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Los años rotos
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Libro electrónico655 páginas10 horas

Los años rotos

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El fallecimiento de su abuela despierta en Pablo la necesidad de volver a sus años de infancia y adolescencia para resolver un par de conflictos internos y así poder seguir adelante: una familia con un secreto a voces, sombras que lo atormentan por la noche, la relación tan cercana con Mauricio, su mejor amigo; La Guarida detrás de la casa de la abuela, las vicisitudes de la adolescencia y cómo afecta todo esto a un niño que está creciendo e identificándose como homosexual en un pueblo pequeño del interior de la Provincia del Chaco.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 dic 2019
ISBN9789878702018
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    Los años rotos - Emir Andrés Ibañez

    Rozalén

    CAPITULO I

    1

    Los motivos por los cuales decidí contar esta historia son muchos y los irás descubriendo con el correr de las páginas, pero el disparador inicial fue el fallecimiento de mi abuela.

    El cambio o la destrucción de una estructura que teníamos aprendida de memoria, es decir, ese lugar en el que nos encontrábamos seguros y cómodos, nos genera una desestabilidad tremenda cuando algo —o alguien— viene y lo modifica. La readaptación a esa nueva estructura produce mucha angustia y tiende a sacar lo peor de uno, esa parte con la que no queremos o no estamos acostumbrados a lidiar, ya que en este proceso afloran y quedan al descubierto nuestras debilidades e inseguridades. Uno se siente expuesto y débil ante, inclusive, uno mismo. ¡No queremos que el resto nos haga ver nuestras debilidades, mirá que vamos a reconocerlo nosotros mismos! Por eso queremos seguir aferrados a lo que ya conocíamos. Nos rehusamos a pasar por ese trecho entre lo viejo y lo nuevo. Nos parece un campo minado donde al primer paso en falso volaremos por los aires.

    Como quien rebobina un video, viajé por mi mente tratando de encontrar el momento más antiguo donde experimentara algún cambio de estructura y se me materializó un recuerdo a mis cuatro años. Estaba en la habitación de mis padres, probablemente jugando, cuando una voz a mis espaldas anunció que había llegado la hora de mudarme a la habitación de mis hermanas. Cuando tenía cuatro años era de complexión pequeña, tanto que podía seguir durmiendo cómodamente en la cuna en la que dormí desde que había nacido. Pero ya no podíamos seguir negando el hecho de que estaba grandecito y tocaba dar el gran paso.

    Mis padres estiraron lo más que pudieron el momento del cambio de dormitorio porque tenían pensado refaccionar la casa y agregar un par de habitaciones. Todas las casas de mi barrio, en esencia, eran iguales, porque fueron construidas con los mismos planos —como cualquier barrio de viviendas que entregaba el gobierno— pero con el correr del tiempo el vecindario fue mutando. A no ser que entraras a la casa de algún vecino y prestaras atención a la ubicación de las habitaciones, la cerámica del piso, el machimbre en el techo o las terminaciones pequeñas escondidas en los rincones, apenas te dabas cuenta de que sólo quedaban restos de lo que fueron las casas del barrio en sus orígenes. El vecindario se había convertido en una hecatombe de refacciones, segundos pisos, piezas acopladas y rejas variadas.

    En ese entonces hacía muy poco tiempo que nuestro abuelo materno había fallecido, entonces mi hermana mayor decidió ir a vivir con nuestra abuela, para hacerle compañía y para dejarme ese lugar libre en la habitación. Por más grotesco que esto suene, la muerte de mi abuelo les ahorró muchos gastos de albañilería a mis padres.

    En fin, estaban pidiéndome que abandone la cama en la que había dormido, literalmente, toda mi vida.

    La habitación de mis hermanas estaba al final del único pasillo que tenía toda la casa. Las paredes estaban pintadas de un beige muy pálido que, con la luces encendidas, generaban la sensación de estar atrapado en una película en sepia. Había dos camas de una plaza separadas por una mesita de luz con un velador. Tenía prohibido acercarme a ese aparato porque lo usaba para jugar. Tenía un sistema de encendido y apagado que hipnotizaba: si apoyabas la yema de un dedo sobre la base se encendía una luz tenue; si volvías a tocarlo, la luz se tornaba un poco más clara; y, si volvías a afirmar tu dedo por tercera vez, la luz inundaba la habitación entera. Yo solía pasar mucho rato jugando con las tonalidades de luces una y otra vez hasta que alguien venía y lo desenchufaba. Años más adelante, ese mismo velador jugaría un papel muy importante en un momento crucial de mi vida.

    Al otro lado de la habitación había un ropero antiguo de dos puertas que se alzaba desde la base del piso hasta casi llegar al techo. Las puertas tenían espejos con los bordes negros y descascarados por el paso del tiempo. Te devolvían el reflejo de manera distorsionada, como si estuvieras mirándote en las ondulaciones del agua. En su interior, un panel dividía el espacio en dos: el lado izquierdo era de Carolina y el otro lado era el mío, que estaba recién instalado y con la ropa bien ordenada. Junto al ropero había una biblioteca pequeña de cuatro baldas abarrotada de libros y manuales. En un rincón, más allá, otro signo de bienvenida: mi gran caja de juguetes.

    Recorrí el lugar lentamente, aprendiendo de memoria la ubicación de los muebles, como quien inspecciona un departamento antes de alquilarlo, pero el veredicto era simple: yo no quería dormir allí. Estaba bien en la pieza de mis padres. ¿Por qué cambiarlo? ¿Por qué alterar algo a lo que ya todos estábamos acostumbrados? ¿Cuál era la necesidad? Carolina tendría la pieza para ella sola y yo seguiría durmiendo con mis padres. Todos ganábamos.

    —Dale, mi amor, probá dormir ahí una noche. A ver si te gusta —decía mamá en tono conciliador, utilizando la dulzura y el diálogo para convencerme, ya con ese rasgo de temor escondido que formaba parte de su manera de hablar, como si siempre dudara de sus palabras.

    —Ya estás grandote para seguir durmiendo acá. —Papá, en cambio, quería que sintiera vergüenza para ver si así cambiaba de opinión, pero a esa edad uno no tiene filtro y dice lo primero que se le viene a la cabeza. Los borrachos y los niños no mienten decía mi abuela, y cuánta razón tenía.

    —Vos también sos grandote y seguís durmiendo con mi mamá —le respondí.

    Fue allí cuando papá decidió dejar de lado las tácticas pacíficas y psicológicas y recurrió a las que sí sabía.

    —Listo. Te vas a dormir con tu hermana. Dale, dale, dale —decía mientras me llevaba del brazo a la pieza—. ¡Pero che, que ya sos grande!

