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Américo Vespucio
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Libro electrónico367 páginas5 horas

Américo Vespucio

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Vespucio en un personaje borroso, siquiera sea la suya una maravillosa celebridad, tanta que el nombre derivado de su nombre, «América», ¿cuántas veces se reiterará ahora, día por día, y por labios humanos en toda la faz del planeta?
Es sujeto obtruso, escondido. El mismo se ha concedido la luz de la fama por sus brevísimos escritos... Sus trabajos de navegante y descubridor son mucho menos transparentes que la relación que da él mismo de ellos en sus escritos.
La primera particularidad crítica, que hallamos en Vespucio, es la de que todas sus hazañas, merecimientos y grandes hechos, están declarados por él mismo y por obra de su pluma—es el cronista de sí mismo—y no hay relato ajeno, ajena, historia, documento que otro cualquiera haya formado, que dé noticia de sus grandes sucesos.
Habrá, pues, siempre contra la limpieza de lo fama de este descubridor y navegante, una prevención, a manera de las que se llaman «tachas» en procedimiento judiciario: que haya él tenido para consigo mismo la debilidad de amor propio que cada cual alimenta hacia su persona.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 sept 2020
ISBN9781005748142
Américo Vespucio
Autor

Ricardo Majo Framis

Ricardo Majó nació en Sevilla el 13 de julio de 1885 en Madrid-España y falleció en la misma ciudad en 1960. Se graduó abogado a los 19 años de edad y como doctor en Filosofía y Letras.Pronunció su primera conferencia en el Ateneo de Sevilla en 1907, con el título de Psicología de la muchedumbre, y escribió obras tales como Apologías hedonistas (1923), Descubrimiento del país de Utopía y Retorno (1924), y la novela ¡Esclavo!, que obtiene el primer premio en el concurso literario de la revista Blanco y Negro (1925). Colaboró con numerosas publicaciones periódicas, como Social de La Habana o El Liberal de Sevilla, propiedad de José Laguillo.Con la llegada de la Segunda República, recibió el encargo de Azaña de organizar Acción Republicana (AR) en Sevilla, de la que será su presidente en la ciudad, aunque finalmente será expulsado, y en 1932 encabezó el Partido Republicano Autonomista Andaluz (PRAA), que en octubre de ese año celebró un congreso con las “representaciones de sus grupos en toda Andalucía”, y que se convirtió en la primera fuerza autonomista constituida al margen del círculo del andalucismo histórico de Blas Infante, los Centros Andaluces y la Junta Liberalista.En la sede también de la Juventud Autonomista, fue conocida como Centro Republicano Andaluz o Centro Andaluz, y escenario de numerosas actividades, como la conferencia de José Andrés Vázquez en octubre de 1932, o la de Luisa Garzón, del Grupo Feminista en diciembre de 1933.Majó también fue miembro de la Federación Autonomista de Municipios Andaluces (FADMA), y entenderá, sobre todo durante el denominado "bienio negro", la necesidad de acercamiento entre todos los autonomistas, por lo que se convierte en pieza clave en la Asamblea de Córdoba de 1933, y en auténtico hombre de confianza de Blas Infante durante el proceso autonómico de la Segunda República.Pasada la guerra, se establece en Madrid para evitar problemas, y comienza a escribir en algunos medios de prensa bajo el seudónimo de Framis, que acabará adoptando como segundo apellido, aunque nunca llegó a tener el carné oficial de la Asociación de la Prensa, puesto que se negaba al preceptivo trámite de la jura de los Principios Generales del Movimiento.

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    Américo Vespucio - Ricardo Majo Framis

    Antes que el perfil y estampa del hombre, su intelectiva valoración

    A diferencia de tantos otros nautas trasatlánticos, y son casi todos, delante de los cuales y de sus ingentes sombras reconstituidas, el historiador ha de mover el estruendo de la épica, o esparcir los colores de los paisajes tas deslumbrantes en el caso de este hombre, América, o Amérigo Vespucci, con hispanizado apellido de Vespucio, la labor crítica, la labor de examen y discusión, es la primera.

    Vespucio en un personaje borroso, siquiera sea la suya una maravillosa celebridad, tanta que el nombre derivado de su nombre, «América», ¿cuántas veces se reiterará ahora, día por día, y por labios humanos en toda la faz del planeta?

