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El cielo de Colón: Técnicas navales y astronómicas en el viaje del Descubrimiento
El cielo de Colón: Técnicas navales y astronómicas en el viaje del Descubrimiento
El cielo de Colón: Técnicas navales y astronómicas en el viaje del Descubrimiento
Libro electrónico454 páginas6 horas

El cielo de Colón: Técnicas navales y astronómicas en el viaje del Descubrimiento

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Casi todo lo que podría decirse sobre el descubrimiento de América y sus circunstancias se ha dicho ya. Este libro no aspira a descubrir el Descubrimiento ni a rectificar (aunque en algún punto no tenga más remedio que hacerlo) las conclusiones de tantos eruditos, historiadores, navegantes, que han dedicado su vida a la investigación sobre el tema. No renuncia a decir cosas nuevas, o renovadas, o mejor explicadas. Pero sobre todo busca dejar claro, de una manera sencilla, ligera de términos técnicos, uno de los más grandes secretos del Descubrimiento de América: cómo se orientó Colón en el primer viaje que el hombre hizo, consciente y deliberadamente, a través del Océano, y cómo, en virtud de la ruta y de los elementos que lo condujeron, pudo llegar precisamente a donde llegó, y no a otro rincón del mundo. El estudio del viaje, sus fundamentos y sus jornadas nos permite seguir paso a paso una de las más bellas aventuras del hombre y también una de las más ricas en frutos. Se prescinden adrede de toda expresión matemática y de todo aparato crítico, documental o historiográfico; no porque para elaborarlas no se hayan utilizado, sino porque aspiran a expresar con viveza y naturalidad todo el encanto de una aventura que fue al mismo tiempo maravillosa y cierta.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 jun 2015
ISBN9788416230426
El cielo de Colón: Técnicas navales y astronómicas en el viaje del Descubrimiento
Autor

José Luis Comellas García-Llera

José Luis Comellas García-Llera (Ferrol, La Coruña, 1928). Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Santiago, donde se licenció en 1951, dos años después se doctoró en Historia por la Universidad Complutense de Madrid con una tesis titulada Los primeros pronunciamientos en España, que le valió el sobresaliente cum laude y por la que recibió en 1954 el Premio Nacional Menéndez Pelayo. Profesor emérito de la cátedra de Historia de la Universidad de Sevilla, en 1967 publicó su Historia de España moderna y contemporánea, un manual que ha alcanzado ocho ediciones. El centro de la atención investigadora del autor es el siglo XIX español, acerca del que sobresalen sus estudios sobre la década moderada y Cánovas. Su afición por la astronomía se ha materializado en varias publicaciones como Guía del Firmamento, reeditada en siete ocasiones y de enorme repercusión entre aficionados a la astronomía.

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    El cielo de Colón - José Luis Comellas García-Llera

    I. Empecemos por orientarnos

    Para movernos de un lugar a otro necesitamos tomar conciencia de dónde nos encontramos y dónde se encuentran los lugares a los que podemos o queremos ir. La orientación es importante en todo momento, e imprescindible en un desplazamiento largo, es decir, un viaje, si la iniciativa de ese desplazamiento corre de nuestra cuenta. El hombre sería prácticamente incapaz de moverse si no tuviera memoria y si no tuviera un sentido espacial de las cosas que le rodean, de cerca o de lejos.

    Los animales poseen, por lo general, un instinto de orientación muy superior al del hombre, especialmente las aves y los peces, es decir, aquellos seres que disponen de una mayor capacidad de locomoción y de menores posibilidades de obtener en cada momento puntos de referencia seguros. Tanto las cigüeñas como las golondrinas recorren miles de kilómetros en sus migraciones anuales sin desviarse sensiblemente de su ruta. Lo mismo ocurre con los salmones, que atraviesan en ocasiones todo el Atlántico para buscar su río originario de desove. Y desde hace mucho tiempo el hombre utiliza la capacidad de orientación de las palomas para enviar mensajes. Es una cualidad admirable, cuyo secreto aún no conocemos del todo. Los animales se orientan como si estuvieran guiados por radiogoniómetros. ¿Es posible que su cerebro, incomparablemente menos desarrollado que el humano, funcione como un perfecto instrumento de rumbos? ¿Qué sexto sentido hace funcionar esa capacidad tan elemental pero al mismo tiempo tan maravillosa que llamamos instinto?

