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El deseo de Phoebe
Por Pamela Browning
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Creo que papá y Molly se gustan. Ha dejado de ser el cascarrabias que era y ni me acuerdo de la última vez que me riñó. Veremos qué sucede…
Phoebe Anne Norvald
Molly McBride estaba encantada de capitanear el barco de su abuelo por la costa este de Florida. Pero ¿jugar a hacer de madre de un miembro de la tripulación? Debía de haber perdido la cabeza.
Sin embargo, cuando empezó a conocer mejor a Phoebe y a su padre, Eric, el viudo a quien su abuelo había contratado para fletar el barco, empezó a pensar que la fantasía de Phoebe podría convertirse en realidad.
Phoebe Anne Norvald
Molly McBride estaba encantada de capitanear el barco de su abuelo por la costa este de Florida. Pero ¿jugar a hacer de madre de un miembro de la tripulación? Debía de haber perdido la cabeza.
Sin embargo, cuando empezó a conocer mejor a Phoebe y a su padre, Eric, el viudo a quien su abuelo había contratado para fletar el barco, empezó a pensar que la fantasía de Phoebe podría convertirse en realidad.
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El deseo de Phoebe - Pamela Browning
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Pamela Browning. Todos los derechos reservados.
EL DESEO DE PHOEBE, N.º 13 - Enero 2013
Título original: The Mommy Wish
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-2619-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Capítulo 1
Molly iba andando por el muelle B del puerto de Tarhell, Carolina del Norte, cuando tropezó con una tabla del paseo y cayó al suelo. Lo primero que vio al alzar la vista fue a una niña de entre cuatro y nueve años, bastante desaliñada.
–Será mejor que te apartes, ¿no ves que estoy pasando la aspiradora? –dijo la niña sonriendo.
–¿Cómo dices? –preguntó ella, aliviada al ver que no se había hecho nada.
–Mi superaspiradora Hoovasonic Sweeper, modelo 440.
Molly miró asombrada a la niña. No había ninguna aspiradora por allí cerca.
–¿De qué aspiradora hablas? –dijo Molly. Recogió la caja con el arpa irlandesa que llevaba al caer y vio entonces que la niña llevaba un calcetín de cada color.
–¿Quién eres tú? –preguntó la chica, soplándose el flequillo que parecía cortado por una sierra.
–Me llamo Molly Kate McBryde. ¿Y tú?
–Phoebe Anne Norvald. Soy la única niña del puerto. Tengo siete años y medio y estoy muy triste porque no puedo jugar con nadie.
–Lo comprendo –dijo Molly–. ¿Me hiciste caer a propósito para que jugara contigo?
Molly contempló la pequeña astilla que se había clavado en la palma de la mano y lamentó haberse tomado unos días de vacaciones. Era la subdirectora del departamento de contabilidad de la empresa de su familia.
–¡Oh, no! Yo nunca haría una cosa así. Lo que pasa es que hay una tabla suelta ahí. ¿La ves?
–Sí. Puede resultar peligrosa –dijo Molly–. Alguien debería arreglarla.
–Mi padre es el único que podría hacerlo. Trabaja aquí, pero ha estado muy ocupado. La gente debería ir también con más cuidado para no tropezar con el cable de la aspiradora.
–Pues por más que miro, no veo ningún cable.
–Las aspiradoras modernas no lo necesitan. Están robotizadas. Andan solas y lo limpian todo.
–¡Qué maravilla! –exclamó Molly, no muy acostumbrada a tratar con niños.
¿Les gustarían a las niñas de ahora las aspiradoras, en vez de las muñecas?, se preguntó ella.
Recogió su bolsa y el arpa y siguió su camino algo renqueante. Phoebe la siguió por el muelle. Era una niña muy guapa, pero pensó que había que hacer algo con aquel pelo tan horrible que llevaba.
–Dime una cosa, ¿qué son esas fantasías que te traes con las aspiradoras?
