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Fajardo: Un Hidalgo, Un Río, Un Pueblo.: Novela Histórica
Fajardo: Un Hidalgo, Un Río, Un Pueblo.: Novela Histórica
Fajardo: Un Hidalgo, Un Río, Un Pueblo.: Novela Histórica
Libro electrónico301 páginas23 horas

Fajardo: Un Hidalgo, Un Río, Un Pueblo.: Novela Histórica

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Información de este libro electrónico

Esa noche, mientras su cuerpo descansaba, la mente de Nicols Fajardo fue poseda por un vago recuerdo de las impresiones visuales e imaginativas provocadas por la presencia de la sabana cartografiada en un papel. Su consciencia qued absorta en un estado onrico, de casi lcida ensoacin, que, transcendiendo tiempo y espacio, le permita percibirse a s mismo como un caballero de punta en blanco recorriendo en su tambin blanco caballo las partes de su territorio llamado por todos fajarda, porque de todo ese territorio era dueo y seor absoluto Nicols Fajardo. Su fantasa le permita ver (en sueos) a sus mayorales recogiendo infinitas cabezas de ganado esparcidas por la sabana; igualmente vea claramente sembrados de miles de montones de yuca y hortalizas regadas por un ro que se llamaba Fajardo y cultivadas por cientos de agricultores que vivan en una ciudad con el mismo nombre. Pero donde ms satisfaccin y regocijo hallaba su ego era al ver docenas y docenas de indios tanos y negros africanos extrayendo el oro de las entraas de ro Fajardo; se senta otro rey Midas, porque, despus de Dios, el oro reinaba como una divinidad de la cual todos los colonizadores eran fieles devotos. Sus ganaderos, sus agricultores y sus mineros parecan sacados todos de un mismo molde: mediana estatura, piel tostada, rostro enjuto y rgido, curtido por el calor, el trabajo y los vientos alisios cuyo conjunto generaba la impresin de ser gente caridura por fuera pero de alma dulce por dentro





La ficcin histrica no abunda en las letras puertorriqueas de hoy. Hacia finales del siglo XIX y principios del XX Cayetano Coll y Toste abord el gnero de la leyenda histrica documental, las que recoge en su tomo Leyendas puertorriqueas, aunque de otra naturaleza pueden inscribirse en esta corriente La palma del Cacique de Alejandro Tapia y la Peregrinacin de Bayon de Eugenia Mara de Hostos, entre otras de menor importancias como los Infortunios de Alonso Ramrez.
La obra de Eloy Recio es una biografa novelada de Nicols Fajardo, hidalgo fundador del pueblo que lleva su nombre. Los pasajes de ficcin no desmerecen al dato histrico puro, sino ms bien le dan dramatismo y viveza al relato.
Dr. Marcelino Canino
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento1 abr 2014
ISBN9781463381080
Fajardo: Un Hidalgo, Un Río, Un Pueblo.: Novela Histórica

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    Fajardo - Eloy Recio Ferreras

    Copyright © 2014 por Eloy Recio Ferreras.

    Ilustraciones de Angel dela Peña

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2014905340

    ISBN: Tapa Dura 978-1-4633-8107-3

    Tapa Blanda 978-1-4633-8106-6

    Libro Electrónico 978-1-4633-8108-0

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Algunos de los personajes mencionados en esta obra son figuras históricas y ciertos hechos de los que aquí se relatan son reales. Sin embargo, esta es una obra de ficción. Todos los otros personajes, nombres y eventos, así como todos los lugares, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 26/03/2014

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    Fax: 01.812.355.1576

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    Índice

    Al Caribe

    Guazábara

    Santiago de Daguao

    Río Fajardo

    Caonabó-Alfonso

    Juan Ponce De Leon

    Por caminos de Castilla

    El infantico

    Poder, Riqueza y Honra

    El Tesoro de Agüeybaná

    Gloria y ocaso

    ¿Historia o ficción?

    Apéndice

    Algunas fuentes consultadas

    Al Caribe

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    Estando a la puerta de los idus de marzo de 1513 arriba a Borinquen un hidalgo toledano, espada en mano, bolsillo medio vacío y alma rebosante de ilusiones. Viene, como tantos otros aventureros que le precedieron en la gesta conquistadora y colonizadora, con hambre, mucha hambre de oro, de fama y de poder. Su nombre es Nicolás Fajardo.