    Se cree que muchos animales viajeros se guían por las líneas de fuerza del campo magnético terrestre. Tal vez no nos hemos dado cuenta de que una de las variedades más conocidas de la mosca, la musca carnaria, se posa, nueve de cada diez veces, de acuerdo con los puntos cardinales, con un error máximo de quince grados de arco (cuando no lo hace así es, generalmente, por su propia conveniencia). Recientemente se ha comprobado que esta curiosa manía de las moscas por imitar a las brújulas se debe a influencias magnéticas. Y también ha podido constatarse que muchas aves de migración nocturna se guían por las estrellas. Lo asombroso es que, durante la noche, las estrellas se mueven, y, sin embargo, las aves corrigen automáticamente este efecto de desviación, como pudiera hacerlo el más perfecto ordenador.

    El hombre no posee estas cualidades maravillosas. Pero posee otras cualidades, más maravillosas todavía, que le permiten, entre otras cosas, construirse el ordenador. A la larga, cuando menos, es mucho más útil la inteligencia que el instinto. Efectivamente, el instinto del hombre es limitado (quizá precisamente porque es inteligente y no lo necesita en el mismo grado que los animales). Pero ese instinto nos permite las formas de orientación más elementales. Aquellos que por razón de su cometido —marinos, montañeros, exploradores, beduinos del desierto— necesitan orientarse habitualmente, lo tienen, por lo general, más desarrollado que el hombre común de las ciudades. Pero sin un sentido por lo menos elemental de la orientación ninguno de nosotros podría vivir.

    A. Cómo nos orientamos en la Tierra

    Orientarse significa tomar como dirección de referencia el Oriente, el lugar por donde sale el sol. La salida del sol, después de las incertidumbres nocturnas, es un hecho tan categórico y tan lleno de gloria y de definición, que la dirección en que se produce tal fenómeno no puede menos de ser aceptada como referencia universal. Todas las culturas antiguas adoptan el Oriente, el Este, como la dirección a que se refieren todas las demás.

    Más tarde, a partir de la baja Edad Media, el Oriente es sustituido por el Norte como dirección básica. Esto significa, simplemente, que los hombres de nuestra cultura han aprendido a manejar la brújula; y también, posiblemente, que a partir del siglo XII, más o menos, el polo Norte celeste está llamativamente cerca de una estrella, el Alfa de la Osa Menor, que sirve como punto de orientación para todo observador. Con todo, el Oriente no queda absolutamente destronado. Todavía las rosas de los vientos que cubrían las brújulas de Colón —y hasta bastante tiempo después— marcaban el Norte con una flor de lis y el Este con una cruz: quizá para obtener un sistema de referencia (mirando al Norte, el Este queda hacia la derecha), quizá porque la brújula fue introducida en Europa por los árabes, que consideraban el Oriente como una dirección sagrada, por ser aquella que mira a La Meca. También los cristianos han sentido una tendencia, expresa o tácita, a dirigirse en sus actos litúrgicos al Este (Jerusalén). Casi todos los altares mayores de los templos —y siempre los de las catedrales— se dirigen al Este, con lo que la fachada da a Poniente.

    Pero la aguja imantada apunta a dos polos, Norte y Sur, que la atraen igualmente. Y el Sur señala también una dirección fundamental, aquella que ocupa el sol (en el hemisferio Norte) a mediodía, y permite la división de la jornada en dos partes iguales. No es extraño que en Francia, donde la palabra midi sustituye con frecuencia a sud en el lenguaje popular, el topónimo Midi sea con gran diferencia el más empleado para designar accidentes geográficos naturales.

    La palabra Oeste fue durante muchos siglos la menos usada de las cuatro. El mismo término no es original (Oeste viene a ser «lo opuesto al Este»), y muy pocas regiones —Westfalia, Wessex— aluden a esa dirección. España era para los griegos Hesperia, el país donde se pone el sol. Más allá de las Columnas de Hércules, non plus ultra, no había nada. Sólo el Océano vacío y misterioso, lleno de potenciales peligros, que no parecía tener límites conocidos. Se explica que el Océano no empezara a ser recorrido más allá de la vista de tierra hasta que el hombre europeo no comenzó a sentir verdadera curiosidad por conocer el mundo.

