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Cosecha de Doscientos Soles: Este libro viene en cuatro idiomas: español, inglés, alemán y tzeltal/maya
Cosecha de Doscientos Soles: Este libro viene en cuatro idiomas: español, inglés, alemán y tzeltal/maya
Cosecha de Doscientos Soles: Este libro viene en cuatro idiomas: español, inglés, alemán y tzeltal/maya
Libro electrónico626 páginas8 horas

Cosecha de Doscientos Soles: Este libro viene en cuatro idiomas: español, inglés, alemán y tzeltal/maya

Por Maus

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Información de este libro electrónico

Esta obra es la exigencia de gritar, desde lo hondo, el dolor y la situación del indio explotado, Como él mismo lo vive, lo grita y lo llora en sus oraciones llenas de lágrimas y de mística elevación. Por eso sus personajes son brutalmente reales, pues son la condensación resultante de miles de hombres, ancianos, mujeres y niños...

(Español)

This work arises from the need to shout out, from the depths, the painful circumstances of the exploited Indian, as he and she- they themselves – live it, shout it, and cry for it in their prayers, full of tears and mystical elevation. On that account, its characters are brutally real since they are a condensation derived from thousands of men, women, old people and children...

(English)

Dieses Werk entsteht aus dem Bedürfnis zu schreien, aus der Tiefe, die Schmerzen und die Lage des ausgebeuteten Indigenen, wie er selbst das erlebt, schreit und weint in seinen Gebeten, voller Tränen und mystischer Erhebung. Aus diesem Grund sind seine Charaktere gnadenlos wirklich, da sie aus Tausenden von Männern, Frauen, alten Menschen und Kindern abgeleitete Verdichtung sind.

(German)

Te at’elil into ja’ jun sujaw yu’un te awunele, te jajch’emtel ta sk’ubulil, yu’un te sk’uxul sok yayinel te uts’imbil ta at’el bats’il winike, jichnix te bin ut’il yakal ta k’axel k’inal yu’une, bin ut’il ya yawtay sok ya yok’etay ta sk’ambejel te nojel ta ya’lel sitil sok ta maba nabil smojtesel k’op ta ch’ulchan. Ja’ yu’un te jchiknajeletik yu’une lom xku’uxuxetnax smelelil skux-inelik, melel, ja’me jich tey syomojsbaik spisil te bayel oliyoxbajk’ winiketik, mamaletik, ants sok alnich’anetike…

(Tzeltal/Maya)

Samuel Ruiz,
CAMINANTE DEL MAYAB
Obispo de San Cristobal de las Casas
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento20 may 2024
ISBN9781506553191
Cosecha de Doscientos Soles: Este libro viene en cuatro idiomas: español, inglés, alemán y tzeltal/maya
Autor

Maus

Part of her time is for philosophy, part of it for anthropology but above all it is enjoying every breathe we take. Many years in the highlands of Chiapas taught her the most important things of life, the Universidad Nacional Autónoma de México added a few books that filled the gaps that a loving family either needed or left empty. After many years of trying to get rid of her ego, she still survives and continues to write, not more than anyone else, just a few different things that have been printed and have become new pieces of literature.

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    Cosecha de Doscientos Soles - Maus

    Copyright © 2024 por Maus.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Fecha de revisión: 03/05/2024

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    858693

    CONTENTS

    Prólogo

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Capítulo X

    Capítulo XI

    Capítulo XII

    Capítulo XIII

    Capítulo XIV

    Prologue

    Chapter One

    Chapter Two

    Chapter Three

    Chapter Four

    Chapter Five

    Chapter Six

    Chapter Seven

    Chapter Eight

    Chapter Nine

    Chapter Ten

    Chapter Eleven

    Chapter Twelve

    Chapter Thirteen

    Chapter Fourteen

    Vorwort

    Kapitel 1

    Kapitel 2

    Kapitel 3

    Kapitel 4

    Kapitel 5

    Kapitel 6

    Kapitel 7

    Kapitel 8

    Kapitel 9

    Kapitel 10

    Kapitel 11

    Kapitel 12

    Kapitel 13

    Kapitel 14

    Yochibal K’OP

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Capítulo X

    Capítulo XI

    Capítulo XII

    Capítulo XIII

    Capítulo XIV

    Endnotes

    49940.png

    Prólogo escrito por Samuel Ruiz

    Obispo Emérito de San Cristobal Las Casas, Chiapas

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    A Chirri, a Neni, a Carmela y al Doctor,

    pues sin ellos nunca hubiera conocido

    ni al Caballo, ni a Juan Sa, ni a Eréndira, ni a Montse.

    Cuando los ladinos rezan

    piden milagros.

    Cuando los indios rezan

    piden justicia.

    Calixta Güiteras Holmes

    Confieso que los personajes que aparecen en esta historia no tienen un rostro determinado en el mundo real, pero no son espíritus sin carne porque están encarnados en multitud de rostros, exceptuando a dos.

    Tom, a quien conocí con los cabellos quemados por el sol y se le decía así, Tom, en honor al Santo Patrón Tomás de su mundo Tzeltal.

    Y Manuel, quien narró esta historia cuando ya se encontraba afeitado y radicado definitivamente en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas.

    San Cristóbal de Las Casas, 1982.

    Maus

    PRÓLOGO

    Los pueblos vencidos, los pueblos sometidos, son pueblos sin historia. Su historia es la de los vencedores. Sus costumbres no tienen carta de ciudadanía, a no ser, a lo sumo, como curiosidades discordantes, como sonidos distorsionados de la cultura dominante.

    Por ello, no consideramos a las culturas indígenas de nuestro país, subconscientemente, como una parte de nuestro yo cultural, ni como las raíces de donde arranca lo más antiguo y autóctono de nuestro ser mexicano. Seguimos registrando la lección que nos fuera inducida de que lo indio no tiene valor ni es lo que nos dio el derecho de ser ciudadanos responsables del mundo; sino una conquista no cuestionada y sublimada, al grado de sentirla como punto de arranque de nuestra historia.