    Ya lo habían decidido, no había vuelta atrás. Pero eso no quería decir que se los iba a dejar muy fácil. Por las noches comencé a llorar mientras pedía cosas innecesarias: mamaderas, vasos de agua, cuentos. También me comportaba de manera distinta: me rehusaba a lavarme los dientes, me levantaba al baño cada hora y media, quería conversar a las dos de la madrugada.

    Algunas noches me escabullía a la pieza de mis padres, me metía en mi cama antigua y me dormía pensando que los había burlado, que les había ganado, y que de ahora en adelante las cosas serían como antes. Al día siguiente abría los ojos y no reconocía el lugar en el que estaba. Después de un rato, cuando la mente se despejaba del sueño, me daba cuenta de que me habían trasladado a la habitación nueva durante la madrugada. Me levantaba de mal humor, frustrado porque las cosas no volvían a ser como antes.

    Me negué a aceptar ese lugar nuevo que me habían impuesto sin que lo pidiera hasta que, con el correr de las semanas, fui adaptándome y aceptando la realidad. Empecé a verle la parte positiva: tenía más espacio para hacer mis cosas y compartía más tiempo con Caro.

    Sin darme cuenta comencé a desarrollar una de las grandes habilidades del ser humano: la de adaptarse física y emocionalmente a los cambios. Uno no pierde esta habilidad, es más, la va perfeccionando con el correr de los años, pero por más que uno crea que ya lo tiene solucionado, el cambio de estructuras siempre angustia, siempre nos toma por sorpresa y cuesta tanto o igual que la primera vez. Pero también aprendí que es necesario atravesarlo para no quedarse estancado en el mismo lugar. Quedarse a dormir en la pieza de los padres de uno, a la larga, no es sano para nadie.

    2

    En el corazón de la provincia del Chaco, a doscientos kilómetros de la ciudad de Resistencia, está situado el pueblo en el que crecí: Avia Terai.

    Si alguna vez viajaste por la Ruta Nacional 16, a la altura del kilómetro 209 seguramente habrás visto el gran cartel luminoso que da la bienvenida. En los años de mi niñez había un arco con una base de material y unas letras destartaladas que te hacían rezar cada vez que cruzabas bajo ese umbral para que no se te cayera una A encima. Una vez atravesado el cartel, hay que recorrer un camino asfaltado de un kilómetro antes de llegar al pueblo. Antaño, ese camino estaba bordeado por una hilera ininterrumpida de eucaliptus gigantes que te daban la bienvenida cuando llegabas y te deseaban buen viaje cuando te ibas. Cuando pasábamos por ese lugar me gustaba subir el volumen de la radio porque la interferencia entre árbol y árbol hacía que la voz del locutor sonara robótica y chistosa. En la actualidad, esos eucaliptus ya no existen porque fueron derribados para dar lugar a los nuevos barrios que parecen materializarse de la nada cada vez que vuelvo. Eso que llamábamos la entrada del pueblo ya es prácticamente inexistente. Al final del camino asfaltado te vas a encontrar con una gran avenida cuyos bulevares están repletos de plantas, árboles y bancos, flanqueada por altísimos postes de luz y tiendas que se suceden una tras otra, incluyendo una pequeña estación de servicio. Esta avenida choca con la plaza principal de la que se desprenden ocho avenidas más.

    Jamás pensé que me encontraría haciendo comentarios como che, qué cambiado está el pueblo ¿Una estación de servicio? ¿Adentro del pueblo? Jamás consideramos siquiera la posibilidad. El paso del tiempo se hace notar cuando sos adulto, en la vorágine de la niñez y la adolescencia uno no le presta demasiada atención. Uno da por sentado muchas cosas. Ya nada queda de las calles principales enripiadas, las calles de tierra llenas de pozos, la plaza principal con sus caminitos de ladrillos, el escenario y los troncos de los árboles que renovaban su color blanco y celeste días antes de los actos patrios.

    Solía adueñarme de las calles. Conocía todos sus recovecos y escondrijos, tomaba atajos y sabía por dónde me convenía pasar y cuando no, acorde a la ocasión. Pero lo que se gana en infraestructura no se pierde en costumbre. El pueblo es el pueblo y seguirá siéndolo. Hay cosas que no se perderán jamás como la costumbre de ver a la gente sentada en las veredas al caer la tarde. Los grupos de adolescentes en la plaza, riéndose vaya uno a saber de qué mientras se pasan un tereré. Los caballos escapándose de sus dueños, pastando en alguna esquina. Los chicos improvisando una cancha de fútbol en cualquier baldío o acaparando las veredas para jugar a la bolita. Los actos patrios en la plaza y los juegos durante la tarde. Las procesiones católicas. Las paredes con pintadas políticas de campañas viejas y nuevas. El mismo Intendente hace más de quince años. Y así podría seguir, pero no nos olvidemos del lado B: la cultura machista, la homofobia, la falta de privacidad… Sin embargo ¿dónde no la hay? Supongo que en el pueblo se lo siente y se lo ve mucho más agigantado, pero no es nada nuevo ni nada que no se haya visto en otros lugares. Aun así, debo admitir que fue uno de los motivos por los que hui en cuanto tuve la oportunidad, es decir, ni bien terminé el secundario.

    Ese lugar me dejó lleno de recuerdos hermosos e inolvidables y me hizo daño a partes iguales. Resentí esas calles y a su gente por muchos años. Me rehusaba a contar alguna anécdota o hacer alguna descripción sin terminar despotricando contra todo y todos, o haciendo comentarios despectivos.

    Hoy puedo decir que ya drené todo ese enojo, que bien justificado estaba de todos modos. Hoy me siento agradecido de haberme criado en un lugar donde podíamos jugar en la calle hasta altas horas de la noche, donde podíamos cruzar la calle sin mirar, donde podíamos salir a caminar sin mirarnos las espaldas ni dudar de quien te pasaba por al lado, donde gente que no conocías te saludaba al pasar, donde viví momentos importantes de mi vida y donde conocí gente que jamás voy a olvidar.

    Cada vez que cruzo el cartel de la entrada me posiciono en el presente, en lo que soy hoy y no en lo que fui. Dejo de lado el pasado y me limito a contemplar lo que se extiende delante de mí.

    Y de vez en cuando me descubro sonriendo.

    3

    Llegué algo tarde a la familia pero me estaban esperando: después de dos hijas, mis padres estaban buscando al varoncito.

