Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Las crónicas de Vulcania: La espada de los druidas
Las crónicas de Vulcania: La espada de los druidas
Las crónicas de Vulcania: La espada de los druidas
Libro electrónico788 páginas12 horas

Las crónicas de Vulcania: La espada de los druidas

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Una visión fresca, original e innovadora del clásico género de espada y brujería.

En una época antediluviana, cuando los continentes aún no se habían separado y todavía formaban una gran masa de tierra llamada Pangea, esta se hallaba habitada por un buen número de criaturas, aunque muy diferentes entre sí: unas eran seres grotescos y monstruosos; las otras eran razas inteligentes, diseminadas en un puñado de reinos colindantes.

Una de estas razas era muy similar a la del ser humano actual, y había alcanzado un nivel de desarrollo semejante al de nuestra Baja Edad Media. En una aldea remota de este reino viene al mundo un niño con una extraña marca de nacimiento en mitad del pecho; es la señal del Elegido, también conocido como Hijo del Dragón: un personaje que -según las antiguas profecías- deberá enfrentarse un día a las Fuerzas de la Oscuridad que asolarán Vulcania, el reino al que pertenece Madox, nuestro protagonista.

Sin embargo, el muchacho crece en la ignorancia absoluta del papel que el destino parece tenerle reservado. Hasta una noche en la que sucede algo inesperado que lo conmina a dirigirse por vez primera a la capital, donde -con más pena que gloria- descubrirá el «sendero» que el azar parece haber trazado para él.

En su aventura no estará solo, pues poco a poco irán sumándose una serie de variopintos personajes totalmente trascendentales para su sorprendente viaje -tanto físico como interior-, en pos de un amuleto perdido de cuya recuperación depende la salvación o el hundimiento definitivo del reino de Vulcania: ¡la mítica espada de los druidas!

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento22 jun 2019
ISBN9788417887537
Las crónicas de Vulcania: La espada de los druidas
Autor

Eduardo Aguiar

Eduardo Aguiar nació en Vigo (Pontevedra) en 1974. Creció rodeado de libros y cómics, siendo especialmente influenciado porsus ídolos, Stan Lee y Víctor Mora. Ya en el colegio se dedicaba a vender a sus compañeros y profesores fotocopias grapadas de historietas que él mismo dibujaba y guionizaba. Años después, puso en marcha -bajo el pseudónimo de Jonathan Striker- el popular blog The Mystic Bubble, centrado principalmente en la crítica de cómics y el cine de culto, que compatibilizó con su papel de guionista del webcómic semanal La Patrulla Vengadora (cobra cien dólares la hora), una sátira caricaturesca y mordaz acerca del mundillo superheróico. Más tarde creó también el blog Hablemos de Spider-Man -su personaje fetiche por excelencia-. Hasta que decidió dar forma a una idea que llevaba largo tiempo rondando por su cabeza, escribir su propia novela: La espada de los druidas, primera parte de la saga «Las Crónicas de Vulcania».

Autores relacionados

Relacionado con Las crónicas de Vulcania

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Las crónicas de Vulcania

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Las crónicas de Vulcania - Eduardo Aguiar

    A modo de breve introducción

    La ciencia calcula que, de media, aproximadamente cada 100 millones de años un asteroide kilométrico impacta contra la Tierra, provocando grandes glaciaciones globales o erupciones masivas que, en conjunto, causan la extinción de buena parte de las especies que en ese momento pueblan el planeta. Y partiendo de la base de que la vida pluricelular vio la luz hace unos 600 millones de años, los científicos deducen que, desde entonces, se han producido por lo menos cinco extinciones masivas (aunque buena parte del público sólo haya oído hablar de la ocurrida al final del periodo Cretácico, la misma que puso fin a la era de los dinosaurios).

    Nuestra especie tiene casi cinco mil años de historia y varias decenas de miles de prehistoria. A pesar de todo, las incógnitas sobre nuestra evolución siguen ahí: podemos estimar cuándo aparecieron las primeras partículas del universo, cómo se formó nuestro planeta, e incluso, cuándo se originó la vida en él; pero precisar en qué momento comenzamos a ser humanos —en toda la extensión de la palabra—, se torna más complicado: el eslabón perdido sigue jugando al escondite.

    Hoy en día nuestra raza, culmen de la evolución, domina la Tierra. Aunque bien pudo haber sido de otro modo: es un hecho constatado que, hace 30.000 años, los humanos modernos convivían con al menos otras tres especies de homínidos inteligentes: los Neandertales en Europa y Asia occidental, los Denísovas en Asia, y los Hombres de Flores —apodados «hobbits»— en la isla del mismo nombre, en Indonesia. «Hermanos» nuestros que no tuvieron tanta suerte y acabaron extinguiéndose.

    Eso ha llevado al hombre actual a preguntarse si quizás pudo existir alguna vez otra de estas razas, todavía más antigua, que pululase por este bendito mundo mucho antes de que nosotros soñásemos siquiera con bajar de los árboles; y ya puestos a especular, incluso hay quien se pregunta, de ser así, qué nivel de desarrollo pudieron llegar a alcanzar esos antecesores.

    En las últimas décadas, han ido cobrando fuerza numerosas teorías —generalmente al margen de la ciencia ortodoxa, dicho sea de paso— que avalan la supuesta existencia de antiguas civilizaciones más o menos avanzadas, extinguidas miles o millones de años antes de que la humanidad, tal y como la conocemos, evolucionase en la Tierra.

    Son muchas las personas que, a lo largo y ancho del mundo, se han dejado seducir por las fantásticas historias que hacen referencia a aquellas posibles culturas antediluvianas: la Atlántida, Lemuria, Thule, Hiperbórea...

    A menudo, los que defienden dichas hipótesis suelen esgrimir como «pruebas» ciertos hallazgos en apariencia inexplicables, que han pasado a ser popularmente conocidos como ooparts, o lo que es lo mismo: objetos de interés histórico, arqueológico o paleontológico, que por sus peculiares características parecen desafiar la cronología básica de la historia convencional.

    Algunos ejemplos de estos «objetos fuera de tiempo» serían las Piedras de Ica (una colección de cantos rodados provenientes del Perú, con grabados que muestran escenas de personas cazando diferentes razas de dinosaurios, realizando complejas cirugías o utilizando diversos aparatos de avanzada tecnología); la Figura de Nampa (estatuilla antropomorfa de arcilla encontrada —dicen— a unos cien metros bajo tierra, en una obra de perforación en Idaho, cuya antigüedad se dató en unos dos millones de años); o la denominada Huella de Meister hallada en Utah (marca petrificada de una presunta bota o sandalia en un sustrato correspondiente al periodo Cretácico, cuyo tacón habría aplastado a un trilobites hace al menos trescientos millones de años).

    ¿Y qué decir de las llamadas Ruinas de Yonaguni, unas colosales estructuras sumergidas frente a la isla japonesa del mismo nombre? Con una extensión de unos cuarenta y cinco mil metros cuadrados, la perfecta rectitud de sus «paredes» sugiere que éstas sólo pudieron ser cortadas a mano. Eso por no mencionar la gran cantidad de zonas que presenta con lo que parecen ser terrazas, escalones, pasillos e incluso petroglifos (o marcas de cantería), que dotan al conjunto de un poderoso parecido con la ciudad inca de Machu Picchu. Y dado que los arqueólogos siempre han asegurado aquello de que «la naturaleza odia las líneas rectas», convendréis conmigo en que el caso resulta, cuando menos, curioso. Aunque a día de hoy la comunidad científica todavía no se ha puesto de acuerdo sobre su origen exacto, ciertos geólogos sostienen que estas «edificaciones» serían muy anteriores al final de la era glacial (Pleistoceno), y probablemente habrían sido sumergidas por un gran terremoto y posterior tsunami. Algo en absoluto descabellado, teniendo en cuenta que Japón se encuentra en el llamado Cinturón de Fuego del Pacífico, la mayor zona sísmica y volcánica del mundo.