    Es sujeto obstruso, escondido. El mismo se ha concedido la luz 'de la fama por sus brevísimos escritos... Sus trabajos de navegante y descubridor son mucho menos transparentes que la relación que da él mismo de ellos en sus escritos.

    La primera particularidad crítica, que hallamos en Vespucio, es la de que todas sus hazañas, merecimientos y grandes hechos, están declarados por él mismo y por obra de su pluma—es el cronista de sí mismo—y no hay relato ajeno, ajena, historia, documento que otro cualquiera haya formado, que dé noticia de sus grandes sucesos.

    Habrá, pues, siempre contra la limpieza de lo fama de este descubridor y navegante, una prevención, a manera de las que se llaman «tachas» en procedimiento judiciario: que haya él tenido para consigo mismo la debilidad de amor propio que cada cual alimenta hacia su persona.

    Todos los que lo elogian—y el elogio posiblemente es justo—, desde los redactores de la «Cosmographiae Intraductio», impresa en 1507 por el gimnasio humanista de Saint-Dié, o San Deodato, en Lorena, hasta los modernos Varnhagen, o Vignaud, por citar a algunos de sus muchos aficionados, hacen estribo y fundamento de sus opiniones y conclusiones, de los escritos mismos del propio América.

    Se trata, pues, de un navegante, de quien la fama es más que del orden de la directa épica, del tenor de lo literario. Otros concluyeron grandes hechos y las musas históricas se encargaron de difundirlos y darlos al viento flexible de la celebridad.

    Este escribió, aunque no mucho; y sus escritos le han concedido tan afta cima de la notoriedad, que apenas cede la roca en que está en pie de aquella otra en que permanece, casi sacra, lo Figura de Colón. Un examen biográfico del hombre Vespucio habrá de trabarse siempre en cuanto consecuencia dialéctica de la mucha documentación de investigadores y opinantes, que han acumulado cuatro siglos en seguimiento de los posibles grandes hechos y los cortísimos escritos del personaje

    Una segundo particularidad crítica atinente a Vespucio es la de ser un descubridor que nunca tuvo capitanía. Es una circunstancia muy peculiar en la que hasta ahora, y salvo Navarrete, nadie ha puesto atención excesiva—y circunstancia altamente significadora—la de que en ninguna de sus navegaciones, por igual la que tenga opinión de fabulosa, que la que parezca certísima, nunca Vespucio mandó armada, ni fue, por tanto, descubridor personal con los fueros que al capitán y conductor, por razón de su capitanía, corresponden.

    Siempre fue un subalterno, y subalterno de tan escaso relieve, que ninguno de los cronistas que dan fe de las respectivas expediciones lo nombra. El, Vespucio, en trueque, cuando escribe sus navegaciones abruma con su silencio a sus compañeros de afanes. Si su primer viaje ha existido, y no es fábula del navegante—redactor, no ha podido ser otro que uno en que fueron a Honduras por capitanes Juan Díaz de Solís y Vicente Yáñez Pinzón. ¿Cita Vespucio a estos hombres?

    Tampoco dice palabra de Alonso de Ojeda y de Juan de la Cosa, verdaderos rectores de su Viaje Segundo, en el que él, Vespucio, no habrá sido otra cosa que un subordinado, gestor de la Casa de la Contratación, o de oficio parecido. O, en todo caso, piloto asociado, o adjunto.

    Sus relatos se centran en su persona y a todos los demás los alude con una vaga expresión de «nosotros...». Es como si viajase con fantasmas y no con humanas personas, y el pensamiento, y hasta el ensueño, fueran solamente suyos.

    Ni dice cosa tampoco de Gonzalvo Coelho, el jefe portugués, al que ha servido y seguido en su Navegación Cuarta, y en cuanto atañe a su Navegación Tercera, la más señalada de las suyas, la que concede magno asunto al relato de esas tres o cuatro hojas impresas que se llaman el «Mundus Novus», igualmente dilata él un silencio de incomprensión, o de desdén, en redor de las personas de sus compañeros. Parece que sólo él ha hecho; sólo él navegó, y él lo halla todo y por él adquiere todo vivacidad de saber y objetividad humana.