Molly vio entonces al Fiona, el velero de dieciséis metros de eslora propiedad de su abuelo.
–Me tengo que distraer de alguna forma hasta que volvamos a tener una casa –respondió Phoebe muy seria–. El problema es que mi padre dice que aún falta mucho para eso. A él le gusta ir de acá para allá, pero yo ya estoy cansada. Le conocerás en unos minutos.
–Lo siento, Phoebe, pero voy a subir ahora mismo a bordo del Fiona a tomarme una cerveza.
–Por eso mismo. Encontrarás allí a mi padre. A él también le gusta la cerveza.
–¿Está él a bordo del Fiona?
–Sí, mi padre y yo vivimos en el barco. Él no quería que vinieras aquí, pero el señor Emmett es el que manda. A nosotros nos cae muy bien el señor Emmett. Estoy segura de que papá se alegrará mucho de verte. Vais a llevar el barco a Fort Lauderdale, ¿verdad?
–En efecto –respondió Molly sorprendida.
Cuando su abuelo Emmett había estado tratando con ella el traslado del barco desde aquel puerto a Florida, donde tenía su casa de invierno, no había mencionado que fuera a ir ninguna otra persona a bordo. No comprendía cómo podía haber autorizado la presencia de un operario de mantenimiento en el Fiona, el barco que era su orgullo y su más preciada posesión.
Sintió felicidad solo de pensar en volver a navegar en él. Allí había pasado muy buenos momentos con sus hermanos y su abuelo. El verano pasado, sus hermanos y ella habían ido con su abuelo desde Maine hasta Nueva Escocia. La travesía había sido perfecta, como siempre, y todos habían disfrutado mucho.
Ahora todo iba a ser diferente. Sería casi un viaje de placer para relajarse del estrés del trabajo y de su vida sentimental. Había roto recientemente con Charles Stalnecky, alias Chuck el Judas, y esas vacaciones le brindarían la oportunidad de hacer algo más interesante que quedarse sola por las noches en su apartamento.
–Espérame aquí un momento –dijo Molly, subiendo la escalera del barco–. Ten cuidado y agárrate a la barandilla, no te vayas a caer al agua.
–No te preocupes –respondió la niña, subiendo a cubierta con gran agilidad.
–¿Sabes nadar? –preguntó Molly, bajando la escalerilla que conducía al camarote y dejando la bolsa de viaje en un banco.
–Por supuesto. Mi padre dice que nado como una campeona. ¡Uy!, se me olvidaba la aspiradora. Será mejor que vaya por ella –dijo la niña, dispuesta a bajar de nuevo del barco.
Pero Molly no estaba dispuesta a que corriera un riesgo innecesario solo para buscar algo que no existía.
–Espera un momento. Estoy segura de que tu aspiradora se sentirá feliz de estar sola en el muelle tranquilamente unos minutos.
–Puede que tengas razón –replicó Phoebe–. Pero dime, ¿qué es eso que llevas ahí?
–Un arpa irlandesa.
–Una vez vi a alguien tocando un arpa en la tele. Pero era mucho más grande.
–Sería, seguramente, un arpa de pedal. La mía es un arpa folk. Las hay de varios tipos. Algunas, como esta, son para tocarse sobre el regazo y hay otras más grandes para apoyar en el suelo.
–¿Tu sabes tocar el arpa?
–Sí. Es mi hobby. Igual que la aspiradora para ti.
–¿Y sabes también cocinar?
Molly sonrió. Estaba empezando a caerle bien la chica.
–Hago muy bien los sándwiches de queso a la plancha.
–Me encantan los sándwiches de queso –dijo Phoebe con una sonrisa de felicidad, y luego exclamó al ver a su padre en la escalerilla–: ¡Papá! ¡Papá! Estoy aquí con Molly McBryde.