    A quien no pueda superar esta visión cabe recordarle que nuestras raíces son anteriores en el tiempo, que nuestros antepasados –distribuidos en diferentes etnias, como lo estuvo todo el país, incluyendo los de la culta Europa- tenían también su cultura; que esas culturas precolombinas tuvieron su esplendor y sobreviven sus despojos como muestra gloriosa. A quien se avergüence de este presente al que fue reducido nuestro pasado, no le recomendamos que lea este libro.

    Esta obra no se podrá entender si se le quiere mirar como un esfuerzo de traducir el mundo indígena chiapaneco al mexicano actual. No es una vulgarización antropológica ni es un esfuerzo de reconstruir la vida de una etnia.

    Esta obra no se podrá entender –ni su autora lo pretende- como una pieza literaria aspirante a un premio, aunque la belleza no esté precisamente ausente de ella, como transmitida de madre a hijo. El libro no pretende ser una lectura agradable.

    Esta obra –descúbrase ello o no- está escrita desde adentro, desde la empatía entrañable con el indígena. Por eso no se traduce lo que pueda parecer exótico o incomprensible.

    Esta obra es la exigencia de gritar, desde lo hondo, el dolor y la situación del indio explotado, como él mismo lo vive, lo grita y lo llora en sus oraciones llenas de lágrimas y de mística elevación. Por eso sus personajes son brutalmente reales, pues son la condensación resultante de miles de hombres, ancianos, mujeres y niños....

    Esta obra es así, naturalmente, un callado grito de protesta –como lo es el propio indígena en México-, que se prolonga como un lamento amordazado bajo el eslogan político y revolucionario, o detrás de la marginación religiosa que le niega a las etnias carta de ciudadanía o se la conceden para justificar su compasión hacia ellas. Esta obra sale a la luz cuando el sufrimiento maya se registra en México y resuena en las selvas chiapanecas, y retumba en la conciencia internacional como un grito que no logra ser acallado ni con cañones al otro lado del Usumacinta ni con reubicaciones en este lado de su caudaloso curso. Junto al mestizo déspota o compasivo-abusivo, junto a la represión que trata de silenciar la demanda organizada de sus reivindicaciones, junto a la explicación de su mano de obra barata en las plantaciones de azúcar o de café, junto al grito de la riña infundada del que pretendió inútilmente ahogar en alcohol sus penas, sólo redituables para el cantinero o el prestamista, se está fraguando la palabra inédita de protesta libertaria; se la está balbuceando ya en varias formas organizativas; está pagando su precio, para sí y para otros, en los desaparecidos, torturados, encarcelados o asesinados. Pero empieza a escucharse su sonoridad y a sentírsela como una palpitación de esperanza que se avecina a pesar de su lejanía.

    Aquí hay una sílaba de esa palabra en gestación. Tú, yo, otros corea con la autora, amable lector.

    Samuel Ruiz

    CAMINANTE DEL MAYAB

    Obispo de San Cristóbal Las Casas

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    CAPÍTULO I

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    Ya era inexplicable la tardanza de Santiago. Micaela esperó a que saliera el sol para bajar por el camino.

    —Anita, te encargo a los niños, no me tardo.

    Su despedida inquietó a Anita que aún dormía. Tomó su rebozo y quitó la tranca que afianzaba la puerta contra el frío, los ladrones y todos los males que quitan el sueño. Acostumbrada a abrir su puerta no le pesó la tranca de corazón de roble. La abrió y caminó hacia el centro del paraje.

    Ayer no hubo tortillas, anteayer se racionaron a dos para cada uno. No había nada en la huerta ni habían probado frijol desde la última luna llena que estaba por redondearse de nuevo. La sangre de su vientre la forzó a que llevara la cuenta exacta de su hambre. Pasaba otro mes sin Santiago, otro mes sin encargar pichito, por lo que caminaba de madrugada así, con frío en la piel y en su alma.

    —Compadre, vengo a ver si me puedes dar razón de Santiago.

    —Pues mira comadrita, cuando agarramos camino para la finca, estábamos juntos. Desde que apareció aquel hombre, gordo estaba el hombre, sin afeitar estaba pues. Santiago se quedó mirando el dinero y que yo eché de ver las ganas que le entraron de tenerlo, si por eso nos lo pasaron por la mirada, para que se nos antojara. Luego a cada quien le entregó sus cien pesos cabales, que a mí me olieron a tortilla tostada. Lo mismito pensó Santiago, sólo que él dijo que le olía a frijol caliente, pero de su casa, porque de ahí que cuando dijo el hombre que esta vez sí comeríamos bien en la finca, echamos memoria y nos acordamos sólo de las tortillas acedas y los frijoles agrios que comíamos ahí. De ahí que le echamos su advertidita de que este año no queríamos ir a pasar ni hambre ni frío pues. Clarito le oímos prometer más paga, que puta, cinco pesos más nos dieron por tarea cumplida.

    Santiago se lo había comentado antes de irse. Sabía a lo que iba. La primera vez que se fue a la finca fue para juntar unos centavos y levantarle su casa a Micaela. Estaba joven, casto, ni siquiera se había casado por primera vez, pero el siniestro de este año le exigió aceptar el dinero.

    Lo hacía por Micaela, por sus hijos, por Anita, su vientre y su niño y por su madre, que siendo tan vieja merecía descanso. Por todos, menos por él, aceptó el dinero y apenas lo tomó en sus manos comenzó a arrepentirse. El enganchador lo presintió, por eso se desapareció tan pronto, porque los hombres que son de raza de palabra verdadera nunca dejan de cumplir. Hecho el trato, Santiago tenía que presentarse después en la finca. Sin contrato de por medio estaba forzado a obedecer a alguien que desconocía sus costumbres y despreciaba su cultura. Fue a cumplir con su deber y nada que volvía.

    —Yo comencé el regreso desde la semana pasada. Santiago quiso quedarse a juntar otros sus centavos.

    — ¿No me mandó palabra, no me mandó razón?

    —No dijo nada, estaba bien, por eso se quedó otros sus diítas. Yo ya tuve que volver, ya no tengo edad para trabajar tanto. Ese mi compadre está más muchacho que yo, ni se había enfermado. ¿Saber qué le pasaría? Yo ya estoy de vuelta, gastado estoy y ni va a alcanzar la paga hasta la tapizca.