    Un caso muy similar lo encontramos en la costa oeste de Cuba, donde se tiene constancia de que existe otro conjunto de inusuales estructuras pétreas a unos setecientos metros de profundidad. Las imágenes de sónar captaron formas geométricas, tales como bloques cúbicos, paralelepípedos y piramidales, con superficies relativamente planas y pulidas. Esta anomalía pasó a ser conocida como Mega.

    Aludiendo a su posible origen humano, un informe de la Universidad Estatal de Florida concluyó: «Sería genial, pero se trata de algo realmente desconcertante que se encuentre en América, pues no existen registros que prueben tal capacidad arquitectónica en ninguna de las culturas que conocemos y, mucho menos, tantos miles de años atrás».

    Independientemente del grado de veracidad que cada uno esté dispuesto a atribuir a estos y otros hallazgos semejantes —no es mi intención entrar aquí a valorarlo—, sé que no os costará mucho entender cuán tentador puede resultar para un novelista situar la trama de su relato en mitad de una era olvidada, justo en el seno de una de esas hipotéticas civilizaciones engullidas por la bruma del tiempo. ¡Es una auténtica tabula rasa!; la apasionante posibilidad de crear todo un mundo desde cero, exento de cualquier idea preconcebida, y libre por tanto del lastre que supondría depender de la exactitud geográfica o del rigor histórico.

    Eso, amigos, fue precisamente lo que me motivó a enfocar mi obra por tales derroteros: poder moldear la ficción a mi antojo, sin cortapisas de ningún tipo y sin otra pretensión que proporcionaros una buena dosis de entretenimiento. Con lograr esto, que no es poco, ya me doy por satisfecho.

    «De los cielos caerá primigenia materia, y cuando negro sea el Sol, los hermanos ausentes forjarán con ella el sin par amuleto de nombre Brooheelda.

    Fiero guardián será su custodio, y secreto su emplazamiento, hasta que la reliquia viaje a la Tierra Azul.

    Y los retornados prestarán a ésta su vasto poder, y la Tierra Azul deslumbrará siendo invicta bajo su mágico influjo».

    (…)

    «Mas cuando la Tierra Azul reniegue de los retornados,

    despojada será también del mítico talismán,

    y sus arpas y laúdes enmudecerán ante el feroz heraldo

    de seres terribles que asediarán sus puertas.

    Hasta que el Hijo del Dragón muestre en su pecho

    que en verdad es digno de ser llamado el Elegido.

    Entonces se manifestará ante vosotros, sobre indómito corcel, como el único capaz de restituir el amuleto arrebatado. Cuando tal cosa suceda, no habrá ya invasor que resista, y la Tierra Azul por fin será salva».

    Versículos 4 y 6 de la trigésima profecía del Legado de los Antiguos.

    Prefacio: la última crónica de Sherek

    Nobuk alzó la vista al cielo encapotado y un gesto de disgusto se dibujó en su rostro: aquel manto de nubes negras, el mismo que había venido a oscurecer prematuramente los últimos estertores de la tarde, se manifestaba ya como el irrefutable presagio de una inminente tormenta.

    Ante tan desalentadora perspectiva, el joven chasqueó la lengua con desagrado, apurando el paso por el intrincado laberinto de angostas callejuelas, con la vaga esperanza de llegar a su destino antes de que la lluvia hiciese acto de aparición; pero no lo consiguió: ésta fue tan repentina y cayó con tanta fuerza, que el muchacho no pudo hacer otra cosa más que arremangar un poco el faldón de su túnica y salir corriendo calle abajo, en un desesperado intento por mantener encendida la antorcha que portaba.

    De súbito, el resplandor de un relámpago iluminó fugazmente el mundo a su alrededor; poco después, lo sobresaltó el bramido del trueno. Así, saltando torpemente sobre los incipientes charcos al mismo tiempo que se esforzaba por no resbalar, logró al fin cobijarse, con más pena que gloria, bajo el pórtico del suntuoso edificio que venía buscando: la residencia oficial de los funcionarios.

    El exterior de dicho edificio, como casi todos los de la ciudad, estaba construido en sólido granito azul. No en vano, la capital de Vulcania era conocida desde tiempos inmemoriales con el singular nombre de Ciudad Azul de Kabulashi.

    Recorrió a paso vivo buena parte de los soportales, pasando de largo ante varias viviendas anexas, idénticas entre sí, hasta detenerse frente a una en concreto; una que conocía muy bien.

    Giró la llave en la cerradura y empujó la puerta, que cedió con un leve chirrido. Tan pronto como cruzó el umbral de la estancia, una densa oleada de aire viciado le golpeó el rostro. Pese a ello, se apresuró a cerrar nuevamente tras de sí. Y aunque se le pasó por la cabeza abrir el único ventanuco de la estancia a fin de ventilar un poco, no tardó en desechar la idea. ¡Cualquiera lo hacía, con la que estaba cayendo fuera! Además, tenía demasiada prisa por cumplir el cometido que lo había llevado hasta allí. Ya habría tiempo de ventilar más tarde.

    Sabía que probablemente ésta sería la primera vez que alguien accedía al lugar desde que el cuerpo de Sherek, su bienamado maestro, había sido retirado. Esa certeza le produjo un intenso escalofrío.

    Mientras se dirigía a la pared del fondo para dejar la antorcha en su soporte, fue incapaz de reprimir una mirada furtiva al lecho donde, un par de días antes, el desdichado había sido hallado sin vida.

    De pronto, su corazón se llenó de pesar, al tiempo que el recinto se nublaba a su alrededor por efecto de unas lágrimas que no pudo —o no quiso— contener. Aquel anciano —gruñón pero bonachón— no sólo se había apiadado de él tomándolo bajo su protección y rescatándolo de las calles tras quedarse huérfano, sino que además le había enseñado pacientemente a leer y a escribir, en verdad un privilegio al alcance de muy pocos, convirtiéndolo en un hombre de provecho. No conforme con ello, lo eligió como su único discípulo, instruyéndolo en todas las artes relativas a su noble oficio, el de cronista mayor de la corte, y usando sus influencias para asegurarse de que heredase el valioso cargo tras su fallecimiento. Ahora, ese momento había llegado.

    De este modo, apenas concluidos los ritos funerarios, desde el Archivo Mayor de palacio acababan de encomendarle su primer encargo oficial: recopilar y clasificar a la mayor brevedad posible los últimos manuscritos de Sherek, aquellos que aún permanecieran inéditos, a fin de completar cuanto antes el nutrido compendio de sus prestigiosas crónicas. Ese era su cometido... al menos, en teoría. Aunque también pudiera ser que hubiese algo más detrás, y es que cierto personaje muy bien relacionado —en concreto Anmes, uno de los más aventajados discípulos de Arhol, el Archivero Mayor de la corte— había llegado a insinuarle que lo que en realidad debía encontrar era un documento único y concreto. Un misterioso legajo tras cuya pista estaría, supuestamente, alguien de las más altas instancias. Esa misma fuente no descartaba que el personaje en cuestión fuera incluso el mismísimo Rey Korax. Y aunque al joven aprendiz le costaba bastante dar veracidad a este rumor, tampoco se atrevía a descartarlo por completo. En cualquier caso, de ser cierto, no alcanzaba a entender por qué no habían sido más explícitos. ¿Cómo diablos podía encontrarse algo, cuando ni siquiera se sabía lo que buscar? Definitivamente... ¡era de locos!

    A no ser, claro, que todo obedeciera a un plan específico, y simplemente estuvieran poniéndolo a prueba a fin de determinar su grado de valía para el puesto. Una posibilidad a tener en cuenta, que de ser cierta, planteaba otra pregunta no menos inquietante: ¿estaría él a la altura de las circunstancias?

    Un rápido vistazo a su alrededor le bastó para percatarse de que en modo alguno habría de ser aquella una tarea fácil. No ignoraba que todo lo que a su maestro le sobraba de piadoso, le faltaba de ordenado. Como no podía ser de otro modo, la estancia se encontraba literalmente repleta de docenas y docenas de papiros y pliegos de pergamino distribuidos por doquier sin orden ni concierto, así como de una considerable cantidad de códices encuadernados en piel, esparcidos anárquicamente aquí y allá, los unos sobre los otros, incluso en varios montones por el suelo, en algún caso formando torres de dudosa estabilidad.

