermosa mujer con vestido blanco y sandalias.

    Alta, morena, con hermoso rostro, ojos y pelo negro, de unos veinte años de edad, con una mirada misteriosa que haría pensar a cualquier hombre que ella no es de este mundo o que se trata de una diosa por su belleza. Se acerca a él lentamente. No parece caminar, más bien es como si volara sobre el suelo, como si sus pies no lo tocaran, aunque no alcanzan a verse completamente por la niebla que lo cubre. Cuando está a un metro de distancia, le habla con una dulce y hermosa voz:

    –Felipe, acércate un poco más. Quiero decirte algo.

    Ángeles se aproxima a ella, la mira con admiración y curiosidad, y le pregunta:

    –¿Quién eres tú, mujer? ¿Eres un ángel enviado del cielo? ¿Eres, acaso, una musa o ninfa que vive en los bosques? ¿O eres la muerte que viene a recibirme en este mundo? Todo esto es muy extraño para mí, pero mi mente está lista para aceptar el hecho de que ya no estoy en el mundo de los mortales. Dime, hermosa mujer, ¿dónde estamos? Yo nunca he visto a una mujer tan hermosa como tú y mira que soy hombre de mundo, he conocido y amado a muchas mujeres hermosas en mi vida.

    Ella le mira con una profunda y sentimental mirada y le contesta:

    –Felipe, tú eres un hombre de alma limpia y pura, siempre has sido justo y compasivo, nunca te has manchado las manos con sangre inocente ni has cometido injusticias o atropellos. Eres un hombre valiente que ha sufrido mucho por una causa justa. Yo he ido a tu mundo para observar la revolución de tu país, y he escuchado lo que la gente del pueblo dice de ti y de otros que hicieron esa revolución. Es muy triste ver ahora cómo esos hombres se están matando los unos a los otros. Algunos lo hacen por ambición de poder y riqueza, y solo unos pocos han permanecido fieles a ella; tú eres uno de ellos. También he oído lo que muchas mujeres dicen de ti y de otros hombres de la revolución. Para ellas, tú eres un gran héroe, eres un hombre valiente que, junto al General Villa, combatió y sacrificó todo para mejorar la vida de sus semejantes. Esas mujeres solo desean poder abrazarte algún día y darte un beso para poder expresar el cariño que sienten por ti. Felipe, yo también soy mujer y siento lo mismo que ellas. Quiero que me abraces y que me des un beso, sería muy feliz si lo hicieras.

    Ángeles se acerca a ella y la mira. Apenas puede creer lo que ella le ha pedido, pero la manera en que le mira le dice que es cierto. Nunca, en toda su vida, ha visto a una mujer tan perfecta de cara y cuerpo. Más bien, parece una diosa, y podría ser el sueño de muchos hombres. Finalmente, Ángeles se acerca a ella, la toma de la cintura y la besa. Es un beso que parece eterno, es el nirvana y el éxtasis para Felipe, una experiencia fuera de este mundo. Quizá Ángeles ha sido el primer hombre mortal que ha besado a una diosa. Después, ambos caminan por un pequeño sendero en medio del bosque. A lo lejos, se divisa una estructura que parece un templo de color blanco y que está a unos cinco kilómetros de distancia. Felipe quiere preguntarle muchas cosas acerca de este mundo, pero no sabe cómo. La mira por un minuto con mirada interrogante, pero ella no dice nada. Después de unos minutos, ella rompe su silencio y le dice:

    –Felipe, tú no tienes que preguntarme nada, yo sé lo que quieres saber. Yo me llamo Sofía, y soy la que reino en este mundo. Las leyes físicas de este mundo son muy diferentes a las del tuyo. Aquí, yo tengo poderes que nadie tiene. Felipe, tú tienes un lugar muy especial en este mundo, los hombres que han sido grandes héroes y han hecho cosas buenas para la humanidad son las únicas personas que pueden venir aquí, aunque también hay hombres de ciencia, intelectuales y grandes filósofos.