    El navío Santa María de la Concepción, cuyo maestre era Juan López Triana, fijó amarras el día 11 de marzo en el muelle improvisado de la "baya de Caparra". El barco, exhausto del largo marear desde Castilla, vomitó toda su carga de mercaderías y pasajeros en medio de una ensordecedora algarabía de animales, esclavos, vendedores y caballeros. El hidalgo manchego y varios de los pasajeros que llegaban por primera vez a la isla caribeña abordaron el tablado que hacía de atracadero oficial, casi en silencio total, luchando por poner en orden los sentimientos e impresiones más dispares; pues por un lado sentían alivio al pisar tierra firme después de tantos días de servir de juguete caprichoso a las olas del atlántico y, por otro, esperaban encontrar construcciones, si no tan altas como la Torre del Oro o la Giralda de Sevilla sí como las casas y comercios de la calle Sierpes. Por el contrario, no se veía ni una sola casa de sillería, ni una torre, ni una iglesia, ni una alcaldía. Sólo a la distancia se apreciaba un enorme establo con sus empalizadas; más cerca había un gran edificio de madera y paja que hacía las funciones de almacén; y, más cerca aún, al lado del desembarcadero, una tercera construcción reforzada por maderas nobles y equipada con sillas, mesas de escribanos y recaudadores de impuestos y almojarifazgos. Era la casa por donde tendrían que pasar todos, marineros y pasajeros, a rendir el quinto del Rey y los arbitrios fijados por las autoridades concejiles. Más allá de estas primeras y mínimas muestras de civilización solo se veían barrizales, pantanos y verde, mucho verde por todas partes.

    –¿Dónde está la villa de Caparra? –preguntó ansioso Nicolás Fajardo

    –No muy lejos de aquí –contestó Alonso de Jerez, quien ya tenía montado mercado cerca de la casa de Juan Ponce de León–. A caballo se tarda cerca de media hora y en carro de carga poco más de una. Cuando vuestra merced llegue mis esclavos y criados le tendrán preparado un modesto aposento donde podrá quedarse hasta que el Gobernador o el Cabildo de la villa le hagan entrega de un lugar para construir su casa y una estancia de 200 cuerdas o una caballería como les corresponde a los hidalgos que vienen a Borinquen.

    El apoyo generosamente ofrecido a Nicolás Fajardo por el mercader Alonso de Jerez y por los hermanos Diego y Bartolomé de Cea, también mercaderes y compañeros de viaje, tranquilizó no poco al recién llegado, en cuyo rostro ya se podían leer claramente dos estados de ánimo parecidos: por una lado la decepción ante la ausencia de una ciudad costera y la presencia de un puerto pobre y, por otro, el deseo reprimido de volverse a Sevilla en el próximo navío disponible. Parecidas impresiones embargaron el ánimo de otros pasajeros, como Lorenzo Gallego, Juan de la Feria y Francisco de Atienza; algo novatos en experiencias de ultramar y expertos en el arte de consumir, a juzgar por las pipas de vino que transportaban. Sin embargo, la necesidad de bajar a tierra cuanto antes y la urgencia en vaciar las bodegas del navío fueron desviando la atención a esa primera imagen provocada por los alrededores del muelle.

    Docenas de esclavos taínos y algunos criados blancos y negros fueron bajando en ordenada procesión arcones con toda clase de mercaderías, pesadas pipas de vino y de harina, muebles de casa, cajas de botica, quesos de Canarias, aperos de labranza, herramientas de diversos oficios, armas para la guerra. etc. etc. etc. Todo se fue contabilizando con el fin de pagar los impuestos establecidos por las leyes.

    Nicolás Fajardo, acompañado por dos esclavos que portaban su equipaje, salió en busca de Alonso de Jerez para que le indicara en cuál de sus carros de mulas debía colocar el arcón en que guardaba todas sus pertenencias. Lo halló –como era de esperar– disponiendo la colocación de las 60 jarretas de aceitunas, 93 sombreros unos de terciopelo y otros guarnecidos de cintas, docenas de gorras, bonetes, telas, vestidos, calzados; todo para ser vendido en su tienda. Ante ese panorama, Nicolás le preguntó:

    –Alonso, ¿habrá espacio para mi arcón entre sus mercaderías

    –Por supuesto –replicó Alonso–. Vea vuestra merced que he traído dos carros, más dos caballos extra en los que iremos ambos hasta la villa de Caparra.