    Sonrió con melancolía, mientras con el dorso de la mano se secaba las lágrimas de las mejillas. Entonces, aspirando una generosa bocanada de aire a fin de armarse de paciencia ante lo que sabía que se le venía encima, prendió una pequeña palmatoria de latón y con ella fue a sentarse frente a la abarrotada mesa que Sherek solía utilizar para escribir.

    Pero... ¿por dónde empezar? Durante unos breves instantes, Nobuk se quedó absorto con la vista fija sobre el caótico batiburrillo de polvorientos manuscritos. Al fin, desenrolló uno al azar. Lo ojeó brevemente, sólo para darse cuenta que se trataba de un rutinario compendio de antiguos botines de guerra. Lo dejó y desplegó otro, que resultó ser un simple tratado de cetrería. No, decididamente no era eso lo que buscaba.

    En los últimos tiempos, y a pesar de que su enfermedad se había agravado sensiblemente, Sherek había optado por recluirse entre esas cuatro paredes día y noche, sin apenas descanso. Resultaba obvio que lo acuciaba la imperiosa necesidad de completar a toda costa algún trabajo pendiente, pero... ¿de qué podía tratarse? Y es que, aunque normalmente solieran trabajar codo con codo hasta bien entrada la madrugada, en esta ocasión ni siquiera el amado pupilo tuvo acceso al enigmático proyecto. De hecho, la única vez que había osado preguntarle directamente sobre el tema, había obtenido una respuesta tan críptica como esquiva: «Pronto lo sabréis... más pronto de lo que pensáis, me temo. Hasta entonces, os ruego a todos que tengáis la enorme bondad de no importunarme». Eso fue todo lo que estaba dispuesto a decir.

    Nadie recordaba haber visto nunca al anciano tan obsesionado con nada, así que, por fuerza... ¡habría de ser algo realmente trascendental!

    Se fijó entonces que en el extremo opuesto de la mesa se hallaba un abultado saco de lino, del que sobresalía un buen grupo de aquellos gruesos tubos de mimbre con asas de cuero —trece, para ser exactos—, los mismos que hasta no hace mucho solían utilizarse para transportar rollos de documentos al archivo.

    Si bien era cierto que, últimamente, la manejabilidad que ofrecía el códice había relegado a un segundo plano el uso de este tipo de rollos —volviéndolos un tanto anacrónicos—, Nobuk sabía de sobra que para ese tipo de cuestiones Sherek era extremadamente tradicionalista. En absoluto despreciaba el uso del códice y, de hecho, lo usaba con cierta frecuencia, pero los citados pergaminos seguían siendo, de lejos, su soporte favorito. Aquel que gustaba de utilizar para sus escritos más destacados. Por tanto, no sería para nada descabellado suponer que si rondase por su mente llevar a cabo algún trabajo que considerase esencial, los rollos fuesen el soporte elegido.

    Por eso, cuando vio allí aquel saco con los trece cartuchos tan bien colocados —y cada uno de ellos cuidadosamente numerado en la tapa—, tuvo una poderosa corazonada. Primero, le resultó curioso lo perfectamente alineados que estaban, en claro contraste con el desorden reinante. Pero lo que de verdad llamó su atención sobre ellos, fue que se encontraran tan sospechosamente próximos al lugar donde reposaban la caja de cálamos y el viejo tintero de cerámica, aún con su pluma dentro. Eso le hizo albergar cierta esperanza de que dichos contenedores pudieran guardar alguna relación con la última crónica de su maestro, la misma que, según todo parecía indicar, se había encargado de consumir su aliento final.

    Tomó pues uno de aquellos cartuchos, lógicamente, el que llevaba el número uno garabateado en la tapa. Al hacerlo, no se le pasó por alto el hecho de que prácticamente se hallase libre de polvo: de entrada, era una buena señal.

    Lo destapó y le dio la vuelta, al tiempo que introducía pulgar e índice tanto como podía a fin de tratar de extraer su misterioso contenido sobre la mesa. Así lo hizo, llenándose de gozo al descubrir que, en efecto, se trataba de un rollo de pergamino extraordinariamente grueso, pegado en su extremo a un elegante cilindro de madera cuidadosamente barnizada.

    Su intriga crecía por momentos, de modo que deshizo con presteza el lazo que lo ataba. Acto seguido, y con las manos temblorosas por la emoción, lo extendió cuidadosamente frente a él. Aproximó su nariz y lo olisqueó con suma atención. Sí, la tinta aún conservaba un olor intenso y penetrante, señal inequívoca que en verdad venía a confirmar sus sospechas: ¡había sido escrito recientemente!

    Le bastó con leer el esclarecedor título del documento para cerciorarse de que había dado en el clavo; hacía alusión a cierto personaje histórico directamente emparentado con el Rey Korax —en concreto, su bisabuelo—, factor por el que cobraba sentido la estrambótica teoría de Anmes —el ayudante del bibliotecario— de que el monarca pudiera estar detrás del encargo. Este fue el modo en que el joven Nobuk —con el corazón galopando en su pecho cuan caballo desbocado— se dispuso a adentrarse en el misterioso legado póstumo de su malogrado mentor...

    1. Un encargo extraordinario

    Crónica de Sherek, Escribano y Cronista Mayor del Archivo Real de La Magna Corte de Vulcania, referente a las proezas verídicas de Madox de Xhitaria, más conocido por los sobrenombres de el Elegido e Hijo del Dragón:

    Tras una vida larga y buena, puedo sentir con toda claridad desde el fondo mismo de mis huesos como el trayecto toca irremisiblemente a su fin; las fuerzas me abandonan poco a poco, y si bien mentiría si afirmara que le temo a la última travesía, esa de la que no hay retorno —si no es invocando a ciertas fuerzas oscuras, cuya simple mención me repugna—, no cabe sino confiar en tratar de resistir un poco más.

    La conciencia me grita que no puedo permitir que mis días se extingan sin coger mi vieja pluma, aunque no sea más que una última vez, en afán de verter en este escrito lo que en justicia merece ser contado; para que no muera conmigo... ¡Porque no debe morir conmigo!

    En estos caóticos tiempos, producto inevitable de la abundancia y el tedio que trae aparejados consigo una paz tan prolongada, sé muy bien que mucha gente, quizás demasiada, empieza a dudar que las fantásticas gestas que tradicionalmente se atribuyen a los héroes de antaño hubieran sucedido un día más allá de los polvorientos legajos que recogen sus aventuras: las confunden con mitos; las consideran meras alegorías y, por ende, las despojan de cualquier valor.

    ¡Krabhast Divino...! ¡Si supieran cuán errados están esos pobres necios...!

    Este es el verdadero motivo que me acucia a perpetuar en este manuscrito las sorprendentes hazañas del más extraordinario de aquellos héroes: el gran Madox de Xhitaria, también llamado por muchos el Elegido y por otros Hijo del Dragón, quien con el tiempo llegaría incluso a Señor de Vulcania y a quien Jaleth —el hermano de mi bisabuelo, entonces poco más que un niño— tuviera el honor de servir fielmente como escudero, ya en la senectud del adalid, y hasta el fin de sus gloriosos días.

    Sé que no seré el primero en acometer la compleja tarea de tratar de recopilar sus andanzas, ya que mi propio antecesor en el cargo, el buen Yuri, escribió profusamente sobre ellas en sus célebres Cantares Heroicos, tan arraigados entre el populacho, sobre todo por la gran cantidad de juglares que los difundieron en innumerables plazas, calles y tabernas a lo largo y ancho del reino. ¡Tanto es así, que yo mismo podría recitar ahora mismo de memoria la mayoría de sus estrofas! Y aunque en modo alguno sea mi intención venir a poner en entredicho su indudable valía como aportación lírica, he de decir que —en virtud de ciertas concesiones a la fábula que parece presentar en algunos pasajes, así como por los «sutiles» ejercicios de autocensura que he podido detectar en otros— me sentiría muy honrado de poder aportar mi propia versión de los hechos; una versión lo más limpia y honesta posible, narrada desde la más absoluta de las humildades y, en consecuencia, contraria a deleitarse en los innecesarios artificios que, por desgracia, tan a menudo suelen acechar agazapados entre los grandilocuentes ecos de las antiguas leyendas.