Molly se pasó la mano por la rodilla dolorida y contempló las espumeantes aguas azules de Pamlico Sound. Una imagen idílica muy alejada de la que en esos momentos se vivía en Chicago, donde estarían sufriendo las primeras nevadas del año. Al menos eso era lo que la señora Brinkle, su querida e insustituible ayudante, le había dicho cuando la había llamado a la oficina para decir que había llegado bien a su destino.
Vio entonces una raída gorra de béisbol de color gris asomando por la escalerilla que subía a la cubierta y luego un par de ojos azules, una mata de pelo rubio y una cara varonil con una barba de varios días, cuyo único perfume era un profundo olor a diesel.
–Soy Eric Norvald –dijo el hombre, mirándola de arriba abajo.
–Molly Kate McBryde –replicó ella, tendiéndole la mano.
–Lo siento. No puedo darte la mano, las tengo llenas de grasa –dijo él, limpiándose con un trapo.
–Pensé que habían reparado ya el barco. Al menos, eso fue lo que mi abuelo me dijo.
–Sí, pero ha habido más averías –respondió él de forma brusca y cortante.
Ella se sintió incómoda al ver cómo la miraba. La hacía sentirse como un insecto clavado en un tablero. Se estiró lo más que pudo con su metro sesenta y ocho de estatura.
–Espero que ahora esté todo en orden.
–Pues no. De hecho, te recomiendo que te busques un hotel y dejes que yo me ocupe de los problemas.
Su voz sonaba como si la hubiera pasado a través de un papel de lija. Se metió el trapo manchado de grasa en el bolsillo de atrás del pantalón.
–Me quedaré en el Fiona –dijo Molly secamente–. Supongo que saldremos mañana, ¿no?
–Sí, zarparemos de acuerdo con el horario previsto.
–¿Zarparemos?
–Sí. Phoebe, tú y yo.
–No entiendo –dijo ella con cara de incredulidad–. Estoy esperando un patrón de barco que me ayude a llevar el Fiona a Fort Lauderdale.
–Yo soy ese patrón. Emmett me contrató. Nos hicimos amigos cuando estuvo supervisando las reparaciones de este barco hace un par de meses. Ahora, ¿quieres que sigamos de charla o prefieres que continúe con mi trabajo?
–¿Quieres decirme que eres el capitán de barco que estaba esperando? –exclamó ella, mirándole como si tuviera delante a un pirata con un parche en el ojo.
Él inclinó la cabeza respetuosamente y le dirigió una sonrisa exasperante dejando ver su dentadura blanca e inmaculada.
–Si deseas ver mi carné de patrón, tendrás que bajar conmigo al camarote. Aunque preferiría no perder el tiempo y volver a mi trabajo.
Eric se dio la vuelta y se dirigió de nuevo a la escalera por la que había salido. Sin embargo, al pasar, rozó ligeramente el brazo de Molly, que sintió un escalofrío. Se echó instintivamente hacia atrás, hipnotizada por la visión de aquellos increíbles ojos azules.
–Papá –dijo Phoebe asomándose al hueco de la escalera–, Molly ha dicho que va a hacerme uno de esos sándwiches de queso a la plancha que tanto me gustan.
–Si la señorita McBryde quiere hacerse cargo de la cocina, yo no tengo nada que objetar –replicó Eric desde la sala de máquinas.
–Te ayudaré con los sándwiches –dijo Phoebe, mirando a Molly con sus ojos azules, iguales que los de su padre.
–Muy bien –replicó Molly, mirando a la niña con simpatía, pensando que su padre no debía preocuparse mucho de ella, a juzgar por su aspecto.
–A mí me gustan con mostaza, ¿y a ti?
–Nunca los he probado con mostaza. A mí me gustan con tomate y cebolla.
–Creo que no tenemos nada de eso, pero sí varios frascos de mostaza.
–Está bien –dijo Molly con un suspiro de resignación.
–Baja tú primero, yo iré luego –replicó Phoebe.
Molly bajó la escalera y vio a Eric Norvald en la sala de máquinas.