    A esta actitud de Vespucio, cuando escribe, no se le puede Homar más que un «egoísmo de la fama», que quiere para sí sólo y no compartir con ningún otro. O es la venganza que el hombre, vejado con un oficio subalterno, se toma en hostilidad contra los que ha visto, al salir del puerto, y al andar entre ellos por el castillo de Popa, o apoyarse a par de ellos en las amuras, siempre como más descollantes que él.

    Por otra parte—y he aquí una observación argumental, penetrante y eficaz casi como una espada—, ¿se puede, en justicia exacta, llamar y dar honor de descubridor de unos tierras ignoras y países de asombro, al que va como subalterno en las naves en perjuicio del capitán, que ha determinado el rumbo, ha articulado las iniciativas y a quien en rigor competen la gloria o el fracaso? ¿Quiénes son los descubridores en al problemático primer viaje?:Pinzón y Solís.

    Pensar que pueda serlo el que escribe un relato, en olvido de los capitanes y porque él está a bordo, sin que le hayan correspondido la determinación del rumbo y la iniciativa marinera, científica y marcial, es tonto como pensar que a cualquier grumete o marinero de faena hubiera también competido el descubrimiento.

    Porque el hacer la relación del descubrimiento no es precisamente la calidad de haberlo hecho. El descubridor del segundo viaje es Ojeda, y en todo caso y como su adjunto y autoridad náutica, Juan de la Cosa.

    El del cuarto es el luso Coelho, y el del tercero aquel jefe también portugués, a cuyas órdenes estaba, y que el propio Vespucio anubla con su silencio. Decir así es hacer una justa crítica del hombre que acapara, agota y cerca para él sólo la fama que, por lo menos, correspondía a sus compañeros de navegaciones en tanto como a él.

    El triunfo publicitario siguió, en estela, al nombre de este Américo. Si hubo pronto—y ya estaba muy perfilado en Europa por los años iniciales del quinientos—el concepto y noción de un nuevo mundo, no sabido de Ptolomeo, que no era igual, sino muy distinto a las islas antillanas, que había descubierto Colón, a Vespucio y a sus folletos de noticias se debe.

    Precisó, sí, él la experiencia de un orbe nuevo, nuevamente encontrado. Y esto lo hacía victoriosamente contra las obstinadas opiniones «hechas» de Colón, que, embebecido en sus sueños lejanos de juventud y en sus alusiones bíblicas, pretendía que las tierras halladas no eran sino las más orientales de Asia.

    La precedencia doctrinal y el influjo de Marco Polo habían puesto en delirio los ánimos de Colón, que quería hallar por dondequiera súbditos del Gran Khan.

    El haber liberado a la menta europea de estos errores y el haber exclamado por vez primera: —he ahí un continente hasta ahora desconocido—, es un indudable título de gloria de Vespucio, pero esta gloria, de luminosidad solar, está mucho emborronada por la ceniza, opacidad y recelo de que la viste el egoísmo publicitario del hombre.

    Siendo menos que el segundo en cualesquiera de sus expediciones, no habla nunca del primero, ni de ninguno otro, y éste es un reproche que debe justamente hacerse, si no al navegante y descubridor, sí al escritor. En esta coyuntura del silencio buscado hay, además, la mostración de una psicología y la definición de un carácter.

    En el presente libro, se intenta escrutar a fondo ese carácter y esa psicología, de los que empezarnos a poseer con estas primeras páginas este primer dato rudimentario. Hay en Vespucio encubrimiento, disfraz y malevolencia para los demás, sus colegas.

    Hay amor a una gloria de exclusión, que sólo sea suya. Era un hábil cosmógrafo, y tal vez un grande hombre, pero, ¿es que los grandes nombres carecen siempre de los pecados humanos?

    El publicismo extranjero, el «americanismo» profesor, que, especialmente en Francia, y aun en Italia, ha sido con tanta insistencia hostil a las glorias españolas, y tanto ha querido deslustrar la leyenda áurea hispana, por lo demás de ion espontánea y natural ilustración, ha tomado para sí la figura de Américo Vespucio, pretendiendo hacer de ella, más o menos embozadamente, argumento de combate que exaltar, para con él artificiosamente entre las manos deprimir y disminuir de altura a los creadores puramente hispanos y al mismo Colón, al que mal que se quiera, se ha de tener por del todo hispanizado.