    Por tanto, y tal y como la tradición oral la trajo mis oídos, así os relataré yo a vosotros su auténtica historia en esta crónica desesperada, probablemente la última de mi vida. ¡Ruego al Divino Krabhast que tenga a bien concederme el tiempo necesario para culminar tan ambiciosa misión! Sólo entonces, y no antes, podré descansar en paz...

    Nuestro relato comienza hace mucho tiempo, en una época en que la vida y el honor de un hombre de baja cuna valían tanto como su arrojo y su destreza con la espada. De hecho, se inicia mucho antes del nacimiento del mismo Madox, pues —tal y como reza el Legado de los Antiguos— aún ocupaba el trono Mitros el Indomable, primero de los monarcas de la Casa Loregein, cuya excelsa dinastía se extiende hasta nuestros días.

    Mas no os engañéis, ya que el origen de esta singular historia no aconteció en el seno de fortaleza o palacio alguno, sino en un lugar bastante más prosaico que todo eso: ¡la humilde forja de un herrero de Úrsica!

    Eso sí: debe tenerse en cuenta que Puk tampoco simbolizaba, ni mucho menos, el arquetipo del herrero común, ya que por aquellas fechas sobresalía como el más afamado de la comarca entre todos los de su gremio. Y haréis bien en creerme si os digo que esa fama de la que gozaba era sobradamente merecida, ya que no sólo es que fuera bueno en su oficio —que lo era y mucho—, sino que en rigor destacaba como el más hábil y experimentado en cientos de leguas a la redonda. Y ese, amigos, es un hecho tan indiscutible como que la noche sucede al día.

    A diferencia de otros herreros de pueblo —que a duras penas subsistían fabricando cachivaches tan anodinos como herraduras, herramientas, aperos de labranza, bisagras, cerrojos o clavos— nuestro hombre jamás se dignó a ocuparse de semejantes bagatelas; él podía permitirse el lujo de vivir única y exclusivamente del noble arte de forjar armas. ¡Y doy fe de que ni un solo día le faltó el trabajo! Todo lo contrario. No en vano, más de una vez le ofrecieron cerrar su taller —ubicado a las afueras de la aldea de Saylon— para mudarse a las armerías de ciertos nobles que anhelaban hacerse con la exclusividad de sus servicios tanto como respirar; aunque él, pese a sentirse profundamente halagado por ello, siempre declinó tales ofertas por una cuestión puramente sentimental: allí habían sido herreros sus antepasados antes de que él viniese al mundo, y allí deseaba que lo fueran sus descendientes tan pronto como lo abandonase.

    Por tal motivo, era bastante frecuente ver llegar a su puerta —tras varias jornadas de tortuoso camino— distintas comitivas dirigidas por los comisionados o lugartenientes de cada uno de los señores vasallos de las Nueve Provincias¹, con el propósito de encargar la fabricación del mejor armamento con el que equipar las mesnadas de sus amos, cuando no de infiltrar aprendices que más tarde pudieran llevar a sus respectivos lugares de origen algún que otro secreto del afamado artesano.

    Y tal llegó a ser la nombradía de éste entre la nobleza, que incluso en la misma corte acabaron haciéndose eco de su proverbial talento. Hasta en tres ocasiones llegó a atender pedidos de la casa real. El último de ellos, el que más orgullo le reportaba, había consistido en la fabricación de una bellísima espada de gala que el propio Rey Mitros lució el día de sus esponsales.

    Pues, aunque de entre todas las armas posibles no existía ninguna cuya elaboración tuviese secretos para Puk, había que reconocer que su especialidad era precisamente esa: las espadas.

    Se había familiarizado con su manufactura desde que apenas tenía uso de razón, ayudando a su padre en la forja desde bien pequeño, igual que éste había hecho antes con el suyo, y el suyo con el suyo, en una tradición tan antigua que se remontaba a los albores mismos de los tiempos. Y aun sin tener forma de calcular cuántas habría hecho a lo largo de su vida, sabía que debían ser muchos cientos; probablemente miles. Pero jamás ninguna había sido tan especial, tan exclusiva, como esa que ahora mismo templaba al fuego; no señor. ¡Ni siquiera aquella que una vez fraguara para el rey!

    Así, con la seguridad y la destreza que sólo poseen los que acometen una tarea muchas veces repetida, el hombre golpeó incansablemente con su martillo el metal al rojo vivo, tratando de dar a la valiosa pieza la forma precisa, mientras su mente rememoraba por enésima vez el momento exacto en que, días antes, aquellos tres extraños jinetes habían llegado inesperadamente a su taller.

    Los dos más jóvenes, los mismos que ahora vigilaban cual halcones acechantes cada golpe que daba sobre el metal incandescente, eran también los más altos y corpulentos, e iban ataviados como auténticos guerreros bárbaros, con yelmos, corazas y brazaletes de cuero, así como unas colosales espadas curvas envainadas a la cintura. De sus hombros —excepcionalmente anchos y fuertes— pendían unas toscas capas de piel de mamut lanudo.

    La expresión de sus facciones —barbadas y curtidas— destilaba tal acritud, tal fiereza sus miradas, que un simple vistazo bastaba para percatarse de que eran de esa clase de individuos con los que más valía no meterse en problemas. Y por si esta descripción no fuera ya lo suficientemente diáfana de por sí, aun añadiré, para más señas, que la rudeza de sus modales no desmerecía un ápice de su «fragancia» corporal, bastante más desagradable, si cabe, que la de un oso cavernario.

    Puk dedujo —a juzgar por sus horribles dientes, limados en punta— que probablemente serían mercenarios norteños de la temible tribu proscrita de los Graykon.

    En todo el tiempo que estuvieron en el taller, apenas mediaron entre ellos unas pocas palabras en algún dialecto ininteligible, así como tampoco dieron a conocer sus nombres. De hecho, no se molestaron en tratar de confraternizar lo más mínimo.

    A su vez, el otro hombre, el que parecía estar al mando, era un anciano alto y delgado, de pálida tez y mirada astuta y penetrante, con largos cabellos y barbas trenzadas que le caían hasta la cintura. Vestía una holgada túnica blanca que, pese a verse un tanto ajada y polvorienta —probablemente a causa de los rigores del camino— no dejaba de resultar majestuosa. Sus huesudos dedos se encontraban profusamente tatuados con crípticos caracteres rúnicos, al tiempo que lucían varias sortijas de diverso tamaño. Su mano sujetaba una larga vara de madera de tejo centenario con la talla de una serpiente enroscada. De su cuello colgaba un espectacular medallón de oro, que traía grabado el perfil de una cabeza de dragón; de su hombro, un misterioso zurrón de piel que, inexplicablemente... ¡parecía desprender una fina hebra de humo!

    Cuando al fin se dignó a hablar, lo hizo con extremo recelo, susurrando, como quien atesora un gran secreto que en verdad le cuesta compartir. De este modo, se presentó ceremoniosamente como Tumak, según sus propias palabras, «uno de los últimos supervivientes de la legendaria casta de los druidas».

    Al oír esto, Puk le dedicó una respetuosa reverencia.

    —Mi humilde casa se honra con vuestra presencia, señor —acertó a balbucear mientras, en realidad, se esforzaba por disimular su estupor ante tan insólita revelación—. Si hay algo en lo que pueda serviros...

    —He oído decir que tú eres el herrero que fabricó la espada ornamental que el rey portó el día de su casamiento. ¿Es eso cierto?

    —Cierto es; yo fui quien ostentó tamaño honor.

    Tumak, que no esperaba otra respuesta, asintió con evidente aprobación.

    —También hay quien afirma —aunque esto ya me resisto a creerlo— que tu buen oficio se basa en el saber de los míticos Maestros Herreros de Drilmor.