    Tú no tienes que regresar a la nada, que es donde muchos mortales van a dar, yo fui a tu mundo y te rescaté de las garras de la muerte. Aquí tengo poder de vida y de muerte, puedo crear lo que sea de la nada y puedo ver el futuro. A veces, voy a tu mundo y me pongo en contacto con ciertas personas para decirles cómo hacer un futuro nuevo. Yo fui quien dio la inspiración y las palabras que puso Francisco I. Madero en un manifiesto llamando a la revolución. Lo hice cuando él estaba en una sesión espiritista, entré en su mente y él escribió esas palabras que después se hicieron realidad. También le dije que pronto se convertiría en el presidente de México. Suelo ponerme en contacto con personas para contarles acontecimientos o desastres que van a suceder, pero solo lo hacemos con personas que son de alma pura y limpia, como él y como tú. Ese hombre que ordenó tu muerte va a morir de la misma manera, acribillado a balazos dentro de seis meses. Jamás debió haberlo hecho, y también ordenó la muerte de Zapata.

    Sofía le toma de la mano suavemente y se despide:

    –Felipe, hasta aquí te acompaño. Tal vez tu mujer llegue pronto. Recuerda que tienes todo el tiempo del mundo.

    Repentinamente, la niebla se hace más espesa y Sofía desaparece en medio de ella.

    CAPÍTULO 2

    EL SARGENTO AGUSTÍN TREVISO

    20 DE SEPTIEMBRE DE 1913

    Es un sábado por la mañana y Agustín es sargento en la División del Norte del General Francisco Villa. Con treinta hombres bajo su mando, llega al pueblo El Vergel, entran en la iglesia y le piden al padre fondos para la causa revolucionaria. El párroco les dice:

    –Lo siento, muchachos, pero no puedo ayudarles con nada, ustedes ya saben cuál es la posición de la Iglesia Católica en este conflicto.

    –Padre –le contesta Agustín–, yo sé que usted es una persona con educación. Déjeme mencionarle esto, creo que usted ha leído la historia de la mitología griega del Hades, que es el lugar que ustedes llaman el infierno. Allí están los que pelearon por una mala causa, y también los que se hicieron ricos y nunca dieron nada de lo que tenían a los demás. Este es el grupo más numeroso, el de los que vendieron a su patria por oro, los que abandonaron a su esposa para casarse con otra mujer y los que subvirtieron las leyes del país diciendo una cosa hoy y haciendo otra mañana. Por esa razón, yo lo pensé muy bien antes de unirme a la revolución, porque no quiero ir a ese lugar del Hades. Sé que este movimiento va a liberar a mucha gente de la esclavitud en la que viven, porque el gobierno corrupto permite hacerlo a los hacendados. Es algo parecido a lo que el presidente Abraham Lincoln hizo cuando abolió la esclavitud en Estados Unidos. Estoy seguro de que esta es una buena causa. Padre, ¿está usted seguro de la suya? Acuérdese de que puede ir a dar a ese lugar del Hades si está equivocado. ¿Se acuerda cuando nos decían que nos arrepintiéramos de nuestros pecados? Ahora les toca a ustedes arrepentirse de los suyos, y tenga por seguro que si va a ir al cielo porque Dios le está viendo, hágalo por su propia voluntad. Nosotros no queremos perjudicarle, yo sé que usted guarda el dinero de varios hacendados. Tome una parte para los gastos de su iglesia y entrégueme el resto para la causa de la revolución. Podríamos llamarlo un acto de arrepentimiento por su parte.

    –Está bien –contesta el padre Hermenegildo–, usted me ha persuadido con sus palabras. Reconozco que estábamos equivocados al tratar de evitar que el pueblo se uniera a la revolución. Aunque no nos gusta la violencia, no crean que todos nosotros nos oponemos a la revolución, somos muchos los que nos dimos cuenta de las injusticias y de los abusos que los hacendados cometían con ustedes. Muchos de nosotros también criticamos este tipo de abusos. El problema está con las autoridades eclesiásticas, que están muy por encima de nosotros. Ellos trataron de convencernos de que las cosas iban a cambiar, pero si no hubiera sido por ustedes, tal vez nada habría cambiado. Esperábamos que este cambio se hubiera hecho de manera pacífica, con elecciones democráticas, pero con la muerte del Señor Presidente Francisco I Madero fue cuando empecé a tener dudas de que el cambio pudiera lograrse de manera pacífica. Además, sé que el primer caudillo de la independencia en México fue un padre de nuestra iglesia, el padre Miguel Hidalgo. Si él tuvo que pelear usando la violencia fue porque no había otro camino. Tal vez en esto estén ustedes en lo cierto, espero no equivocarme con esto que voy a hacer, pues tengo miedo de ir al infierno o al Hades que usted menciona.

    –No se apure, padre –responde el Sargento Agustín–. Si estamos equivocados con lo que estamos haciendo, allí nos tendrá de compañeros.

