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El Hombre Universo
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Libro electrónico307 páginas4 horas

El Hombre Universo

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José Jacinto Milanés es un hombre con un pasado y presente miserables, un vínculo generacional igualmente detestable, con un trabajo llano como lo es Servicios Comunales y que mantiene una labor secundaria que lo ha convertido en “sanador de perros”, punto de partida de un negocio ilícito de venta de canes en el mercado negro como material comestible. Matizando sus días con el café de María Teresa, sus compañeros BBBs (basureros, barrenderos y buzos), su único amigo Roberto Corderí (crenterrador) y un vicio arácnido por el tabaco, llegará a un punto en que sus delitos serán descubiertos por la policía local.

Deberá escapar a otra provincia, donde lanzará un anzuelo voraz hacia su pasado. Se abrirán las imágenes de Estella Castillo, su madre, quien absurdamente y sin motivos lógicos enterró a once bebés anteriores a José Jacinto en el mismo primer día de sus nacimientos. Entrará en escena Nicolás Milanés, su padre, quien revelará las historias tortuosas desde su tatarabuela hasta su abuela. “El demonio” rememorará su primer y único amor, y desempolvará el “boleto inmortal”. Así iniciará un viaje en barco que lo hará naufragar en un bucle de historias fantásticas, que tendrán como desenlace su Mundo Interno.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento21 nov 2017
ISBN9788417283001
El Hombre Universo
Autor

Jorge Cápiro

Jorge Cápiro (La Habana, 1993) se inicia como poeta a los dieciséis años de edad, con un carácter prolífero, matizando su poesía con novedades estéticas, pero cuidando el valor contextual de sus escritos. Sus primeras publicaciones fueron una serie de relatos en el año 2016, donde se abrió a un público online en la Revista literaria Letralia, Tierra de Letras, de Venezuela, y en la Revista Almiar, de España. Antes había participado en comunidades literarias como Falsaria y TusRelatos. Un año después, en el 2017, publica su primera novela La piel bajo las uñas (Editorial Guantanamera, Sevilla). Su última novela publicada es precisamente ésta que tiene entre sus manos, que ve la luz en 2017 y es continuación alternativa de la anterior. Actualmente, a la par, colabora en audiovisuales dramatizados del Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT). Su nombre completo, para los amantes de las indagaciones, es Jorge Addiel Cápiro Colomar.

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    El Hombre Universo - Jorge Cápiro

    Melendi

    Primera Parte:

    El vacío

    A

    mérica descubre a Cristóbal Colón era el primer libro, ajeno a los títulos de las materias escolares que le interesaba a sus ojos, a sus manos y a su espíritu. La historia comenzaba precisamente en 1492, cuando el famoso navegante consigue la ayuda de los Reyes Católicos y firma las Capitulaciones de Santa Fe, en las que se le otorgaban los títulos de Almirante del mar Océano y el cargo de Virrey y Gobernador de todo lo que descubriera. El día 3 de agosto de ese mismo año, zarpó desde el puerto de Palo con tres carabelas: la Santa María, la Niña y la Pinta, tripuladas por unos ciento veinte hombres. Después de varias dificultades durante la travesía que casi impiden la conclusión de sus planes, el 12 de octubre el marinero Rodrigo de Triana divisa la isla de Guanahaní, una de las Bahamas, a la que Colón llamó San Salvador. Hasta ese momento, todos los hechos concordaban con la veracidad de la historia. Entonces, el autor daba un giro a los acontecimientos que siguieron al enfrentamiento entre el Viejo Mundo y el recién descubierto Nuevo Mundo.