    ¿A qué se fue Santiago si nada remediaba? Ahora además de pobre iba a volver pobre y enfermo. Maldito finquero, se apareció como las culebras, cuando de todas maneras estás fregado. Así llegó el hombre, justo cuando veían que no iba a alcanzar el maíz para acabar el año, y es que se siente el pulso de la angustia. Pero entonces quedaba algo de esperanza, por lo menos había un hombre en la casa. Algo hubieran podido hacer juntos, en cambio ahora no quedaba nada ni fuerza, ni ideas, ni Santiago.

    Micaela se despidió con mucha tristeza. No había más que decir. Sus compadres la entendieron, no la convidaron a pasar como de costumbre, porque sabían que no podían ofrecerle lo que necesitaba. Micaela se fue sin tortilla, sin café, sin algo que le calentara el cuerpo. Ya no era cuestión de racionar las porciones, la comida se había acabado. Lo único que podían vender era el puerco, así quedaban los pollos por si alguien se enfermaba.

    Dio cada paso calmadamente hasta su casa. Micaela iba pensando en cómo conseguir dinero. Tenía que discutirlo con Me’el para ver si le daba permiso de vender el animalito. Micaela sentía la necesidad de consultarle a alguien más que a su suegra. Quería platicarlo con Santiago, para que él lo pensara con calma, como siempre, y luego ordenara qué hacer. Sólo así podía estar segura de no equivocarse. Sin tener en quien apoyarse, se acentuaba llanamente su necesidad por él, su compañero.

    Se sentó fríamente ante el calor del fogón que había encendido Me’el. Los niños seguían durmiendo en el cuarto. Comenzaron a despertar al oír las voces de la conversación. Ellas nunca hubieran platicado en secreto, era imposible engañarlos porque los niños son los primeros en sentir el hambre y el frío y sobre todo la angustia de su madre. Las dos mujeres hablaron cuidadosamente. Anita sólo oía, como no era ni madre de Santiago ni su primera mujer, estuvo callada.

    —Vendamos el cochito — dijo la abuela—, qué le vamos a hacer.

    Difícilmente se atrevían a discutirlo. ¿Adónde llevarlo, a qué precio, cómo llevarlo? ¿Y cuándo terminarán esos centavos qué pasaría?

    Tenía que llegar Santiago. Por el momento sólo cabía pensar en el día que iban a pasar. Me’el propuso lo mismo de siempre, bajar a Jovel a vender lo poco que tenían.

    —Probemos venderlo aquí. ¿Para qué pagar pasajes para llegar a discutir con ladinos? —opinó Micaela.

    —¿Crees tú que el que te lo puede comprar aquí no es ladino también? Al menos allá hay más compradores, se puede encontrar mejor venta.

    Lazaron al animalito. Micaela oía cantar a los gallos, sin luz y estrellado el cielo, era temprano todavía. Apenas era la hora de salir hacia el mercado, teniendo el dinero del pasaje, porque para llegar a pie, ya era tarde.

    Micaela sólo se preguntaba de dónde sacarían dinero para los pasajes. Su suegra siempre tenía, cuando de verdad hacía falta ella siempre tenía algo escondido. Efectivamente así fue, Micaela hasta se asustó cuando al regresar con el animalito a la casa, Me’el sacó de algún lado unas monedas.

    —Es lo que queda de lo que me dejó mi hijo, tenemos para viajar y andemos hoy mismo. Hay que venderlo ahora que podemos hacerlo. Al saber qué diga Dios mañana, y yo ya no te pueda ayudar. No va a ser muy fácil llevar ese animalito con nuestros puros brazos.

    Los chóferes no siempre quieren llevar animales vivos, y cobran mucho cuando quieren. Las dos mujeres sabían que podían llegar a pie pero ¿cuánto perdería de peso el animalito? Ni modo de cargarlo, no es igual que un bulto, podía pesar lo mismo pero un costal no se mueve. En cambio un marranito se va defendiendo si sabe que lo llevan al mercado. Pierden mucho peso cuando viajan a pie, ni se dejan llevar. No había otra posibilidad que esperar algún camión que las llevara.

    Me’el tenía razón, no convenía venderlo ahí mismo en Cuxuljá, si nadie tenía dinero. Cualquiera que se lo quedara les quedaría debiendo paga y urgía el maíz. Ni soñaban en comérselo ¡qué lujo! Se acabaría luego, y se quedarían sin maíz. Se restablecía la confianza de Micaela que hacía cuentas y las cuentas sumaban una temporada de tranquilidad, al cabo que Santiago no tardaba, por eso no le preocupaba tanto dejarlo sin el animal. Lo engordaba para cumplir con el compromiso de su cargo y esto pesó sobre su conciencia pero llegando Santiago habría dinero, y ya vería él qué ofrecía para la fiesta del Santo. Llegando él habría comida, al menos habría un brazo fuerte en casa.

    Micaela trataba de olvidar lo poco que sabía de las fincas. Santiago nunca le había platicado nada sobre ellas. Decía que para imaginárselas tendría que pensar en el infierno, por eso una mujer no debía de imaginárselas. Los que van acompañados de una mujer son los que no tienen ni casa donde dejarlas, porque nadie quisiera ver a su mujer así. Micaela por lo menos tenía su casa, de barro y tejamanil y aunque no era de material, era su casa, que de hecho era muy bonita.

    Ella entendía que era mejor nunca salir de su casa o salir lo menos posible. Allí nunca pasaba nada malo, por eso era mejor no saber cómo eran las fincas. Decía Santiago que todas eran iguales y estaban llenas, presumía de conocer las más duras. Ni para qué acompañar al marido, sólo le haría más difícil su situación.

    En cambio en su casa, Micaela podía hacer lo que quería, con el permiso de Me´el claro. De todas maneras nunca hubiera hecho algo que no consintiera su suegra. ¿Qué dirían sus padres muertos si hiciera algo indebido? Por eso estaba tan contenta en su casa, porque hacía lo que quería y siempre era lo que los demás querían.