    ¿No llega a decir Vignaud, de Ojeda, el jefe natural de Vespucio, en su segundo viaje, con desdén, «ese aventurero»? Aventurero, en todo caso, lo sería de la acción, mientras Vespucio ha sido un indudable aventurero de la pluma, ¡Américo Vespucio, gloria separada de España, que, en gran manera, abruma u ofusca la claridad del «hecho español»

    !Más o menos declarado, más o menos encubierto, así proclamarlo y así dilatarlo por el mundo, hs sido el empeño que inicia el chote Angelo María Bandini, en 1745, con la publicación de su «Vita e lettere di Amerigo Vespucci, gentiluomo florentino»; prosigue Marco Lastri, en 1787, con su «Elogio di Amerigo Vespucci»; continúa más el P. Estanislao Canovas, en 1788, en su también «Elogio di Amerigo Vespuccio", libro en el que sustenta las tres grandes falsías del mito Vespuciano—dos, por lo menos, de ellas, imposibles de ser sostenidos—, a saber: la veracidad del primer viaje, que Muñoz, Herrera, Navarrete y todos los españoles han tachado siempre de fabuloso; el haber precedido Vespucio a Colón o, por mejor decir, las naves en que iba Vespucio y capitaneaban otros, en tocar la Tierra Firme, y el haber avistado las costas del Brasil también antes que cualquier español, siendo lo cierto que el primer navegante que tocó en brasileñas costas fue Vicente Yáñez Pinzón.

    La «ofensiva vespuciana», en la que hay, por debajo y muy oculta tres broqueles de dialéctica, una animosidad antihispana, acrece a fines del siglo XVIII y a principios del XIX, con Francesco Bartollozzi, que en 1789 da a la estampa una «Ricerche istórico—critiche circa alie scoperte d'Amerigo Vespucci con l'aggiunta di una relazione de! medesimo fin ora inédita...» en que duda de la realidad del primer viaje, para darle luego entero crédito en una «Apología» posterior de la anterior «Ricerche»; se robustece después con «The Life and Voyages of Americus Vespucius with illustrations concerning the navigator and the discovery of the New World», de Eduardo Lester y Andrés Foster, que tiene data de 1853, con los muchos escritos de Varnhagen, de mejor crítica y austeridad de opiniones que los de otros vespucianos; con los distingos de D'Avenzac, con el «Discovery of America» de Jhon Fiske, que es de 1892... No va en zaga a sus colegas de partido Gustavo Uzielli, que en Florencia, y en 1898, ha puesto apostillas y amplificaciones a la obra de Bandini.

    Y la verdad, contra todo este recelo antiespañol, es que a -la gloria de Américo Vespucio en cuanto marinera gloria y de cosmógrafo, es puramente española. Y también en cuanto a la calidad admirable del hombre fuerte, de resoluciones y mucha destreza vital, que «actúa» en victoria de los acontecimientos.

    Américo Vespucio es un florentino que ha venido aun ¡oven a España, como agente de la casa comercial de los Médicis—la rama mediciana perteneciente al partido de losi «popolani», no la otra que tuvo duques soberanos y también papas—.

    Se ha españolizado muy pronto. En 1492, cuando el descubrimiento colombiano de América, ya está él en España. El profesor Govi ha hallado una carta de Vespucio, fechada en Sevilla a 30 de diciembre de 1492, y la ha insertado en los «Rendiconti della R. Accademio dei Linoei», volumen IV, 3° sesión. Roma, 1898.

    Las cuatro navegaciones de Vespucio, de que él mismo se precia, de aceptarse los cuatro como verdaderas, son totalmente «ibéricas», por decirlo de alguna manera: dos de ellas castellanas, las otras dos portuguesas. Cuando él abandona Castilla es para irse a servir al rey don Manuel de Portugal.

    Regresa a Sevilla, y está perfectamente «ambientado» en la atmósfera española. Colón, en carta a su hijo Diego, de 5 de febrero de 1505, hace el elogio de Vespucio y se promete su apoyo para las representaciones que ha de hacer ante la corte, prueba muy eficaz del prestigio que en las áreas hispanas circundaba al ayer florentino.