    El nacimiento de muchos sentimientos y emociones alimentadas por la inmoralidad y la sequedad de espíritu, tales como la ambición, la envidia, el orgullo, se había encarnado en ese encuentro predestinado. El hombre, desde que había aprendido la diferencia entre lo que es más y lo que es menos, desde que se había dividido entre los que más tienen y los que menos tienen, esos primeros se habían encargado de mostrar su superioridad. Esta costumbre de sobreponerse con propiedades materiales era la mayor arma que pensaban poseían los conquistadores. Traían consigo el mejor legado marítimo, tecnológico, mercantil y de pensamiento que se cultivaba en el Viejo Mundo. Incluidas sus vestimentas, la cultura del perfeccionamiento y estilización de la nobleza, la alimentación, las propias relaciones entre hombre y mujer, mujer y mujer, hombre y hombre, esa libertad de la mano divina que coloca su peso sobre los territorios que cree le pertenecen por derecho supremo. Pero cuán equivocados estarían los conquistadores. Y esa denominación solo podía ser entregada a la raza indígena.

    Colón y su séquito de anfibios descargaron en la playa las pertenencias «de intercambio», las «de asombro» y las «de control». La vegetación riquísima y tupida de la selva que se alejaba del mar, los invitó con sus sonidos atípicos y embrujó las piernas cansadas para reanudar una travesía terrestre. Se internaron en un primer anillo de incertidumbre, y la llegada de sus habitantes no se hizo esperar. ¿Adán sabía que Eva era el resultado de la transmutación de una costilla suya? ¿Adán y Eva asombrados por la existencia del otro? Esas preguntas se las podía hacer a sí mismo el autor. Pero Colón y sus acompañantes no recurrieron a la influencia de Dios. Como dijera más tarde el navegante: Esta es la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto. ¿Bastaría con la naturaleza singular del Nuevo Mundo para afirmarlo? Aquellos hombres semidesnudos, de piel cobriza, de mediana estatura, con pómulos pronunciados y rostros pintados, observaban impacientes al grupo de visitantes.

    Tratando de zanjar un pacto desde el inicio que allanara el camino de la conquista territorial, Colón se adelantó con dos hombres que cargaban un pesado baúl. Su mano temblorosa ante la emoción del misterio revelado, destapó el hermetismo de la caja forrada de pieles y mostró a los oriundos algunas piezas no desdeñables de materiales preciosos, libros perfectamente encuadernados, objetos de decoración, pergaminos de navegación del Viejo Mundo y otros artefactos que consolidaban su superioridad. ¿Lo hacían? El más fornido de los indígenas se adelantó a grandes zancadas, pero pisando el suelo con suavidad, como si temiera perpetuar la tierra amada. Colón trataba de explicarse en el idioma castellano, acompañando sus palabras con gestos indicativos y proporcionales, con el objetivo de que al menos las intenciones en las señas de su rostro le mostraran al jefe aborigen una conducta amigable. Unos grandes ojos color café inspeccionaron al líder de la tripulación, y abriendo unos labios finos y secos por el abismal calor, dijo en perfecta consonancia con la lengua de los llegados:

    ―No está mal.

    ¿Cómo era posible que hablara castellano? Esa fue la interrogante en los ojos y en las bocas de los visitantes. Pero Colón tenía otra preocupación: ¿Ha dicho «No está mal»? Había pensado que el solo hecho de su presencia, el busto imponente de los navíos en que habían arribado al nuevo continente y los regalos de la nobleza real eran suficientes para que aquellas bestias en taparrabos y con cabello sedoso besaran los pies protegidos de los navegantes. Sin embargo, en cambio había recibido miradas de impasibilidad, que creaban una atmósfera inexplicable de indiferencia, remarcada por las palabras casi satíricas del indígena coronado de plumas. No pudo evitar que el corazón le diera un vuelco dentro del cuerpo, y matizando la indignación con el asombro, repuso:

    ―¿No está mal?

    A lo que el jefe aborigen reafirmó:

    ―No, no está mal ―los únicos exaltados por la incomprensión fueron los navegantes, por lo que agregó sin desviar la mirada: ―¿Hay algún problema?