    Karina es trece años mayor que yo. Carolina, ocho. Todos sacamos el cabello de papá: ondulado, inmanejable y oscuro, motivo de mucho estrés para mamá a la hora de tener que peinar a mis hermanas antes de ir al colegio y de muchos años de buscar cuál sería el corte más o menos adecuado para que mi cabeza no se asemejara a un nido de pájaros. Aún sigo sin encontrarlo.

    Mamá, después de años y años de tintura, perdió el rastro sobre cuál era su color natural y las fotos no sirven para buscar pistas porque en cada una tiene un color distinto. Lo único que se repite es su peinado. Tiene el cabello lacio y largo, hasta la cintura más o menos, y lo usa siempre volcado hacia un hombro. La cortina de cabello se extiende completamente sobre su regazo y lo peina constantemente con los dedos y la mirada ladeada. De ella sacamos la piel blanquísima y pálida, esa que no podés broncear porque el único resultado de estar bajo el sol es ponerte rojo. Karina y yo tenemos sus ojos —coincidencias de la vida— del color de la miel, mientras que Caro sacó los ojos marrones oscuros de papá.

    Los tres teníamos edades tan alejadas que cada uno estaba transitando una etapa distinta y los lazos de acercamiento eran demasiado débiles.

    Antes de que yo llegara, Carolina lo tenía todo. Era la menor, por ende, todos le prestaban atención. Se suponía que Karina sería la primera en terminar el secundario y se iría a estudiar a Presidencia Roque Sáenz Peña —una ciudad ubicada a treinta kilómetros del pueblo, la segunda ciudad más grande de la provincia— así que, llegado el momento, Caro sería la dueña del lugar. Luego pasé a ser yo el que más atención recibía y al que le festejaban todo lo que hacía, de modo que la energía y el cariño que estaban destinados hacia ella fueron mermando, o por lo menos eso es lo que ella creyó y me lo confesó años más tarde.

    Karina era la mayor, la inteligente, la altruista. Antes de empezar el secundario ya sabía que quería ser profesora de matemáticas y en su boletín de calificaciones un 8 era la nota más baja.

    Carolina quedó relegada a la del medio, a la que le faltaba mucho y le sobraba poco, la que constantemente estaba tratando de encajar en algún lado. Se la veía enojada todo el tiempo. Vivía con el ceño fruncido y podía llorar o enojarse por cualquier cosa. Tenía que convivir con ella y no me hacía sencillo el trámite porque a cada rato reclamaba su espacio.

    —Hoy voy a usar la pieza yo —decía— porque vienen mis amigas y vos no podés jugar con nosotras.

    —¿Por qué? —preguntaba yo, porque cuando tenés cuatro años es lo primero que sale de tu boca, sea cual sea la circunstancia.

    —Porque no, Pablito —decía poniendo los ojos en blanco, harta de tener que lidiar con criaturas—. Vos sos muy chiquito y a veces molestás.

    Yo no tenía amigos en el barrio y veía muy poco a mis primos. Siendo honesto, si los veía los ignoraba olímpicamente porque no eran personas agradables para pasar el rato, ni siquiera si pasar el rato implicara mirar tele. Eran chicos que no soportaban estar quietos un segundo, tenían demasiada energía para hacer muchas cosas a la vez y yo solía acoplarme a su dinámica sólo por un momento.

    Iba a donde sea que mamá tuviera que ir, y mamá era una de esas señoras que siempre tenían algún lugar al que ir. Al tener una hija en el colegio y otra en la escuela, cada dos por tres había alguna reunión a la que acudir: cooperadora, organización de actos, ventas para recaudar fondos, reuniones de revendedoras, etc. Yo siempre estaba allí porque los chicos tenían que ir siempre con sus madres. Era un pensamiento bastante colectivo aparentemente porque todas las veces me encontraba con otros chicos, igual de aburridos que yo, con los que armaba amistades efímeras. Jugábamos un rato obligadamente y después no volvía a verlos, ya sea porque no volvíamos al mismo lugar o porque ellos decidían dejar de hablarme. ¿Quién podía culparlos? Ni siquiera hacía el menor esfuerzo en mostrarme interesado. Para mí eran horas muertas que me las pasaba mirando de reojo hacia el salón donde sea que estuvieran esas señoras que tantas cosas tenían para discutir y organizar todas las semanas.

    4

    Una mañana, aprovechando que Carolina no estaba en plan me toca la habitación, revisé todos los libros de la biblioteca que estaba en nuestra habitación. No eran muchos y no eran precisamente llamativos. La mayoría estaban amarillentos, con los anillos torcidos, las tapas sueltas o carecían de colores o dibujos. Las enciclopedias me llamaron mucho la atención porque estaban repletas de imágenes de animales, paisajes despampanantes y referencias a culturas totalmente desconocidas. Me pareció que en el interior de ese libro estaban todos los secretos y respuestas del mundo. Lo único tenía que hacer era abrirlo y leerlo pero no podía.

    No. No es que no podía, no sabía.

    Me vi en la necesidad de aprender a leer para entender sobre qué iban, pero nadie tenía tiempo, paciencia ni ganas de leerme a cada rato qué decía en cada página o qué significaba tal cosa. A fuerza de insistencia, logré que mamá pasara toda una tarde en el depósito del fondo buscando en cajas viejas hasta que encontró otros cuadernillos, también amarillentos y también con los anillos ya torcidos, en donde te enseñaban a dibujar todas las letras del abecedario, con ejemplos, dibujos y toda la cosa. Andaba todo el día con esos libros bajo el brazo. Constantemente pedía ayuda a Carolina para que me recordara cómo sonaba tal letra. La v y la b me trastornaron la vida y recién en la escuela aprendería cómo usarlas correctamente.

    La mayoría de las veces Carolina me ignoraba y decía que le vaya a preguntar a otro, que la dejara tranquila, pero yo estaba obsesionado con que tenía que ser ella la que me ayudara. Me rehusaba a ser rechazado o ignorado, con la perseverancia y el desentendimiento que sólo un niño puede tener y que todavía no sabe o no entiende lo que es no ser bienvenido o molesto, como ella solía decirlo, así que yo solo ladeaba la cabeza, como los cachorros cuando están confundidos. Volvía una y otra vez hasta que ella dejaba de hacer lo que estaba haciendo y me ayudaba. Me prestaba su pizarrón y dibujábamos allí las letras y repasábamos los sonidos.

    La p con la a, pa; la t con la o, to. Pato.

    Mamá se unía a la clase cuando no estaba cocinando o lavando la ropa. Tenía más paciencia que Caro, eso era evidente, pero no tenía el mismo tiempo libre. Aun así seguía teniendo más tiempo que papá. Él se iba muy temprano a trabajar a la municipalidad y volvía cansadísimo al mediodía. Almorzaba y se iba directamente a dormir la siesta. Por las tardes se sentaba en la vereda a tomar mates y mamá nos decía que no lo molestemos porque tenía que descansar. Trabajaba y descansaba, era todo lo que hacía.