    –Si es así, –les dijo a los esclavos– poned el arcón cerca del carro para que don Alonso disponga dónde lo ha de colocar..

    –Lo de "don" sobra, amigo mío –dijo el de Jerez, echándose a reír–. Alonso a secas. Que si me antepone un don mis clientes van a pensar que soy rico y no comprarán en mi tienda.

    –Entendido –dijo Nicolás, algo ruborizado por el desplante–. No fue mi intención herir sus sentimientos o su estado natural. Por el contrario, estoy muy agradecido a los servicios que me presta especialmente en este momento en que más los necesito.

    Dicho esto, Nicolás Fajardo y el de Jerez montaron en sendos caballos y la comitiva inició su marcha hacia la villa de Caparra distante una legua, mal medida, desde el muelle-atracadero hasta la casa de Juan Ponce de León. Los primeros mil metros formaban parte de un camino tortuoso construido por los taínos naborias asignados por el Cabildo para hacer más asequible la distancia entre la bahía y la villa. La travesía serpenteaba entre manglares eludiendo ciénagas y pantanos imposibles de pasar con carros tan pesados. Cuando las ruedas se atascaban en el barrizal, ahí actuaban los esclavos desde ambos lados del carruaje forzando, en sintonía con las bestias, la salida de la carreta a terreno más seco. Una y otra y otra vez la escena se repetía, hundiendo cada vez más los pies del esclavo en el barro para levantar en alto los tesoros del esclavista. Todo un símbolo que los nuevos colonizadores no podían entender, aunque lo tenían frente a sus ojos. Ellos sólo percibían la humedad, el calor, los mosquitos y el barro nauseabundo que asfixiaba sus sentidos. Descendieron del navío exultantes de alegría por pisar tierra firme y ahora algunos hubieran preferido el mar a la marisma que los mareaba en semiseco con indescriptibles vértigos y zozobras. Esta fue, por el momento, la media hora más larga en la vida de los nuevos colonizadores. El hidalgo toledano, como otros viandantes, la vivió en silencio, maldijo su destino en silencio y soportó la enemistad de la naturaleza también en silencio como era propio de la hidalguía castellana; y sólo cuando el paisaje mudó su semblante él cambió su actitud.

    Ahora el panorama estaba sufriendo una metamorfosis total. En la medida en que el desfile de carros se adentraba en terreno seco, la floresta se embellecía con el perfume y el colorido de variadas flores: orquídeas silvestres, amapolas, nenúfares, rosas, miramelindas; todas ellas coronadas por otras no menos sorprendentes como lo eran las flores de guayacán, de maga, de roble o las del flamboyán amarillo. Toda una explosión de belleza natural nunca antes vista por los visitantes en España.

    Hechizado por el ambiente que le circundaba, Nicolás Fajardo se acercó a Alonso de Jerez para decirle:

    –Nunca conocí (como es natural) los Jardines Colgantes de Babilonia, pero creo que la belleza de esta isla no tiene que envidiar la exuberancia de los jardines de Nabucodonosor II o la fertilidad del Paraíso terrenal, pues aquí hay más ríos que en el Edén y más frutos tropicales que en Oriente.

    –Así es –replicó el de Jerez–; pero también es cierto que tenemos nuestra serpiente tentadora como en el Paraíso; un enemigo que nos sorprende entre el ramaje con sus flechas emponzoñadas o incendia nuestras casas mientras dormimos pacíficamente. No lo vemos; pero sabemos que está escondido en la espesura, protegido por la frondosidad de esta tierra. Me refiero a los indios caribes y a los taínos flecheros no sometidos.

    –Entonces, éstos que nos acompañan ¿a qué indios pertenecen? –ripostó Nicolás Fajardo.

    –Fíjese vuestra merced bien. Los que están herrados en la frente con una F (de Fernando) o tienen la marca del carimbo en un brazo o en el muslo, ésos son esclavos sometidos en las guerras, o en las "guazábaras", como las llaman ellos. Los que no tienen marca alguna son criados o naborias o indios libres gobernados por un cacique indio. Estos trabajan para los españoles y son pagados con dinero, con ropa o con comida. En realidad, sin la colaboración de unos y otros ningún colono español podría progresar en la extracción del oro o en la producción agrícola. A nosotros los mercaderes también nos son de gran ayuda.

