Cuentos Vulnerables
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Cuentos Vulnerables - Mercedes Rosalsky
(2015).
La Agonía de Manuel
Era la tarde de un sábado. Manuel Quintana, arquitecto cuarentón, muy guapo, rubio canoso, ojos grises, estaba sentado en la bañera de su casa dándose un baño de yerbas. Tenía la bañera casi a desbordarse y en el agua caliente flotaban hojas de menta y pétalos de amapola. El vapor del baño formaba una nube que se pegaba a las paredes decoradas con lozas blancas y azules. Manuel se frotaba las hojas en el pecho, en los brazos, en las axilas mientras repetía una oración al Sagrado Corazón de Jesús. Ya llevaba media hora allí sentado con sus rezos. El baño venía recomendado por Doña Luisa, la espiritista amiga de su mamá. Tenía Doña Luisa la certeza de que María, la esposa de Manuel, le había mandado a hacer un fufú poderoso y eso lo tenía estancado en su trabajo. A pesar de su mucho afán cada día tenía menos clientes. Manuel terminó su baño porque el agua se estaba enfriando. Salió de la bañera, se secó con una toalla roja (parte del despojo) y se vistió. Allí le dejó la bañera sucia cubierta de hojas y pétalos mustios a María para que la limpiara. Sintió la punzada en el vientre que lo había estado molestando últimamente pero no le dio importancia. Se dispuso a salir de la casa vestido en una camisa de algodón fino que le había regalado Elisa, su secretaria. Olía a menta y se sentía recompuesto por la defensa que le estaba montando a su mujer. María estaba en la cocina, lavando platos.
_ ¿A dónde vas?_ le preguntó cuando notó que iba a salir.
_Por ahí_ dijo él. Se montó en su carro y se fue.
Ya sospechaba ella para dónde iba él.
María, una pelirroja atractiva, también cuarentona, quedó con un humor de perros. No era verdad lo del fufú. Ya se lo había dicho ella a Manuel más de una vez. Ella no había mandado a hacer nada. Estaba ofendida de que él la culpara de sus fracasos y se sentía avergonzada de que su esposo, un hombre educado, utilizara tales métodos para lograr el éxito. Ella estaba desempleada así que todo el trabajo de la casa lo hacía ella. Limpió la bañera con un asco infinito maldiciendo a su suegra y a la tal Doña Luisa. Era verdad que los fracasos de Manuel la hacían sentir estancada. Ella anhelaba una casa grande en un vecindario lujoso, no la casita donde vivían. ¿Para qué iba a hacerle un fufú a su marido? Lo que ella quería era que él trajera más dinero. María tenía ya la cara sudada y el pelo encrespado por la humedad del baño. Alzó el cubo donde había echado todo el yerbaje y tiró todo su contenido a la basura.
Anita, de once años, única hija de la pareja, rubia como su padre, estaba encerraba en su pequeño cuarto pintado de rosa. Se entretenía poniendo los CDs de Lady Gaga o hablando con sus amigas en el viejo teléfono alámbrico que tenía en su cuarto pues su papá no podía pagar por un celular. No salía del cuarto hasta que él saliera de la casa para no tener que oír las constantes peleas de sus padres.
Además de los altercados causados por los fracasos de Manuel, María estaba celosa de Elisa, la secretaria. Llevaba ésta un año trabajando para él. Unos meses atrás alguien, una mujer, había llamado a María por teléfono y le había dicho que Manuel y Elisa estaban envueltos en un caluroso romance. María calmadamente le dio las gracias a la mujer y colgó. Luego reventó de celos y le contó todo a su hija. A la niña no le cabía tal traición en la cabeza, así que no le creyó nada y se encerró en su cuarto. Cuando Manuel llegó del trabajo María lo azotó con numerosos insultos y amenazas. Los gritos de la pelea fueron tan agudos que pasaron claros a través de las paredes del cuartito de Anita. La niña hizo un esfuerzo por ignorarlos. No pudo. Su madre abrió la puerta y le ordenó salir inmediatamente. Ambos padres, hablando a la vez, se pusieron a contarle su versión del asunto como si ella fuera un juez. Anita, paralizada, se puso a llorar a borbotones. Manuel, asustado y atrapado, negó todo y se marchó. Fue directamente al apartamento de Elisa. Ella juró por su madre no haber hecho la llamada y él le creyó. En realidad Elisa le pagó cincuenta dólares a su amiga Conchita para que le hiciera ese trámite esperando que, de una vez por todas, su jefe dejara a su esposa.
_Te necesito_ decía él a Elisa esa noche_. Siento encima el mal que mi mujer ha lanzado contra mí. Hoy me humilló con esto de la llamada. Le contó todo a Anita. La niña lloraba histérica. Mi mujer me avergüenza.
_ Papito, tú sabes que cuentas conmigo_ dijo Elisa.