    Cuando me di cuenta estaba leyendo. Al principio fueron palabras sueltas. Leía todo en voz alta: lo que sea que encontraba en la pared, en la calle, en la tele, en la alacena, en las remeras de la gente. Tartamudeaba, repasaba las letras varias veces en mi cabeza hasta que la palabra que salía de mi boca cobraba sentido y coincidía con lo que tenía en frente.

    —Ahora uní una palabra con la otra, así vas a ir formando oraciones y vas a poder leer de corrido —decía mamá, y yo seguía practicando y practicando.

    De repente las enciclopedias comenzaron a tener sentido, las imágenes de paisajes y animales tenían acotaciones que entendía.

    La lectura es una actividad muy solitaria y haber aprendido a leer a los cuatro años fue forjando en mí una personalidad bastante introvertida, más allá de que ya tenía tendencias a disfrutar de estar solo. La lectura lo intensificó. Pasaba las tardes al lado de la biblioteca o me sentaba en el patio con algún libro ilustrado en el regazo. Pasaba horas allí hasta que el sol se ponía y ya no podía ver lo que tenía en frente.

    Una mañana, haciendo el mismo recorrido de siempre, encontré un libro de cuentos que llamó inmediatamente mi atención. Parecía muy serio porque carecía de imágenes y las palabras impresas eran chiquitas y amontonadas. Se llamaba Cuentos de la selva. Con temor, como quien sabe que está por adentrarse en algo desconocido, empecé a leer el primer cuento: iba sobre una tortuga gigante que fue atacada por un tigre. Un cazador la encuentra y le da los cuidados necesarios hasta que se recupera. Tiempo después, ella le devuelve el favor cuando éste enferma, llevándolo en su caparazón hasta el hospital, haciendo un viaje muy largo, pues vivían en el monte. Leerlo me llevó casi toda la mañana y gran parte de la siesta pero no lo podía soltar. Tenía que leer varias veces el mismo párrafo para entender lo que pasaba, encontraba palabras que no conocía o que no estaba seguro de estar leyéndolas bien, pero estaba tan enganchado a la historia que planeaba terminarla de la manera que sea. Después me dolía el cuello por haber estado tanto tiempo en la misma posición y tenía los ojos cansados, pero todo había valido la pena. Aquella fue la primera vez que experimenté lo que era leer una historia, la primera vez que descubrí la capacidad de imaginar lo que uno lee, querer saber cómo termina. Me di cuenta que esos libros viejos y llenos de tierra contenían muchas más cosas, no sólo paisajes despampanantes ni fotos de animales exóticos. Es uno de esos recuerdos que se te quedan impregnados en la memoria porque marcan un antes y un después.

    —Mirá lo que encontré en la biblioteca —le dije a Carolina agitando el libro en el aire.

    —Ah, sí —dijo desinteresada, mientras seguía haciendo su tarea—. A ese libro lo leímos en la escuela.

    —¿Entero? —pregunté con la emoción de quién considera imposible tal hazaña.

    —Sí, todos los cuentos.

    —Yo apenas pude leer uno.

    Me tiré en la cama y pasé rápidamente las hojas del libro con el dedo pulgar, respirando el aroma característico de los libros antiguos.

    —¿En serio? —había un rastro de curiosidad en su mirada, como si estuviera desafiando mi afirmación—. No te creo.

    —¡En serio! —dije incorporándome—. Se llamaba La tortuga gigante

    —Ese te lo inventaste vos. No hay ningún cuento sobre tortugas gigantes.

    Comencé a relatarle la historia para hacer valer mi palabra mientras ella seguía haciendo sus cosas. A veces se detenía para acotar un mirá vos o ¿y qué pasó después?

    Hasta el día de hoy ella afirma que no se acordaba del cuento de la tortuga, pero yo sé que lo hizo sólo para que le contara de qué iba el cuento y así confirmar que era verdad que lo había leído.

    Aquello, que surgió de la nada misma, se convirtió en la primera actividad que tuvimos juntos. Generalmente por las noches, antes de la cena, ella hacía su tarea y yo le contaba los cuentos que había leído porque ella ya casi no se acordaba de qué iban.

    Leía un poco por las mañanas y otro poco por las tardes. A veces me llevaba varios días terminar uno, otros días me la pasaba haciendo otras cosas y lo dejaba de lado, entonces le relataba las historias por partes.

    Los meses siguientes fui descubriendo dos facetas de Caro. La que ya conocía: la temperamental y egoísta que hacía renegar a nuestros padres, pero también descubrí el lado amable y altruista que siempre se le adjudicó a Karina. Cuando le relataba los cuentos se mostraba genuinamente interesada, me acompañaba y era un momento que compartíamos sólo ella y yo. Le inventábamos finales alternativos a nuestros cuentos favoritos, o jugábamos a imaginar qué pasaría si un cuento se fusionaba con el otro, cómo se llevarían los personajes, qué pasaría al final. Karina quería enseñarme los números y sumas y restas, pero yo sólo quería aprender a leer mejor, para poder leer más cuentos y poder tener algo nuevo que contarle a Carolina.

    No sé si mis padres saben que tuvimos ese ritual nocturno. Sí sabían que había empezado a leer cuentos porque mamá alardeaba sobre ello cada vez que podía cuando le acompañaba a sus reuniones y todas las veces me pedían demostraciones. Tenía que escuchar comentarios como A ver Pablito, ¿qué dice acá? Leéme eso que está allá ¿Podés recitar el abecedario? Yo pensaba que no era la gran cosa. No me sentía una estrella ni un prodigio, pese a que no me quejaba de la atención que recibía, pero en un determinado momento se volvió asfixiante y ya no quería salir. Me arrepentía de haber manifestado tener tal habilidad y quería que se olvidaran del tema, que volvieran a lo suyo, a las ventas de pollo o a la búsqueda de telones para algún acto.

    Carolina también era arrastrada por mamá a donde sea que iba, y miraba todo desde el otro lado de la habitación, recluida en su rincón con sus otras compañeras de grado.

    —¿Vos podés creer que Carolina aprendió a leer bien recién cuando terminó segundo grado? —solía comentar mamá en las reuniones de cooperadora—. Y Karina, la mayor, es muy aplicada también, ella nomas que nos salió medio lerda pero asumo que no a todos les toca ¿no?