    Pensativo permaneció Nicolás Fajardo después de esta breve lección de sociología caribeña; mínima, pero muy útil para un recién llegado a la isla. A partir de ese momento su mente empezó a divagar soñando con grandes praderas con incontables pastizales colmados de ganado bovino y caballar y ¿por qué no? con montones de oro limpio extraído por los indios de alguno de los ríos de Borinquen. Y de todo ese emporio él sería el único dueño y señor.

    Minutos antes de llegar a la villa de Caparra se le acercó otro de los pasajeros del navío la Concepción para decirle sin ánimo de lucro:

    –Yo, como vuestra merced sabe, soy Francisco de Atienza, mercader como Alonso de Jerez y Diego de Cea; tengo instalada tienda en la villa de Caparra, muy cerca del local de ambos, y sería muy descortés por mi parte si no pongo a su servicio todas las mercaderías que vuestra merced necesite para su instalación en la isla. Comida, vestidos, calzado, aperos de labranza, herramientas, bateas para lavar oro, látigos para los caballos y los indios, espadas, rodelas, de todo para hacer la guerra y para vivir en paz; Todos los podrá adquirir en nuestras tiendas a un precio algo más alto que el de Castilla.

    –Muy agradecido –contestó Nicolás Fajardo inclinando levemente su rosto–. Primero tendré que presentar mi documentación al Gobernador y a los oficiales del Rey, después tomaré posesión del predio que me asignen para construir mi casa y seguidamente tendré necesidad de acudir a las tiendas de vuestras mercedes para abastecerme de todo lo necesario para mí y para todos los que trabajen conmigo.

    –De acuerdo –contestó Francisco de Atienza–.Vea vuestra merced; ya estamos entrando en la villa fundada hace cinco años por Don Juan Ponce de León. Si piensa acompañar al de Jerez hasta su casa, aquí nos separamos. Quede con Dios.

    Después de cuatro intentos por hallar un lugar apropiado para fundar la ciudad capital de la isla llamada entonces San Juan, Ponce de León consideró que esta pequeña meseta, no muy distante de la bahía de Caparra o Puerto Rico¹, sería la más adecuada para servir de sede a la segunda ciudad fundada por él en la tierra que los taínos identificaban como Boriken o Borinquen. Para Nicolás Fajardo ésta era la primera ciudad del Nuevo Mundo que escrutaban sus ojos. Y bien podemos decir que el alma se le salía por ellos, mientras miraba a lado y lado de las calles, rectas como husos, en perfecta formación, como requerían las ordenanzas reales para la delineación de las nuevas ciudades. Calles y casas formaban una perfecta cruz seccionada por indefinidas calles transversales, las cuales a su vez eran cortadas por otras que corrían paralelas a la avenida principal. Las casas, asentadas en grandes solares, eran unas de adobe, otras de madera y muy pocas de ladrillo y piedra. Lo que más le llamaba la atención eran sus techos, pues en vez de estar coronados por tejas como en Castilla, todas parecían lucir su cabellera de paja seca o de una hoja de palmera que llaman guano.

    Después de cruzar un par de calles, Alonso de Jerez se detuvo con toda la comitiva y entró en un gran corralón tapiado con adobes ordenando a esclavos, naborias y criados que fueran descargando todas las mercaderías unas en el almacén, otras en la tienda de venta y algunas en la casa familiar. También bajaron el arcón de Nicolás Fajardo, pero lo dejaron sin abrir porque éste se había ido a dar una vuelta a caballo por la villa.

    Empezaba a oscurecer cuando se presentó cansado y sudoroso el hidalgo toledano. Alonso le hizo pasar a su casa donde saludó con la cortesía correspondiente a la esposa y a sus dos hijas. Después le mostró una pequeña habitación en la que habían acomodado su arcón y que le serviría de refugio provisional hasta tanto edificara su casa en el solar asignado para él. Antes de cenar, se lavó la cara, las manos y se puso ropa más liviana, pues estaba sudando excesivamente tal y como se espera del Caribe. Ya sentados a la mesa el anfitrión dijo:

    –Aunque la cocinera, mi esposa, es de Cádiz, posiblemente las comidas en el Caribe no tendrán para vuestra merced el mismo sabor que en Castilla. Para empezar vamos a tomar un sabroso gazpacho andaluz que, si sabe como yo sé, es lo mejor para estos calores tropicales. Después, espero que nos conviden con algo mejor que lo que nos servían en el barco.