    Ahora mismo, caminando con un trote corto y constante hacia la parada del camión, arreando al animalito, difícilmente pensaba en otra cosa, seguía pensando en las fincas. Se esforzaba para no pensar en ellas pero era casi imposible porque no sabía si estaban haciendo lo mejor. Sólo quería saber ¿qué hubiera hecho Santiago en su lugar? ¿Hubiera vendido el cochito? ¿Hubiera pedido prestado? ¿Qué hubiera hecho Santiago?

    Las dos estaban acostumbradas a caminar jornadas de doce horas. Micaela sentía que al ir y venir en camión, éste sería un viaje descansado. Ya vendido el animal tendría dinero para volver, aunque sería mejor ahorrarse ese pasaje y traerles hasta una sandía a los niños. Me’el también lo pensó, ella también prefería cargar los bultos de regreso en la espalda hasta su tierra antes que gastar los sagrados centavos que obtuvieran.

    Sólo había que llegar a la parada del camión en la carretera. Pero el marranito no tenía la misma costumbre que ellas y se distraía con cada piedra. Las dos mujeres se armaron de paciencia y lo fueron arreando con calma. Micaela lo jalaba por delante y Me’el, con una vara en la mano, caminaba atrás procurando que no se distrajera.

    La abuela estaba tan acostumbrada a caminar todo el día como Micaela. Ella nunca vio un camión en toda su niñez. Toda salida de Oxchuc la hizo a pie. Eran caminatas largas con bultos pesados, detenidos con un mecapal sobre su frente. Hoy, milagrosamente, no cargaba nada y casualmente viajaba en camión. De regreso cargaría las compras que iban a hacer, para eso iba ella también, para ayudar en lo que se ofreciera.

    Hacía frío, como todo febrero, pero caminando pasaba un poco. Me’el quería que se calentara la tierra para que se secara. Es más fácil caminar sobre la tierra sólida que sobre el lodo. Me’el caminaba sin tropiezos, frágil por sus años iba con miedo de caerse. Una caída es peligrosa siempre y ella lo sabía. Hubiera sido demasiado mala suerte, casi una travesura del diablo traerle otro mal ahora que tenían tantos problemas, pero así son los males, uno llama al otro como un chiflido al cadejo cuando el diablo se viste de perro. Por eso hay que tenerle tanto miedo al diablo, sobre todo por sus travesuras, hasta más que a su franca maldad, porque se atraviesa y cualquiera cae golpeado para toda la vida. Ni queda la huella de quién tuvo la culpa. Hasta parece que uno se cayó solo. No se necesita chiflarle al cadejo, aparece solo como perro callejero, agresivo y tramposo.

    ¿Y qué si le pasara algo a ella? ¿Quién se ocuparía de tanto chiquillo? Se cuidarían solos, como se cuidó ella, sin madre, sin padre, sin nombre. Los Santos los protegerían pero para qué pensar en eso si ahora sólo había que llegar al mercado antes de que se hiciera tarde. Ambas mujeres se detuvieron un momento en la sombra de un encino cerca del crucero. Allí esperaron el camión que venía de Ocosingo.

    Protegidas por la sombra, ataron al animalito y se sentaron a sentir su sudor enfriarse. Me’el sacó una bola de pozol de su morral. Quedaba poco para el resto del viaje. Los niños solamente tenían chayote para hervir mientras volvían. Al cabo que jugando se les pasaría el hambre. Ellas no tardarían, aunque apenas iban a negociar el precio del camión.

    —Cobrame poquito, don Ramón.

    —Pero te voy a cobrar doble por este tu puerquito.

    —Poquito señor.

    —Ocupa mucho lugar, no sale, te cuesta el doble.

    —¿Caso me conviene? Lo llevo a vender.

    —Vamos a pie —interrumpió Me’el—, olvidate del camión -susurró la vieja-, olvídalo -dijo en su lengua materna, tzeltal.

    Micaela quería volver pronto a su casa, estaban solos los pichitos, además de que no es igual andar con animales vivos que cargar costales inertes.

    —Subite pues, te cobro sencillo, pero por tratarse de ti, Micaela.

    Ramón la ayudó a subir. Juntos amarraron el puerco a las redilas.

    — ¿Y para qué vendés este tu cochito, Micaela?

    —Por paga.

    —No tenés que hacer eso. Sabés que no tenés que hacer eso.

    —Y luego ¿cómo le pago a un kaxlán camionero sus pasajes?

    Don Ramón evitó verla a los ojos. Avergonzado, bajó del camión y continuó subiendo pasaje. A Micaela le preocupó que alguien hubiera oído. Volteó para revisar las miradas que la rodeaban, pero no había alguna curiosa. Me’el no había oído nada, con toda seguridad, porque no se hubiera subido al camión. En cambio, traía la sonrisa marcada como siempre, mostrando la pérdida de sus dientes blancos.

    Salían al fin y apenas comenzaba la jornada. En dos horas estarían en Jovel. Las redilas del camión se sacudían igual que ellas y que todos los demás pasajeros que viajaban. Micaela revisó las imágenes que corrían por su mente. Apoyó su cabeza para hilarlas mejor y dejó correr sus pensamientos.

    Las imágenes también preguntaban por Santiago. Intentó distraerse pero tenía incrustada en el corazón la sensación de que Santiago sufría. Solamente el recuerdo de él acercándose a acariciarla borraba esa angustia. Se acordaba de él para que la sensación excluyera cualquier otro pensamiento. Conocía bien cada rincón de Santiago, sin embargo, no lograba formar su imagen completa. La traicionaba su memoria y reproducía sólo fragmentos de su recuerdo. Reproducía su mirada, sus quijadas tan pronunciadas, lo moreno y esbelto que era. El único fragmento que alcanzó a reproducir fiel a él fue el de su gesto, por varonil. Tenía bonito modo, alzado y caballeroso. Micaela se dejó acompañar por el recuerdo de Santiago hasta que lo borró el escándalo de las redilas. El camino era largo y pronto todo recuerdo pasó a ser la molestia real de la fatiga.

