En Tinieblas
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EN TINIEBLAS, una obra con relatos de misterio y finales inesperados que le llevarán al lector a un viaje fantástico a través de una narrativa entretenida y de suspenso que le mantendrán a la expectativa hasta el desenlace de la historia.
Relatos que se pueden realizar tanto individual, en familia, con amigos, grupos de estudiantes; y qué mejor si se realizan a la luz de las velas o al rededor de una fogata.
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En Tinieblas - Roger Castañeda Campollo
Ignacio.
Agradecimientos
Al máximo creador, por hacer posible ver este sueño realizado. A mi familia, Jessy, mi esposa; Chaty, mi madre; Hilda, mi abuela,
por confiar enteramente en este proyecto.
Christian, mi hermano, por el soporte y apoyo para lograrlo.
A Editorial Rodrigo Porrúa,
por la confianza y oportunidad de concretar esta obra.
A las conversaciones en la sevichería Perla Del Mar,
al gran Otto Rolando Navas Lemus, mas conocido como El Chino
.
La morgue
Aún con los ojos irritados por las veinticuatro horas que estuvo cubrien- do su turno, con las profundas ojeras marcadas casi de un color morado que resaltaba en su piel blanca y hacía más brillantes sus ojos celestes. Trataba de degustar un café espeso sin azúcar y así aguantar para llegar a las seis de la mañana, dormir todo el día y recuperarse del desvelo. Parado, aún erguido con su estatura de casi un metro noventa, su com- plexión atlética y firme, con un olor impregnado a formol y medicinas. Frente a la ventana, miraba al exterior en donde el paisaje no era nada más que una avenida llena de vehículos, edificios, gente corriendo de un lado a otro dando inicio a su jornada laboral y uno que otro perro salvándose de ser atropellado por los vehículos o pateado por las perso- nas. Había ruido de bocinas, autobuses de transporte colectivo violan- do las leyes de tránsito cambiándose de carril en carril y deteniéndose en donde a ellos se les antojaba, motoristas zigzagueando como zancu- dos en medio de los vehículos, elevando así las posibilidades de tener algún accidente. Más trabajo para mí
, sonreía sarcásticamente Sergio.
Sergio ya tenía más de diez años de realizar la misma rutina en el Hos- pital Nacional, ubicado en la zona central de la ciudad capital; se paraba en la ventana a ver ese espectáculo matinal en donde todos andaban
como locos a las seis de la mañana, mientras que él, con un café, agra- decía que era el momento en que él se retirara del hospital para dirigir- se a su hogar sin ningún contratiempo.
Luego de su rutina de meditación parado en la ventana con su taza de café, regresa a su escritorio para ordenar la documentación del trabajo de las últimas horas en la sala de autopsias donde Sergio trabajaba en la morgue del Hospital Nacional. Era un médico forense de trayectoria, quien por su fanatismo por el trabajo había olvidado que había vida fuera de esas cuatro paredes llenas de camillas y de cuerpos inertes que le correspondía revisar y realizarles el respectivo proceso de autopsia para determinar el causal de la muerte de cada uno de ellos.
A veces se sentía solitario, pero le vencía la pasión de su trabajo y eso evitaba que Sergio pudiera tener una vida con más actividad social o una vida donde pudiera tener una pareja sentimental.
Cada vez que el jefe llegaba al área de trabajo de Sergio, lo molestaba diciéndole: Va a ser más fácil que te enamores de una muerta a que te cases con alguien en vida
. Sergio reía por ello y siempre le parecía sospechoso que, de un día para otro, siempre aparecía algún asistente o estudiante de último año de ciencias forenses. Le indicaban que era para irle a ayudar. Pero más bien parecía que el jefe estaba buscando formas para hacer que Sergio se fijara en alguien.
El problema es que las mujeres que llegaban miraban a Sergio como un carnicero, ya que, por la experiencia que tenía y el tiempo que llevaba haciendo siempre lo mismo, Sergio trataba cada cuerpo como que si estuviera jugando con un muñeco o como trabajan los carniceros en los rastros. Sergio era práctico; siempre les decía que esa era la labor y que lo mejor era que le buscaran la el aspecto práctico para salir pronto de esa tarea, que de por sí no era agradable.
Las prácticantes
no duraban ni dos meses con él; sólo una fue capaz de soportar seis meses porque se había enamorado de él, y habían te- nido un par de encuentros en los días en los que a Sergio no le tocaba hacer turno, pero hasta ahí quedó. La pobre mujer no soportaba la frialdad de Sergio, y peor cuando intimaban; ya que era tan frío como lo era al hacer sus autopsias, no le ponía sal al asunto y la mujer terminó decepcionándose y se largó.
Sergio, por supuesto, se había enamorado, a su manera; pero se había enamorado y quedó destrozado. En ese instante le pidió a su jefe que dejara de estarle enviando ayudantes para realizar la labor, ya que él podía hacerla solo.
A sus treinta y cinco años, tenía que sentar cabeza; pero se apasionaba tanto por su trabajo que prefería abrir cuerpos muertos que buscar te- ner una relación sentimental con una mujer.