    –En Toledo –dijo el hidalgo– también se acostumbra el gazpacho en verano; pero éste no tiene que envidiar a ninguno. Es excelente. Y ¿qué es esa especie de tortitas que están sobre ese plato?

    –Ese es el pan del Caribe; se llama casabe y está elaborado de un tubérculo parecido a la patata y se llama yuca brava o amarga. Esta raíz tiene muchas virtudes, pues lo mismo te da la vida que te la quita. Esta yuca se pela, se ralla y se exprime en un sebucán. La leche blanca que rebosa al exprimirla se llama yare y es muy venenosa pues contiene todo el cianuro que puede matar al que es herido con una flecha untada con esa póٌcima. Así han muerto muchos cristianos en la isla. La carne blanca que queda es la parte que se usa para hacer las tortas de casabe. Por eso digo que la yuca nos da la vida y nos la quita. Pruébela vuestra merced acompañando la ternera que nos han servido, y verá que es muy sabrosa. A mis niñas les gusta más que el pan de Castilla.

    –Sin duda es muy sabrosa como acompañante de un guisado como éste –dijo Nicolás Fajardo–. Hacía tiempo que no disfrutaba una cena tan suculenta y deliciosa como la preparada por doña Leonor. ¡Que Dios bendiga sus manos!

    –Aún queda el postre –dijo ella un poco ruborizada por el alago del comensal.

    –La reina de las frutas en el Caribe es la piña o ananá como la llaman los indios –dijo Alonso–. Es olorosa, refrescante y muy saludable, como verá vuestra merced. No creo que haya fruta en el mundo que la iguale. Pero cambiemos de tema ¿Qué le ha parecido la villa de Caparra en este breve paseo que ha dado esta tarde por sus calles? Si esperaba encontrar una ciudad como Sevilla o Toledo imagino que estará desencantado.

    –De ninguna manera –dijo Nicolás Fajardo–. Hace varios años conocí en mi ciudad al Licenciado Lucas Vázquez de Ayllón que se había vecindado en La Española donde es Oidor de Real Audiencia; en cuya isla Nicolás de Ovando dejó fundadas más de una docena de ciudades y Ayllón me describió detalladamente cómo suelen ser estas villas al inicio de su poblamiento. Veo a Caparra como un pueblo con mucha actividad a pesar de que surgen muchos más barcos en San Germán que en Puerto Rico, según me dijeron. Llegué casi al final de la calle principal y en el camino me sorprendió una casa-fortaleza que, según parece, es de Juan Ponce de León a quien espero poder visitar mañana cuando…

    No había terminado la frase y Alonso le interrumpió:

    –No creo que pueda hacerlo porque Juan Ponce de León se embarcó hace ocho días desde San Germán para poblar la isla de Bímini y otras tierras nuevas que encuentre en su viaje. Ya firmó capitulaciones con el rey Don Fernando y, además le ha nombrado Adelantado de Bímini y de todas las tierras que descubra. El único inconveniente es que el Rey sólo da los títulos, pero no pone ni un peso en la empresa. Todo corre por cuenta de Juan Ponce de León: galeones, marineros, salarios y otras responsabilidades. Ese es el costo de la aventura en el Nuevo Mundo.

    –Yo supongo que volverá a Caparra después de esta aventura –dijo Nicolás Fajardo–. He tenido mucha información sobre su persona y toda ha sido elogiosa. Además creo que su familia sigue en la villa y tendrá que venir a verla tarde o temprano.

    –Es cierto. Él ha sido el alma de la conquista y poblamiento de esta isla, como lo fue en parte de La Española en tiempos de Nicolás de Ovando. Con el tiempo, sin embargo, oirá muchas alabanzas sobre su persona y algunos reproches sobre su política, especialmente desde que el Consejo de Castilla le otorgó al Almirante Diego Colón los mismo derechos que su padre había firmado en las Capitulaciones de Santa Fe. A partir de esa fecha en la isla se han formado dos bandos rivales: los dieguistas, protegidos por Diego Colón; y los juanponcistas, amigos de Juan Ponce de León e incondicionales del rey don Fernando.

    –Le agradezco sobremanera esta información que me puede evitar contratiempos en mi forma de tratar a las personas –dijo Nicolás Fajardo–. Nunca hubiera pensado que la envidia que tan bien florece en la Corte extendiera sus raíces hasta el Nuevo Mundo.