    Métodos de orientación

    Orientarse, en definitiva, es tomar un sistema de referencia que nos indique las direcciones fundamentales y sus derivadas, un sistema que nos permita trasladarnos de un lugar a otro sin perder la dirección conveniente. Aunque al hombre no le falta instinto de orientación, solemos guiarnos casi siempre haciendo uso de nuestra inteligencia.

    Tres métodos empleamos, según las circunstancias, para orientarnos:

    Empírico

    Se basa fundamentalmente en la memoria, y sobre todo en la memoria visual. Nadie necesita realizar un esfuerzo de orientación para andar por casa, porque se conoce la casa de memoria. Si no hay luz, podemos valernos del tacto, tanteando paredes y muebles. Tampoco tenemos que hacer ningún esfuerzo para averiguar en qué lugar de nuestro barrio nos encontramos, o para acudir del domicilio al lugar de trabajo habitual.

    Los habitantes de grandes ciudades pueden tener problemas en zonas poco frecuentadas por ellos, aunque casi siempre conservan un cierto sentido del lugar en que se encuentran. Mayor problema tiene aquel que llega a una ciudad desconocida. Supongamos, por improbable que sea, el caso extremo: que las calles no estén rotuladas. El forastero ha de tomar todas las precauciones. Sale de su hotel y sigue una misma calle, para regresar por el mismo camino. Si toma otras calles, ha de llevar cuenta de los giros efectuados a derecha e izquierda, y en qué orden, para poder acertar el camino de regreso. Poco a poco la memoria del explorador irá tomando conciencia de los detalles más importantes —una plaza, una fuente, un establecimiento llamativo, una torre—, que, conservados en la memoria, le permitirán hacer nuevos recorridos cada vez con mayor familiaridad.

    Lo mismo nos ocurre en el campo. Tal vez la primera excursión la hacemos con un compañero que conoce el camino. Conforme vamos reteniendo en la memoria los principales accidentes y la configuración general del paisaje, podremos guiamos con mayor seguridad por nuestros propios medios.

    El método empírico es el primero que empleó el hombre para orientarse por el ancho mundo, y aún lo seguimos empleando con frecuencia nosotros. A veces nos encontramos en una ciudad desconocida, o en un paisaje que no hemos visto jamás, y experimentamos un regusto especial, que despierta nuestro instinto innato de exploradores. Sin ese instinto, es probable que Cristóbal Colón hubiera sido toda su vida un lanero de Génova.

    Indicaciones expresas

    En un terreno desconocido es muy conveniente un guía. Hasta las aves, los peces o los mamíferos que viven en manada tienen su guía, que es por lo general el individuo más experimentado. La experiencia, que es fundamental para la orientación empírica, sirve para conducir a elementos no experimentados. Pensemos en una senda que trepa a través del monte: es fruto de la experiencia. No la ha trazado ningún ingeniero, ni ha surgido de ninguna planificación previa. Una senda es, simplemente, el resultado de la experiencia humana, que ha ido poco a poco trazando su recorrido por los parajes más convenientes. A veces nos preguntamos qué persona de excepcional inteligencia ha conseguido tender tan sabiamente un sendero que sortea cada dificultad en el punto más adecuado. Más que la inteligencia, el elemento artífice ha sido la experiencia acumulada, tal vez durante siglos, de hombres como nosotros.

    Un camino sustituye al guía, o, por mejor decirlo, es él mismo el guía que nos conduce con seguridad al punto de destino. Pero, como es natural, tenemos que saber que, efectivamente, ese camino llega hasta el lugar que deseamos. Sin una cierta dosis de experiencia, o sin una indicación de otras personas, casi nunca acertaríamos a escoger el camino correcto. Los caminos principales, y sobre todo las autopistas carreteras, sustituyen la indicación de personas expertas por un sistema de señalizaciones que permiten al viajero saber dónde se encuentra —hitos kilométricos, indicativos de población o de accidentes geográficos— así como la dirección —principalmente en las bifurcaciones— que conviene seguir.