    —Pues podéis creerlo, porque es verdad: a día de hoy, soy el único hombre vivo que domina la insuperable técnica metalúrgica de los enanos.

    —Pero... ¡eso es imposible! —exclamó el druida—. Todo el mundo sabe que los drilmorianos detestan mezclarse con otras razas. ¡¿Cuánto más sus herreros, que tan a menudo se llevan a la tumba sus arcaicos conocimientos sin dignarse a compartirlos ni siquiera con los suyos?!

    —No os falta razón, señor; en condiciones normales, jamás lo hacen. Los Maestros Herreros son tan celosos de sus secretos que, generalmente, sólo los transmiten de padres a hijos. Pero una vez se dio una excepción. Si queréis conocer la historia, yo no tengo inconveniente alguno en relatárosla...

    —¡Soy todo oídos!

    —Veréis: la cosa se remonta a los días en que la actual Vulcania aún no era más que un vasto territorio poblado por un sinfín de clanes nómadas con escaso contacto entre sí. Sucedió que, por aquellas fechas, una ola de frío extremo sacudió el norte, provocando una gran helada en la zona que habitaba la tribu de los Heskele, a la que —casualmente— pertenecía uno de mis antepasados. Habían caído, lo menos, tres o cuatro pies de nieve, y como es lógico, el alimento comenzó a escasear. Pronto no quedó ni una baya que recoger, ni una raíz que arrancar, y lo que es peor: ni una presa que cazar. Aprovechando que el río Krashodia también se había congelado, las grandes manadas cruzaron a la otra orilla en busca de pastos más verdes. De este modo, los Heskele se vieron abocados a una hambruna sin precedentes, por lo que no les quedó más remedio que formar un grupo con sus mejores cazadores a fin de seguir la pista de los animales. Y mi antepasado, por su destreza con la lanza, fue uno de los seleccionados para tomar parte en la expedición.

    »Mas quiso la providencia que —al poco de haberse adelantado para examinar un rastro— se desatase una repentina tormenta de nieve y viento que dificultó de tal modo su visión, que acabó extraviándose totalmente de sus compañeros. Desorientado, el expedicionario caminó sin cesar, buscando infructuosamente a los suyos, al tiempo que —sin saberlo— se iba adentrando más y más en los confines de Drilmor. Voceó hasta quedarse ronco, pero sólo respondió el silencio. Y como sabía que si se quedaba quieto mucho rato corría el riesgo de morir congelado, optó por seguir caminando toda la noche. Al día siguiente, con los pies amoratados y llenos de ampollas, y debilitado ya por el frío, el hambre y la sed, llegó incluso al extremo de masticar puñados de nieve en su afán de engañar al estómago. Así las cosas, decidió hacer acopio de sus últimas fuerzas y trepar a lo alto de un pequeño promontorio para otear mejor los alrededores, con la vaga esperanza de hallar alguna señal de su gente. Sin embargo, apenas había llegado arriba, cuando un grito lastimero lo puso sobre alerta. Miró en la dirección de la que procedía el alarido, y lo que descubrió, lo dejó de una pieza: a poca distancia, en la planicie que se abría frente a él, un niño yacía en el suelo, indefenso, junto a un hatillo de leña desbaratado. Y apenas a una docena de pasos, acechante, un gran dientes de sable se le aproximaba muy despacio, con intención de devorarlo.

    »En un arranque de compasión —o quizás de estupidez—, mi ancestro no se lo pensó dos veces y, tomando impulso, apuntó y arrojó con decisión su lanza contra la bestia, en el preciso instante en que ésta se disponía a abalanzarse sobre su presa. Ya os he dicho que era un buen lancero, por lo que tampoco le costó mucho atravesar de lado a lado el cuello del tigre que, agonizando, se desplomó como un fardo. No obstante, aún le quedaba por ver lo más sorprendente: en cuanto saltó del peñasco y se aproximó al niño para ayudarle a incorporarse, descubrió con estupor que de niño tenía bien poco. Aquel individuo era un adulto entrado en años, sólo que de baja estatura. Sé que entenderéis la sorpresa del hombre, sobre todo si os digo que, hasta entonces, los Heskele jamás habían cruzado el río y, por tanto, nunca habían visto a un enano. De hecho... ¡ni siquiera habían oído hablar de esa raza! Para colmo, el azar dispuso que tampoco fuese aquel —ni mucho menos— un enano cualquiera. Se trataba de Orvag, uno de los míticos Maestros Herreros que, conmovido por la intercesión del extranjero, se empeñó en recompensarlo a toda costa. Así, tan pronto como descubrió que se hallaba perdido —y muerto de hambre—, insistió en ofrecerle su hospitalidad, invitándolo a permanecer bajo su techo tanto como gustase, y advirtiéndole de antemano que no pensaba aceptar un no por respuesta. Supongo que, dadas las circunstancias, la promesa de un cuenco de sopa caliente —acompañado de un buen cuerno de hidromiel— fue motivo más que suficiente para que el explorador aceptara su invitación sin rechistar. En principio, su idea no iba más allá de quedarse un día o dos, y luego, una vez hubiera recobrado las fuerzas —y se hubiera hecho con algo parecido a un mapa—, regresar con su tribu. Sin embargo, las nevadas se recrudecieron aún más, por lo que su estancia hubo de prolongarse indefinidamente.

    »A todo esto, se daba la circunstancia de que Orvag no tenía familia; hacía mucho que había enviudado sin descendencia y, quizás por eso, acabó tomándole tanto afecto a su invitado, al que pronto llegaría a considerar prácticamente como a un hijo adoptivo. Y puesto que vivía atormentado ante la idea de que sus artes secretas llegaran a perderse tras su muerte, el enano tomó la determinación de saltarse todos los preceptos básicos del gremio al que pertenecía, poniendo su saber a disposición de su fiel amigo. Así fue como se metieron en la forja, donde Orvag instruiría concienzudamente a mi antepasado en el noble arte de mezclar magia y metal por medio de las legendarias runas mágicas. Y de este modo, transcurrieron treinta lunas. Al término de las mismas —y aprovechando que al fin había comenzado el tan anhelado deshielo—, mi antepasado le explicó a su mentor que le gustaría regresar a su tierra, e incluso fundar su propio taller. Orvag no contaba con ello pero, aun así, le prometió que lo pensaría. Finalmente accedió, aunque le puso una condición inamovible: podría servirse de la fabulosa técnica de los Maestros Herreros, siempre y cuando le diese su palabra de que mantendría su fórmula mágica en secreto, so pena de desencadenar una terrible maldición. Sólo podría transmitírsela algún día a su primogénito; y ni a una persona más, concediéndole el permiso de perpetuar esa tradición generacional, a cambio de que no se quebrantase la norma básica: sólo el primogénito varón de cada generación podría heredar tan preciada sabiduría. El hombre se lo prometió, y tras una emotiva despedida, volvió a cruzar el Krashodia, esta vez en dirección contraria. Y tal y como había proyectado, abrió aquí su taller. Como es lógico, ni el mejor de los herreros humanos fue capaz de hacerle sombra, por lo que no tardó en ser considerado el mejor de su gremio, primero en la comarca, y al tiempo, en cientos de leguas a la redonda. Y desde entonces, sus armas se convirtieron en las más cotizadas de todo el mundo conocido. Después, su arte pasó de generación en generación hasta llegar a mí... ¡Y fin de la historia!

    —¡Asombroso! —exclamó el druida, verdaderamente embelesado—. Pero hay algo en todo esto que no acaba de encajarme: afirmas que en tu familia sólo puede transmitirse el saber heredado de padres a hijos, concretamente a los primogénitos y, sin embargo, observo que tienes aquí cuatro aprendices. No irás a decirme ahora que son todos hijos tuyos...