    –En mi condición de tendero yo no puedo aliarme con nadie porque perdería la mitad de mis ventas –afirmó Alonso –.No obstante, según mi corta inteligencia, considero que el Rey está por encima de Visorreyes, Almirantes, Adelantados y de todos los nobles, porque él es la justicia, tiene el poder y es dueño de todo aunque no haya descubierto nada.

    –Eso es verdad –dijo Nicolás Fajardo, mientras exhalaba el primer bostezo de la noche.

    –Creo que el sueño y el cansancio del viaje nos están invitando a dejar la conversación para otro momento y a buscar el descanso tranquilo después de todos los días de viaje que hemos soportado. Acomódese vuestra merced en este cuarto y duerma tan feliz como en su casa de Toledo.

    Dicho esto, ambos se acomodaron en sus respectivos aposentos. Era tan profundo el cansancio acumulado durante el viaje que el hidalgo toledano, sin mirar para el arcón, se deshizo de sus borceguíes, se desprendió de la ropa que más calor le daba y cayó cuan largo era en la cama que le pareció rellena de plumas de faisán. Desde que partió de Sevilla venía suspirando por una cama en que pudiera descansar toda su hidalga humanidad. Su amigo Alonso tardó algo más en caer en brazos Morfeo porque antes era obligado que cumpliera con sus deberes conyugales.

    La noche transcurrió serena; arropada por la incesante armonía de millones de coquíes. La oscuridad y el silencio (el de los hombres) sólo era interrumpido por el canto de algún gallo inoportuno y el susurro de voces taínas que tramaban una guazábara general contra los opresores que fueron recibidos como dioses y se comportaron como demonios. Desde la muerte de Sotomayor y de su sobrino, dos veces habían sido derrotados los taínos, y una más quedaron en tablas; sin embargo, desde 1511 a 1513 su pueblo fue progresivamente sometido (no pacificado) con encomiendas y cabalgadas bochornosas en las que prácticamente no capturaban guerreros sino a mujeres y niños. La ira, el enojo y la rabia, todo en uno se adhirió al corazón de caciques, nitaínos y naborias gestando una nueva revuelta que tomaría desprevenidos tanto a Alonso de Jerez como a Nicolás Fajardo.

    La mañana se despertó soleada, como era de esperar en la cuaresma. A la hora en que se despertó el hidalgo ya olía a humo por toda la casa y en el patio se notaba que era el primer día en que el amo estaba en casa. Criados, esclavos, y algunos naborias se esmeraban por alimentar a los animales: caballos, varias vacas, cerdos, gallinas. Toda la actividad parecía seguir un orden previamente establecido por el señor o por algún capataz suyo.

    –¡Buenos días! ¿Cómo descansó vuestra merced?

    –Como un rey –respondió el hidalgo.

    –Me alegro –ripostó el anfitrión –. Si le place acompáñeme a tomar un desayuno antes de que salga a hacer sus gestiones oficiales, pues supongo que deseará presentarse cuanto antes a los oficiales de Caparra.

    –Así es –dijo Nicolás Fajardo–. Traigo conmigo el permiso de vecindad, la carta ejecutoria de hidalguía y una recomendación de la Corte, pues mi hermano mayor ha estado en Italia como Capitán de los ejércitos de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, como le llaman.

    –¡Excelente! Cuando terminemos puede disponer de un caballo y mi capataz Agustín le acompañará a todas las oficinas que desee. Creo que el actual gobernador o alcalde mayor es Rodrigo Moscoso, y tengo entendido que se encuentra en San Germán. No obstante, el Cabildo se reúne hoy por la mañana y espero que ahí le atenderán en casi todo lo que necesite. Se reúnen en una de las salas de la casa de Juan Ponce de León.

    Con todos estos datos y otros que le expuso Alonso durante el desayuno Nicolás Fajardo partió del solar anfitrión acompañado de Agustín y esperanzado en que llegaría a ser uno de los pobladores más prósperos de la Isla. Esa era la meta de todos los colonizadores y él no podía ser menos.

    Lunes era por cierto, cuando nuestro hidalgo subió al caballo como si suyo fuera, erguido como un Cid a punto de embestir huestes enemigas, acompañado por su valido mayordomo, y de punta en blanco le hubiera gustado ir, pero dejó en el arcón todo su arnés: la espada, el capacete toledano, el

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