Luego de ordenar su escritorio y dar el último sorbo de café espeso a la taza, se quitó la bata blanca para colgarla en un clavo que estaba colocado justo en la pared detrás de él. Se acomodó su pelo rubio con sus manos, se restregó los ojos, tomó su dispositivo electrónico Tablet, retiró su teléfono móvil de la conexión de carga y se dispuso a retirarse.
Como Sergio no tenía vida social, al salir a la calle era como un ciudada- no más, la única diferencia era su estatura, su piel, sus ojos y su facha, que de médico no tenía nada. Ya que luego de retirarse su bata blanca, quedaban expuestos unos pantalones jeans desteñidos haciendo juego con camisas de manga larga a cuadros y en ocasiones, con playeras blan- cas de cuello redondo.
La gente se le quedaba viendo, pero más por las ojeras tan profundas y oscuras. En una de esas, un niño como de seis años que iba de la mano de su madre dice: Mami, ese señor parece mapache
. Sergio se hizo el loco, pero sonreía por la ocurrencia; mientras la madre iba cambiando
de colores por la vergüenza y por el enojo, increpando al niño por lo abusivo que era al comparar la apariencia de una persona con la de un animal. En fin, a veces es bueno salir a descubrir el mundo, se decía Sergio.
Como Sergio un día se quedaba en el hospital y otro día era de descan- so, dispuso pasar a un supermercado y abastecerse de comida y bebida. Hoy voy a cocinar rico y me voy a disparar un par de chelas bien frías
, se dijo.
Así pues, al salir del supermercado y llegar a su casa, preparó unos fideos con camarones, una ensalada de tomate, cebolla y lechuga, una sopa de vegetales y no pudieron faltar las respectivas cervezas que se iba tomando mientras preparaba los platos y durante la hora de la comida.
Luego de esta comida y bebida voy a dormir como un bebé
, pensó Sergio. Luego de recoger y lavar los platos se fue a la sala a ver tele- visión, puso un canal de videos musicales y en una de esas se quedó dormido profundamente.
Luego de esas casi catorce horas de sueño, Sergio despertó revitalizado; sentía un poco seca la boca, y dio gracias al cielo al ver que en la refri- geradora le habían quedado cervezas del día anterior, así que decidió ir y abrir una.
Cuando faltaban ocho horas para ir y tomar su turno de labores en la morgue, ya llevaba cerca de tres cervezas; ya estaba recuperado. Dispu- so ir a recostarse un rato antes de salir, pero una llamada interrumpió sus intenciones.
Era el jefe de Sergio: —Sergio, urge que te vengas a la morgue, hubo un accidente y acá tenemos por lo menos una docena de cuerpos, inclu- yendo los del piloto y el ayudante del autobús, quienes al parecer iban ebrios.
Entonces ya somos tres ebrios
, pensó Sergio.
—Con gusto jefe, ya voy para allá —fue la respuesta de Sergio.
El jefe le sentenció: —Hoy sí no me vayas a reclamar, pero pedí una persona más para que te ayude; no sé a quién te mandarán, pero es necesaria la ayuda en esta eventualidad.
Sergio salió disparado de la cama, se cepilló bien los dientes, se prepa- ró una taza de café y salió directo al Hospital Nacional en donde había una crisis por el accidente causado por un autobús extraurbano, que por andar en carrera para ganar pasajes, atropelló a un motorista que no iba en su carril y luego el piloto del bus perdió el control y terminó cayendo en un puente de paso a desnivel en una zona céntrica de la ciudad. El ayudante del piloto, que iba parado en las gradas de la entra- da del autobús, salió disparado y un vehículo particular le pasó encima provocándole hemorragia interna y muerte inmediata; el autobús, al caer de frente del puente, hizo que el piloto, que no estaba usando el cinturón de seguridad, saliera expulsado por el vidrio delantero estre- llando su cráneo contra el asfalto, también murió inmediatamente; los pasajeros que iban parados y en la parte de adelante fueron los que sufrieron más, pues terminaron aplastados entre los tubos retorcidos y presionados por los pasajeros de atrás, muriendo por asfixia. Sergio iba imaginando encontrar un escenario dantesco en la sala de urgencias y en la morgue del hospital.
Sergio llegó justo a la entrada del hospital, el escenario no era como él se lo imaginaba; era peor. Ambulancias por todos lados, gente llorando desesperada preguntando por sus familiares. Veían entrar en la sala de urgencias cuerpos desfallecidos; no se sabía si estaban heridos, desma- yados o si estaban sin vida.
A como pudo, Sergio logró entrar hasta la oficina del jefe, quien por cierto estaba sudando y también desesperado, porque el hospital no
sólo había colapsado, sino que, como el gobierno no les daba los recur- sos necesarios, no contaban con medicamentos y accesorios para cubrir las emergencias.
Sergio simplemente le dijo: —Ya vine y me voy a mi lugar, cuente con mi apoyo —salió al pasillo y de regreso a la locura, enfermeras, médicos,