    —¡Pues claro que no! —admitió Puk bajando la voz, al tiempo que hacía un sutil gesto a su interlocutor, como indicándole que prefería hablar en un rincón más discreto. Sólo cuando se hubieron alejado doce o quince pasos, continuó diciendo:

    —Ninguno de ellos es hijo mío; mi chico aún es demasiado pequeño como para levantar un mazo. Estos aprendices me los han enviado ciertos señores vasallos, con la malsana esperanza de que puedan arrebatarme algún secreto de los Maestros Herreros —hizo una pausa—. Y aparte de que no hubiera podido negarme sin dar lugar a ciertos desplantes —que al final acabarían perjudicando al negocio—, he de admitir que nunca está de más contar con un poco de ayuda. ¡Pero tampoco soy tan ingenuo! Yo no tengo problema en enseñarles a estos muchachos ciertas cosas útiles, como por ejemplo cuáles son las proporciones de hierro y carbón precisas para obtener un acero duro y elástico como ningún otro; o a observar el color del metal como guía para controlar la temperatura durante el forjado. Y son buenas enseñanzas, que conste. Pero aparte de eso, que no es poco... —sonrió con cierta malicia—, ¡aquí no aprenden otra cosa que no sea dejarse los hígados dando fuelle sin descanso, o pulir incansablemente los filos de las hojas en las piedras de amolar!

    —Bien —exclamó Tumak—. Pues entonces, ya no hay duda de que tú eres aquel al que vengo buscando...

    —Oh, ¿es que también precisáis vos, por ventura, una espada de gala como la del rey?

    —Algo parecido.

    —Imagino, señor, que sabéis que tales piezas no son precisamente baratas; fabricar una espada ornamental es algo muy laborioso, lleva su tiempo, y además...

    —No es un espada ornamental —lo interrumpió el anciano—. ¡Es ceremonial! Y descuida, que el precio no será un problema; tú limítate a hacer un buen trabajo, y yo te aseguro que serás magníficamente recompensado. Pero hay algo más: si en verdad te interesa el encargo, has de asumir una serie de condiciones totalmente inapelables.

    —Me interesa, me interesa; vos diréis...

    —Seré claro: ante todo, preciso de un cierto grado de discreción, y me incomoda ver tanto aprendiz revoloteando por aquí. Escoge a uno para ayudarte, aquel al que consideres más aventajado, y despide a los otros tres sin más explicaciones; al menos, en lo que tardas en terminar mi espada.

    El herrero obedeció de inmediato: tenía claro quién era su favorito.

    Una vez que el druida vio cómo se alejaban los excluidos, y tras mirar desconfiadamente a ambos lados, al fin se decidió a extraer de aquel zurrón humeante lo que a simple vista semejaba ser un vulgar pedazo de metal de irregular forma y unas dos libras de peso.

    Mas no creáis, queridos amigos, que se trataba de un metal cualquiera, porque no era así en absoluto. ¡Ya lo creo que no!

    En todos sus años como maestro armero, y en la constante búsqueda de la excelencia en su oficio, Puk había tenido ocasión de conocer sobradamente las más variadas materias primas, así como todas sus posibles aleaciones; sin embargo, ese material que ahora le entregaba Tumak no se parecía ni siquiera un poco a nada que hubiera visto antes: su tacto, su peso, su color... ¡Todo en él era diferente a cualquier metal conocido! Y eso fue algo que, obviamente, intrigó sobremanera al artesano.

    Preguntando al anciano acerca de su composición o procedencia, toda la respuesta que pudo obtener de sus labios fue que se trataba de «una materia mística caída de las estrellas, de los remotos lugares donde el Divino Krabhast tiene su eterna morada».

    Pero no terminaría ahí el desconcierto del pobre herrero, pues su interlocutor también le hizo saber que el arcano material en modo alguno podría ser fundido con la lumbre común de su fragua. Según su enigmático relato, aquella materia sagrada sólo sería susceptible de ser maleada al rojo vivo bajo el fuego surgido de las fauces de un dragón centenario. Y ese era un fuego que, decididamente, era cualquier cosa menos usual.

    Todo el mundo sabía que la era de los dragones hacía tiempo que tocaba a su fin, pues si bien antaño era bastante frecuente poder divisarlos surcando los cielos con grandiosa majestuosidad —y ya no sólo en Vulcania, sino en toda Pangea—, en esos días dicha estampa se había convertido en un hecho sumamente excepcional. Se creía que apenas quedaba ya un puñado de ellos... ¡y esos pocos eran más esquivos que nunca!

    En cualquier caso, siempre se había rumoreado que la casta de los druidas poseía el increíble don de controlar a estos fabulosos seres a su antojo, empleándolos como feroces guardianes de las cavernas en las que —según las malas lenguas— solían reunirse para celebrar sus secretos ritos. Por eso, Puk fue capaz de intuir el prodigio que iba a presenciar a continuación, en el mismo momento en que el excéntrico individuo extrajo también de su morral una pequeña vasija de mármol, y se evidenció que aquel humo misterioso que tanto le intrigaba emanaba directamente de su boca.

    El herrero pudo corroborar su teoría, tan pronto como sus asombrados ojos se asomaron al interior del receptáculo: allí, sobre un lecho de yesca, reposaban unas diminutas brasas candentes que, pese a su exiguo tamaño, desprendían un fulgor ciertamente inenarrable. ¡El druida había logrado la insólita proeza de transportar fuego de dragón!

    Tal y como él mismo explicaría, su secreto para controlar tan poderosos rescoldos había sido bastante sencillo: impregnar generosamente la cara interna de la vasija con una sustancia viscosa de su invención, resultante de mezclar la resina del keobabo —o árbol sagrado— con ceniza, cal y sangre de salamandra. Gracias a esta mixtura, había conseguido reducir aquellas ascuas a la mínima expresión, el único modo posible de contenerlas por un tiempo limitado. Aun así, como he dicho, su brillo era tan sumamente intenso que, si se contemplaban fijamente durante un rato, tenían la rara facultad de deslumbrar a quien las miraba, obligándole a cerrar los ojos y provocándole un incesante lagrimeo.

    Tumak le dio entonces la orden tajante de extinguir por completo las llamas «ordinarias» de su fragua y limpiar cuidadosamente las cenizas y escorias sobrantes. Todo había de estar impecable para el momento de prender, sobre carbón renovado, un nuevo fuego a partir de las insólitas brasas. Fuego que, mientras durase el trabajo, habría que cuidar con el máximo afán; no podían permitir que se apagara bajo ningún concepto, algo sobre lo que el druida hizo especial hincapié.

    Asimismo, le dejó claro que sus dos acompañantes, aquellos enormes guerreros parcos en palabras y de arisca expresión, se quedarían día y noche en la fragua alimentando las llamas el tiempo necesario para acabar el encargo. Puk se dio cuenta de que probablemente esa no sería su única misión, ya que a buen seguro también tendrían órdenes del anciano de vigilar que ni él ni su aprendiz pudiesen venir al abrigo de las sombras a robar ni siquiera una chispa de aquella lumbre formidable.

    Ese sería el modo en que Puk podría fundir y malear aquel raro metal «caído de las estrellas»: con auténtico fuego de dragón. El resto debía correr a cargo de su probada destreza en el oficio.

    Antes de partir, Tumak también le hizo entrega de un pergamino que contenía una extraña simbología rúnica, así como de media libra de oro de gran pureza que, una vez fundido, habría de servir para insertar a lo largo de la hoja de la espada dichos caracteres. De igual modo, le proporcionó otra media libra de plata, un fragmento de colmillo de mamut primorosamente tallado en espiral, así como una hermosa esfera de obsidiana pulida. Estos últimos, claro está, para elaborar la singular empuñadura.

    Una vez más, el herrero fue consciente de que velar por el buen uso de todos aquellos objetos de valor sin duda sería otra parte del trabajo asignado a los rudos guardianes.

    Siguiendo cuidadosamente las instrucciones recibidas, Puk aún hubo de esperar el momento preciso para emprender la tarea encomendada: la salida del sol del día siguiente. Y es que tal y como el anciano había predicho, el amanecer del nuevo día trajo consigo un raro fenómeno celeste, ya que la luna, antes de retirarse, se alineó con el sol sumiendo al mundo en tinieblas durante un prolongado periodo de tiempo.