    El resentimiento de Carolina yacía en esas comparaciones tan desacertadas que seguramente fueron hechas desde el orgullo de una madre que no se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Pero las ofensas muchas veces vienen disfrazadas de buenas intenciones y Carolina creció así.

    ¿Me hubiera gustado haber leído más con ella? Sí, claro que sí. Pero el tiempo y el crecimiento que inevitablemente viene con él se interpusieron. Una vez que terminamos el libro de cuentos volvimos a empezar del principio. Después elegimos otro, uno de piratas que no recuerdo ni siquiera el nombre del autor. Esos meses de lectura conjunta fueron lindos, pero después empecé a notar que la que no tenía ganas era ella. Tenía otras cosas en la cabeza, otras amigas —y amigos— que iban a casa y se quedaban hasta tarde en la vereda, charlando en secreto y riéndose de temas que yo no entendía.

    Me enojé. De repente había dejado de darme bola y me esquivaba diciendo que mañana lo haríamos y mañana no llegaba. Quizás esa fue otra estructura que se rompió y me costó readaptarme, porque mis ganas de leer iban asociadas a ella. Tenía que encontrar otro incentivo.

    Y así, como sucedió con la cama nueva, con el correr de las semanas esto también me dejo de angustiar. Dejé de buscarla porque ya no la necesitaba. Cuando ella quiso volver a retomar ese vínculo fui yo quien le dijo que no, porque para ese entonces ya había descubierto que me gustaba leer más para mí que para otro.

    5

    Mis abuelos paternos fallecieron en un accidente mucho antes de que yo naciera. Una ruta lluviosa, un conductor apurado y dos cuerpos en la banquina, qué se le va a hacer. La única que nos aportó algunos datos sobre sus personalidades, dónde vivían, un par de fotos y cómo se llamaban, fue mamá. Nos contaba cosas con mucho secretismo y reiteradas aclaraciones de que tenía que quedar entre nosotros. Mis hermanas y yo no cuestionamos nada tampoco, simplemente seguimos la corriente pensando que por algo debía ser.

    Mi abuelo por parte de mi mamá falleció cuando yo tenía tres años, producto de un ataque al corazón, así que me crie con una sola abuela. De él sólo tengo un recuerdo que, de tanto repasarlo en mi cabeza, dudo que sea enteramente real. Tengo imágenes de él sentado en un sillón a la sombra de un árbol en plena siesta. Con una mano sostenía mi brazo y con la otra sostenía una birome. Trazaba líneas y círculos en mi muñeca mientras yo me reía por las cosquillas. La abuela, que se asomaba por el fondo, le retaba diciéndole que dejara de jugar así con sus nietos y él le contestaba que no pasaba nada, que los hombres de verdad necesitan un reloj, no importa que éste sea uno dibujado.

    Describir a mi abuela sería describir a cualquier señora mayor de mi pueblo. Se destacaba por un millón de cosas pero no por su apariencia: era una señora bajita que decidió adoptar como marca personal el cabello largo hasta los hombros, cuyo color descendía en una escala de grises que al sol reflejaban destellos plateados y a la sombra era del color de la ceniza. Mama insistía en que se lo tiñera.

    —Esas pavadas para ocultar la edad son para gente que le tiene miedo a la muerte —solía decir—. Los años pasan y nos ponemos viejas, qué se le va a hacer. No podés angustiarte por eso, sino nunca vas a vivir tranquila.

    —Pero una se tiene que tener un poquito de amor propio —decía mamá.

    —¿Y a vos quién te hizo pensar que yo no me quiero? —le contestaba la abuela.

    A veces llevaba el cabello recogido en la nuca con un broche de plata en forma de hoja. Solía decirnos, a mí y a mis primos, que fue uno de los primeros regalos que le hizo el abuelo cuando se casaron y que se lo trajeron unos antepasados suyos directamente desde España. También nos decía que había pertenecido a la esposa de un funcionario muy importante y que escondía un misterio que podía contárnoslo recién cuando fuéramos más grandes porque implicaba conflictos políticos y pasiones prohibidas. Esas eran las palabras que utilizaba. Yo me tomaba muy enserio sus historias, y ella lo sabía. Creo que por eso las seguía exagerando. Conforme fui creciendo, comencé a dudar de la veracidad de sus historias y simplemente me dejaba llevar por su delirio y su imaginación porque era lo que la hacía distinta a cualquier persona que me rodeara. Le daba otro sentido a las cosas y situaciones cotidianas, tanto que terminabas viendo las cosas de otra manera.

    Pocas veces en la vida me he encontrado con personas a quienes les confiaría mi vida, mis pensamientos y mis temores —y que rematara cada frase con un refrán o una comparación popular— y mi abuela fue una de ellas. Fue un vínculo que se construyó desde los inicios de mi infancia y los primeros recuerdos que tengo con ella son demasiado nítidos. Dejaba lo que estaba haciendo para darme un abrazo cada vez que llegaba a su casa y todos sus saludos dejaban huella. Si estaba amasando te dejaba harina en la ropa. Si estaba lavando te dejaba una mancha de espuma. Si no estaba haciendo nada, el aroma de su perfume —ese que compraba en las revistas por catálogo cuya botellita de vidrio tenía patrones cuadriculados— quedaba revoloteando por tu nariz por un buen rato.

    6

    Karina se fue a vivir con la abuela cuando tenía quince años. Las veía muy poco, a veces solo los fines de semana. Si quería ir a verlas tenía que insistir a mamá para que me llevara, sino la abuela mandaba a Karina para que me buscara en su bici. Mamá decía que tenía muchas cosas que hacer y no tenía tiempo para llevarme a verlas, pero por lo menos una vez a la semana me soltaba y me dejaba ir.

    Su casa era un parque de diversiones si sabías explotarlo bien. La vivienda no era más que una construcción de material sencilla de color verde desgastado por el tiempo y las lluvias, pero su revoque seguía intacto. Tenía una galería delantera cuyo techo estaba conformado únicamente por una estructura de hierro sobre la cual creció una enredadera muy tupida, con hojas oscuras y ásperas que cuando florecía en primavera dejaba un colchón de pétalos rosa y violeta en el suelo de cemento.

    Una tarde Karina me llevó a la galería bajo la enredadera y nos sentamos en el suelo.

    —Tiene que ser a esta hora de la tarde más o menos —estaba sentada con las piernas cruzadas y las manos hacia arriba sobre su regazo—. ¿Viste que el viento ya empieza a soplar? Las hojas y las flores caen al menor movimiento.

    Me senté frente a ella, imitando su pose lo mejor que pude.

    —Lo único que tenemos que hacer es cerrar los ojos y respirar lentamente. Y esperar.

