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Sobre los héroes: El culto al héroe y lo heroico en la historia
Sobre los héroes: El culto al héroe y lo heroico en la historia
Sobre los héroes: El culto al héroe y lo heroico en la historia
Libro electrónico354 páginas6 horas

Sobre los héroes: El culto al héroe y lo heroico en la historia

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«La historia del mundo es la biografía de los grandes hombres». Durante el mes de mayo de 1840, Thomas Carlyle pronunció seis conferencias en seis días distintos sobre la temática de los héroes. Un año después, en 1841, se publicó en Londres la recopilación de aquellos discursos en un libro con el título On Heroes, Hero-Worship and The Heroic in History (Sobre los héroes, el culto al héroe y lo heroico en la historia). El héroe de Carlyle es aquel individuo apegado, enraizado y empujado por la causa de la Realidad, de los Hechos, que da su vida para combatir contra la Falsedad y las Apariencias. En parte, para Thomas Carlyle, la Humanidad avanza en la Historia gracias a la aparición de grandes hombres, los héroes, que, con su acción y palabra, van marcando el devenir de todos los demás hombres. Desde los tiempos remotos del paganismo nórdico hasta el, mucho más cercano al autor, siglo XVIII, al cual Carlyle denomina despectivamente el siglo escéptico; desde el nacimiento del Islam hasta la Revolución Francesa; Sobre los héroes incluye en su análisis, estudiados bajo las categorías del héroe como dios, profeta, poeta, sacerdote, hombre de letras o rey, a personajes tan variopintos como Odín, Thor, Mahoma, Dante, Shakespeare, Lutero, John Knox, Samuel Johnson. Rousseau, Robert Burns, Oliver Cromwell o Napoleón.
IdiomaEspañol
EditorialAthenaica
Fecha de lanzamiento5 feb 2018
ISBN9788417325084
Sobre los héroes: El culto al héroe y lo heroico en la historia
Autor

Thomas Carlyle

Nacido en 1795 en Ecclefechan, Escocia, este hijo de albañil ultra calvinista, inició en Edimburgo, y abandonó tras una crisis de fe, sus estudios para ser pastor. Después de dedicarse a la enseñanza de matemáticas, el estudio de leyes, y la traducción, quedó profundamente impresionado por el idealismo alemán y la cultura germana: tradujo a Goethe y escribió en 1825 una biografía de Schiller. En 1834, tras un viaje por Francia, publicó en Londres su única obra de ficción "Sartus Resartus", una sátira a la sociedad posindustrial de gran ironía y hallazgos narrativos excepcionales. Trasladado definitivamente a Londres, formó parte del círculo literario al que también pertenecían los ensayistas Leigh Hunt y John Stuart Mill, y publicó en 1837 su gran obra histórica "La Revolución francesa", y en 1841 sus conferencias sobre los héroes. Influyente ensayista de la era victoriana, su pensamiento reaccionario y antirrevolucionario está en línea con el pensamiento de Fichte y de la tradición clásica alemana, e influye directamente en la posterior literatura conservadora. En 1881, poco antes de su muerte el 5 de febrero, entregó a imprenta su autobiografía titulada "Recuerdos".

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    Sobre los héroes - Thomas Carlyle

    Los héroes de Thomas Carlyle

    On Heroes, Hero-Worship, and The Heroic in History se publicó en la editorial de James Fraser, en 1841, en Londres, y, sin embargo, no nació como un texto para ser leído, sino oído. En mayo de 1840, durante una serie de conferencias dadas cada tres o cuatro días, un público entusiasta oyó a Thomas Carlyle pronunciar cada uno de estos ensayos sobre los héroes, lo heroico y la historia. Cada conferencia estaba dedicada a un tipo de héroe distinto y suponía un paso cronológico más allá en el progreso de la historia: un concepto y la vida de un personaje histórico que encarnara ese concepto heroico. Cada conferencia estaba dedicada, como se entiende con solo mirar el índice, a un «héroe» o «gran hombre»; a veces a dos. En algunos momentos, la biografía que redacta Carlyle de cada uno de estos grandes hombres, interesada, adecuada y sesgada para que encaje en su teoría del heroísmo y de la influencia de los grandes hombres en la historia, nos recuerda a las Vidas paralelas de Plutarco, sobre todo cuando a Carlyle le da por comparar vidas (Dante/Shakespeare, Mahoma/Knox, Cromwell/Napoleón, etc.). Pero será más enriquecedor que cada lector que se atreva con este libro traiga consigo sus lecturas para redactar sus propias analogías.