    Faltaba sólo un cerro para llegar a San Cristóbal. Me’el lo veía entre las maderas que la encerraban. La memoria también le hacía trampa a la vieja. Difícilmente se acordaba de lo que había hecho ayer y sin embargo, ese cerro le traía al presente su infancia entera.

    ¿Cuántas veces no habían llegado caminando a ese preciso cerro todos juntos? Sólo un monte más y ya estarían en Jovel. Desde las faldas, donde ella se encontraba, cada monte parecía un templo que se tenía que escalar, uno por uno hasta llegar a Jovel. Me’el veía el sitio donde generalmente la noche imponía las reglas del juego y se tenía que decidir dónde guardarse del frío. Porque era inútil llegar a Jovel de noche, no había nada en el mercado ni había dónde dormir tampoco. En ningún lugar serían admitidas con bultos o con animales vivos, ni se prestan camas sin dinero. Acabarían durmiendo sobre las banquetas, a pesar del peligro de ser arrestadas. Por eso era mejor pasar la noche en el bosque, para poder juntar un poco de leña y calentarse con una fogata.

    Me’el era hábil para prender fogatas. Desde chiquita aprendió y las hacía alumbrar un cerro entero. Con eso borraba su miedo, porque los males son así, salen de noche, que es cuando los animales salen a cazar, abusando de la oscuridad lastiman a quien se descuida. Por eso Me’el nunca pudo dejar de sentir miedo en el bosque y se pegaba a su hermano sin perder contacto con él un solo segundo. Él ni cuenta se daba de porqué se le arrimaba así y la apartaba para moverse mejor, pero ella lo seguía, rozándolo aunque fuera con el dedo o con la punta del pie, sin dejar de sentirlo cerca. Luego, cuando sus hijos hicieron lo mismo con ella, no los apartaba, se daba cuenta de que sentían miedo. Todos hicieron lo mismo menos Santiago, quién sabe por qué ése nunca sintió miedo de noche, tal vez por ser el mayor, ni siquiera de doce a doce y media, cuando se quedaban absolutamente quietos para no irritar a los espíritus. Aún entonces se comportó con entereza. ¿Y dónde estaría Santiago? Habría que preguntarlo ante la fogata. Si al volver a casa no hubiera llegado aún, esa misma noche se lo preguntaría a la sal.

    Por el momento no había cómo averiguarlo. Me’el casi creyó verlo, ligero de movimientos, tomar obedientemente el camino a su lado. Todo su pasado, se hizo presente ante los últimos teñidos que dejaba en el cielo el amanecer. Contemplaba el último cerro del camino donde tantas veces durmió a la intemperie cuando era niña y donde después vio pasar el mismo frío a sus hijos.

    Se pronunció la curva en la carretera que se abría sobre un valle más verde que el jade, y Micaela supo que ya habían llegado. Ya estaban en San Cristóbal.

    Bajando del camión encontraron a su primera enemiga.

    —¿A dónde llevás ese animalito, pues?

    —Queremos vender.

    —Quinientos pesos te doy aquí, ahorita, para que no te cansés. Vean, si yo les voy a ayudar, aquí nada más les pago para que ya no tengan que llegar al mercado, si está lejos todavía. Andá tomate tu dinerito para que te vayás a tu rancho.

    Ofrecía muy poco y no tenía caso ahorrarse unos cuantos pasos al mercado.

    —Queremos mil.

    —¿Mil? ¿Quién les va a pagar mil pesos por ese marrano? Quiero mirarlo, a ver si no tiene grano.

    —No sale, ni para el pasaje sale.

    —Cómo no va a salir, si con eso tenés. ¿Para que querés tanto dinero? Si con eso tienen para su maíz las dos. A ver, dejame verlo que de seguro tiene grano.

    Micaela no entendía.

    —Mirá vos india terca, es que tú no sabés, yo te voy a ayudar, regresate ya con tu paga, te vas a regresar sin nada. Si para qué querés ir hasta el mercado, si allí nada más te van a robar y de balde viajastes. Tomá tu dinerito, que véas que yo te ayudo, si no cuando pase el de salubridad te va a quitar tu animalito. Tomá ya, aquí está, yo te lo doy, si te estoy dando mucha paga.

    Trató de arrebatárselo y meterle el dinero en el puño pero no pudo. Me’el tenía el collar del puerco firmemente agarrado.

    —Andate pues a tu pueblo, donde te parieron, malagradecida. ¡Par de tercas!

    Gritó la ladina al terminar la conversación a fuerza porque la presa se le escurrió de entre sus manos. Se le escaparon y en poco tiempo llegaron al mercado.

    Micaela realizó el trato con lo poco de castilla que hablaba. Pronto encontró quien se interesara en revender su puerquito a más de cien pesos por cada kilo que pesaba.

    —¿Cuánto querés por tu cochito?

    —Mil pesos.

    —Pero si todavía está en pie, hay que matarlo, ¿cómo te voy a pagar tanto?

    —Ofrece pues. ¿Cuánto das?

    —Dejame verlo, a ver si no tiene bolita.

    Tomó el puerco del hocico y lo revisó debajo de la lengua. Si algo conocía después de tantos años de dedicarse a la carnicería era una lengua enferma, pero ésta estaba limpia, ni un cisticerco. Estaba tierno el animal, gordito, como de rancho. En mil pesos era un regalo. Lo agarró con el cuchillo en la otra mano, como si fuera a degollarlo.

    —Está cuajado de grano —le dijo a Micaela, que se asomó para ver qué era lo que le señalaba el hombre, pero no veía nada. No entendía, y el carnicero para convencerla mandó llamar al que trabajaba en el puesto de junto. Antes de asomarse el vecino estaba de acuerdo.

    —Tiene grano.

    —Ya lo ves, llevate mejor los setecientos pesos que te doy, andate si te estoy dando mucho dinero, tomá pues, aquí lo tenés, para que acabés tu negocio de una vez y ya te vayás a tu casa. ¿A qué te quedás aquí? Te va agarrar el agua, andate a tu casa.

    —No sale —Micaela sabía que no podía llover. Si había caído helada esa madrugada, hacía un día espléndido.