    Cuando el rey Fernando convoca a sus cuatro mejores cosmógrafos, porque está en proyecto de hallar el estrecho, o «paso» al país de la especiería, de las cuales conferencias se origina la navegación austral de 1508, seguida por Pinzón, Solís y el piloto Ledesma, los llamados con Solís y Pinzón, son Vespucio y De la Cosa (1).

    (1) Véanse nuestros Navegantes y conquistadores españoles del siglo XVI, pág. 365 y sig. en la Vida de Pinzón y 788 y 789 en la de Sol».

    Era, pues, ya entonces tenido Vespucio en España por uno de los «grandes» de la cosmografía. 'Que en 1505, a su regreso de Portugal, es un protegido directo de la Corte española, lo acredita la real cédula de 11 de abril de 1505, que trae Navarrete, y dice así: «El rey Alonso de Morales, Tesorero de la Serenísima Reina doña Juana, mi muy cara e muy amada hija:

    Yo vos mando que de cualesquier maravedís de vuestro cargo deis e paguéis luego a Amérigo de Espuche, vecino de la cibdad de Sevilla, doce mil maravedís, de que yo le fago merced, para ayuda de su costa, e tomad su carta de pago, con la cual e con esta mi cédula mando que vos sean recebidos en cuenta los dichos doce mil maravedís; e non fagades ende al. Fecha en la cibdad de Toro a once de abril de quinientos cinco años. Yo el rey. Por mandado del rey administrador y gobernador, Gaspar de Gricio».

    Que Américo Vespucio es no sólo un hispanizado de «ambiente» y tendencias psíquicas desde algunos años precedentes, sino que termina por ser jurídicamente un español naturalizado, que a España se acoge y de España hace su Patria, lo declara con veracidad doble, interna y documental, la siguiente carta de naturaleza, tomada por Naverrete del Archivo de Simancas:

    «Doña Juana, por la gracia de Dios... Por hacer bien y merced a vos, Amérigo Vezpuche, Florentín, acatando vuestra fidelidad e algunos buenos servicios que me habéis fecho e espero que me haréis de aquí adelante, por la presente vos hago natural de estos mis reinos de Castilla e de León, e para que podáis haber y hayáis cualesquier oficios públicos reales e concejales, que vos fueren dados e encomendados, e para que podáis gozar e gocéis de todas las honras, gracias e mercedes, franquezas e libertades, exenciones, preminencias, prerrogativas e inmunidades, e de todas las otras cosas, e cada una dellas que podiéredes e debiéredes haber e gozar si fuérades natural de estos mis reinos e señoríos: e por esta mí carta, e por su traslado, signado de escribano público, mando al ilustrísimo príncipe don Carlos, mi muy caro e muy amado hijo, e a los Infantes, Duques, Prelados, Condes, Marqueses e Ricos homes, Maestres de las Ordenes, e a los de mi Consejo, e Oidores de las mis Audiencias, Alcaldes, Alguaciles de la mi Casa e Corte, e Chancillerías, e a los Priores, Comendadores e Subcomendadores, Alcaides de los castillos e casas fuertes e llanas, e a los concejos, corregidores, asistentes, alcaldes, alguaciles, regidores, caballeros, escuderos, oficiales e homes buenos de todas las ciudades, villas e lugares de los mis reinos e señoríos, e otras cualesquier personas mis súbditos e naturales, de cualquier ley, estado, condición, preeminencia e dignidades que sean, o ser puedan, que agora son y serán de aquí adelante, que vos hayan e tengan por natural de estos mis reinos e señoríos, como si fuéredes nascido e criado en ellos, e vos dejen e consientan haber cualesquier oficios públicos reales y concejales; que vos fueran dados e encomendados, e otras cualesquier cosas que en ellos hobiérades, según dicho es, así como si fuésedes nascido e criado en ellos, e vos guarden e fagan guardar las dichas honras, gracias e mercedes, franquezas e libertades, exenciones, preeminencias, prerrogativas e inmunidades, e todas las otras cosas e cada una dellas que podides e debíades haber e gozar siendo natural de estos dichos mis reinos e señoríos, e que en ello, ni en parte de ello, embargo ni contrario alguno vos non pongan ni consientan poner; lo cual manido que así se haga e cumpla, no embargante cualesquier leyes, ordenanzas de estos mis reinos, que en contrario de lo susodicho sean o ser puedan, con los cuales e con cada una dellas de mi propio motu e cierta ciencia e poderío real absoluto, de que en esta parte como reina e señora natural quiero usar, dispenso en cuanto a esto toca e atañe, quedando en su fuerza e vigor para las otras cosas adelante,; e los unos ni los otros, etc. Dada en la ciudad de Toro a veinte y cuatro días del mes de abril, año del nascimiento de Nuestro Salvador Jesucristo de mil e quinientos e cinco años.