    La idea de Carlyle es sencilla y por eso poderosa: en un mundo que estaba cambiando a pasos agigantados tras la Revolución Industrial, donde el motor providencial estaba siendo sustituido por el motor a vapor, Carlyle defendía que el progreso de la historia no era algo inherente a la historia, ni algo que se pudiera explicar con lo mecánico o lo accidental, sino que dependía del impacto de las acciones de los grandes hombres, con motivaciones individuales, que iban más allá de la masa o del pueblo o, incluso, de la sociedad.

    Él mismo un clérigo frustrado en su juventud, ante la ausencia de Dios y la pérdida de fe de su tiempo, encuentra en los grandes hombres, para él los únicos garantes del progreso, a los nuevos héroes y dioses a quienes hemos de rendir culto, a los nuevos guías de la fe humana. Decir que esto le hacía un humanista es quizás ir demasiado lejos, sobre todo en términos académicos, pero la posibilidad de leerlo con ese prisma, desde la acomodaticia distancia de siglo y medio, en cierto modo me entusiasma.

    Parafraseando a Carlyle, podríamos decir que la historia del mundo no sería más que la biografía de los grandes hombres. Y esto lo dijo un escritor que, entre otras muchas obras, acometió la pronta tarea de contar en 1837 la Revolución Francesa en tres volúmenes. El individuo ante la Historia o frente a ella, para cambiarla: de eso tratan estas conferencias; y también de la necesidad de rescatar al ser humano de la mediocridad, aunque sea mediante la adoración. El romanticismo y la reacción a la Revolución Industrial del reaccionario Carlyle son elementos palpables. No podemos olvidar que nuestro Tory favorito no fue hombre del XVIII, salvo por su primer lustro de vida, y que tampoco vivió para ver la crisis finisecular ni, por supuesto, el siglo XX. Y aunque personal u objetivamente no compremos hoy en día sus ideas de que son los grandes hombres los que nos hacen avanzar como seres humanos, sus teorías y su fe a mí al menos sí me valen, como mínimo, como modelo para una crítica estética y literaria.

    No pretendo aquí redactar una genealogía de referencias de autores y obras inspiradas por las conferencias de Carlyle y tampoco tendré la desvergüenza, como hacen algunos, de llamar a Thomas Carlyle un proto-fascista, pese a que el escocés no fuera el mayor fan de la democracia, ya que relacionar superficialmente su obra con las ideas de Hitler es igual de injusto que hacer lo mismo con Nietzsche, quien claramente sí leyó bien a Carlyle. No obstante, solo citaré un caso claro de influencia directa y temprana, porque, en parte y entre otras cosas, ayuda a explicar al estadounidense (para bien o para mal) hombre-hecho-a-sí-mismo o la obsesión de algunos por escribir (o leer) la Gran Novela Americana: me refiero a la serie de ensayos que, con el título Representative Men, escribió y publicó Ralph Waldo Emerson, contemporáneo de Carlyle, en 1850, y en la que Emerson discutía, siguiendo la estela y la terminología de Carlyle, el rol de los «grandes hombres» en la sociedad, entre los que él incluía a Platón, Emanuel Swedenborg, Michel de Montaigne, William Shakespeare, Napoleón y Johann Wolfgang von Goethe. Como podemos comprobar, algunos de los nombres de Emerson se repiten de la obra de Carlyle; y aún seguirían repitiéndose hoy, porque tampoco ha pasado tanto tiempo desde entonces y porque los grandes hombres del pasado siguen siendo cortados por el mismo patrón.

    Por otro lado, si hablamos de héroes no podemos dejar de hablar de griegos, aunque sea mal y brevemente. No soy ajeno a esas voces que aseguran que la tragedia (protagonizada siempre por héroes) se clausuró con Shakespeare, pero, estemos o no de acuerdo con esta corriente crítica, lo cierto es que Carlyle, en este libro, hizo el mayor intento de su siglo (y tal vez el más exitoso, en Dickens lo vemos) para poner las bases para una nueva tragedia, no tanto recreando o actualizando los motivos trágicos, sino devolviendo a los héroes a la tierra, o, mejor dicho, revistiendo con lo heroico a diversos hombres de la historia y haciendo universales sus motivos, acciones y obras, o haciéndolas historia. Que lo hayamos aprovechado o no, ya es otra cosa que no me siento capaz de juzgar aquí ni en otro lugar, al menos por ahora.