    —Pero si no vale más tu cochito, con grano no vale nada y yo te estoy pagando bien, mirá, aquí están, siete billetes de a cien. Tomalo pues, vos.

    El precio estaba establecido, mil quinientos, dos y hasta tres mil, para quienes saben negociar, setecientos cincuenta para quien se deje. Pero al vecino le gustó el animalito. Esos cochis criados sueltos en el campo casi no juntan grasa y éste estaba tiernito. El segundo carnicero pasó de aliado a rival y concursó por la oferta.

    —Mirá, tu cochito tiene bolita, pero eso a mí no me importa, viste, a yo sé quitársela. Te doy ochocientos por tu animalito. Tomá aquí están, cabales, para que te vayás contenta. Con eso tenés. Te estoy dando buena paga, al cabo que con eso te alcanza hasta para tu frijol.

    Le puso el dinero en las manos antes de que Micaela supiera qué decir. Pocas veces había tenido tanto dinero en las manos.

    Micaela lo veía sin saber cómo contarlo. Lo revisó sin sumarlo. No tuvo otro remedio que confiar en ese hombre y era duro tener que confiar en un ladino.

    Lo primero que quiso Me’el fue un trago, enseguida lo pidió.

    —Andemos allí donde tío Chandito, niña —pobre mujer tenía mucho tiempo sin probar pox. Estaba prohibido, pero Me’el lo olía a través de su escondite.

    —Tomate un tu amarguito mientras, Me´el.

    —Cerveza muy cara, quiero pox, de ése que cualquiera haría viaje por una pinta.

    Cerveza había en todas partes, era negocio de ricos, pero Chandito tenía buena mano para el pox, tenía paciencia y lo reposaba. Me’el se alcanzaba a ‘embolar’ con diez pesos, en cambio la cerveza tardaba mucho en marearla. Micaela se lo compró y se pegó al trago también. A ella no le interesaba tanto, pero estaba contenta y celebró el momento.

    Compraron una sandía y con el ánimo renovado, se dirigieron a los costales de frijol. A los grandes compradores siempre se les da mejor precio, pero ellas no eran grandes compradoras, ni tenían amigos en el mercado. Pidieron un descuento, pero recibieron el precio tope, como favor y oferta. A la vendedora no le interesaba la clientela de alguien que ni siquiera hablaba español. Micaela entregó el dinero y recibió su cambio. Volvió a pasar los billetes para que lo viera la vendedora, sin saber exactamente cuánto era. Se montó el costal sobre su espalda y lo detuvo con una correa sobre su frente.

    Necesitaban comprar sal, de manera que caminaron hacia otro puesto. Compraron sal de bola, porque sale más barata, como no tiene yodo y Micaela no veía la diferencia. Se acercaron a los puestos de maíz y fue la misma historia, el maíz tiene un precio fijo, un poco más fijo para ellas que para otros, no hubo regatéo. Micaela le ayudó a su suegra a subir el bulto sobre su espalda y fijarlo con su mecapal.

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    CAPÍTULO II

    Las compras estaban hechas y su peso montado en cada espalda. Las dos mujeres comenzaron el regreso y continuaron su esfuerzo hacia la escalera. Allí donde los gritos de los vendedores se confunden con el de las voces de los ciegos que cantan al unísono, allí donde el olor a pescado frito se revuelve con el de los plásticos recién desempacados, donde los gritos de los vendedores hacen un escándalo, Me’el que ya sabía lo que es tener la vista cansada, puso unas monedas en la mano del ciego que pedía limosna. Volteó torpemente, tal vez sin acordarse de que esa escalera siempre es resbalosa y rodó dolorosamente por el concreto.

    —Mi pie, mi pie, mi pie —se le oyó decir desde arriba y Micaela asustada bajó para ayudarla.

    —Mi pie— repetía llorando. Me’el sentía más miedo que dolor pues la caída era demasiado reciente para ser percibida con la nitidez que el tiempo le da a los golpes. Trató de levantarse pero fue imposible. Sabía tolerar mucho dolor y hubiera caminado a pesar de él pero su propio pie no respondía y era su único medio de transporte.

    Inútilmente hizo el esfuerzo de levantarse. Ya no se notaba la estrechez del tobillo que se doblaba caprichosamente sin obedecerla. Micaela no sabía qué hacer por ella. Su imposibilidad sólo la impacientó. No conocía a nadie en Jovel, en sus escasas visitas anteriores no cruzó palabra alguna con ningún coleto. Tenía que haber alguien que supiera sobar. Pronto supo quién en cuanto comenzaron los consejos entre el público que rápidamente las rodeó.

    —Sobale vos mientras, tú misma, sino se le va a seguir hinchando.

    — Envolvéselo en algo, le va a pegar un aire.

    — Ahí nomás está la Juanita, si ella sabe sobar, porque el huesero queda hasta allá por el parque, está retiradito.

    Orientadas por la multitud encargaron sus bultos con una desconocida que se ofreció para cuidárselos.

    — Andate sin pena, aquí te voy a ver tu frijol —mientras ellas trataron de subir las escaleras hacia los comedores.

    Micaela iba levantando a Me’el para que no tuviera que apoyar el pie. Suspendida por sus brazos saltó de escalón en escalón hacia las mesas de los comedores. Sin poder apoyar el pie, sin intentarlo siquiera, cada brinco le provocaba más dolor. Me’el sentía las punzadas simplemente con pensar en usarlo. Si por lo menos hubiera podido acostarse para descansar un rato, acomodándose, tal vez hubiera pasado un poco el dolor.

    Fue fácil encontrar a Juanita, estaba en su local como siempre, desde las cinco de la mañana. No hablaba tzeltal pero sonreía amablemente. Me’el se tranquilizó un poco cuando sintió su gentileza. La amabilidad siempre consuela cuando estás derrotado porque las penas pesan menos cuando se comparten. Nunca se habían visto pero se tuvieron confianza y Me’el recibió todas las ofertas de ayuda que Juanita pudo brindarle.

    —Madre Santa, Jesús, María y José ¿qué te pasó abuelita?