    —¿Y qué tiene que pasar?

    Karina se encogió de hombros. A esa edad ya había adoptado el corte de cabello que elegiría para el resto de su adolescencia: un flequillo tupido que se detenía en una línea recta por encima de sus ojos y un corte tipo carré hasta los hombros. Tenía esa sonrisa ladeada que también había visto en la abuela, ese rasgo característico que te decía que te prepares porque te estaba por contar una historia disparatada o revelar algún secreto.

    —En cualquier momento una flor se va a caer. Y si aterriza en las manos o en el regazo de alguno de los dos, tenemos que pedir un deseo. La flor te lo va a cumplir.

    —¿En serio? ¿Por qué?

    Aún con los ojos cerrados, Karina sonrió.

    —¿Cuál crees que es la función de las flores en una planta, Pablito?

    —No sé qué es una función.

    —Un tarea, digamos. Y las flores tienen muchas. Te van a enseñar todo eso en la escuela, pero ahora no te voy aburrir con eso de la polinización y no sé qué más. Yo creo que la función más importante es la de darle belleza a las cosas en general. Un jardín así nomás con plantas sin florecer pasa desapercibido. Una vez que florece es otra cosa. Una habitación vacía cambia completamente cuando ponés un jarrón con flores. Yo sé que soy re linda pero me pongo una flor en la oreja y soy una diosa ¿es o no es así? Ese es su trabajo, le dedican su vida a eso. Y me gusta creer que, aun cuando se están por morir, tienen algo bonito para dar. Así de sacrificadas son y tan poca bola les damos… ¿Y qué mejor que cumplirte un deseo, eh? Si cae encima tuyo quiere decir que te eligió a vos ¿no te parece?

    Quedamos sentados en silencio y con los ojos cerrados por más de diez minutos. Estaba por quedarme dormido cuando escuché el siseo de la escoba de la abuela cerca de nosotros.

    —¿Y? —preguntó sin dejar de mirar el suelo que barría.

    —Nada, che —contestó Karina, poniéndose de pie.

    —Y, hay días y días...

    Pensé que Karina estaba influenciada por la imaginación de la abuela y que el poco tiempo que llevaban viviendo juntas había sido suficiente para que las personalidades se mezclaran. A veces me quedaba mirándolas fijamente para ver si encontraba algún parecido entre las dos, algún rastro o gesto de sus rostros pero no encontraba nada, solamente esa fascinación por ver las cosas de otro modo, de inventar historias, y de adjudicarles misterios a la vida cotidiana.

    Ya siendo adulto, cuando estas anécdotas surgían en los encuentros familiares, me hacía el enojado y, entre chiste y chiste, les preguntaba si no les daba vergüenza hacerme creer esas cosas, pero ellas insistían en que nada de sus historias ni sus creencias eran un chiste. Las supersticiones existen por algo, decían, ya sean buenas o malas.

    7

    Lo mejor de la casa de la abuela estaba en el patio trasero. Una extensión de tierra se extendía infinitamente con árboles cuyos frutos estaban siempre al alcance de la mano, sin fallar en ninguna estación. Estaban esparcidos aquí y allá, formando un pequeño monte. Al final del terreno, escondido como un tesoro entre las ramas tupidas de los pomelos, se alzaba un gallinero abandonado. Cuando mi abuelo decidió vivir exclusivamente de su jubilación, se dedicó a criar animales. Años más adelante, cuando la artrosis comenzó a ser un tema cada vez más serio y le consumió la voluntad de sostener las viejas costumbres, todo eso quedó atrás. La abuela no tenía el tiempo ni la paciencia ni la edad para dedicarse ella sola a la tarea, así que mandó a sus hijos a que limpiaran el lugar a fondo y lo dejaran como nuevo, para que ese espacio sea pura y exclusivamente para recreación de sus nietos. Ella decía que fue idea de mis primos mayores, que se apropiaron del lugar y lo fueron equipando o modificando. Otras veces, cuando se confundía de historias, decía que había sido idea del abuelo, para que no correteáramos adentro de la casa, entonces nos mandó a todos a jugar al fondo, lejos del griterío que le impedía concentrarse en sus programas de radio de la tarde. La cosa es que, con el correr de los años, fueron agregando y quitando cosas, y para cuando yo llegué ya casi nadie lo usaba. Mis otros primos ya estaban grandes y les daba vergüenza seguir frecuentando ese lugar.

    El perímetro estaba delimitado por una cerca de madera algo destartalada y un portón, también de madera, más parecido a una tranquera. Mantuvieron intacto el depósito del abuelo, pero el resto fue completamente renovado. Limpiaron y pintaron una habitación bastante amplia donde los animales se refugiaban de la lluvia y el frío y la convirtieron en una pieza para usos múltiples, con una mesa pequeña y cuatro sillas, un juego de cortinas e incluso arreglaron la instalación eléctrica. La chapa sobresaliente del techo y el camino de ladrillo hasta el portón de madera de la entrada formaban una suerte de galería. El gallinero mismo fue construido alrededor de los árboles del patio de modo que dentro del perímetro quedaron una planta de pomelo, un ceibo y un paraíso enorme, del cual utilizaron la rama más alta y gruesa para colgar una hamaca hecha con un neumático usado. La gramilla se adueñó del patio así que periódicamente la abuela mandaba a hacerlo cortar porque tenía miedo de que nos picara algún bicho.

    Bauticé aquel lugar con el nombre de la Guarida. Saqué la idea de un programa de televisión en el que cuatro chicos se juntaban a planear travesuras en la casa del árbol de un miembro de la banda, y me pareció que le quedaba bien.

    Solamente éramos tres personas las que seguíamos utilizándolo en ese entonces: Daniel y Priscila, dos primos que vivían en Campo Largo y Napenay, respectivamente; y yo, por supuesto. Ellos solían visitar a la abuela los fines de semana y pasábamos horas allí atrás.

    Otra persona que iba de vez en cuando la Guarida era una vecina de mi abuela que se llamaba Andrea, una de las mejores amigas de Carolina. Tenían la misma edad y se hicieron amigas desde muy chicas, por conocerse del barrio nada más, pero luego coincidieron en el mismo grado en su escuela y a partir de allí jamás se separaron. Nuestra casa quedaba del otro lado del pueblo. Ese era uno de los motivos principales por los que mamá siempre tenía un pero a la hora de llevarme de visita —porque ya estaba oscureciendo, porque se pinchó la moto, porque Karina estaba ocupada— pero Andrea todos los días se pasaba por casa aunque sea un ratito a saludar, a compartir un par de chismes con Caro o hablar de lo que sea que dos adolescentes tienen ganas de hablar. A veces ellas también pasaban la tarde en la Guarida con la excusa de cuidarme, pero a ambas se las veía muy divertidas y a las carcajadas en la hamaca.