    ¡Yo el rey. Yo, Gaspar de Gricio, etc. Licenciado Zopata. Licenciado Polanco».

    Que Américo Vespucio es un hombre afectivamente español lo insinúa, con vehemente indicio, su casamiento tardío, después de una obstinada soltería, con mujer castiza, y castellana, María Cerezo. Que el alma se le había vaciado por dentro de lo itálico y se había hecho del todo española, lo muestra su italiano balbuciente, plagado de hispanismos.

    La lengua, aun no queriéndolo, es la gran indiscreta del espíritu. Escribe su «Lettera» en italiano, y la data en Lisboa a 4 de septiembre de 1504—; esa «Lettera» de la que sobrevendrá y se deducirá el texto de las «Quatuor Navigationes», inserto en la «Cosmographiae Introductio» de Saint-Dié, que esparcirá su nombre por el mundo—, si bien Humboldt opina, y en el «Libretto» del Trevisano se declara, que la tal «Lettera» fue primitivamente escrita en castellano.

    Mas, aun dando por cierta y única su primera redacción italiana, Vespucio muestra en ella cuánto se había hispanizado y cuánto olvidado de su anterior patria florentina. El que esto escribe ha tenido la paciencia de ir reconociendo y contando en la «Lettera» italiana de Vespucio todos los hispanismos que contienen sus pocas páginas. Ha hallado «cuatrocientos setenta y un» hispanismos en tan corto texto. Quien así escribía más pensaba en español que en el toscano idioma.

    Realmente, si Vespucio vale por una gloria universal ha nacido de singularidad española, y no en pugna con el gran hecho hispánico, que alumbraron las albas del quinientos. Su hispanidad es de la misma naturaleza que la de Colón, o Magallanes, también extranjeros, pero también incorporadamente españoles. Y aun es más español por el ímpetu del alma creadora que por la letra de las cartas de naturalización.

    A la España del Quinientos, aunque la sirvan extraños, es harto difícil recortarle su anchura solar, de horizonte a horizonte. Había amanecido ese Día de oro y de consumación perfecta, que pocas veces reitera la historia.

    II

    Una fama de papel

    TODAS las famas humanas son, ay, de papel. Porque fama es permanencia, constancia en la memoria de los hombres. Y la memoria de los hombres, que es sumamente frágil en cuanto no atañe a sus intereses vitales inmediatos, sólo por el papel, impreso o no, se fija y mantiene.

    Mas, lo habitualmente reconocido en las historias, y por las historias propagado, es que la acción famosa preceda, como fama misma, a su escritura y fijeza.

    El hecho ilustre se adelanta aun en aquello de golpear los oídos de los hombres, al acta escrita, que de él do fe y luego pasará al archivo de las admiraciones de generación en generación. Américo Vespucio es excepción de esa habitualidad en el proceso de la nombradía.

    Han sido antes famosos sus escritos que las navegaciones y descubrimientos que por tales escritos se declaraban, y aun puede proclamarse que el alto valor histórico de los acaecimientos vespucianos más que en la efectividad y comprobación inmediatas reside en la dilatación publicitaria, que ya la fortuna, ya el arte del escritor le han otorgado. ¡Un mundo nuevo!...

    ¿Quién lo halló? Este Vespucio florentino, éste mismo hombre que así lo declara en un liviano folleto. ¡Tierras desconocidas, razas ignoradas, una «quarta pars» del globo, de la que ni aun sospecha tuvo el antiguo geógrafo Ptolomeo...! ¿Quién da noticia de todo esto?

    Este mismo hombre, que escribe estas cuatro páginas, y aduce ser él mismo el navegante afortunado. Así eran las voces que corrían por Europa y por los años de la primera década del Quinientos. Y así, pues, al estudiar a América Vespucio, antes que en el hombre hay que reparar en la balumba de papel impreso que él ha suscitado en torno a su apellido y sus extraordinarios sucesos navales.

