Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

EL NIÑO LUCHO
EL NIÑO LUCHO
EL NIÑO LUCHO
Libro electrónico219 páginas3 horas

EL NIÑO LUCHO

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El niño Lucho es la crónica de un individuo atado a las condiciones históricas comunes a los países de América Latina: el racismo y las diferencias sociales, la explotación de los indígenas, el despojo de sus recursos naturales, y el oportunismo político. El niño Lucho descubre su identidad y va en busca de su libertad en el entorno de estas condiciones. Desde la perspectiva de esta identidad, siente la historia de su país, Bolivia, y la vive. El niño Lucho se deleita rememorando y contando cuentos. Tiene una opinión para todo.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento23 may 2024
ISBN9781506553320
EL NIÑO LUCHO
Autor

Martha Hill

Martha Hill es periodista jubilada del periódico The News-Press en Fort Myers, Florida, subsidiario de la compañía Gannett. Licenciado en Economía, Instituto Técnico de Santo Domingo, Santo Domingo, República Dominicana; Técnico en Ciencias de la Comunicación de la Universidad Rafael Landívar, Guatemala; Bachelor of Arts in Literature, University of South Florida, y Master in Pastoral Theology, Barry University.

Relacionado con EL NIÑO LUCHO

Libros electrónicos relacionados

Historia para niños para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para EL NIÑO LUCHO

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    EL NIÑO LUCHO - Martha Hill

    Copyright © 2024 por Martha Hill.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Fecha de revisión: 07/05/2024

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    857798

    AL DESTINO

    Miguel de Unamuno

    "En inquietud ahógame el sosiego

    Tu secreto velándome, Destino,

    No me dejes parar en mi camino,

    Sin inquirirte te obedezca ciego.

    Ni hora me des de queja ni de ruego,

    Aguíjeme tu pica de contino

    Y que en el mundo, insomne peregrino,

    A cuestas lleve de mi hogar el fuego.

    Quiero mi paz ganarme con la guerra,

    Conquistar quiero el sueño venturoso,

    No me des ocio el que tu entraña encierra

    de esclarecer enigma tenebroso,

    y cuando al seno torne de la tierra,

    haz que merezca el eternal reposo."

    *

    A la

    penumbra de sus cuarenta años, que en esa época se consideraba vejez, y agotada la matriz porque venía pariendo desde sus dieciséis años, doña María Paz Porcel de Calbimonte rompía aguas por novena vez. Sintió la mujer el mojón entre las piernas mientras de a pasito subía las gradas bastante altas y de piedra maciza que conducían a la azotea de su casa en Potosí. Iba a tomar el sol. Al escuchar un lamento que intentaba sacar un alarido se acercó la sirvienta pensando que su señora se había tropezado. Pero al ver las gradas mojadas y que la parturienta se retorcía de fastidio, la arrastró de espaldas, a su cuarto nomás, al fondo de la azotea, a su catre, porque no daría tiempo de llevarla a los aposentos de los señores tres patios hacia el otro lado, y en el segundo piso. No aguantaría el dolor de cruzar tan largo trecho. Andá rápido a llamar a la niña Isabel, le dijo la sirvienta al chico que barría el polvo de la azotea y se prestaba a enjuagar las gradas. Llegaron sin aliento la partera y la niña Isabel, quien ya era una señorita de sociedad, dispuestas a amainar el dolor de doña María. Encontraron en el piso del cuarto, que ahora era un charco lleno de barro, un bulto retorciéndose en gemidos más de impertinencia por la audacia de un niño que quería nacer, que de dolor. La señora no quería subir al catre. Su altura no le permitía compartir un lecho con la servidumbre. La partera arremangó las enaguas embarradas de la señora y vio que ya aparecía la corona de la guagua. Así que la alzó de los sobacos y la sacudió para que la fuerza de la tierra jalara nomás la nueva vida y así se escurrió rapidito el grito del recién nacido. Levantó Isabel a la guagua del suelo, vio que era varón, y trató de acomodarlo en el regazo de su madre para que respirara su calor. Pero la señora volteó la cara con un gesto de disgusto, porque además de tener que aguantar otro parto vio que el recién nacido era negro, en fin, no rubiecito como su hermano Humberto. La decepcionada madre no había advertido que aquellos ojitos destellaban una especial luminosidad a la sombra de unas pestañas jamás vistas de tan largas y onduladas.