    El cura entró en la sacristía. En el suelo había unas piezas de loza que no parecían sueltas, pero él las levantó fácilmente. Después, retiró una tabla que cubría un agujero de 30 centímetros de ancho y otros 30 de profundidad. Allí había dos costales llenos de monedas de oro. Don Hermenegildo vació un tercio de uno de los costales, y entregó el resto al capitán.

    –Gracias, padre –le dijo Agustín–, el pueblo de México y Dios se lo tomarán en cuenta.

    Algunos minutos después, el Sargento Agustín y sus soldados salieron del pueblo.

    15 de enero de 1914

    El ahora Teniente Agustín, después de ser ascendido, va con sus treinta hombres rumbo a Saltillo para unirse al grueso de las tropas de la División del Norte, a unos diez kilómetros de allí. En el camino, se encuentran a dos soldados federales que portan una bandera blanca de tregua.

    –No saquen sus armas, vamos a ver qué es lo que quieren estos federales –dice Agustín dirigiéndose a sus hombres.

    Los soldados son muchachos de unos 25 años de edad, cansados, desesperados y con miedo. Uno de ellos se aproxima a Agustín y le dice:

    –Teniente, venimos a unirnos a ustedes, uno de nuestros oficiales nos envió para darles a conocer nuestras intenciones.

    –¿Cuántos son ustedes? –pregunta Agustín.

    –Nosotros somos doscientos hombres –responde el federal–, yo creo que hay otros destacamentos federales que también quieren unirse a ustedes, pero solamente los oficiales que nos enviaron saben dónde están esos otros grupos.

    –Vayan y díganles que se vengan con nosotros para llevarlos a nuestras líneas sin que les disparen los otros grupos de revolucionarios que andan por allí –les dice Agustín–. Dos de mis hombres van a cabalgar de regreso con ustedes. Nosotros les esperamos aquí –dirigiéndose al soldado Remigio y al cabo Martínez, les ordena–: Ustedes dos acompáñenlos para que hablen con sus superiores, díganles que no carguen esa bandera de regreso, porque si se topan con una columna federal, les podrían tomar por desertores y los matarían allí mismo. Como quiera que sea, tengan mucho cuidado.

    Los dos soldados federales parten con los oficiales del teniente, y uno de los soldados le pregunta a Agustín:

    –Teniente, ¿no cree usted que esto podría ser una trampa? Nosotros solo somos treinta y ellos son doscientos

    –Varios de ustedes van a ir a recibirles antes de que lleguen hasta donde estamos –le contesta Agustín–. Díganles que saquen las balas de sus fusiles y que los carguen con el brazo izquierdo, nosotros vamos a cabalgar a su lado y vamos a observarles todo el tiempo.

    Treinta minutos después, los soldados federales regresan con su destacamento. El cabo y el sargento revolucionarios van al frente de la columna. Una vez llegan con los hombres del sargento, estos se colocan a la derecha y a la izquierda de la columna para custodiarlos. La columna federal descarga sus fusiles de balas y los carga en el brazo izquierdo.

    Agustín envía a varios de sus hombres por delante para que avisen a los otros destacamentos revolucionarios de que estos soldados federales se han unidos a ellos, que no les disparen.

    Cuando pasan frente a un destacamento revolucionario, todos los soldados revolucionarios les aclaman y les dicen:

    –¡Bienvenidos a las filas de la revolución, hermanos, de parte de mi General Francisco Villa!

    Los otros oficiales revolucionarios preguntan al Teniente Federal Manuel Muñoz dónde están los otros destacamentos federales que se quieren unir a la revolución. Agustín hace lo propio con varios de estos oficiales y soldados, quiere saber por qué no desean seguir de federales. Algunos le responden que lo hacen porque fueron reclutados por medio de la leva. Otros, porque sabían que estaban perdiendo batalla tras batalla. Sus oficiales son crueles e incompetentes, y amenazaban con matarles por cualquier cosa. Este es un ejército completamente desmoralizado y sin voluntad de pelear.