–¿Te importaría pasarme esos alicates que hay junto al fregadero? –exclamó Eric, contemplando discretamente el trasero de Molly mientras bajaba–. Gracias –dijo cuando ella se los dio–. La mostaza está en la repisa que hay sobre el microondas y, el pan, junto a la tostadora –añadió, cerrando de un portazo la puerta de la sala de máquinas.
–Un hombre encantador –murmuró Molly con ironía, mientras la niña bajaba por la escalera.
Echó un vistazo al cuarto de derrota y vio una placa colgada de la pared. Eric Norvald había dicho la verdad: era capitán de barco.
Entró en la cocina. Todo parecía estar limpio y en su sitio. Al menos, era un hombre ordenado. El fregadero de acero inoxidable estaba recién fregado. Y la vitrocerámica, impecable. Lo mismo que el horno, por dentro. Y el suelo de teca estaba lustroso y brillante.
–¿Te apetece aún la cerveza? –preguntó Phoebe, sacando un refresco del frigorífico.
–No, tomaré lo mismo que tú.
–A lo mejor no te gusta. Sabe a cera –dijo Phoebe abriendo dos latas.
Molly se quedó pensativa un instante. Eric abrió entonces la puerta de la sala de máquinas.
–Por si te interesa, yo ya he comido –dijo él.
–La verdad es que me trae sin cuidado si has comido o no –replicó Molly.
–Lo suponía –dijo él, sacando una linterna de un cajón y esbozando algo parecido a una sonrisa antes de volver a meterse en el cuarto de máquinas.
Molly se quedó mirando la puerta con aire despectivo. No le gustaba ese hombre tan arrogante. Pero tenía que reconocer que había algo en él que la atraía.
Phoebe sacó dos platos, los puso en la mesa que había en una especie de sala de estar, integrada en la cocina, y observó a Molly que estaba esperando a que se calentara la plancha.
–Tú haces los sándwiches diferente que papá. Él no los pone tan juntos y, cuando se le queman, suelta una palabrota. Lo mismo que cuando le salta el aceite de la sartén o cuando...
–¡Phoebe! –exclamó una voz airada desde la sala de máquinas–. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no debes hablar de ciertas cosas con desconocidos?
–Molly no es una desconocida. El señor Emmett nos habló de ella, ¿no lo recuerdas? –Phoebe se quedó callada, esperando la reacción de su padre, y luego añadió dirigiéndose a Molly–: En ocasiones como esta es cuando suele decir palabrotas.
Molly puso los sándwiches sobre la mesa.
–¿Sabes una cosa? –prosiguió diciendo Phoebe–. Cuando era más pequeña, cada vez que me comía un sándwich formulaba un deseo, pensando que se haría realidad.
–¿Y cuáles son ahora tus deseos?
–Vivir de nuevo en una casa y volver a tener una mamá. Mi madre murió, ¿sabes?
–Lo siento mucho, Phoebe. La mía también. Pero cuando yo tenía ya diecisiete años.
Había sido un golpe muy duro. Patrick, su hermano mayor, se había ido ya a la universidad, por lo que ella, que estaba por entonces en el último curso del instituto, había tenido que asumir las responsabilidades de la casa, y de modo especial el cuidado de su hermano Brianne de tan solo once años, muy rebelde y revoltoso.
–Yo tenía cuatro años cuando mamá murió –dijo Phoebe cuando Molly se sentó a la mesa–. Pero la recuerdo bien. Le gustaba ir de azul y hacer footing por el parque. Teníamos una perra llamada Cookie que mi padre dejó a los vecinos cuando vendimos la casa.
–Debes de echarla mucho de menos, ¿verdad? –dijo Molly, extrañada de que no se escuchara ningún ruido de la sala de máquinas desde hacía unos minutos.
–Sí –respondió la niña, asintiendo muy solemne con la cabeza–. Se suponía que Cookie volvería con nosotros cuando tuviésemos otra casa, pero ya no creo que vuelva a verla.
La puerta de la sala de máquinas se abrió de
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