    Era un golpe, una caída, le explicó la vieja.

    —¡Me chingué, me chingué de una vez! Sí me chingué mi pie de una vez —dijo Me’el llorando en su media castilla.

    —Esto va a querer que lo cuidés, abuelita, porque si no va a quedar mal, ya nunca vuelve a quedar igual.

    —Que no me quede igual, pero que quede, con que me deje de doler y ya veré cómo camino.

    —Quiere paciencia, quiere que te aguantés un poco para que te lo pueda curar.

    —Haz algo por mí, por el amor de Dios, haz algo por mí.

    Juanita hizo lo que pudo. Le cubrió el tobillo de aceite y comenzó a pasar las yemas de los dedos por encima de la carne hinchada. La vieja gritó.

    —No señito no me hagás eso, por Diosito tuyito no me hagás eso.

    —Duele abuelita, ya sabés que los golpes duelen.

    —No es igual, esto me duele más que nada en la vida. No puedo más, por favor no me lo toqués.

    La vieja lloró tapándose los labios que ya no cubrían dientes con su rebozo rayado. Juana no insistió, soltó el pie sintiendo pena por la vieja. La quería ayudar pero no había cómo. De todas maneras siguió intentando. Se levantó y puso a asar las hojas verdes de chitóm en el comal. Me’el vio lo que hacía. Reconoció esa planta y rezó:

    — Santa María, quítame el dolor.

    Sabía que esa hierba quitaba el dolor, pero también sabía que nunca le iba a quitar tanto dolor. Mejor levantó el garrafón de pox y se lo pegó a los labios. Tomó mucho trago, era su único remedio.

    Sollozando, Me’el apretó fuertemente las manos enredadas entre las rayas torcidas de su rebozo, pidiendo, suplicando, que se le quitara el dolor, le pidió al Santo que la ayudara a curarse, que le perdonara todo el mal que hubiera hecho, para que le pudiera ayudar. Me’el repasaba lo que era, una vieja que limpiaba el frijol, que miraba a los niños, que soplaba el fogón. No tenía deuda con algún muerto. Ahora dedicada pacientemente a sentir dolor, ni a su casa podía llegar.

    Juana le acercó las hojas ya tibias y se las acomodó para que se le calmaran las punzadas. La vieja se consoló al ver que una desconocida la apoyaba y pensó que haría algo por su pie. Me’el se consolaba con la presencia de las dos mujeres que estaban tan preocupadas por ella.

    Agotada se durmió y la dejaron descansar para que le ayudara el fomento. Sabían que dentro de poco tiempo la iban a tener que molestar de nuevo.

    —Ahora sí ya aguantate abuelita, que te voy a tener que acomodar ese hueso.

    Y procedió Juana con su tarea. Tomó el tobillo con las dos manos, con una sostuvo la pierna sobre su rodilla y con la otra presionó fuertemente sobre la carne hinchada. Cada movimiento de Juana desquiciaba a la vieja. Me’el se retorcía como una culebra. Una y otra vez, le volvió a sobar el pie, pero Me’el no tenía la fuerza suficiente para detenerle la mano. Solamente sentía un dolor imposible de medir.

    Juana la frotó hasta que creyó que bastaba y Me’el, ya agotada, se recostó en la banca para que pasara el malestar un poco. Nunca pudo controlar las lágrimas que le escurrían, aunque trataba. Juanita la ayudó para que se acostara más cómodamente. Micaela se la encargó un momento y se fue para acercar los bultos que habían comprado a la parada del camión. Al regresar le daría a Juanita los dos pesos que cobraba por la sobada y por dejarlas quedarse ahí el tiempo que necesitaran.

    — Aquí que se quede la abuelita. Yo voy a procurar que no la despierten si llega a dormirse, ya pasó la hora del almuerzo. Al cabo que ya pasaron casi todos los que tengo abonados, ni hay quien quiera comer ahorita. Dejala aquí, pues.

    Micaela se fue por los bultos para preparar el regreso. Era imposible llegar hasta Cuxuljá caminando. Ya no quiso recordarle a Me’el su deseo de volver a pie y regalarles de sorpresa a los niños ese poquito de dinero que se ahorrarían del pasaje. Por lo menos llevaban la sandía. De seguro que la ventaja mayor de volver en camión era que estarían en casa en cuatro horas y no después de once o doce horas caminando. Micaela ya no dijo nada y buscó el camión. Para qué recordárselo a la vieja.

    Llevó el primer bulto, preguntó el precio del pasaje y le pareció mucho lo que le cobraban por llevar los dos bultos. Se le acercó a otro camión, le hacía el favor de llevarla con todo y bultos, éste cobraba menos. Debió haberse alegrado pero se soltó llorando. El cobro acabó con su ilusión de volver con mucho dinero. Sin poder explicarle al camionero lo que sentía, sollozaba frente a él sin controlarse.

    Todavía quedaba algo de dinero. Micaela comenzaba a consolarse un poco. Quedaba menos de lo previsto, pero algo, y ya había maíz. El chofer se acercó para cobrarle, tenía lista la cuenta. No disimulaba nada, mostraba el mismo interés por Micaela que el que mostraba por sus centavos.

    Micaela dejó todo pagado y el primer costal arriba del camión. Regresó por el otro bulto, quería dejar a Me’el descansando lo más posible. Cuando volvió a verla estaba pálida. Lejos de mejorar no to-leraba el dolor. Micaela acomodó el brazo de la Me’el sobre su hombro y la ayudó a levantarse. Tenían que llegar al camión y eso era muy doloroso.

    Al regresar, el chofer se hizo a un lado y no se ofreció para ayudarlas. Fueron otros los que brindaron su fuerza para subir a Me’el. Desde la plataforma la abrazaron mientras desde abajo la empujaban, cuidando de no causarle más dolor en el tobillo. La acostaron en el piso. El camionero les pidió el doble por su pasaje porque acostada ocupaba mucho lugar, pero todos se opusieron y Micaela entendió porque nunca había podido confiar en ese hombre.