    CAPÍTULO 3

    EL SARGENTO AGUSTÍN TREVISO

    10 DE AGOSTO DE 1913

    Esta es la hacienda de nombre «Hipólito». Es un latifundio que estaba en manos de una familia de apellido Gutiérrez, y se encontraba en el estado de Chihuahua. Esta familia tenía la mala fama de tener a sus peones en estado de esclavitud, siempre endeudados con el patrón. No les pagaban con dinero, sino con fichas que solo valían en la tienda de raya, donde todo era más caro que en cualquier otro sitio. Estas personas tenían sus guardias blancas, que eran las que a veces salían a perseguir a los peones que se escapaban de la hacienda sin pagar lo que le debían al patrón. Como escarmiento al peón que hacía esto, le condenaban a un castigo de 20 a 50 latigazos frente a los otros peones para que estos vieran lo que les iba a pasar si hacían lo mismo. Si volvía a escaparse y volvían a agarrarle, lo más probable sería que le enrolaran en el ejército, o incluso que le colgaran de cualquier árbol a un lado del camino como advertencia para los demás. Estos hacendados eran señores de horca y cuchillo, y fue una de las causas por las que estalló la revolución en México. Quienes trabajaban en estos lugares eran más bien esclavos.

    El sargento Agustín llegó con sus hombres para tomar ese lugar a como diera lugar por órdenes del mismísimo general Francisco Villa. Aunque solo eran 50 hombres para esa misión, atacaron a las doce del mediodía y tomaron aquel sitio después de una hora de combates. Los defensores del lugar se rindieron rápidamente; de los 15, murieron 10 guardias en el enfrentamiento armado con la tropa del sargento Agustín. Los soldados revolucionarios, por su parte, solo tuvieron 3 muertos y 5 heridos. Los peones de la hacienda le contaron a Agustín todos los crímenes que esta familia había cometido con sus trabajadores. Todos los hombres de esa familia fueron juzgados y condenados a morir fusilados, mientras que a las mujeres les dijeron que abandonaran el pueblo porque la gente del pueblo podría hacer justicia por su propia mano. A los guardias se les condenó a morir en la horca, pues los peones pidieron ese tipo de ejecución para ellos.

    Al día siguiente, fueron fusilados los miembros varones de la familia. Hipólito, el dueño de la hacienda, y sus cuatro hijos fueron pasados por las armas a las seis de la mañana por un pelotón de soldados dirigido por Agustín. Los guardias de los hacendados serían ejecutados al día siguiente. Según el testimonio de los peones, estos habían colgado a 20 peones por haber intentado escaparse de la hacienda. No habían cometido ningún delito más que el simple hecho de deber dinero al hacendado. Probablemente, ni siquiera se lo debían, porque esa pobre gente no sabía ni leer ni escribir.

    Agustín se sintió bien al saber que iban a hacer justicia a esa pobre gente que había sufrido injusticia y opresión a manos de aquella familia por muchos años.

    Al día siguiente, el sargento Agustín y sus hombres estaban bajo unos árboles, y tenían a los prisioneros con los lazos al cuello montados en sus caballos. Un golpe con un fuete al caballo y este arrancaría dejando al prisionero colgado, asfixiándose con el mecate alrededor de su cuello. Cinco prisioneros morirían de esta forma.

    Agustín les preguntó si tenían algo que decir antes de morir. Uno de ellos, de nombre José Quintanilla, le dijo:

    –Sargento, yo soy inocente de todos estos cargos, y nunca hice nada de lo que se me acusa. Yo dejé ir a muchos de los peones que se escaparon cuando les agarré. Sabía que todo lo que les hacían allí era injusto. Yo tengo mi conciencia como cualquier otro ser humano, y odiaba lo que los dueños de esta hacienda hacían con sus peones, pero yo estaba sometido a ellos. También quería irme, pero si lo hacía, los nuevos guardias que contratarían serían incluso peores que nosotros. Yo les dije a los peones que agarramos que se fueran a la «bola», y que no se olvidaran de nosotros si algún día llegaban a venir aquí a tomar esta hacienda o que se fueran a vivir a otro lugar para que no los agarraran otra vez, porque si volvían, entonces sí les iba a ir bien mal con el patrón. Muchos de ellos no están aquí porque se unieron a la revolución. Además, a nosotros no nos convenía matar a los peones, porque no queríamos que un día el patrón pudiese decir que él nunca había dado tal orden de esto y nos culpasen a nosotros de ello. Muchos de estos peones se fueron con Francisco Villa, y tal vez muchos murieron en batalla. Sí somos culpables de los castigos corporales, pero no de otra cosa. No había manera de evitarlos, porque los dueños estaban presentes. Esta es una de las razones por las que ninguno de ellos me defendió en el juicio que nos hicieron ustedes.