    Esas tardes me encantaban porque en casa Caro no se mostraba tan alegre y enérgica. Era como si hubiera conocido a una amiga nueva que fue a jugar allí de casualidad. La pasábamos bien un rato y, como esos amigos que hacía en las reuniones de mamá, luego desaparecía. Tenía apenas doce años y ya se autoproclamaba una chica grande y nosotros éramos los más chicos. Lo decía así, en tono despectivo. Ella ya no se sentaba en la mesa que nos ponían aparte los domingos, ya no se desesperaba por salir corriendo al negocio cuando encontraba una moneda y ya no iba a jugar a la Guarida porque tenía otras cosas que hacer. Pero había tardes en que se olvidaba de todo eso y se pasaba horas en la hamaca, echando su cabeza hacia atrás con los ojos cerrados, con su cabello oscuro y alborotado rozando la gramilla, riendo del vértigo.

    Esa Caro me gustaba.

    8

    Otro de los motivos por los que me encantaba ir a la casa de la abuela era para poder jugar con la Bonita. Era una perra sin raza que la abuela adoptó al poco tiempo que falleció su marido y, hasta que Karina se instaló con ella, fue su única compañía. Tenía las patas cortas, el cuerpo alargado, la nariz puntiaguda y los ojos chiquitos. Era de color negro a excepción de una mancha blanca en la oreja izquierda y el ojo derecho. Tenía en el patio su propio sillón con un almohadón bien mullido que la abuela acomodaba a su lado cuando se sentaba a tomar mate y miraban juntas la vida pasar.

    En casa no podíamos tener mascotas porque papá no quería. Decía que, haciendo números, el gasto era demasiado y además eran muy cargosos, te condicionaban la vida porque tenías que estar al pendiente de que no les falte nada, que no se enfermen, buscar con quién dejarlos si tenías que salir. Carolina insistía más que yo, pero ella era más de los gatos. Aun así, tampoco le dejaban. Ella argumentaba que los gatos eran más independientes, que uno no notaba siquiera que estuvieran en la casa y que incluso se alimentaban solos. Pero papá decía que dejaban pelos por todas partes, que el olor a pis era insoportable y que además eran vagos, que si el gato se iba y no volvía después él iba a tener que estar consolándola. Entonces la Bonita era lo más parecido a una mascota que teníamos.

    La abuela la trataba como a una integrante más de la familia y se dirigía a ella como a uno más en la conversación. Podíamos estar todos juntos en el comedor y de un momento a otro decía Bueno, Boni, vamos que ya saltó el secarropas y se iban juntas para la galería trasera, fuentón en mano. También hablaba con ella cuando hacía sus quehaceres. Podía estar baldeando el piso y de la nada preguntaba en voz alta: ¿Che, Bonita, qué será que vamos a comer hoy?

    Karina hacía lo mismo. Cuando había que comprar algo del negocio íbamos los tres, y a mitad de camino solía decir Acordáte Boni: medio de pan, medio de tomate y medio de zanahoria. Si me olvido vamos a tener que volver… y está bravo el sol.

    A esa edad mi imaginación volaba con el soplo más leve y llegué a pensar que la perra era mágica y que de verdad podía hablar, pero sólo lo manifestaba con ellas dos. Era una obsesión secreta que no podía soltar. Seguía a la perra a todos lados, estudiaba sus movimientos, prestaba atención a las palabras que decía la abuela tratando de distinguir algún patrón, cuáles eran las palabras mágicas. Primero le susurraba, le decía que yo conocía su secreto y que podía confiar en mí, que yo también quería hablar con ella. Pero la perra ni se inmutaba. Entonces empecé a conversar con ella como si fuera una más, a ver si un día pasaba algo. Le saludaba cuando llegaba y cuando me iba. A veces hacía algún comentario al azar como ¿Decís que va a llover? y me quedaba esperando que respondiera, pero nada pasaba. Llegué a pensar que quizás las mágicas eran mi abuela y mi hermana, no la perra. Eran ellas las que tenían un don especial y no me animaba a decirles que me lo pasaran.

    Como todo lo que a uno le obsesiona en la infancia, de un día para otro dejó de tener relevancia y ese interés pasó a otra cosa. Toda la vida pensé que era algo que me lo había guardado para mí, una de esas anécdotas vergonzosas que uno las deja en el olvido, pero un domingo, cuando estábamos de sobremesa, la abuela salió de su habitación cargando una caja de fotografías, dispuesta a mostrarle todos y cada uno de los álbumes a Milton. Más adelante te cuento quién es él, tenéme paciencia. Allí encontramos una foto que fue sacada desde lejos en donde yo estoy en cuclillas en el medio del patio, claramente hablándole a la perra en la oreja.

    La abuela siempre lo supo y contó la anécdota llorando de la risa. Es uno de los últimos recuerdos que tengo de ella.

    9

    Karina y la abuela —y la Bonita— estaban tomando mate bajo la sombra del paraíso de la Guarida mientras yo me hamacaba. Hacía un calor insoportable, de esos que no te dejaban salir de la casa hasta pasadas las seis de la tarde. Si sacabas la cabeza por encima del tejido y mirabas hacia ambos lados podías ver que no había nadie en las calles, sólo una pequeña silueta a tres cuadras de algún perro callejero o de algún caballo que se soltó, difuminado por la distorsión del calor que se elevaba desde el suelo como una cortina de agua. Pero la abuela tenía costumbres que no iba a pasar por alto por más que el mundo se estuviera viniendo abajo: todos los días se tomaba mate —fuerte, caliente y amargo— a las cinco de la tarde. Sacaba la mesa de la piecita de la Guarida y se acomodaba bajo el paraíso, contra la cerca de madera donde a esa hora ya daba la sombra.

    —Te va a gustar mucho, ya vas a ver —dijo Karina—. Van a dibujar, van a aprender de todo… Hay un montón de juegos también. —hizo una pausa para pensar cómo seguir—. También les van a enseñar canciones muy lindas.

    Había cumplido cinco años el trece de diciembre y estaban preparándome para cuando empezara el jardín en marzo, pero no lograban que la idea me emocionara. Se iban turnando: primero fue mamá, con el mismo discurso que me estaba dando Karina.

    —Vas a conocer a tus compañeritos, a tu maestra, el patio de juegos… —contaba con los dedos, como si fuera que mientras más cosas enumerara más me entusiasmaría por la idea.

    Papá fue distinto al resto.

