Cuál es el pez que tiñe el mar
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"Con humor y una rara melancolía, la autora nos invita a un viaje donde se abandona toda condición de turista. La curiosidad y el asombro marcan un ritmo interrumpido por el agotamiento que trae lo vivido. Nos dejamos cautivar por un relato donde lo extraño no es el espacio en el que transcurre sino la mirada minuciosa que observa. Donde desaparece la división entre lo soñado y la experiencia. Como los movimientos del gran pulpo, la voz del personaje avanza, se repliega y vuelve a expandirse de manera delicada" (Santiago Loza).
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Cuál es el pez que tiñe el mar - Antonella Saldicco
Saldicco, Antonella
Cuál es el pez que tiñe el mar / Antonella Saldicco. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Concreto Editorial, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-631-90494-1-1
1. Literatura. 2. Novelas. 3. Japón. I. Título.
CDD A863
© 2021, Antonella Saldicco
© 2021, Concreto Editorial
Maure 4109
(1427), CABA, Argentina
editorial.concreto@gmail.com
concretoeditorial.com.ar
Edición Belén Aspeleiter
Diseño de tapa / maquetación Belén Aspeleiter
Fotografía de tapa Ana Brandstadter
Corrección Catalina Guerrieri
Textos de contratapa Virginia Cosin y Santiago Loza
ISBN 978-631-90494-1-1
Contar una historia cambia a quien la cuenta.
Y por momentos la ficción es la única manera de
pensar lo verdadero.
Los llanos, Federico Falco
KYOTO
Llueve hace dos semanas. La ciudad se me presenta como un pueblo de antaño, las casas bajas podrían ser la extensión vertical de la tierra. Todo es marrón, verde y madera. Medieval, a diferencia del paisaje de rascacielos metálicos en la capital. Intento salir a caminar, al menos un par de horas por día. Garúa constante. El viento y el cielo gris ya están empezando a hacer de lo suyo. Mi campo emocional empieza a resquebrajarse: extraño a Juan.
Hice uso de toda la ropa impermeable que traje. La lluvia sigue atravesando los poros más estrechos de la tela. Ayer encontré un tender en la cocina compartida de la casa. Aprovechando que todavía estoy sola, lo traje a mi habitación y colgué la ropa interior que llevaba puesta. En estado de viaje, explorar las cercanías es algo que me resulta necesario. Ir haciéndome una idea de hogar. Sin importar si la permanencia en el lugar es breve o extensa. Reconocer el camino de vuelta. Me niego a quedarme todo el día adentro.
Hasta hace unos días, fue fácil, mi memoria fotográfica venía siendo aliada. Aunque todavía no puedo leer ningún cartel, empecé a distinguir mi calle: nace al costado de la autopista rural y sube hacia la casa.
Desde que llegué salgo muy temprano. Ayer caminé durante más de cuarenta minutos perdida. Salí por la mañana y atravesé la calle que corre al costado de la autopista, hasta llegar a la estación. El camino hacia el subte me lleva, aproximadamente, veinte minutos a pie. Bajo por la calle de la casa. En la esquina hay un edificio que parece un fuerte. Takashi, el dueño del ryokan y director de la residencia, me contó que es un centro de la Alianza Francesa. Enfrente hay un descampado con una reja muy alta y algunos árboles de cerezo que empiezan a florecer. Durante todo el recorrido, la calle huele a sopa. A caldo de pescado, a cualquier hora. La primavera está comenzando, pero todavía hace mucho frío. En este barrio residencial, el vapor de la comida envuelve las casas y sus veredas.
Cuando salí por la mañana aún llovía. Viajé hasta el Museo Nacional y lo recorrí entero. Después caminé en busca del almuerzo, sin lograr dar con ningún lugar abierto. Seguí hasta el subte para volver a la casa. Antes de entrar a la estación, vi un supermercado enorme del otro lado de la avenida. Había sentido hambre durante todo el día, un vaivén intermitente de dolor en el estómago. Como una pulsión o el latido de un segundo corazón.
El mercado tenía un cartel con letras azules: Oasis
. Me distraje en la planta baja con productos que no había visto antes. Heladeras con comida del día, variedad de pescados a la parrilla y bandejas de sushi fresco. En el segundo piso fue donde perdí más tiempo. Las góndolas rebalsaban de chocolates importados. Compré algunas cosas. Afuera llovía. Tomé la misma línea de subte de regreso. Cuando llegué a la estación habitual, el cielo se apagaba. A mis espaldas se delineaban algunas franjas de luz gris, pero hacia mi dirección ya era de noche. Empezó a llover más fuerte y me puse la capucha del buzo. Bordeé la autopista a tientas, ya que en realidad no veía nada. Tuve que detenerme en varias oportunidades para asegurarme de estar caminando sobre la vereda.
En algún punto de la pendiente, hacia la izquierda, se abriría mi calle. Mientras las bolsas de comida se inundaban entre mis dedos, tuve la sensación de haber estado caminando durante mucho tiempo. En las penumbras no podía reconocer nada, la calle seguía subiendo recta frente a mis pasos. Supe que me había perdido cuando llegué a una cima y pude ver las luces de los autos y la pequeña autopista.
Volví derrotada. Encontré mi calle muchísimo más abajo, abriéndose hacia la derecha en el medio de una oscuridad total. Un espejismo. Me sentí lejos de Buenos Aires como pocas veces. También me arrepentí de no haber contratado el servicio de internet portátil. Podría haber hecho uso de un traductor en el celular que descifrara en segundos los ideogramas ilegibles o mi lugar en el mapa. Lo extraño de Japón es que todos los sentidos quedan estimulados a la vez, pero sin ninguna referencia previa. Un país marciano.
Hace tres días que no salgo a la calle, la lluvia es constante y ya no tengo ropa seca. Decidí venir antes del comienzo de la residencia para aclimatarme, si es que de algo sirve. Casi todo el día lo paso en mi habitación.
Uno de los beneficios de haber sido la primera becaria en llegar es que recibí una habitación muy amplia. Puede que sea más grande que el monoambiente en el que viví varios años en Buenos Aires, en el límite entre Recoleta y Facultad de Medicina. Nunca supe con exactitud qué barrio me correspondía. Cada vez que indicaba la numeración de la calle Junín, el mar de dudas se hacía más amplio. Le tuve cariño a ese departamento. El hombre que me lo mostró había organizado una agenda muy apretada entre cada visita. Cuando llegué me dijo, sin saludarme, que el departamento tenía muchos interesados y que mi demora entorpecía. Que, de querer alquilarlo, debería hacer una reserva en efectivo apenas termináramos el recorrido, que las dudas que tuviera me las podría responder recién en la inmobiliaria. Ya venía visitando otros departamentos hacía algunas semanas y ninguno de los que me interesaban se me daba. Siempre había alguien más preparado: con el efectivo de la reserva en mano o con una puntualidad más fina.
Mientras el hombre de la inmobiliaria abría las puertas del hall racionalista, temí haber perdido de nuevo