    En ese instante, llegaron dos hombres. Uno iba montado en un burro, mientras que el otro lo hacía en un caballo. Uno de ellos había declarado en el juicio contra ellos, el otro parecía ser un soldado revolucionario, pero nadie sabía quién era. Uno de ellos se acercó a Agustín y le dijo:

    –Sargento, me llamo Avelino. Yo declaré en contra de estos hombres que van a ejecutar aquí. Quiero ser testigo a favor de varios de ellos para que no les maten. Este hombre que está aquí es revolucionario, y era compañero mío en la hacienda. Se llama Pancracio, y también se escapó. Uno de los guardias, de nombre Jaime, y otros tres más, le agarraron cerca de aquí, pero le dejaron ir con la condición de que no volviera al pueblo, porque si le atrapaban otros guardias, lo más probable sería que le mataran. Pancracio se unió a las fuerzas de la división del norte, donde encontró a muchos otros peones que habían trabajado con él. Esos hombres le dijeron que estos guardias eran buenos y que les habían dejado ir. Pancracio desea que dejen ir a estos hombres que le salvaron al dejarle escapar, y no queremos que se cometa una injusticia con ellos.

    Agustín le preguntó a Avelino:

    –¿Quiénes son los hombres que ustedes quieren exonerar de estos crímenes?

    Avelino le contestó que eran ocho guardias, pero solo sabía el nombre de cuatro de ellos por el testimonio de algunos peones.

    Agustín le preguntó:

    –Entonces, ¿cómo lo hacemos?

    El desconocido de nombre Pancracio le dijo a Agustín:

    –Es probable que los peones que hallaron colgados fuesen ejecutados por los rurales o los federales, hay muchas dudas acerca de la culpabilidad de estos hombres, porque no hubo testigos

    Sargento, déjelos ir a todos con la condición de que se unan a la revolución. Si alguno de ellos es culpable de algo, tendrá la oportunidad de redimirse peleando por una causa justa. No lo van a hacer ante nosotros, pero se redimirán solamente ante Dios. Nosotros no estamos seguros de poder perdonarles por lo que hicieron, pero Dios sí puede hacerlo. Además, ellos también eran esclavos en manos de sus amos en cierta forma. Ustedes han perdonado a soldados federales que se han rendido después de una batalla si se unían a la revolución con ustedes. Yo creo que puede hacerse lo mismo con estos hombres.

    Agustín preguntó a los reos:

    –Si les perdonamos la vida, ¿aceptan unirse a la revolución?

    Todos ellos contestaron:

    –¡Sí, aceptamos gustosamente!

    El sargento, entonces, ordenó a sus hombres que les dejaran libres con la condición de que pelearan, y tal vez murieran, por una causa justa que era la revolución. Los prisioneros, por su parte, estaban gustosos y felices porque no morirían ese día. Tal vez lo harían algún otro, pero no de esa manera tan horrenda que era morir asfixiado con una soga al cuello; las balas eran una forma más digna de morir en combate.

    Al día siguiente, todos ellos salieron del pueblo para pelear contra los opresores de la gente. Agustín sabía que probablemente alguno de ellos era culpable de esos crímenes, pero no quería ejecutar a alguien que pudiera ser inocente, y lo que ese hombre que había sido peón le sugirió que hiciera con ellos era la mejor solución. En las filas de este ejército también se encontraban hombres que habían sido bandidos o asesinos, aunque fueron igualmente aceptados por los demás soldados. Tal vez, aquella era la mejor manera para redimirse ante los demás seres humanos de los males que cometieron. Algunos de esos hombres afirmaban que el sistema judicial les había convertido en criminales sin realmente serlo. Quienes eran pobres y no tenían dinero para un abogado, eran encarcelados por cualquier motivo y después forzados a trabajar en las haciendas como peones y esclavos. Era una sociedad muy injusta con los ciudadanos pobres.

    CAPÍTULO 4

    LA MASACRE DEL PUEBLO DE SAN ANDRÉS

    6 DE SEPTIEMBRE DE 1913

    Este es un pequeño pueblo que está cerca de las montañas, en el Estado de Chihuahua. La mayoría de sus habitantes se encuentra sentada fuera de sus casas, platicando muy amablemente con sus vecinos. Son las diez de la mañana y se oye el galope de muchos caballos. La gente del pueblo se esconde tras las puertas de sus casas al ver que los jinetes que montan estos caballos son tropas federales, pero después ya no se oye nada, como que solo pasaron por allí. Poco a poco, algunas personas van saliendo de sus casas. Algunos se dirigen a la plaza principal. Cuando llegan allí, bajo el kiosco está un teniente federal y cuatro soldados más. El oficial habla y les dice:

    –No

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