    —Tenés que ir porque es lo que hay que hacer. Ya se te terminó la joda.

    Pero mi lógica en ese momento era ésta, y se la planteé a Karina:

    —¿Por qué tengo que ir allá a hacer las cosas que puedo hacer acá?

    —Porque allá vas a hacer amigos y no vas a tener que hacerlo solo o con tus primos. Además te van a enseñar otras cosas como los números, las estaciones del año, las fechas patrias… —volvió a detenerse para pensar como seguir—. Y las maestras son muy buenitas. Les vas a agarrar mucho cariño, ya vas a ver.

    Ya vas a ver. La afirmación que hacían constantemente no dejaba lugar a la duda. El jardín era algo definitivo que, a la corta o a la larga, iba a suceder sí o sí.

    —Vas a ser el más inteligente de toda tu salita, mi amor, acordáte de lo que te digo —dijo la abuela, mirándome por encima de sus anteojos mientras se cebaba otro mate—. Después quiero que vengas y me digas cuántos más saben leer como vos.

    Conforme fueron pasando los días, más siguieron insistiendo con el tema del jardín y lo genial que la pasaría. La coacción que querían ejercer con sonrisas hasta el hartazgo, historias de arcoíris y canciones mágicas empezaron a surtir efecto cuando me compraron los útiles. Me pusieron el delantal tradicional a cuadros azul y celeste e hicieron que me pusiera la mochila. Mientras me miraba en el espejo podía sentir como el entusiasmo comenzaba a despertarse en mi interior. Empecé a contar los días y pedía que me cuenten de nuevo qué cosas me esperaban en ese lugar, como quien no se cansa de especular y disfrutar de la expectativa, al punto de que ya era cansador.

    Una noche soñé que el primer día de clases una maestra me detenía en la puerta del jardín y me exigía que le mostrara el interior mi mochila. Cuando lo hice, estaba vacía. De algún modo había perdido todo, entonces me negaban la entrada y me decían que tenía que volver al año siguiente. Desperté angustiado y fui corriendo al comedor, encendí todas las luces y empecé a buscar frenético en el modular donde sabía que habían guardado mis cosas. Revolví todo hasta que encontré la mochila. La abrí y encontré todas mis cosas donde las había dejado. Solté un suspiro, aliviado porque no me negarían la entrada al jardín.

    El sonido de un picaporte sonó como un estruendo en mitad de la noche y el rechinar de las bisagras le agregó un toque terrorífico. Papá vio las luces encendidas y el ruido en el comedor lo despertó. Con el rostro contraído, tratando de ajustar los ojos a la luz, me encontró revolviendo entre los armarios a las cuatro de la madrugada: me dijo a los gritos que dejara de hacer tanto escándalo y que me vaya a dormir inmediatamente. En eso mamá se despertó y fue ella la que me llevó a la cama de nuevo.

    Cuando estaba a punto de dormir escuché que papá le decía:

    —¿Ves, Carmen? Eso pasa porque ustedes le taladran la cabeza todo el día y todos los días. Yo ya les dije, pero a mí nadie me escucha cuando yo hablo…

    Las palabras de papá se fueron apagando en mi cabeza a medida que me entregaba al sueño.

    Mamá en ningún momento dijo nada.

    10

    El jardín estaba atestado de niños que iban y venían corriendo en un torbellino de delantales azules, útiles que rebotaban en el interior de las mochilas y madres gritando nombres al aire, interrumpidas por otras madres que gritaban otros nombres, como si fuera un coro a dos voces.

    Una maestra bajita y cachetona, con mucha sombra de ojos verde y el cabello furiosamente enrulado se presentó como la señorita Claudia. Tenía la voz dulce y aguda. Se detuvo a saludar uno por uno a los niños que fuimos asignados a su salita y después nos hizo formar dos filas: nenas por un lado y varones por el otro. Al ser el más pequeño de todos, quedé adelante. Nos tomó las manos a mí y a la primera nena de la otra fila y, formando un tren algo descarrilado, fuimos hasta el patio.

    Eché un vistazo general hacia todo el gentío y me llamó la atención que allí los padres iban a dejar a las madres, si es que iban, y sólo ellas se quedaban. Pensé que quizás había una regla que les impedía quedarse, o que era uno de esos lugares prohibidos, como cuando me explicaron que no tenía que entrar al baño de las nenas.

    Las maestras intentaron enseñarnos una canción para saludar a la bandera. Las madres, del otro lado del mástil, hacían señas a sus hijos buscándolos con la mirada, tratando de llamar la atención como quien quiere que un perro le dé la patita. Seguían las letras de las canciones y aplaudían fuera de tempo, incapaces de sostener tanta emoción colectiva.

    Yo no había perdido de vista a mamá. Llevaba un vestido corto y floreado a juego con sus sandalias blancas y el cabello suelto, echado hacia un hombro. Era la única que aplaudía al son de la canción. Noté que giro la vista hacia una persona que, entre empujones y disculpas, logró llegar al frente. Era Karina. Le dijo algo a mamá en el oído y ésta me señaló. Le sonreí desde mi lugar y agité un brazo en el aire en el momento en que sacaba una foto. Esperaba que detrás de ella apareciera Carolina pero eso no sucedió. Ya había descartado a papá de las opciones porque me quedó claro que en ese lugar los padres no iban.

    Después nos llevaron a conocer nuestra salita. Era una habitación enorme con paredes blancas iluminadas por tubos fluorescentes. La blancura del lugar hizo que tuviera que darle un momento a mis ojos para que se acostumbraran. Un pizarrón verde estaba abullonado a una de las paredes laterales. Del otro lado había una mesada de cocina con azulejos en las paredes. Mesas y sillas en miniatura estaban dispuestas por todo el centro de la habitación. Las estanterías que llegaban hasta el techo estaban repletas de materiales de trabajo: desde plastilinas hasta libros. Había un apartado de juguetes de todo tipo, dividido en dos sectores, de nenas y varones.

    No mintieron cuando dijeron que el lugar era una maravilla a primera vista. Pero el momento del desencanto no tardó en llegar y fue cuando, después de más presentaciones e informaciones varias, la señorita Claudia anunció que podíamos empezar con nuestras actividades y pedía gentilmente a las madres que se retiraran.

    Me di la vuelta y me aferré al brazo de mamá.

    —Vos no te vayas —le susurré, como quien comparte un plan secreto, creyendo que las reglas se aplicaban a todo el resto menos a mí y que nadie se daría cuenta si las rompíamos.

    —Pero yo me tengo que ir. ¿No ves que todos los nenes se quedan solitos?

    En ese momento me importó muy poco la independencia emocional del

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