    En las ciudades, la señalización no es tan completa —y muchas veces resulta más útil para los automovilistas que para los peatones—, pero nos proporciona, a partir de las encrucijadas importantes, las direcciones de los grandes centros públicos, o de las salidas al exterior. La señalización orientativa queda sustituida por la rotulación de las calles y la numeración de las casas. ¡Bien es verdad que estas indicaciones son más útiles para los naturales que para los forasteros!, pero cuando menos nos sirven para preguntar por una dirección concreta. En algunas ciudades grandes, y sobre todo en los Estados Unidos, las propias calles están numeradas, y el recurso resulta por demás útil. Todo el mundo sabe que después de la calle 41 está la calle 42, y conoce el número de manzanas que le quedan por recorrer hasta llegar a la calle 67. Los neoyorquinos se citan —o indican a los taxis— refiriéndose a una esquina: Quinta Avenida, calle 41. Con este punto de referencia, vamos a dar sin pérdida a la Biblioteca Pública. Con todo, muchos preferimos los nombres populares y con frecuencia pintorescos de las viejas ciudades de Europa.

    De todas formas, los indicativos tópicos no son suficientes para adquirir una orientación de conjunto en una ciudad o en una comarca. Hace falta otra forma de señalar accidentes o rutas que no esté fijada al terreno, sino que podamos llevar con nosotros: tal es la finalidad de los planos y mapas. Lo primero que hacen muchas personas al llegar a una ciudad desconocida —y hacen bien— es comprarse un plano. Por muy completas que sean las señalizaciones viarias, nos volveríamos locos para llegar de Villanueva de la Serena a Albarracín sin un mapa de carreteras.

    Los mapas, o las representaciones cartográficas en general, son indispensables para orientarnos, sobre todo en lugares donde no existen caminos ni señalizaciones. Cualquier persona con un mínimo de afición a la naturaleza conoce la enorme utilidad de los planos topográficos para marchar por comarcas no frecuentadas. Cuantas menos referencias sobre el terreno podamos encontrar —de personas conocedoras o de señalizaciones fijas—, más necesarios resultan los mapas. Pronto habremos de referirnos a ellos.

    Indicios naturales

    Un mapa nos proporciona referencias muy precisas sobre la disposición de unos puntos geográficos con respecto a otros. Pero, a no ser que se trate del plano detallado de un área muy concreta, no resulta todo lo expresivo que necesitamos. La realidad es mucho más rica en formas de manifestación que el plano más perfecto. Y llega un momento en que un hombre que explora terrenos para él desconocidos, por diestramente que maneje el mapa y por detallado que éste sea, se siente perdido. Sabe cuál es la disposición exacta de unos puntos respecto a otros, pero no sabe en qué punto se encuentra.

    Todos nos hemos perdido alguna vez. El percance tiene ciertos ribetes de inquietud, y a veces hasta de angustia; pero encierra también su emoción y hasta un aliciente especial. Por de pronto, aguza nuestro ingenio. Si hemos subido a una montaña, corresponde descender al valle: tal vez no sabemos qué valle es más conveniente para nuestro regreso, pero sí estamos seguros de que marchando siempre hacia abajo acabaremos encontrando alguna zona habitada. Si estamos en la vertiente de un río, sabemos que un progresivo descenso de nivel nos llevará a su curso: y si recordamos que paralela al río discurre una carretera, tanto mejor. Cerca del mar, el descenso tiene que conducirnos tarde o temprano a la costa, y podemos esperar que siguiéndola en una u otra dirección lleguemos a algún puerto, sobre todo si escogemos ir hacia la zona más abrigada. El montañero que se ha perdido en la niebla trata de encontrar una línea de arista: las aristas suelen ser tercas, y con frecuencia sensiblemente rectas. Nos llevarán al pie de la montaña, o cuando menos al buen terreno. Y cuando el explorador perdido encuentra al fin un accidente que puede identificar siente un gozo radiante, casi infantil, como si acabara de redescubrir el mundo. Un gozo parecido debió experimentar Colón cuando al regreso de su descubrimiento identificó la roca de Cintra. O cuando, en sucesivos viajes, se topaba con una isla ya descubierta, que le proporcionaba una referencia segura.