    A su queja de que los agobiados pechos ya no daban leche y de que ya no estoy para criar guaguas, además no quiero que me vea la gente, doña María instó a la partera, quien inútilmente trataba de pasarle el niño para que tome leche, a buscar una india, quizás de La Gran Peña, para que ella nomás le dé pecho, que se le va a pagar, pues. El llanto del niño hambriento ahogó un suspiro en Isabel. Lo levantó entre sus brazos y lo vio hermoso, morenito como ella, con el pelito rizado y sus pies y manos perfectitos, una belleza. Andá ahorita a buscar una india para que le dé pecho, le ordenó a la sirvienta, después lo llevaremos a La Gran Peña. Levantó Isabel los ojos al cielo y sin decir palabra salió cargando al niño envuelto en su delantal, en busca de cariño ajeno, pero cariño al fin.

    Don Primitivo salía muy temprano por la mañana a trabajar en las minas y el Ingenio, y regresaba casi de noche. Pero ese día había regresado un poco más temprano porque hacía mucho frio y quería estar en su casa antes que se haga de noche. Al llegar al enorme portón de madera tallada, un pongo se le acercó jadeando para decirle que doña María había dado a luz y que era hombrecito. Entró don Primitivo carrera a buscarla, pero no la encontró. Es más, no había ni un alma en la casa. Iba de un lado al otro por el largo pasillo rodeado de ventanillas del segundo piso donde se encontraban los aposentos de los señores, entrando de un cuarto a otro. ¿Dónde está? ¡Muéstrenme la guagua! Doña María al final se había quedado dormida en el catre de la sirvienta. Y el niño, envuelto en una manta de yute, estaba en la cocina frente al fogón mamando de los senos de una india, quien había parido otro hombrecito hace unos días. Escuchando la voz de su padre Isabel cruzó corriendo el primer patio hacia la cocina, cargó al niño y se lo llevó a su padre, ilusionada con la alegría que le causaría. Don Primitivo no quiso tomarlo en sus brazos, de aquí nomás lo voy a ver, dijo. No sabía cómo cargar guaguas. ¿Y tu mamita? Isabel meneó la cabeza y le acercó al niño. Don Primitivo, destapando cuidadosamente la manta de yute para atisbar a su hijo, le agarró la manita y la guagua apretó con fuerza uno de sus dedos. Lo vio muy lindo, morenito sí, se parece a mí, tiene unas pestañas enormes. Isabel le habló del bautizo y que si ella podía ser la madrina. Preguntále pues a tu mamita, por mí no hay problema. Yo contento que seas la madrina. Ustedes elijan la fecha del bautizo. Pero Isabel no le preguntó nada a su mamita y empezó a hacer los arreglos para mandar al niño a La Gran Peña. Después se verá lo del bautizo. La Gran Peña era la hacienda de los Calbimonte, a unos 15 kilómetros al norte de Potosí, localizada en un pequeño valle a los pies de una roca gigantesca. De ahí el nombre. Don Primitivo la había heredado de su tío Protacio a finales del Siglo 19. En algún tiempo habría sido el convento de los Jesuitas. Decía la gente de los alrededores que allí se había aparecido la Virgen de La Merced, de quien don Primitivo era muy devoto.

    Hacía frío en la Ciudad Imperial, como siempre, aunque ese día, todos habían sentido más frio que otros días. Cosa rara, había lloviznado la noche anterior. Por eso se le había antojado a doña María a salir de sus aposentos, cruzar tres patios, y subir a la azotea para tomar el sol. Se aprestaban los potosinos para la festividad de San Miguel Arcángel y se oía a los lejos el son de las bandas ensayando los bailes ofrendados por las fraternidades. Ya terminaba el invierno, la época seca se decía, una estación que había sido manchada con la sangre de los mineros de Uncía, una de las minas de Simón I. Patiño, cuando el ejército había arremetido contra cientos de manifestantes que reclamaban puntas de trabajo más humanitarias en interior mina. Estaba la situación alterada en las calles de Potosí por aquello de que los trabajadores de las minas estaban descontentos y había amenaza de huelga. Por eso habría que mandar de una vez a la guagua a La Gran Peña, le dijo Isabel a su padre. Se puede posponer lo del bautizo para otro momento, quizás cuando no haga tanto frio, y cuando las cosas estén más calmadas en Potosí. Don Primitivo prometió una mensualidad a la india nodriza y a mejor precio empleó a la Matiacita, la hija de la mucama de doña Julia Hochkofler, cuñada de doña María, para que atienda a la guagua, que le cuidara, y le complaciera en todos sus gustos, pues que se asegure que fuera un chico feliz, que no le falte nada. La Matiacita sabía leer y escribir, era diestra en aritmética y conocía de historia y geografía. Doña Julia se solía distraer enseñándole todo a la niña porque era muy viva, decía. Doña Julia hubiese querido ser maestra pero las exigencias de su posición social no le habían permitido asistir a la Escuela Normal Superior. La madre de la Matiacita se alegró mucho que su niña pudiese trabajar de niñera en la casa de gente bien. Don Primitivo también pensó que le haría bien el campo a la guagua. El campo era un ayllu de unas cuarenta familias de linaje quechua quienes arrendaban terreno de siembra, o marka, en La Gran Peña. Así como en los tiempos del Inca, cada dos semanas, cuando el curaca lo indicaba, las familias se turnaban para trabajar la marka. Parte de la cosecha había que mandarla a Potosí para el uso de don Primitivo y su familia. Otra parte servía para la sustentación del ayllu, y la otra parte para la comercialización de la cosecha. Se sembraba papa, quinoa, oca, camote, papalisa, arveja, haba, trigo y choclo. También había arboles de durazno. Los duraznos se resecaban al sol para hacer mocochinchi, o bebida de durazno, favorita de doña María. En los corrales se criaba gallinas, ovejas y corderos y cabras y cabritos, dos burros y una llama para el transporte, y bueyes para arar la tierra.