    ―Podría primeramente preguntarte «¿Cómo es que hablan nuestro idioma?» ―tardó un poco en contestar Colón―, y luego «¿Cómo es que no reaccionan ante semejantes riquezas?». Pero tengo miedo de las respuestas.

    ―A pesar de tu miedo, puedo entrever que de todas formas ansías escuchar las respuestas ―dijo el jefe, presuntuoso y altanero como la nobleza del continente viejo―. Diría, en primer lugar, que cuando dices hablan no es acertado, sino es mejor decir hablas, ya que nadie de mi séquito entiende el castellano. Solo quienes se entregan al estudio de la comunicación pueden hablar diferentes lenguas. Con esto creo haber respondido a tu primera pregunta. Y como respuesta a la segunda, creo haber dicho, en dos ocasiones, «no está mal». Por lo que he contestado dos veces esa interrogante. Sin embargo, ahora soy yo quien tiene sus incertidumbres con respecto a ustedes. ¿Por qué no podríamos hablar su idioma? Y aún, ¿por qué deberíamos reaccionar exageradamente ante estas riquezas?

    Ahora se hacía a sí mismo una pregunta el navegante Colón: «¿Cómo entender la disertación tranquila del líder aborigen?». Se había preparado para recibir un torrente de descubrimientos faciales de primera mano, o al menos una sintetización más directa de las respuestas. En su lugar, obtenía las llaves magulladas de un misterio en ascendencia. Él y su tripulación no habían navegado cientos de leguas marítimas simplemente para quedarse al amparo de la naturaleza, respaldada por el batir de las olas de un mar bravío contra la playa. Debía llegar al núcleo de este asunto que ya se le hacía complicado, pues los Reyes Católicos esperaban noticias reveladoras de su viaje. Por lo tanto, tuvo que plantarse con las botas de militar y expresar su verdadera opinión:

    ―Nosotros provenimos del otro lado del mundo, y con solo echar una ojeada a nuestra vestimenta y a la suya, no es difícil percatarse de la superioridad de nuestra raza y de la gran diferencia entre nuestro poderío y el suyo. He ahí por qué me parecen demasiado ingenuas y hasta arrogantes tus respuestas.

    ―O sea...

    El jefe indígena se adelantó un solo paso en dirección al navegante. Los hombres de la guardia inmediata levantaron sus arcabuces y se acercaron a Colón montando una defensa con notable fuerza de ataque. A su vez, los integrantes del séquito del líder del nuevo continente, sacaron de entre las ramas bajo sus pies unas especies de fusiles que resultaron totalmente desconocidos para los conquistadores extranjeros. El primer pensamiento de los hombres de Colón, incluido él, fue hacia las armas de los aborígenes, ajenas al conocimiento del Viejo Mundo. No pudieron evitar arrepentirse de haber levantado sus torpes escopetas contra la oscuridad. El líder indígena se percató del asombro extrapolado de los visitantes, e hirió con su calma punzante:

    ―Cargador: treinta cartuchos, cadencia de tiro: seicientos disparos por minuto en modo automático, alcance efectivo: cuatrocientos cuarenta y tres metros en modo semiautomático y trecientos dos metros en automático, velocidad máxima: setecientos quince metros por segundo, puede seguir disparando a pesar de ser lanzada al barro o ser sumergida en el agua. Les presento al fusil de asalto AK-47.

    Se hizo un silencio abrumador entre los hombres de Colón, como si aquellas hubieran sido las palabras de un hechicero ancestral o el indígena se hubiera expresado en una lengua extraterrestre. Aprovechó ese momento de infarto emocional para dominar por completo la situación:

    ―Como decía: O sea ¿ustedes están seguros de la superioridad de su raza?