    Aparte de los accidentes del terreno, los árboles pueden servir de elementos de orientación. Los exploradores suelen cerciorarse de cuál es el viento dominante en cada región; no porque el viento constituya una guía segura, que a veces nos lleva a engaños dramáticos, sino porque los árboles —los troncos o las ramas— suelen inclinarse en favor del viento más frecuente. En las zonas de los alisios, ocho de cada diez árboles tienden hacia el Oeste, y aunque en nuestras regiones templadas los efectos de los vientos dominantes —generalmente, en Europa, del Suroeste— no son tan categóricos, una pequeña estadística sobre el terreno nos servirá de elemento de orientación.

    En las regiones húmedas, los árboles nos orientan también por el aspecto de su propia corteza. Es fácil distinguir en el tronco dos zonas bien diferenciadas: una de color gris o verdoso, cubierta con frecuencia por líquenes, y otra más oscura o acastañada. Estas zonas señalan el Norte y el Sur respectivamente. Como es fácil imaginar, en el hemisferio Sur, donde la insolación viene del Norte, estas indicaciones están invertidas.

    Pero no en todas partes tenemos árboles, por lo menos árboles útiles. Ni costas, ni ríos conocidos. Especialmente en el desierto o en la mar, la observación del horizonte no nos sirve para nada. Nos falta todo punto de referencia que sea realmente significativo. Nos encontramos perdidos sin remedio.

    Los puntos cardinales

    Aunque el horizonte no les dice nada, los marinos o exploradores van provistos de una brújula que les señala, por lo menos, los puntos cardinales. Las nociones de Norte y Sur se refieren, como es bien sabido, a la dirección en que se encuentran los polos, o extremos del eje terrestre. La Tierra gira en torno a un eje que va del polo Norte al polo Sur. Y esos dos polos están lo suficientemente bien determinados como para constituir puntos de referencia seguros. Cualquier habitante de la Tierra, con indiferencia de cuál sea su situación, señala la dirección Norte cuando apunta al polo Norte, y al Sur cuando apunta al polo Sur.

    Con este sistema de referencias podemos hallar los demás puntos cardinales. Si miramos al Norte, tendremos el Este a la derecha y el Oeste a la izquierda. Luego, es posible determinar direcciones intermedias: el Nordeste se halla entre el Norte y el Este, el Suroeste entre el Sur y el Oeste, y así sucesivamente. También se alude con frecuencia —y entendemos bastante bien la expresión— a las direcciones intermedias de las intermedias: el Nornordeste (entre el Norte y el Nordeste), el Estenordeste (entre el Nordeste y el Este), etc. Con ello tenemos ya dieciséis puntos de referencia, que para guiarnos groseramente —por ejemplo, para indicar la dirección del viento— nos bastan.

    Los marinos necesitan una mayor precisión para fijar sus rutas, y añaden un cuarto orden de divisiones —las intermedias de las intermedias de las intermedias— que dan lugar a una rosa de los vientos con 32 direcciones distintas. Todavía a comienzos de este siglo los marinos —y aún hoy muchos pescadores de bajura— sabían recitar la larga retahíla: norte, nornordeste por norte, nornordeste, nornordeste por nordeste, nordeste, etc—. Ahora los navegantes, para una mayor precisión, establecen 360 rumbos, correspondientes a los grados del círculo. Rumbo 0 significa dirección al Norte, rumbo 90 dirección al Este, etc. Las modernas novelas de aventuras nos han familiarizado con este sistema de orientación. Cuando leemos que el comandante, para esquivar al submarino sospechoso, manda arrumbar al 289, debemos entender que toma el rumbo Oestenoroeste por Noroeste.

    En tiempos de Colón se mencionaban ya estos treinta y dos rumbos, con la diferencia de que en vez de la palabra «por» se empleaba «cuarta al». Los rumbos, si queremos recordar la lista completa, eran por lo tanto:

    Norte

    Nornordeste cuarta al norte

    Nornordeste

    Nornordeste cuarta al nordeste

    Nordeste

    Estenordeste cuarta al nordeste

    Estenordeste

    Estenordeste cuarta al este

    Este

    Estesureste cuarta al este

    Estesureste

    Estesureste cuarta al sureste

    Sureste

    Sursureste cuarta al sureste

    Sursureste

    Sursureste cuarta al sur

    Sur

    Sursuroeste cuarta al sur

    Sursuroeste

    Sursuroeste cuarta al suroeste

    Suroeste

    Oestesuroeste cuarta al suroeste

    Oestesuroeste

    Oestesuroeste cuarta al oeste

    Oeste

    Oestenoroeste cuarta al oeste

    Oestenoroeste

    Oestenoroeste cuarta al noroeste

    Noroeste

    Nornoroeste cuarta al noroeste

    Nornoroeste

    Nornoroeste cuarta al norte

    Una cuarta equivale aproximadamente a un arco de 11° 25. Más o menos, un dedo de nuestra mano, colocado a la máxima distancia posible del ojo, mide «una cuarta». Hay aquí un desgraciado juego de palabras, porque una cuarta de verdad —la mano abierta, extendida hacia el horizonte— marca casi «dos cuartas». Es una forma grosera de determinar los rumbos, pero en tiempos de Colón no era fácil afinar más.

    La brújula

    Ahora bien: para determinar los rumbos hemos de disponer de una dirección fija de referencia. Necesitamos, por ejemplo, saber exactamente dónde está el Norte; sabido esto, podremos determinar los demás rumbos. Si hemos de valernos de medios exclusivamente terrestres, no hay más remedio que echar mano de la brújula. La brújula es uno de los grandes inventos del género humano, y posee una importancia fundamental en la historia de la navegación. Se basa en la existencia de dos polos magnéticos, Norte y Sur, que atraen los extremos de una aguja imantada. Si dejamos girar libremente esta aguja, sus extremos marcarán la dirección Norte-Sur (para evitar confusiones, cada polo de la aguja se pinta de un color distinto. Por lo general, el Norte es el más oscuro de los dos). No hay inconveniente en colocar sobre la brújula un círculo de cartulina u otro material ligero, con todos los rumbos de la rosa de los vientos marcados. Así solían ser las «agujas» que manejaban Cristóbal Colón y sus contemporáneos.

    Curiosamente, no sabemos cuándo empezó a emplearse la brújula como medio de orientación. Casi todas las versiones coinciden en que se trata de un invento chino. Se dice que, por el año 3000 antes de Cristo, los chinos empleaban «piedras» —piedra imán— que les servían para orientarse, y el emperador Tachen-Chinnan confió a sus mensajeros unos aparatos que les permitían guiarse en el camino. Hoy tiende a creerse que los chinos suelen exagerar la antigüedad de sus inventos. Parece que la primera noticia segura data del siglo III después de Cristo y se refiere a barras de hierro imantado que, sobre un flotador situado en un recipiente de agua, señalaban los puntos cardinales.

    Fueron los árabes, trasmisores de tantos elementos culturales de Oriente a Occidente, los que introdujeron la brújula en el Mediterráneo hacia el siglo XI, y poco después empezaron a utilizarla los cristianos. Hay quien atribuye su introducción a los franceses —quizá por una falsa interpretación de la famosa flor de lis—, a los flamencos (hay vagas noticias de hacia el año 1200), o a los italianos, concretamente a Flavio Gioja, de Amalfi. La aguja parece ya claramente aludida por A. Neckam (1195), Guyot de Provins (1203 y 1205) y Jacques de Vitry (1218). Todo parece indicar que era bien conocida en el siglo XIII. En las Partidas de Alfonso X el Sabio —que es un libro jurídico, no científico— se hace una curiosa comparación: «así como los marineros se guían en la noche oscura por el aguja, que es la medianera entre la estrella et la piedra…». También alude a la aguja Raimundo Lulio en 1286. Aunque se habla de que fue un instrumento mediterráneo que no pasó al Atlántico hasta el siglo XIV, todo parece indicar que los europeos occidentales estaban familiarizados con él desde una época relativamente temprana.

    Los polos magnéticos

    La aguja señala el Norte y el Sur porque existen unos polos magnéticos que atraen todo metal imantado. No es cuestión de entrar aquí en el origen de estos polos, pero todo parece indicar que tienen que ver con dos hechos bien conocidos: 1º) el núcleo de nuestro planeta está formado preferentemente por hierro; 2º) la Tierra gira en torno a su eje con relativa rapidez, y este giro tiende a generar un campo magnético.

