Se busca padre
Por Diana Whitney
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Cuanto más estrecha fuera la relación entre ellos, más tenía Chessa que perder. Tarde o temprano tendría que revelar la verdad… y ese día perdería a Nick…
Diana Whitney
Diana K. Whitney, Ph.D. is president of Corporation for Positive Change and cofounder of the Taos Institute and a Distinguished Consulting Faculty at Saybrook Graduate School. She is the author of five books on AI, including The Power of Appreciative Inquiry.
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Se busca padre - Diana Whitney
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Diana Hinz
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Se busca padre, n.º 1106 - mayo 2020
Título original: A Dad of His Own
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-090-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
GALLETAS de chocolate. Qué bien –sonrió Bobby Margolis, dándole un buen mordisco a una galleta–. Están buenísimas… –dijo, con la boca llena. Entre mordisco y mordisco recordó sus buenas maneras y se limpió las migas de la barbilla–. Gracias.
–De nada, Bobby –sonrió una mujer de pelo tan blanco como la nieve, dejando la bandeja de galletas a su lado–. Toma las que quieras. Un chico de tu edad necesita alimentarse.
–Vale –dijo Bobby, tomando otra galleta y guardándola en el bolsillo. Su madre siempre le decía que era una grosería parecer ansioso, pero no había comido y su estómago hacía más ruidos que el viejo autobús escolar.
Canturreando suavemente, la anciana del pelo blanco se dedicaba a leer unos papeles mientras aparentaba no darse cuenta de la galleta escondida en el bolsillo. Pero Bobby estaba seguro de que lo había visto porque tenía la misma expresión que su madre cuando intentaba disimular la risa.
Una dulce fragancia llegaba a su nariz mientras la anciana se movía, un olor que le recordaba a los paquetitos que su madre ponía en el armario. Lavanda lo llamaba, y decía que hacía que las cosas olieran bien. Pero a Bobby no le gustaba que su ropa interior oliera a chica y su madre le había prometido que no pondría esos paquetitos en su habitación. Y su madre siempre cumplía sus promesas. Bueno, no siempre. Había una promesa que no había cumplido.
Por eso Bobby estaba allí.
El crío tragó saliva y movió los pies, que colgaban de la silla.
–¿Cuándo voy a conocer al abogado? –preguntó, después de tragar saliva.
–Estás frente a él –contestó la mujer con una sonrisa que ampliaba las arrugas de su cara–. Clementine Allister St. Ives a tu servicio, jovencito –añadió, alargando una mano arrugada, con los nudillos gruesos y rojos.
Artritis, pensaba Bobby, recordando las manos de su tía abuela Winthrop, que también sufría esa enfermedad. Tenía las manos hinchadas y decía que le dolían, de modo que Bobby intentó no apretar demasiado al estrechar la mano de Clementine.
–No parece un abogado –dijo el niño, mirando las paredes llenas de diplomas. Había nombres que no reconocía, como Harvard y Berkeley, y términos peculiares que no había visto antes, como doctorado.
–¿Qué es un doctorado? ¿Es usted médico?
–No exactamente. Un doctorado son unos estudios. En este caso, de psicología –contestó ella, sentándose en una mecedora–. De vez en cuando aconsejo a las familias.
–¿Les da consejos? –volvió a preguntar el niño. Aquello le había sonado como cuando el director del colegio los reunía a todos para aconsejarlos no comer chicle y hacer los deberes–. A mí no me gustan los que dan consejos. Siempre están metiéndose con la gente.
–¿No me digas? –sonrió Clementine–. Como mi padre solía decir, si Dios no hubiera querido que la gente escuchara, no nos habría dado dos orejas y una sola boca.
Un gato gris asomó la cabeza en ese momento por detrás de la cortina y se subió al regazo de la anciana. La mujer lo acariciaba con ternura y el animal ronroneaba de contento. El gato distrajo la atención de la anciana el tiempo suficiente para que Bobby robara otra galleta.
–Yo también tengo un gato –dijo el chico entre mordisco y mordisco–. Se llama Mugsy. A mí me gustaría tener un perro, pero mi madre dice que estaría muy solo porque ella está todo el día trabajando y yo estoy en el colegio.
–Claro –dijo la mujer, alargando la mano hacia el escritorio para tomar una carpeta y un par de gafas–. ¿En qué curso estás?