    Cristóbal Colón no encontraba una vía razonable para haber creído que el grandioso Almirante del mar Océano caería en una trampa geográfica como aquella. Todo en las palabras y en las acciones del jefe aborigen, en el gesto cauterizado y entrenado de su séquito, reflejaba un poder que excedía las limitaciones de su tripulación. ¿Cómo podría conquistar un territorio que se le antojaba a la naturaleza más fuerte que el Viejo Mundo? De las grandes masas continentales de su hemisferio había surgido el homo sapiens a explorar posibles hábitats de convivencia, no le era posible imaginar una raza más desarrollada que la suya en latitudes tan alejadas del epicentro. No obstante, sabía perfectamente que no podría izar la bandera de la Corona en la tierra salvaje.

    Interponiéndose entre el curso de sus pensamientos y una solución viable, el hombre cubierto de plumas y semidesnudo que había enfrentado y hasta desestabilizado el alma de una travesía que se había creído omnipotente, exhaló clamando a un ser que pensaron había extendido sus alas solamente al catolicismo:

    ―¡Dios mío! ―Bajó la mirada por unos segundos en que le pareció a Colón una tortura de vergüenza, y luego volvió a mirarlo con intensidad, descubriendo el navegante una hermosura en sus señas que no había notado con antelación―: Estoy consciente de cuáles son sus planes con su llegada. No importan las razas, los continentes, los hemisferios, el ser humano ha conservado la misma cualidad del instinto animal: ser territorial. La ambición de tierras llevó al descubrimiento de nuevos rincones escondidos por la madre naturaleza, pero también trajo consigo el choque y la explosión de algunas culturas que no podían convivir juntas. Yo tengo un deber ante mi pueblo, y no dejaré que tenga el destino de los vencidos. Nosotros venceremos, eso lo puedo asegurar. Pero... ―hasta ese momento, las palabras del indígena le habían sonado a amenazas, sin embargo, ahora sentía que se abría espacio la cordura―: A pesar de que pudiera quitarles la vida a todos, no es esa la solución que quiero mostrarle a mi pueblo para los problemas. Sobre la base del entendimiento, en la que desgraciadamente siempre una parte temerá a una segunda, podemos zanjar una paz inquebrantable. Por ese motivo es que quisiera darles la oportunidad de mostrarles el miedo que puedo infringirles. Si no les convence, no quedará más camino que la guerra.

    ―«¿Qué significa esta extraña proposición?» ―pensó Colón para sus adentros―. «Quizás la única manera de entender a esta raza es dejarse llevar por la corriente, y aceptarla. De todas formas ―y echó otro vistazo a las AK-47―, dudo que podamos contra esos extraños fusiles».

    ―¿Qué respondes? ―le insistió el jefe indígena a Cristóbal Colón.

    Este miró al baúl donde las riquezas del reino de España habían contemplado la verdad de los acontecimientos. Tendría muchas presiones a su llegada, cuestiones infinitas que explicar por su fracaso que se hacía inminente, sueños a los que renunciar. Se inclinó por un momento sobre la caja abierta, introdujo la mano y rebuscó en los laterales. Enseguida extrajo una cadena de oro con un crucifijo bien trabajado, retocado por una piedra preciosa. Se lo echó al cuello, cediendo al único escudo que podía protegerlo en esos tiempos tortuosos. Estaba entregado a la espiritualidad de Dios y a la humanidad de los oriundos. Debía confiar.

    ―Acepto. ―Al fin tomó con sus manos sudorosas la proposición.

    El coronado de plumas se giró hacia sus hombres y les dijo unas palabras en un dialecto que seguramente dominaba las tierras en que se encontraban. Inmediatamente tras el comando, los indígenas guardaron sus armas entre los hierbajos profundos que se desparramaban en las raíces salientes de los árboles viejos, y se colocaron a un lado del baúl de las riquezas, detrás de Colón y muy cerca de la boca de los arcabuces. Sin cambios en sus expresiones impasibles, se sentaron en el suelo silvestre, cruzando sus piernas y los brazos a la altura del pecho.