    *

    A su llegada a La Gran Peña, el curaca encaminó a la guagua del patrón y su Matiacita junto a la india nodriza y su guagua, hacia la hacienda para enseñarles sus cuartos. Bueno, serían dos cuartos contiguos para los cuatro, para más comodidad. ¿Cuál es la guagua del patrón? La nodriza señaló a la que estaba durmiendo mientras la suya mamaba su turno. Es varón. ¿Cómo se llama el chico? Todavía no tiene nombre. El bautizo se hará cuando sea conveniente. Se excusó el curaca para ir a dar la noticia a la comarca. Dice el patrón que su hijo recién nacido se va a quedar a vivir en La Gran Peña porque el campo le va a sentar bien. El señor quiere que el chico respire aire puro. El señor quiere que se lo atienda bien al chico. Y así, el chico de don Primitivo se crio entre los usos del ayllu de La Gran Peña, aunque con trato de señor, ni más faltaba. Su procedencia de familia decente le brindaba la altura de dicho trato, y era el chico del patrón y vivía en la hacienda con sus pongos y ponguillos que se lo hacían todo, su madre prestada y su nodriza. La Matiacita lo llevaba a todas partes envuelto en su aguayo y cargado como un bultito en su espalda. Cuando la guagua tenía cólico, la Matiacita hacía remojar unas cuantas semillas de comino en un poco de leche y luego se la daba a beber de a poquito. No lloraba mucho el chico porque siempre había alguien a su lado para cargarlo y atenderlo. De Potosí, nunca nadie preguntaba por él. Casi mejor porque la Matiacita podía así cuidarlo a su antojo. Era su guagüita, como su juguete. Unas semanas después, coincidiendo con la fiesta de la Inmaculada, llegó don Primitivo a La Gran Peña a arreglar cuentas con los arrenderos del ayllu. Lo hacía cada año aprovechando la fiesta de la Virgen. Arrenderos, así se les decía a los que trabajaban la tierra para un patrón. Lo recibieron con mistura y serpentina y gran algarabía mientras el curaca le ponía al tanto de los asuntos de La Gran Peña y los pormenores de la celebración. Hinchada de orgullo, la Matiacita le trajo a su guagua. El chico tenía buen color y había engordado. Quemando incienso y al son de los sicuris llegó también el tata del Santuario de Manquiri, que quedaba cerca de La Gran Peña, cargando en devota procesión la estatuilla de la Virgen y los utensilios necesarios para celebrar la Santa Misa en la capilla de La Gran Peña. Después de la Misa, la celebración continuaría con la challa de los sembrados, echando chicha a la tierra, y al son de quenas, flautas y tambores cantando y alabando a la Pachamama, la madre de la tierra, para que nos conceda mucha aymuray. La fiesta seguiría por una semana, pero don Primitivo regresó a Potosí después de un par de días en los que arregló cuentas con los arrenderos, los peones, la nodriza del chico y la Matiacita.