    Muchos son los posibles ejemplos de esto último, pero, por afinidad académica, me referiré a otro autor que también pensaba parecido: Bernard Shaw, ya desde otro siglo y desde otro signo (el fabiano, claro), aseguró en el prólogo a su comedia César y Cleopatra que los héroes antiguos e históricos, por culpa de gente como Carlyle o Mommsen, ya solo podían entenderse de dos formas: como el héroe caballero (el que expone Carlyle en este libro) o como el héroe estadista (el hombre de estado que describió Mommsen en su obra). Creo que, tras haber leído y releído este Sobre los héroes, el tipo de caballero al que se refiere Bernard Shaw no es al gentleman inglés, sino al guerrero inglés (o, digamos, anglosajón).

    De todos modos, hablar de todo esto después de haber pasado por Nietzsche puede parecer estéril. Y, sin embargo, sin Carlyle no habría habido superhombre ni muerte de la tragedia (después de que quien describiera su nacimiento matara la tragedia al matar a Dios y poner a Wagner, otro gran hombre a su manera, en su lugar, aunque solo fuera para un rato).

    De un modo parecido acaba este libro que no habla de tragedia, sino de sus protagonistas, los heroicos grandes hombres, que también acaban cayendo. Cito:

    El asombro de Napoleón es inconcebible. ¡Ah, pero de qué sirve eso ahora! El camino que él había seguido era el suyo, y la Naturaleza había seguido por otro camino. Tras divorciarse de la realidad, tropieza y cae sin remisión en el vacío; no habrá para él salvación. Y cayó como jamás cayó hombre alguno, con su gran corazón roto, y así murió… ¡Pobre Napoleón, instrumento grande, pero que se gastó demasiado pronto para quedar inservible…! ¡Nuestro último grande hombre!

    ¿Puede que algo parecido le pasara a Carlyle? Carlyle escribió y dio formas a las ideas del XVIII desde el XIX, anunciando el XX. Y después de nuestro distópico siglo XX, Carlyle cayó, pero tras su caída no vino ningún otro Carlyle a rescatarlo y convertirlo en un héroe (aunque fuera como hombre de letras), algo que él, por el contrario, sí hizo con Napoleón. Por eso este libro puede parecer un libro olvidado, accidental o a posta, por haber aparecido en los diarios de Goebbels o porque ahora confundamos el culto al héroe con el culto al célebre. El motivo no importa, sino que esta es la tragedia de Carlyle.

    Al preparar esta breve introducción y ya desde el momento en el que supe de la edición de este libro, me dio por pensar la perogrullada de que Carlyle no ha perdurado en sus novelas u obras de ficción, sino en sus ideas. Y por eso este libro, pese a olvidado, nos parece un libro que dice cosas que suenan familiares, incluso poco originales. Si a Carlyle lo consideramos escritor es por sus influencias, porque leemos a sus seguidores, que fueron legión poderosa (con inmortal ramificación estadounidense incluida: no olvidemos la ballena), aunque eso le haya condenado a que a él lo leamos menos.

    ¿Quién se acuerda, si no es por su influencia en Borges o por su parodia de los dandis y de Hegel, del Sartus Resartus? Y, sin embargo, ¡qué libro! No me quejaría si surgieran ahora miles de lectores de debajo de las piedras para afearme la afirmación, pero no creo que ocurra. Tal vez lo que ocurre realmente es que el culto al héroe Thomas Carlyle (el héroe como hombre de letras) es de esos cultos de los que no se habla, que se llevan en silencio, como un misterio no reconocido que, sin embargo, late en todos nosotros.

    Termino con unas palabras sobre esta traducción de Pedro Umbert, que será una vieja conocida para viejos lectores de vista fina, si es que queda alguno, ya que data de 1907 (Henrich y Compañía, Barcelona) y ha conocido varias ediciones en nuestro país. No obstante, ha sido rescatada por Athenaica y actualizada en los giros y los tiempos verbales para que Carlyle, sin perder el aroma decimonónico de sus estilos, el original y el traducido, vuelva a sonarnos reconocible: el juicio y la interpretación de sus palabras ya queda en manos del avezado lector.