    Sería pues así —en mitad de esta excepcional anomalía— cuando Puk, aprovechándose de la confidencialidad que le reportaba aquella oscuridad impenetrable, llevó a cabo el hechizo mágico que sólo podría dar a conocer un día a su primogénito. Luego, tan pronto como las tinieblas se disiparon, hizo venir a su aventajado aprendiz, con el que emprendió su ardua e inusual tarea que, a partir de ese momento, los tendría a ambos trabajando duramente día y noche sin apenas descanso.

    Tan sólo se permitían un breve respiro cuando el calor o el escozor de ojos se tornaban realmente insufribles. Sin embargo, cada vez que esto sucedía, no tardaban en ser apremiados por aquellos dos rudos «custodios de la llama», exigiéndoles de muy malos modos que volvieran inmediatamente al trabajo. Era evidente que los mercenarios estaban bien aleccionados; además, ellos lo tenían bastante más fácil, pues aparte de que nunca solían aproximarse a menos de una docena de pasos de aquel fuego infernal, contaban con la ventaja añadida de poder turnarse cada cierto tiempo en su celosa tarea de vigilancia.

    Algunos días después —transcurrido ya el plazo convenido—, Tumak regresó a por la exclusiva pieza que había encargado, una preciosa espada completamente diferente a cualquier otra que hubiera existido jamás.

    Así, tras dedicar unos instantes a examinar detenidamente su acabado, desde la perfección de su doble filo hasta la calidad de su pulido —pasando por la inigualable elegancia de su empuñadura—, el anciano se detuvo, sobre todo, a prestar una especial atención a las misteriosas inscripciones rúnicas grabadas en oro que discurrían a lo largo de su hoja, paralelas al nervio central.

    Aunque, a decir verdad, al término de su esmerado repaso no se dignó a pronunciar palabra alguna, lo cierto es que la expresión de su rostro evidenció a las claras cuán satisfecho se sentía con el resultado final.

    —Entonces... ¿la encontráis de vuestro agrado? —preguntó el herrero, pese a que ya podía intuir la respuesta.

    —¡Es perfecta! —contestó el druida, extasiado, sin poder apartar los ojos de aquella obra maestra—. ¡Has hecho un trabajo magnífico! ¡Insuperable!

    —Gracias, señor; he de deciros con toda humildad que estoy de acuerdo con vos —el artesano hizo una pausa—. ¡Lástima que su destino haya de ser meramente ceremonial, ¿eh?!

    De pronto, Tumak clavó en él una mirada fulminante.

    —¿Y por qué habría de ser eso una lástima? —inquirió con voz ronca.

    —Bueno... ya me entendéis, ¿no? Cuando uno encarga una espada ornamental o ceremonial, es consciente de que se hará con una pieza bonita y lujosa pero, como es lógico, bastante menos eficaz que las reales.

    —¿Las «reales»?

    —¡Sí, diantre! Las destinadas al campo de batalla. Cualquiera de esas tiene un peso, un equilibrio, un filo... En fin, no me hagáis caso: divagaciones mías. ¡Cada una es para lo que es, y no se hable más! Para mí, lo esencial, es que vos salgáis de aquí satisfecho con el trabajo. ¡Esa es mi mayor recompensa!

    —¡Espera un momento! —insistió su interlocutor un tanto airado—. ¿Me estás diciendo que crees qué por el simple hecho de ser ceremonial, la contundencia de esta espada es inferior a una de esas que llamas «reales»? ¿Que su filo corta menos?

    Puk tragó saliva y sonrió nervioso, en vista del inesperado cariz que estaban tomando los acontecimientos.

    —A ver, señor, tampoco me lo toméis a mal, pero no cabe duda que...

    Mas no pudo terminar la frase, tal fue la sorpresa que le produjo observar como el anciano le daba súbitamente la espalda, para dirigirse raudo hacia un punto concreto del taller: el lugar donde se hallaba el tocón que soportaba el yunque.

    Entonces, volviéndose un momento para mirarlo por encima del hombro, le espetó con cierto desdén:

    —Fíjate bien, herrero, y dime —por tu vida— cuántas espadas «reales» conoces capaces de hacer esto.

    Luego, sujetando firmemente con ambas manos la empuñadura de marfil —al tiempo que separaba un poco las piernas para ganar estabilidad—, levantó la espada sobre su cabeza a fin de tomar impulso.

    —¡No, señor! ¡No lo hagáis! —exclamó el artesano, adivinando sus intenciones—. ¡Mellaréis el filo!

    Pero ya era demasiado tarde: haciendo oídos sordos a su advertencia, el druida descargó un golpe formidable sobre el pesado bloque de hierro macizo. Los metales chocaron con gran estrépito, y a continuación, todos los presentes pudieron ver como algo voluminoso impactaba bruscamente contra el suelo.

    Cuando Puk y su aprendiz descubrieron que se trataba del cono del yunque, se quedaron atónitos: había sido cortado limpiamente, de arriba a abajo, como si no fuese más que un vulgar pedazo de manteca.

    —¿Sorprendido? —preguntó Tumak, con aire de suficiencia—. Pues creo que aún te sorprenderás más cuando examines el filo, y compruebes que no se ha mellado lo más mínimo.

    —¡Krabhast Divino, no es posible! —masculló el artesano, mientras revisaba minuciosamente la hoja sin poder dar crédito a lo que veía. Tal y como había afirmado el anciano —y por insólito que pueda parecer—, el filo se hallaba absolutamente intacto.

    —¡Bah, eso no ha sido nada! —añadió el druida con cierta altanería, al tiempo que envolvía con toda solemnidad la pieza en un pulcro paño de lino—. Si acaso, una ínfima demostración de alguna de las diversas cualidades que, por naturaleza, cabe esperar de su composición extraterrena. Pero muy pronto, el poder de esta espada aumentará exponencialmente. ¿Y sabes por qué?

    Mudo de asombro, el herrero no pudo hacer otra cosa más que limitarse a negar con la cabeza.

    —Te lo explicaré: mañana por la noche habrá plenilunio, el primero tras el solsticio de invierno, y en el lugar de donde vengo ya está todo dispuesto para celebrar su rito de consagración. En el transcurso de esa ceremonia, entrarán en juego una serie de fuerzas tan sumamente inconmensurables, tan inefables, que no existen palabras en nuestra lengua capaces de describirlas. Y puedes jurar que, al término de la liturgia, no habrá objeto mágico en el mundo que pueda comparársele. ¿Lo entiendes? Así que no me hagas reír hablándome de espadas «reales», cuando ni un ejército empuñando cien mil de ellas será quien de hacerle sombra ni por un instante.

    Al oír esto, Puk se quedó literalmente boquiabierto. Y aunque un sinfín de preguntas asaltó su mente de inmediato, lo cierto es que no se atrevió a formularlas: de algún modo, fue como si un instinto primario le advirtiera de que, por su propio bien, más le valía permanecer en la ignorancia.

    Pero a Tumak, que de tonto no tenía un pelo, no le costó mucho adivinar lo que se le pasaba por la cabeza.

    —¡Ya sé! —dijo esbozando una mueca burlona—. Ahora he conseguido picar tu curiosidad, y probablemente te estarás preguntando qué nos mueve a consagrar la espada y, sobre todo, cómo pensamos focalizar tanto poder. ¿Me equivoco?

    —No, no os equivocáis —reconoció el aludido a regañadientes—. Debéis saber que nunca he tenido por costumbre inmiscuirme donde no me llaman, pero en este caso... ¡he de admitir que la intriga me carcome!

    —Ya... y apuesto a que también te preguntarás dónde se celebrará el rito en cuestión, ¿no es así?

    —Pues si os soy sincero... sí; así es.

    —Bueno, verás: a lo primero, puedo contestarte. A lo segundo... me temo que no. ¡De lo contrario, tendría que matarte!

    Un escalofrío recorrió velozmente la espalda del artesano, y su rostro palideció al instante. Dándose cuenta de ello, el anciano soltó una estridente risotada.