_ Ya no duermo con ella. Me he mudado a otro cuarto en la casa. Sin embargo, estoy preocupado por Anita. María la está tornando contra mí.
_ La niña comprenderá más según crezca.
_ Ya no puedo ni dormir bien_ seguía él_. María dice que es por mi cargo de conciencia. Dice que ella duerme muy bien porque su conciencia está tranquila, la perra.
_ Quédate conmigo y dormirás como si las nubes suaves fueran tu almohada_ dijo Elisa besándole la frente.
En realidad Manuel se había mudado del cuarto conyugal porque se estaba quedando impotente y culpaba a su mujer. No quería tomar medicamentos. Se trataba de curar acostándose con Elisa y hasta ahora los resultados eran inconsistentes. Elisa era paciente, sin embargo, y no iba a dejar por nada a este arquitecto tan guapo al que ella sabía manejar. Ella, una trigueña de curvas sinuosas, diez años más joven que él, lo trataba como a un rey. Le llevaba a la oficina almuerzos preparados por ella y le variaba los postres.
Manuel había contratado a Elisa un año atrás. Para entonces él tenía una oficina muy bonita en el Viejo San Juan. Estaba decorada al estilo español con losetas pintadas y un patio central con un jardín plantado por él. Había conocido a su socio, Edgardo Fuentes, cuando estudiaban en la universidad. Eran amigos. Sin embargo un día Edgardo desapareció llevándose todos los fondos de operación de la oficina. Manuel la tuvo que cerrar y mudarse a un lugar más barato en Santurce pues no tenía suficiente dinero para pagar el alquiler. Su nueva oficina era pequeña y oscura, con sillas y archivos de metal opaco y gris. Manuel bajó rayos y centellas del cielo desquitándose con su mujer por la trampa de Edgardo.
_ Estoy seguro de que te alegras de verme así_ le decía él a María.
_ ¿Alegrarme de qué? ¿De que haya menos dinero? ¿Qué culpa tengo yo de que tú hayas confiado en él? ¡Carajo! _le decía ella_. ¡Así nunca sacaremos los pies del plato!
Así vivían María y Manuel.
Cada vez que Manuel subía las enormes escaleras hacia su nueva oficina en el segundo piso del Edificio Biga en Santurce sentía dolor en el vientre bajo. El dolor iba en aumento y empezaba a molestarle de verdad. Cada día que pasaba se le hacía más difícil ignorarlo. A veces llegaba a su oficina casi doblado. Al tope de la escalera frecuentemente se encontraba con José Antonio Rivera, otro arquitecto que tenía su oficina en el mismo piso. Allí estaba él esperando para arrebatarle a Manuel algún posible cliente que subiese.
Además de este inconveniente, la verdad era que Manuel no triunfaba porque no sabía mucho del mundo, cosa de la que él no estaba consciente. Había vivido toda su vida, aún después de casado, protegido por sus padres. Pertenecía a una familia clanista. No había aprendido nunca a desenvolverse solo o a encontrar conexiones que le abrieran oportunidades. Estaba aislado. Para colmo se había casado con una mujer antisocial. A María no le gustaba la gente porque era envidiosa. Elisa, sin embargo, era una mujer con labia. Había trabajado para otros arquitectos. Ella sí lo sabría guiar, pensaba él. Elisa no había tenido problemas seduciéndolo.
Después de un tiempo Manuel consultó a su hermano, Raúl, sobre su dolencia en el vientre. Raúl era quiropráctico y lo diagnosticó con posibles problemas en la próstata. Manuel se olvidó del diagnóstico de Raúl. Ese dolor era el menor de todos sus problemas. Tenía muchas deudas. Un día un empleado de Almacenes Tejeras, un tienda por departamentos donde él compraba ropa, lo llamó amenazándolo con demandarlo por falta de pagos.
En un arranque de impaciencia con su suerte y aconsejado por Elisa, Manuel se decidió por fin a ponerle la demanda de divorcio a su mujer. Así al menos se quitaría ese peso de encima. Con ella se sentía como si estuviera arrastrando un saco de ladrillos. ¿Qué incentivos tenía él ya para mantenerla? De todas maneras él no tenía dinero. Elisa le había dicho que tal vez esta eliminación mejoraría su salud. Manuel se puso en contacto con el Licenciado Biga, dueño del edificio donde estaba su oficina, y este le hizo el trámite. En la demanda culpó a María, entre otras cosas, de injurias graves.
María recibió la demanda de divorcio una tarde en la que ayudaba a su hija con las tareas escolares.
_ Mira, mira lo que hace tu padre. Por eso tiene ese dolor pegado en el vientre. Castigo de Dios_ le dijo a Anita.
_ ¿Papi nos va a dejar?_ preguntó la niña azorada.
_Vamos a ver si se atreve.
Esa misma noche Manuel llegó del trabajo, echó toda su ropa en una maleta y se fue de la casa. Ni María ni Anita dijeron nada viéndolo empacar. María no le quería dar el gusto de que la