    Miguel Cisneros Perales

    Ginebra, 11 de junio de 2017

    EL HÉROE CONSIDERADO COMO DIVINIDAD

    Odín. Paganismo

    Londres, 5 de mayo de 1840

    Nos proponemos la tarea de discurrir acerca de los grandes hombres: su manera de resolver los asuntos de este mundo, de qué modo se formaron en la historia del mismo, qué idea tuvieron de ellos los demás hombres, cuáles fueron las obras que llevaron a cabo. Hablaremos, pues, de los héroes, del papel que les tocó representar y del éxito que obtuvieron, de aquello que denomino culto del héroe, y de lo heroico en los asuntos humanos. La grandeza de este propósito salta a la vista y merece mayor y más concienzudo estudio del que acaso podamos consagrarle, porque el objeto es en verdad grande e ilimitado, inmenso como pueda serlo la historia universal. A mi modo de ver, la historia universal, lo realizado por el hombre, es, en el fondo, la historia de los grandes hombres que habitaron entre nosotros. Modelaron la vida general grandes líderes, ejemplos vivos y creadores en vasto sentido de cuanto la masa humana procuró alcanzar o llevar a cabo: todo lo que cumplido vemos y atrae nuestra atención es el resultado material y externo, la realización práctica y corpórea del pensamiento de los grandes hombres que vinieron al mundo. Su historia, para decirlo claro, es el alma de la historia del mundo entero. ¡Y yo no estoy seguro de poder tratar aquí semejante asunto con la debida justicia!

    Me consuela pensar que la compañía de los grandes hombres, considerados como se quiera, siempre es provechosa. No es posible tratar de un gran hombre, aunque lo hagamos de un modo imperfecto, sin que de ello se beneficie nuestra alma. Un gran hombre es foco de vívida luz, manantial en cuya margen nos extasiamos, claridad que disipa las sombras del mundo, no a modo de lámpara refulgente sino como luminaria natural, resplandeciendo como don celeste; es una cascada fúlgida abundante en íntima y nativa originalidad, hombría y heroica nobleza, a cuyo contacto no hay alma que deje de sentirse en su elemento. Sea como fuere, seguro estoy de que no vacilaréis en acompañarme por breve rato con tan noble compañía. Escogidos en las más apartadas épocas y regiones, difiriendo por completo en sus formas externas, trataremos de seis clases de héroes, y si los consideramos fielmente, esclarecerán muchos puntos de gran interés para nosotros. De examinarlos como corresponde, es indudable que penetraremos hasta la propia esencia de la historia del mundo. ¡Qué dicha la mía si lograse explicar en estos tiempos que corren la recta significación del heroísmo; la relación divina —bien puedo llamarla así— que siempre ha unido a todo gran hombre con otros hombres; y así, de esta suerte, no agotar, sino ir más allá de la superficie del tema! Aventúrame, pues, y manos a la obra.