    ―Bajen las armas ―ordenó Cristóbal, permitiendo que el plan del jefe aborigen siguiera su curso, a pesar de no entender a dónde se dirigía.

    Los navegantes españoles también obedecieron la voz general de «alto al fuego» y acompañaron a los indígenas sobre la tierra hermosa, adoptando posiciones muy diferentes a la que en estos hombres era costumbre. Hubo quizás uno o dos que imitaron la pose de los habitantes del Nuevo Mundo, admitiendo que era la ideal para un hombre en consonancia con su interior y la naturaleza. Entonces, como si se hubiera filtrado el humo del hachís entre los sentados, los indígenas comenzaron a reír a carcajadas. Eran risas que recordaban a las que se podían escuchar en un jardín de niños, amplias, inocentes, pero que en la noche sin luna provocaban terror. Una vez más los soldados invasores quedaron atónitos, y no entendieron la situación.

    Aun así, el líder indígena se dirigió a un cansado Cristóbal Colón:

    ―Tenemos todo un día para consolidar mi amenaza. En la mañana regresarás con tus hombres y darás los resultados de la inspección. Esperemos que logre convencerte, porque nuestro continente nunca ha vivido guerra alguna con extranjeros. Y entre nuestros pueblos hace cientos de años que se terminó la última batalla, ahora vivimos en perfecta armonía en la comunidad primitiva. No te preocupes por tu gente ―agregó rápidamente, percatándose de la preocupación del navegante en sus ojos claros―, el motivo por el que dejo a mi séquito es por su protección. Desgraciadamente a donde te llevo, no es recomendable que alguien más nos acompañe. Si no existe otra duda, es mejor que nos vayamos, nos espera una hora de marcha.

    Así fue como ambos líderes se alejaron del lugar del primer encuentro, uno de ellos aún con la desconfianza del peligro y del misterio. A medida que penetraba en el territorio indígena, se convencía de que una guerra en esa jungla intangible no sería beneficiosa para una Corona prácticamente desgastada por varios frentes activos. Enviar suficientes naves y hombres para derrocar una raza al otro lado del mundo que escondía muchísimos secretos, algunos de los cuales le tocaría descubrir en breve, se convertiría más en una obsesión que en una posibilidad de triunfo. Por lo que Colón continuó evadiendo ramas, pisando con cautela para no tropezarse con un animal venenoso, cuidando inconscientemente la compostura de su traje y tratando de no perder de vista al otro, diez pasos por delante.

    Debido a que el extranjero era un explorador de mar, esa carrera en tierra firme casi lo hace ahogarse con el cúmulo excesivo de oxígeno que pidió a la atmósfera para no desmayarse. Cuando las piernas comenzaron a gritarle por una tregua, el indígena torció a la izquierda y pareció perderse por completo. Una vez que Colón anduvo el mismo tramo, descubrió un claro en el bosque que estaba a cinco palmos por debajo del nivel de la maleza anterior. Simplemente una meceta caprichosa se extendía como una espalda peluda, y a pocos pasos se levantaba una especie de montículo del tamaño de un hombre y medio. Hacia aquel se dirigieron ambos jefes.

    ―Estamos en el Iceberg Ombligo ―informó el líder indígena, una vez que estuvieron frente a la pequeña elevación.

    ―¿Iceberg? ―según el conocimiento que se había depositado en sus células cerebrales, no existía un significado para tal vocablo.

    ―¿No sabes lo que es un iceberg? ―Colón supo que su voz delataría su vergüenza, por lo que simplemente negó con la cabeza―. Es una gran masa de hielo flotante, separada del polo, que sobresale en parte de la superficie del mar, mientras que la otra está escondida bajo el agua y suele ser mucho mayor que la anterior.

    ―Si me fío de una alegoría, ¿me tratas de decir que bajo este montículo existe otro de tamaño superior?