    —¿Te lo has creído? —preguntó jocoso, dándole una sonora palmada en el hombro—. ¡Tan sólo bromeaba! ¿Pero por quién me tomas? ¿Es que acaso tengo cara de asesino?

    El herrero respiró aliviado.

    —Claro que no, señor. ¡En absoluto!

    —Aun así, sé que entenderás que, de momento, prefiera no desvelar el lugar —puntualizó el druida, poniéndose serio—. Mi Hermandad tiene pendiente limar ciertas... «asperezas» con la corona. Un antiguo malentendido que, durante demasiado tiempo, sólo ha deparado ruina y desolación, aunque confío en que muy pronto pueda aclararse. Pero mientras eso no se resuelva, toda precaución es poca. Lo que sí puedo adelantarte —por si así te quedas más tranquilo—, es que la espada se consagrará única y exclusivamente al servicio de los intereses de Vulcania.

    Tras pronunciar estas enigmáticas palabras, Tumak salió del taller y se aproximó a su caballo para guardar su preciado «tesoro». Una vez que lo tuvo a buen recaudo —perfectamente asegurado con varias cinchas al costado del animal—, regresó sobre sus pasos trayendo consigo una abultada bolsa de cuero, y se la entregó a Puk.

    —Aquí tienes tus emolumentos —le dijo—. Como podrás comprobar, se trata de una cifra considerable; aunque sin duda alguna, bien merecida.

    El artesano, sorprendido por la generosidad de su cliente, dedicó a éste una ampulosa reverencia en señal de agradecimiento. A juzgar por el peso de la bolsa, era evidente que la cifra en cuestión debía bastar para costear, lo menos, dos docenas de espadas comunes; las mismas que —tan desafortunadamente— él había dado en llamar «reales».

    A continuación, un simple gesto de cabeza del hombre bastó para que sus sirvientes procediesen a apagar concienzudamente los últimos vestigios de aquel portentoso fuego de dragón que, contra todo pronóstico seguía ardiendo en la fragua, aunque nadie se hubiese dignado a alimentarlo desde la noche anterior. Para lograrlo, hubieron de verter sobre él una enigmática sustancia, espesa y parduzca, cuya composición sólo los druidas conocían.

    Entonces, tan repentinamente como habían llegado, los tres hombres subieron de un salto a sus monturas y las espolearon con brío, para acabar perdiéndose en la lejanía dejando tras de sí una densa nube de polvo.

    Mientras regresaba de vuelta a su taller, Puk recordó las múltiples historias, la mayoría de ellas truculentas, que de niño había oído contar sobre los druidas. Y es que las malas lenguas aseguraban que un día, mucho tiempo atrás, su casta había ocupado un lugar preponderante en el gobierno de Vulcania. Una posición que perderían tan pronto como se les relacionó con cierto asunto turbio que, al parecer, los llevó a abandonar la nación apresuradamente, granjeándoles fama de malditos.

    Desde entonces, y hasta donde él sabía, nadie más había vuelto a verlos, aunque muchas madres seguían diciendo a sus hijos que no se adentraran en la espesura del bosque por si acaso.

    No obstante, tras sopesar una vez más en su mano la bolsa repleta de bastiones² que Tumak le había entregado, el herrero llegó a la conclusión de que, después de todo, tampoco debían ser tan siniestros como se decía. Quizás sí un poco extravagantes, eso era innegable, pero al menos pagaban bien; muy bien. Tanto, que ni siquiera la fabricación de la espada que lució el rey en su boda —pese a tratarse de una pieza espléndidamente remunerada— le había reportado semejantes beneficios.

    Y en ese instante, soñando ya con las mil y una cosas maravillosas que pensaba hacer con aquellos dineros, su rostro dibujó una amplia sonrisa. Mal sabía el pobre infeliz que, en lo sucesivo, apenas volvería a sonreír: la prolongada exposición al fuego de dragón que su vista había sufrido, lo dejaría ciego de por vida en apenas un par de días; y como es obvio, su aprendiz correría idéntica suerte.

    De súbito, a través del pequeño ventanuco de la alcoba de Sherek resonó un trueno considerablemente más fuerte que los anteriores; aquel estruendo tuvo la facultad de arrancar a Nobuk, el joven cronista, de su profunda abstracción lectora, devolviéndolo de golpe a la realidad.

    Se levantó un momento de la silla que ocupaba, sintiéndose completamente atrapado por la apasionante crónica de su añorado maestro. Así, con los entresijos de aquel relato sin par bullendo alocadamente en su cabeza —del mismo modo que las avispas zumban en el avispero agitado—, se fue hasta la repisa de la pared del fondo, donde el anciano acostumbraba tener un par de pequeñas ánforas de aquel excelente vino atlante y tres o cuatro jarros dispuestos bocabajo.

    Destapó uno de los recipientes y se sirvió un generoso trago, que con paso raudo llevó consigo de vuelta a la mesa. Luego se sentó de nuevo y, tras catar distraídamente el delicioso contenido de la jarra, retomó con suma avidez su lectura en el mismo punto donde la había dejado...


    ¹ Si bien el Reino de Vulcania se compone de la unión de las Diez Provincias, cabe señalar que en tiempos de Puk, el herrero, aún no había sido fundada la décima. Así, las nueve originales serían: Kabulashi (sede de la capital), Úrsica, Zadrais, Miragor, Pandora, Niria, Darmassia, Deltonia y Lemuria.

    ² Monedas de curso legal en Vulcania: el gavilán, acuñada en cobre, la de menor valor y, por consiguiente, la más común entre el populacho. El paladín, acuñada en plata (y equivalente a cincuenta gavilanes), y por último el bastión, acuñada en oro (y equivalente a diez paladines).

    2. El monstruo y el Juramentado

    A partir de ese momento —y tal y como también vaticinara el Legado de los Antiguos— la singular espada conocida como Brooheelda³ se convirtió en un venerado objeto de culto símbolo del legendario poder de los druidas. Algo que estos aprovecharían para volver a entablar relaciones con la corte de Vulcania, ofreciendo al reino la protección del talismán, celosamente custodiado hasta entonces por un dragón llamado Strimmond en algún enclave desconocido.

    Allí permanecería durante al menos seis generaciones; tan sólo saldría de su emplazamiento secreto cada vez que alguno de los sucesivos reyes vulcanienses la solicitase a fin de defender su territorio de alguna fuerza invasora, ya que tal y como aseguraban las profecías, el poder de este talismán sería indispensable para obtener la victoria en el campo de batalla.

    De hecho, tan pronto como pudieron traducirse aquellas enigmáticas inscripciones rúnicas de su hoja, se desveló la siguiente leyenda: «Si digna fuere la mano que la empuñase, agraciada será con los tres dones místicos: valor, fortaleza y sabiduría».

    Hasta en tres ocasiones hubo de ser reclamada la espada por otros tantos monarcas, y lo cierto es que, tras guiar firmemente con ella a sus ejércitos, ninguno de ellos pudo decir jamás que le tocase probar el aciago sabor de la derrota. Asimismo, en cada una de esas contiendas, el dragón Strimmond fue enviado por los druidas para apoyar a las tropas de sus aliados.

    Así fue como la antaño vilipendiada casta de los druidas volvió a instalarse en Vulcania, pasando, de la noche a la mañana, a ser respetada y protegida por los sucesivos señores, quienes progresivamente irían concediéndole toda suerte de prebendas y privilegios con la única condición de que se encargasen de velar por la fortuna del devenir del reino y sus súbditos. Desde ese instante, sus misteriosas tiradas de runas, o sus no menos enigmáticas lecturas de las entrañas de animales sacrificados, se volverían imprescindibles para interpretar los esquivos designios del destino —hasta el punto de relegar incluso a un segundo plano el tradicional rol de las ensoñadoras—, del mismo modo que ciertos ritos ancestrales que sólo ellos dominaban, el único modo de invocar a la providencia en cuestiones tan esenciales como la abundancia de las cosechas, el incremento de la fertilidad o la prevención de toda clase de pandemias.

    Pero sin duda, lo que los hizo más intocables que el mismo ejército fue la posesión y control del legendario objeto de poder citado en la profecía; la

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1