    Se dice, y creo que está siempre bien dicho, que la religión de un hombre es el hecho de más importancia que de él pueda decirse. Y lo que se dice de un hombre, cabe decirlo de una nación de hombres. No quiero por religión dar a entender el credo eclesiástico que profese ni lo que él considere artículos de fe, sosteniéndolos con hechos o palabras; no es esto precisamente, ni en muchos casos guarda con ello relación ninguna. Observamos a muchos hombres de todo género de creencias alcanzar prestigio o desprestigio bajo la forma de todas o de cualquiera de ellas. A esto no le llamo yo religión, no lo es para mí semejante profesión o aserto, ni es frecuentemente otra cosa que el aserto y profesión de lo exterior del hombre, de su parte argumentativa, si a tanto llega. Pero lo que un hombre cree prácticamente (y a menudo aun sin declarárselo a sí mismo, ni mucho menos a los demás), lo que siente de corazón y tiene por concerniente a sus relaciones vitales con los misterios del universo, y su deber o destino en él, eso es para él siempre lo primordial y lo que determina fundamentalmente todo lo demás. Esta es la religión de ese hombre, o acaso su mero escepticismo y no religión: la manera en que él se siente espiritualmente ligado al mundo invisible, o a lo que no es mundo. Y ahora digo: si sabéis explicarme lo que esto significa, me revelaréis de un modo bastante considerable lo que es el hombre y qué clase de cosas hará. Así, lo primero que preguntaré, de un hombre o de una nación, es qué religión profesaron: ¿fue paganismo: politeísmo, mera representación sensual del misterio de la vida, y como espíritu evidente del mismo la fuerza de la materia? ¿Acaso fue cristianismo, la creencia en un invisible, no solamente como ser real, sino como la realidad única; el tiempo con su cortejo de instantes descansando en la eternidad; el idólatra imperio de la fuerza suplantado por la más noble supremacía de la santidad? ¿Fue escepticismo, incertidumbre y dudas sobre la existencia de un mundo invisible, de si existía algún misterio en la vida, o si tan solo el absurdo, o acaso la incredulidad y por remate la negación categórica? La respuesta a estas preguntas nos dará la clave de la historia del hombre o de la nación. Los pensamientos surgidos en su mente dieron origen a las acciones por ellos realizadas, sus sentimientos fueron los padres de sus ideas: lo espiritual e invisible determinó en ellos lo presente y lo externo, y su mayor verdad, como digo, fue su religión. Concretándonos a los límites que nos hemos propuesto en estas conferencias, será lo mejor tratar tan solo de la fase religiosa de la cuestión, conocida la cual, lo conoceremos todo. Y hemos escogido como primer héroe de nuestra serie a Odín, figura principal de la mitología pagana escandinava, emblema para nosotros de un importantísimo orden de cosas. Contemplemos breves momentos a ese héroe como divinidad, la primordial, la más antigua forma del heroísmo.

    La extraña forma de aquel paganismo es casi inconcebible para nosotros en esta época. ¡Un inextricable laberinto de falsedades e ideas confusas, delirantes y absurdas, que abarca todo el ancho campo de la vida! Esto nos llena de asombro cuando no de incredulidad, porque en verdad no es fácil imaginar que hombre alguno dotado de sano juicio pudiera jamás creer y vivir serenamente en medio de tan extravagantes doctrinas. Que hayan existido hombres capaces de adorar a uno de sus semejantes como a Dios mismo, y no solo a un semejante suyo, sino a un leño, a una piedra, a toda clase de objetos, animados e inanimados, y que de semejante caos de alucinaciones entresacasen, para satisfacción propia, una teoría del universo, todo esto nos parece hoy increíble fábula, y, sin embargo, que el hecho tuvo lugar, no puede ser más claro y evidente. En este laberinto de insensateces e idolatrías se agitaron hombres como nosotros, y, aunque pueda parecernos extraño, vivieron contentos y satisfechos entre semejantes irreverencias. Detengámonos con silenciosa tristeza ante los abismos y tinieblas que se hallan en el hombre, tal y como nos regocijamos desde las alturas al contemplar más espléndidos horizontes creados también por él: todo esto encontraremos en el hombre, en todos los hombres, en nosotros mismos.