    Cuando don Primitivo regresó al año siguiente se sorprendió de ver que el chico ya casi caminaba. Matiacita lo dejaba gateando en el piso de madera ancestral de la hacienda jugando con piedrecitas que tenían formas redondeadas o planas, ya sea sacadas del arroyo o por ahí enterradas en la tierra fértil. Fósiles decía la gente que eran. Las recogían cuando la Matiacita llevaba a su guagua, cargada a sus espaldas en su aguayo, de paseo por un arroyo que quedaba cerca de la hacienda. También jugaba el chico con un burrito de madera tallada que algún arrendero le había regalado. Era antiguo decían. Cariño le agarraron al chico del señor, los arrenderos. Cuando la Matiacita tenía que ir a Potosí a ver a su familia y a dar cuenta a don Primitivo de los cuidados del chico, la guagua se quedaba en la ch’uklla de un arrendero. Un buen día, cuando la Matiacita regresaba de Potosí su guagüita salió contenta a recibirla tratando de correr en sus dos piernitas. Bien vivo es el chico decían en el ayllu. Se le escuchó reír a carcajadas al chico el día que se echó a correr entre los árboles de durazno. Se agachaba a recoger ramitas y las guardaba para hacer palitos. Con ellos hacía diseños y figuras en el piso de la hacienda. Chillaba cuando veía correr a una liebre que se escapaba del intruso. Siempre había alguien detrás de él vigilando. No vaya a ser que le pase algo y don Primitivo se enoje. Pero la vigilancia tenía que ser de ocultas nomás, porque si no, el chico se alteraba y empezaba a llorar. No le gustaba que le riñan o le corrijan. No jugaba con los niños del ayllu, no porque no lo dejaran o porque los otros niños no quisieran, sino porque el hijo del patrón era de todas maneras patrón aunque fuese niño.

    La Matiacita le agarró mucho cariño al chico. No se sentía su sirvienta. Dejó que el instinto maternal naturalmente floreciera en su corazón y dejó de pensar que había que atenderle porque era el hijo del patrón. Un buen día le dio coqueluche al chico. Así que la Matiacita hizo hervir en una olla linaza, canela, un limón entero y bastante miel de abeja. Esa agüita tibia le daba cada vez que el chico tosía. Cubrió su pechito con hojas de eucalipto y una manta caliente de lana de oveja. Los árboles de eucalipto eran cuantiosos en La Gran Peña. Se curó el chico, gracias a Dios, y no tardó en volver a sus travesuras. En la época de voltear la tierra para la siembra de la oca, la Matiacita llevaba al chico para que vea trabajar a los arrenderos y aprenda cómo se prepara el terreno. Pero el chico era feliz ensuciándose en la tierra volteada. Los arrenderos cruzaban entre ellos ojos risueños viéndolo divertirse. Y lo dejaban nomás que hiciera lo que quisiera. En tiempo de siembra, el curaca con mucha paciencia le hacía colocar las semillas de oca en el huacho. Y el chico le obedecía porque era el curaca. Era contento el chico con el calor humano prestado. Siempre que la Matiacita iba de visita donde algún arrendero atendiendo encomiendas que le mandaban de Potosí, llevaba con ella al chico. Le hacían pleitesía las familias del ayllu, pero no tanto porque era el hijo de don Primitivo sino porque era lindo el chico y bien vivo. Si a la mitad del camino les cogía la noche, cualquier familia del ayllu les hacia un sitio especial en su choza y la Matiacita hacía un colchón de yuyu para que el chico descanse y le tapaban con una manta de lana de alpaca. Le daban leche caliente de cabra y el chico era muy feliz.

    Un día, tendría unos tres añitos el chico, preguntó por qué los chicos del ayllu tenían papa y mama y si su papa era el curaca y la Matiacita su mama. Hubo que explicarle qué eran un papa y una mama, y que se decía papá y mamá, y que su papá era don Primitivo y que ella no era su mamá. No preguntó quién era su mamá. Mejor así. Le dijo la Matiacita que se parecía a su papá, con buen porte, moreno y muy buenmozo, con unos ojos enormes y negros y unas pestañas largas. La próxima vez que llegó de visita don Primitivo, el chico se le acercó y le dijo papá. Don Primitivo sacó su pañuelo blanco para secarse los ojos, se agachó a la altura de su hijo y le dijo que pronto lo llevaría a Potosí de vacaciones. Ahora que sabía que don Primitivo era su papá, el chico empezó a sentirse con derecho a ser engreído. A él había que complacerle en todo lo que se le antojara o de lo contrario era de temer la protesta ante don Primitivo y si acaso el castigo de Dios. Ya de cuatro añitos, cual consciente de su preeminencia como hijo del patrón, el chico aprovechaba sus paseos con la Matiacita para chequear a

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1