    ―Creo que no debes aceptar con exactitud el término científico ―replicó el indígena, acomodándose las plumas en su cabeza―. Es más bien una metáfora. Se refiere a que, aunque en la superficie es insignificante la elevación, bajo esta guarda un mundo de notables dimensiones.

    ―¿Algo así como una cueva?

    ―Parecido. Acompáñame ―lo tomó de la mano como a una damisela en peligro y lo guio hasta el otro lado del montículo.

    Justo en el centro del cuerpo de la elevación se abría una boca casi circular que parecía precisamente la entrada a una caverna subterránea. No sería fácil para Cristóbal Colón descubrir el misterio que había cubierto de amenazas el líder indígena. No se toparía con jaulas vegetales que contuvieran alguna fuerza animal indetenible por los extranjeros, ni con un regimiento de millones de soldados armados con esas extrañas AK-47 y quizás otras rarezas de calibre mayor. Estaba frente a un agujero oscuro, que bien para su imaginación podía ser el hogar de una bestia carnívora o la boca de un súper cañón. Conducido nuevamente por la mano áspera del jefe aborigen, penetró en lo desconocido.

    Con el primer paso de este al interior del agujero, escuchó un sonido metálico bajo sus pies, que se acrecentó con sus propios pasos. Inmediatamente una puerta también metálica se cerró frente a sus ojos, sumiéndolos en una completa oscuridad y separando su visión de la meceta selvática. Entonces una sensación de caída acompañó al movimiento que siguió el camino hacia las profundidades de la Tierra. Colón temía que se desparramaban a una gran velocidad en dirección contraria al vuelo de las aves, y sin embargo escuchaba la respiración del líder a su lado y sus temores vivos causándole millones de otras interrogantes. La cabeza comenzó a dolerle en las sienes, y a pesar de que no podía ver nada ni siquiera a centímetros de su nariz, cerró los ojos al desenlace. Medio minuto después, la caída se detuvo y con ella la cápsula metálica que los había depositado en la parte baja del iceberg.

    La puerta se abrió hacia un lado y Cristóbal Colón contempló una primera imagen, la cual hubiera sido suficiente para cancelar los planes, tomar la cápsula en sentido contrario y ordenar el regreso inmediato al Viejo Mundo.

    ―Bienvenido a la Ciudad Conchenche, capital de nuestro continente ―informó con voz solemne el líder indígena.

    Como otros hombres amantes de la literatura, Colón había leído no pocas historias y poemas sobre ciudades subterráneas que guardaban riquezas inimaginables. Como navegante, había soñado con encontrar alguna cantera que no había sido tocada con anterioridad y explotarla hasta el límite de sus minerales, poniéndola al servicio de la Corona y de su propia fortuna personal. Sin embargo, esta ciudad Conchenche más bien le recordó a los infiernos de la Divina Comedia, de Dante Alighieri. Infectada por hombres que vestían taparrabos y lucían pinturas corporales, quienes habían desafiado a una de las mayores potencias del viejo continente a un duelo a muerte. Con la primera estocada, los Reyes Católicos caían en el fango.

    Para los lectores del presente, el cuadro bajo la Colina Iceberg se hallaba dominado por una urbe contemporánea del llamado Primer Mundo, como Moscú, Tokio, New York, habitada por indígenas americanos. Cristóbal Colón, protagonista del pasado, se enfrentó a un sueño que excedía la dimensión imaginaria de todos los seres humanos de su época. Veía edificaciones que sobrepasaban la lógica de sus conocimientos de arquitectura, cajas de cuatro ruedas con diferentes formas y tamaños que andaban por calles de impecable cuidado físico, extraños espejos en las manos de los indígenas que emitían luces e imágenes que no reflejaban sus rostros, una luminiscencia que parecía provenir de poderes mágicos que permitían capturar la energía del sol, cajones que podían lo mismo despedir calor que frío según se regulara su funcionamiento, locales cerrados donde las personas borrachas bailaban al compás de sonidos musicales que semejaban al eco de los truenos, solo por contar algunos de los mecanismos que formaban parte de los cientos que escapaban a la comprensión del Almirante del mar Océano.