    Ahora bien, y aquí viene el problema: los polos magnéticos no coinciden con los polos geográficos. Aún no se conocen exactamente las causas de esta discordancia, aunque existen muchas teorías para explicarla. El hecho es que la brújula apunta hacia el polo magnético y no hacia el polo geográfico. Hoy, en 2015, el polo magnético Norte se encuentra en la posición 83°,7 N y 117°,2 W, al NW de la isla de Bathurst, en el Ártico.

    Esto viene a complicar todavía más la cuestión. Resulta que las agujas no sólo no apuntan exactamente al Norte y al Sur, sino que las líneas isogónicas —lo que llamaríamos meridianos magnéticos— son curvas, y describen sobre el mapa inflexiones nada fáciles de calcular. Los marinos se valen generalmente de mapas en que se marcan las líneas isogónicas, y conocen así la declinación magnética (desviación de la aguja) en cada lugar. Hoy, todo el recorrido del primer viaje de Colón tiene una declinación magnética Oeste, es decir, la brújula señala algo más al Oeste que la dirección exacta del Norte. Al oeste de España la declinación magnética es de 1°,5 ( el signo negativo indica Oeste), pero va aumentando conforme nos adentramos en el Atlántico. A la altura de las Azores es ya de −14°, y pasa de −18° a medio camino entre Europa y América. Luego va disminuyendo, y en las Bahamas, a donde arribó el primer viaje del Descubrimiento, vale sólo −3°. La «línea agónica», aquella en que la brújula marca exactamente el Norte, pasa por el lago Michigan, Indianápolis, Louisville, costa Oeste de Florida, La Habana y Cartagena de Indias.

    Si la declinación magnética en 1492 hubiese sido la misma que en 1990, y Colón se hubiera guiado exclusivamente por la brújula, hubiera llegado a las costas de Venezuela, ¡pensando que se dirigía siempre al Oeste! Pronto veremos por qué no fue así.

    Realmente, la declinación magnética era ya conocida o intuida desde antes de Colón, y los marinos, especialmente los flamencos, «cebaban» la aguja, esto es, colocaban la rosa de los vientos ligeramente desviada respecto del eje metálico de la brújula, para que la flor de lis señalara exactamente el Norte. El mismo Colón, en una carta a los Reyes Católicos, reconoce haber cebado la brújula en sus navegaciones anteriores por el Mediterráneo: lo cual demuestra —contra lo que usualmente se cree— que conocía la declinación magnética antes de sus viajes a América. Lo que no descubrió hasta después de estos viajes es que la declinación magnética varía con la latitud, de suerte que es preciso «cebar» la aguja en distinto grado, según las zonas de la Tierra que se atraviesan.

    Poco después de Colón, el portugués Faleiro creyó descubrir un método para relacionar la declinación magnética con la longitud geográfica, y el español Martín Cortés, en su Breve compendio de la Sphera y de la arte de navegar (1551), precisa muy bien los términos de esta variación. Y, en el Libro de las longitudes, cuenta que hizo un mapa en que se precisa la declinación de la aguja cada 15 grados geográficos. Sin embargo, en la mayoría de los libros especializados aparece que el primer mapa de la declinación magnética fue trazado por Halley en 1701.

    La variación magnética

    Pero esta discordancia no es lo peor de todo. Resulta que la brújula no sólo no señala exactamente el Norte, sino que apunta a sitios distintos con el paso del tiempo. Es decir, que la declinación magnética es una magnitud variable. Una brújula no señala hoy la misma dirección que en tiempos de Cristóbal Colón. Ahora, en nuestras costas atlánticas, se desvía hacia el Oeste: entonces lo hacía hacia el Este. Quizá el indicio humano más antiguo que poseemos es la carta de Valseca, un portulano del año 1439, trazado con gran precisión..., pero inclinado respecto de la línea N-S. De esta inclinación deducen García Franco y Gómez Imaz que la declinación magnética era por entonces en España de 10° E. Georg Hartmann, vicario en Núremberg y aficionado a construir relojes de sol, halló en 1510 que la declinación era de 6° E en Roma y de 10° en Núremberg. En 1536 midió 10° 1/2 en Núremberg y 10° en Roma. Sabemos que en Londres la declinación era, en 1542, de 11° E, y en París, en 1550, Oroncio Fineo halló una desviación de 8°

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