    Tal como para otros hay que buscar la emoción inmediata en la anchura de los océanos y en sus redondeces orbiculares del azul, en medio de las que ellos son la pequeña, y a la vez enorme, medida del hombre, para este Vespucio la calidad emotiva hay que pretenderla del polvo, y aun la ceniza, efe las bibliotecas. Se trata de un abultado éxito publicitario.

    Algunos renglones han bastado a Vespucio para ponerse en fama dilatada casi a par de Colón, el sufridor, el paciente soñador de casi toda una vida, en tanto—y he aquí una anticipación de lo psicología del hombre—América parece haber sido afortunado siempre, y si de algún dolor padeció fue del de su posición subalterna en las navegaciones en que estuviera.

    Vejamen de la fortuna, de que él ha tomado una impalpable, pero tremenda venganza, al sumir en simas de silencio insuperable los nombres de aquellos compañeros suyos que, por unos días, le parecieron más favorecidos por el honor o por el mando.

    Dos son los documentos y folletos que Vespucio trazó con su pluma, y, en verdad, uno de ellos casi puede estimarse corno-mero capítulo o parte del otro: son el llamado «Mundus Novus», en que noticia su Viaje Tercero, y fue el primer escrito que dio a la publicidad, y el llamado «Lettera», fechado en Lisboa a 4 de septiembre de 1504, en que, a más del relato de su navegación tercera, hace el de las otras tres que componen el total de sus náuticos acaecimientos.

    Luego, la fama, que va de prisa detrás de unos cuantos y pisa despacio en seguimiento de otros—que la fama es hija de la suerte, y la suerte es caprichoso y mujer—, le ha atribuido eso varios, notoriamente apócrifos, cuáles son las cartas, que de él se dicen, dirigidas a Lorenzo de Médicis con fechas de 18 de julio de 1500, a propósito de su segundo viaje, y 4 de junio de 1501 con referencia al tercero, y otra, datada en Lisboa y en 1502, acerca del también viaje tercero, y ¡hasta se le ha propuesto como navegante a la India gangética con Almeida o Gama, y aún como descubridor de la impensada Australia!

    El relato de las «Quatuor Navigationes», adicionado a la «Cosmographiae Introductio» de Hilacomylus—el famoso texto en que ha nacido el nombre de América—no es sino transcripción, con diferencias muy ligeras, de la citada «Lettera.» ¡Y sólo con estas pocas hojas de papel impreso un hombre golpea el pecho de la forma, para que sólo a su nombre resuene y la cante la garganta!

    Habrá que meditar, empero, que lo declarado por tales hojas impresas era el pasmo de aquella edad y el más tremendo hallazgo hasta entonces habido por hombres,

    ¡El mundo era «más»...! Este grito concertaba con el ánimo fáustico del Renacimiento y la occidental Europa. Era casi una petición de apremio que hacía al misterio la desbordada Europa del XVI.

    Colón, en trueque, se obstinaba en susurrar su «el mundo es poco...», en servidumbre a las opiniones de Pedro d'Ailly, Marino de Tiro y Posidonio de Apamea, cuando la misma profundidad de luz inagotable, que le ofrecían los horizontes, desmentía su soñadora ceguedad.

    He aquí el merecimiento capital que ostenta Américo Vespucio en la historia de la humana Cultura: ha declarado por sí lo que otro antes vio, pero no supo declarar. Vespucio proclama la realidad de un mundo nuevo.

    Colón pretende llegar a las Indias de Gran Kan, o Jan. Pero, ¿es que así lo creían, y con esta buena fe de una lectura anterior e intelectual, los españoles que con Colón iban, aun los del primer viaje? ¿Lo creían así los mismos reyes católicos, que pactaban el contrato de Santa Fe?

    ¿No serían esos mirajes lejanos, deducidos de Marco Polo, una realidad subjetiva, solamente erigida en el espíritu de Colón? De ser así, el hallazgo mental, o la audacia mental, de Vespucio eran casi la misma sospecha de la sociedad toda europea, y su gran éxito publicitario el del autor que ya está precedentemente en concordia con los gustos de su público.