    Su garganta no emitía sonido alguno, no podía formular una pregunta lo suficientemente primordial como para anteponerse a los millones de interrogantes que cruzaban por su cabeza. El jefe aborigen hizo un comentario que rompió algunas vidriedas de cordura en su fuero interno:

    ―Estamos a quinientos metros bajo la superficie terrestre. Llegamos en un ascensor, aparato que permite tanto ascender como descender, accionado por un mecanismo que en la actualidad se ha digitalizado. El tiempo máximo de recorrido es treinta segundos ―le mostró a Colón un reloj donde las horas y los minutos estaban dados por cifras árabes, separados por dos puntos―. Eso da una velocidad superior a los sesenta kilómetros por hora.

    El navegante extranjero no había avanzado más de tres pasos después de que el ascensor los depositara en la ciudad Conchenche. Desde su posición pasaban todos los fotogramas que alimentaban el motor de despegue de su psiquis, aunque él mismo no sabía qué era un motor de despegue, utilizado por las máquinas voladoras principalmente. Sobre su cabeza, uno de estos vehículos privados se dirigía hacia el área de aterrizaje, detrás de una serie de edificios descomunales que formaban el núcleo administrativo de la urbe. Los palacios, los jardines, los bosques de caza y los coches tirados por caballos, la esquisitez del gusto decorativo, el ejército, todas estas propiedades de la Corona ni siquiera constituían una ínfima parte del poder de esta ciudad subterránea, liderada por hombres semidesnudos. Ahora agradecía que sus hombres no lo habían acompañado. Hubieran visto una versión antiheroica del gran almirante. Además, no habría comentarios ni especulaciones ni suicidios durante la travesía de vuelta al Viejo Mundo. Simplemente escucharían la orden tajante e irrevocable.

    Esa noche Cristóbal Colón se hospedó en una suite del centro de la ciudad, que no distaba mucho de las grandes habitaciones de la realeza a la que servía, aunque pudo discernir aquellas luciérnagas que emitían una luz solar, un espejo inmenso incrustado a un armazón de un material desconocido que reflejaba imágenes de objetos y personas que no estaban en la habitación, además disfrutó de un torrente de agua caliente que caía a través de un panel agujereado en el cielo de la cabina de baño, y sintió el cambio en la atmósfera provocado por uno de esos cajones que despedían aire frío. Durmió bajo un cielo de metal que soportaba la meceta bajo la cual se había edificado la ciudad Conchenche. Las estrellas le parecieron en ese momento más inalcanzables que nunca.

    José Jacinto Milanés cerró el ejemplar de la novela que robara en una biblioteca pública por simple curiosidad. Después de toda esa narración había perdido el interés por leer el final de la historia, pues adivinaba que el desenlace recaía en el retorno inservible de Cristóbal Colón y los tres navíos legendarios. Arropado en una cama que se convertía en la antítesis del lecho que disfrutara el navegante en la suite subterránea, el hombre cansado, más hechicero que hechizado, cerró los ojos hasta el día siguiente.

    Por la única ventana del cuartucho en el piso noveno de un edificio en la vieja ciudad, pasaron unos rayos inquietos de sol, como si se lo pensaran dos veces antes de despertar a la bestia de cuarenta y cinco años de edad que habitaba sus cuatro paredes. La estancia contenía una sola recámara oficial, en la que estaban dispuestos la cama ―un brazo de José Jacinto colgaba por un extremo hacia el suelo, la cabeza vuelta hacia la ventana, con un rastro de saliva bajo la boca, manchando la tiesa almohada; una sábana amarillenta le cubría solamente el torso, dejando así al aire libre los glúteos, las piernas y unos pies apestosos conservados por un par de medias oscuras, ya no se sabía si porque ese era su color o si

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