–En cuarto –contestó Bobby. Pero Clementine debía saberlo porque tenía en la mano los papeles que Deirdre, la secretaria, le había pedido que rellenara antes de entrar. Deirdre era muy guapa y tenía unos ojos que lo ponían nervioso. Había pasado mucho tiempo con él, preguntándole su dirección y cosas así. También le había pedido su partida de nacimiento que él, muy previsor, había robado de una caja que su madre guardaba en el fondo de su armario.
Mientras leía el documento, Clementine no prestaba atención al gato, que jugaba con la cadenita que colgaba de sus gafas.
–Tienes nueve años. ¿No es así?
–Nueve y medio –contestó el niño, tomando el vaso de leche y bebiendo la mitad de un trago–. En marzo cumplo diez –añadió. Iba a limpiarse la boca con la manga de la camisa, pero entonces vio las servilletas que Clementine había dejado junto a la bandeja de galletas–. Mi madre dice que soy muy listo para mi edad.
–Y es verdad, hijo, es verdad –sonrió la mujer, mirándolo con sus ojos azules por encima de las gafas–. Debes de ser muy listo para haber venido a San Francisco tú solo.
–No ha sido tan difícil –se encogió el chico de hombros–. Hemos venido con mi profesora en autobús para ir al museo. Cuando han entrado todos, yo he salido corriendo y me he metido en un taxi.
–Ah, muy inteligente. ¿Y no piensas que tu profesora estará preocupada al ver que has desaparecido?
–No. Si pregunta por mí, mi mejor amigo, Danny, le dirá que estoy en el baño –contestó Bobby mirando un antiguo reloj de pared–. Pero tengo que volver antes de las dos porque a esa hora llega el autobús para llevarnos a casa.
–Vives en Marysville, ¿no? –preguntó la mujer, mirando el archivo de nuevo. Eso está lejos. ¿Por qué has venido a verme, en lugar de visitar el museo?
Bobby tragó saliva y se limpió las manos en los vaqueros.
–Hace algún tiempo, usted ayudó a mi amigo Danny para que lo adoptaran. Él me dio su dirección y me dijo que era usted muy buena encontrando a los padres de la gente.
–Ya veo –susurró Clementine, leyendo la partida de nacimiento. Allí estaba su nombre completo: Robert James Margolis. También estaba el nombre de su madre y el de un hombre al que nunca había conocido.
–¿Puede encontrar a mi padre? –preguntó Bobby de repente.
–¿Es eso lo que quieres? –preguntó la mujer. De repente, Bobby sintió que sus ojos se humedecían. Dejando a un lado la galleta, tomó otro sorbo de leche. Su corazón latía con fuerza y le sudaban las manos–. Tu madre no sabe que estás aquí, ¿verdad, hijo?
–No le gusta hablar de mi padre. Creo que la pone triste –contestó el niño. Sólo le había preguntado por él una vez, cuando era pequeño. Su madre se había puesto a llorar y le había dicho que hablarían de ello cuando fuera mayor. Pero era mayor y su madre había roto su promesa–. He traído dinero –afirmó con seriedad, metiendo la mano en el bolsillo y sacando un montón de billetes arrugados: 18,65 dólares. Los ahorros de toda su vida que colocó al lado de la bandeja de galletas–. Tengo algo más –añadió, al ver la expresión sorprendida de Clementine. El niño sacó del bolsillo un diminuto estéreo–. Me lo regaló mi madre en mi cumpleaños. Vale más de cincuenta dólares y se pueden oír cintas y discos compactos. Es muy bueno.
La sonrisa de Clementine era triste.
–¿De verdad?
–¿Quiere probarlo?
–No es necesario. Estoy segura de que es muy bueno.
Bobby sacó un sobre del bolsillo, con el nombre del hombre al que siempre había querido conocer.
–Es una carta para mi padre. Para cuando lo encuentre –dijo el niño.
Clementine tomó el sobre como si fuera un objeto muy delicado.
–¿Por qué quieres encontrarlo después de tantos años?
La pregunta lo pilló por sorpresa y se quedó pensando durante unos segundos.
–Porque el mes que viene hay la merienda del colegio –explicó el niño en su lenguaje infantil–. Todos los niños van con sus padres y yo no quiero ir otra vez con el señor Brisbane.
–¿El señor Brisbane?
–Sí. Es un profesor. Siempre va a la