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    CAPÍTULO III

    Es un alivio llegar a casa. Se siente la calma en cuanto se entra. Micaela bajó todos los bultos sola. Regresó por su suegra y de nuevo la ayudó, prestándole un hombro para que se desplazara. Me’el se lo agradeció de corazón, le tenía confianza y le agradecía el trato de madre que le daba. No fue fácil llegar a la puerta, pero Me’el descansó cuando finalmente entraron en la casa.

    Anita no las esperaba tan pronto y por su gesto supieron que no le daba gusto recibirlas. Micaela se sintió molesta pero no supo a qué se debía. ¿Quién podía adivinar qué le pasaba a Anita? A veces era así, culpó su mal modo y se le olvidó.

    Anita se dio cuenta de que algo le pasaba a su suegra. Preguntó todos los detalles y Micaela se los contó.

    —Va a estar bien, ya la sobaron.

    Pobre mujer, pensó Anita que nunca había visto enferma a su suegra. Me’el era la más trabajadora de las tres. Ésta era la primera vez que sentía lástima por ella. Tenía tanto respeto por sus ideas y por sus pocas palabras, las que le daban absoluta autoridad, porque conocía de cerca a la muerte y contaba con el apoyo de muchos muertos. Se imponía moralmente de tal forma sobre Anita que sólo podía obedecer a su suegra. Me’el ya había perdido cuatro hijos, ya se había despedido momentáneamente de sus padres y de su marido. Viuda y huérfana, Me’el se comunicaba fácilmente con los muertos. Protegida por los Santos y su difunto esposo mantenía su alma completa.

    Era poderosa, sus nahuales se mantenían a su lado y se empeñarían en hacerlo. Difícilmente la abandonarían, estaban firmemente arraigados y acostumbrados a estar cerca de ella. Pero esta vez no estaba tan segura de que resistiera su naturaleza, se había lastimado más de lo que podía enfrentar. Estaba en peligro, su alma se fraccionaba lentamente y se deterioraba. Era un reto a su vejez. Anita la veía mal, sin percibir aún la gravedad del asunto se vio forzada a aceptar un cambio en el orden cotidiano. Le tocaba a ella hacer el quehacer de Me’el.

    Domingo y Mariana jugaban entre los árboles. Habían ido por leña mientras María Rosa y Tomás jugaban con el borrego tiernito, juguete de todos los pastorcitos de Micaela. Entraron los cuatro y ella les preguntó por sus hermanos mayores. Tal vez ya habían vuelto de la milpa por su pozol. Se preocupaba por todos, los que estaban y los que no, y no creía poder pagarle a Dios por los hijos que le había dado. Sobre todo por nunca haberle quitado uno, porque Dios sabe lo que hace, por eso le dio dos varones primero para ayudarle con los tiernitos. Micaela les había apartado su maíz por si venían por él. Era largo el camino para hacerlos viajar en balde. Siempre les tenía su pozol listo porque sabía cuánto trabajo cuesta preparar la tierra para la siembra. Ahora los esperaba como de costumbre para rellenar su morraleta. Hacía cuatro días que se habían ido.

    Menos mal que ellos ya sabían sembrar. Era la primera vez que lo hacían sin Santiago. Siempre le habían ayudado pero nunca habían sembrado sin su vigilancia. Más que nada, le ayudaban a mantenerla limpia porque la milpa exige cuidados. Micaela pensaba acompañarlos la próxima vez que salieran. Convenía ver qué estaban haciendo los muchachos, había que ayudarles un poco y los brazos de Micaela eran una gran ayuda. Gracias a Dios que contaba con sus verracos, si por eso se animó Santiago y se fue a juntar unos centavos para hacer felices a sus hijos. Eran buenos hijos, fuertes, casi hombres y siempre tan airosos, espigados y contentos en la milpa.

    La comida tardaba y Me’el esperaba con calma que le sirvieran. Ahora había más comida pero no había razón para comer demasiado. Tenía mucha hambre y Anita se estaba tardando mucho. La notó preocupada, algo inquieta, y no se concentraba en su quehacer.

    —Esta niña está enferma —pensó en voz alta, orientada por su olfato infalible. Tenía demasiados años observando el mundo como para no darse cuenta cuando un gesto estaba fuera de orden.

    —Estoy bien —dijo Anita evitando el nterrogatorio y se apresuró a servir el frijol-.

    ¿Quieres sandía? —le ofreció Micaela—, refresca nada más con verla. Tómala para que se te baje el calor.

    Se notaba que estaba acalorada, más ahora que la noche entraba por la puerta y enfriaba el ambiente. Con la noche entraron los niños buscando comida y la luz de la fogata. Enseguida se aventaron sobre la cazuela de frijol. Iban a comer frijoles toda la semana. A veces parecían chivos, sobre todo cuando pelaban la huerta, no quedaba ni un triste durazno. Si hasta los guineos llegaban a hacerles daño, de tanto que comían. Rapaban una mata y se iban a otra, de pera o albaricoque y es que nunca se aburrían de comer fruta. Ni por empacho paraban. Pero ahora, acabando el invierno, los frutales parecían estar de luto de tan tristes que se veían. La granizada no perdonó una sola flor.

    —Ya va a estar el pozol, no se vayan a impacientar.

    —Pozol sí comimos, temprano, lo tomamos con dulce.

    —¿Comieron ya? ¿Y qué más comieron?

    —Sólo pozol, pero bastante y ni así se me quitó el antojo por un poquito de frijol.

    Micaela buscó la mirada de Anita pero no dio con ella. Había salido del cuarto. Micaela salió a buscarla y predispuesta la interrogó.

    —¿De dónde sacaste maíz, de dónde sacaste paga?

    —Lavé ajeno.

    —¿Desde cuándo lavás ajeno? ¿Cómo es que nosotras no sabíamos?

    —Caso lavo todos los días. Si sólo hoy que no había ni qué comer me fui al río y de allí a hacerle el aseo a la doña que vive en el cruce de la carretera.

    Micaela no investigó más. Era muy molesto tratar de hablar con Anita cuando no dejaba que la miraran a los ojos. Así era Anita y peor aún cuando hacía muina.

    Me’el seguía acomodándose. Constantemente

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