    Hay textos, poco escrutados, o poco repetidos, para tomar indicios de estas suposiciones. Bien es verdad que Colón tenía siempre presentes en la memoria sus lecturas de Pedro d'Ailly. «Et dicit Aristóteles quod mare parvum est Ínter finem Hispaniae a parte occidentis, et ínter principium Indiae a parte orientis», cual se declara en la «Imago Mundi», VIII.

    El mar es pequeño entre la extremidad de España a occidente y los comienzos de la India a oriente. O bien aquello otro; que se lee en la misma «Imago.» «Insuper Séneca, libro quinto Na-turalium dicit quod mare est navigabile in paucis diebus si ventus sit conveniens» (Loe. cit.).

    El océano en opinión de Séneca, podía ser navegado en cortos días si se tenía ventura de buen viento, y al parecer de Pimío en no mucho tiempo se navega del Golfo Arábigo a la Cádiz hercúlea. «...Plinius... in Naturalibus, Libro Secando, quod navigatum est a Sinu Arábico usque at Gades Herculis non multu¡m magno tempore». Bien es verdad, sí, que Colón estaba adscrito a sus opiniones hechos y leídas, al dictamen dé sus filósofos y el propio Aliaco, XIX, «secundum philosofos... Oceanus qui extenditur Ínter finem Hispanice ulterioris, id est, Africae, a parte occidentis, et ínter principíum Indiae a parte occidentis, non est magne latitudines. Nam expertum est quod hoc mare navigabile est paucissimus díebus si ventus sít conveniens, et ideo ¡llud principíum Indiae in oriente non potest multum distare a fine-Africae».

    En efecto, los filósofos antiguos y medievales, eran del dictamen de no ser mucho el océano que se extendía entre la España ulterior y África y el oriente de la India. Los expertos: sentenciaban que su fácil viento sería traspasado en pocos días.

    Todo esto es el artilugio mental que impulsa a Colón para su empresa. Detrás de su último horizonte estarían, sin duda, las doradas orillas del fabuloso Catay, porque Catay e India eran la otra margen de este mismo océano que batía las occidentales playas de España. No se iba, pues, a sorprender desconocidas tierras, sino a acortar el sendero náutico para las ya conocidas

    ¿Qué virreinatos quería, pues, Colón en países que tenían monstruosos reyes? Las opiniones de la corte y de los reyes aun antes de concluido el primer viaje colombino, no eran, ciertamente, las de trazar la brevedad de un camino, o ponerse en relaciones mercantiles con los reinos del Gran Kan.

    Los reyes, y todos, imaginaban hallar países ignotos y mundos nuevos, nunca sabidos, y no otra cosa.

    En las capitulaciones de Santa Fe no se refieren los reyes a las Indias ni al Catay. Se trata «de lo que el almirante ha de descubrir en las mares océanos, y del viaje, que ahora, con el ayuda, de Dios, ha de hacer por ellos, en servicio de sus altezas». Se va a descubrir tierras encubiertas; se pretende captar las sorpresas del océano.

    En el título expedido a Colón por los reyes a 30 de septiembre de 1492—ese grave preludio y esa voz de bronce que anuncia el gran acaecimiento—se lee así, a propósito de los fines con que el Almirante emprende su navegación: «Vades por nuestro mandado a descubrir e ganar con ciertas fustas nuestras, e con nuestra gente, ciertas Islas e Tierra Firme en la mar Océano, e se espera que con la ayuda de Dios, se descubrirán e ganarán algunas de las dichas Islas e Tierra Firme en la dicha mar océano, por vuestra manera e industria».

    Este texto es de un gran valor significativo. No se navega para acortar caminos, no se pretenden ni la especiería, ni el imperio de Cambalu. Se va al descubrimiento de acaso, a «descubrir e ganar», las tierras, enteramente originales, que se supone que habrá allá, en la rica quimera, cercada de cresterías de nácares, del aun no navegado océano.

    ¿Qué es esto, sino ir al hallazgos de nuevos continentes—tierra firme—, de una variedad de archipiélagos que toquen en la fábula—las islas—?

    Es decir, cuanto el porvenir muy próximo habrá de suscitar al asombro de la gente europea ya late y se levanta con turgencias vaporosas de áureo fantasma en

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