    Algunos pensadores resuelven de plano cuanto se refiere a las religiones paganas, y no vacilan en calificarlas de charlatanería, brujería y embustes; y dicen que ningún hombre cuerdo creyó estas ideas, ¡sino que tan solo les servían para dominar y extraviar la credulidad de otros hombres que no merecían considerarse cuerdos! Deber nuestro será protestar con frecuencia contra estas hipótesis relativas a los hechos e historia del hombre, y, por lo que a nosotros toca, desde ahora elevamos nuestra protesta contra estas suposiciones referentes al paganismo y a todos los ismos a través de los cuales se esforzó el hombre por abrirse paso en este mundo. En todos ellos hubo una verdad; de no ser así, nunca los hubiera sostenido el hombre. Cierto que la impostura y la charlatanería abundan de un modo lamentable, sobre todo en las religiones, y en grado temible hasta lo superlativo en aquellas que alcanzaron las últimas fases de su decadencia; pero nunca el charlatanismo pudo influir en la generación de tal estado de cosas, ni pudo robustecerlas ni darles vida; al contrario, más bien fue su enfermedad y el precursor de su muerte. No lo olvidemos: la hipótesis del charlatanismo engendrando la fe, aun suponiendo que pudiese lograrlo entre los salvajes, es, como teoría, la más desdichada que conozco. Jamás la impostura ni el charlatanismo dieron vida a nada, sino que llevaron muerte a todo. Nunca alcanzaremos verdadero conocimiento de las cosas del mundo si nos quedamos solo con el charlatanismo, si no lo abandonamos de una vez para siempre, como si fueran enfermedades y corrupciones, porque es nuestro deber y el deber de todos los hombres acabar con ellas, arrojarlas de nuestra mente y de nuestras costumbres. Por naturaleza el hombre es enemigo de la mentira. Hasta en el Gran Lamismo observo yo algún tipo de verdad; léase, si no, la relación sincera y perspicaz, aunque algo escéptica, que de su embajada a aquel país hace Mr. Turner, y júzguese en consecuencia. Aquellas pobres gentes del Tíbet creen que la Providencia envía siempre a cada generación una encarnación de sí misma. ¡En el fondo, esto viene a ser como una creencia en una especie de Papa! Aún mejor: una creencia de que existe un hombre superlativo; de que a ese hombre es posible encontrarlo, y que, una vez descubierto, se le debe ilimitada obediencia. Esta es la verdad del Gran Lamismo; no hay otro error sino el de pensar que pueda descubrirse a aquel hombre superlativo. Los sacerdotes tibetanos tienen sus propios medios de averiguar cuál será ese hombre eminente, capaz de aventajar a todos los demás. Malos métodos, pero ¿acaso son peores que nuestro método: el de juzgarle siempre el primogénito de cierta genealogía? ¡Ay, es muy difícil hallar buenos métodos para determinadas cosas…! Comenzaremos a comprender la religión pagana cuando nos hagamos cargo de que para sus devotos hubo tiempo en que fue seria y formalmente verdadera. Puede admitirse sin ningún género de duda que existieron creyentes en el paganismo, hombres de recto criterio y común sentido, hombres como nosotros; y admitamos también que, en su lugar, habríamos nosotros creído lo mismo. Preguntémonos ahora: ¿cómo habría sido el paganismo?

    Otra teoría más respetable atribuye estas cosas a la alegoría. Fue un juego de mentes poéticas —dicen sus autores—, un croquis borroso, una alegoría artificiosa, personificación y forma visible de lo que aquellos espíritus poéticos conocieron y sintieron del universo, lo cual concuerda, en sentir de los teorizantes, con una ley primaria de la humana naturaleza, existente aún en todas partes, aunque en cosas menos importantes: que lo que un hombre siente dentro de sí mismo de un modo intenso no sosiega hasta que este lo arroja fuera de sí por medio de la palabra, representándolo en forma visible y natural, como si le concediese vida y realidad histórica. Ahora bien: es indudable que existe semejante ley, y que es una de las más profundamente arraigadas en la naturaleza humana, y que es positivo también que esa ley influyera fundamentalmente en tales asuntos. La hipótesis que atribuye el paganismo, ya en todo o en gran parte, a este agente, la juzgo algo más respetable, pero no me es posible calificarla todavía como la verdadera hipótesis. ¡Piensen ahora si nos convendría tomar por norte de nuestra vida una alegoría o un juego poético! No requeriríamos juego sino seriedad. Es algo muy serio vivir en este mundo, y no es cosa de juego el morir. Jamás tomó a broma el hombre la vida. La vida siempre fue para el hombre un asunto muy serio y estar vivo, en general, una realidad durísima.

    Creo, por tanto, que aquellos teóricos de la alegoría están camino de la verdad, pero no la han alcanzado todavía. La religión pagana es, indudablemente, una alegoría, un símbolo de cuanto los hombres sintieron y conocieron respecto al universo. Y todas las religiones son símbolos de aquello y cambian conforme cambian los sentimientos y conocimientos del hombre; y opino, por tanto, que es una perversión y hasta una inversión de los términos poner de frente como origen y causa motora lo que en rigor no es sino resultado y término. Nunca experimentó el hombre imperiosa necesidad de crear bellas alegorías o perfectos símbolos poéticos, pero sí lo que debía creer y conocer relativo a ese universo, qué rumbos había de emprender, qué había de temer o esperar, y hacer o dejar de hacer en la misteriosa peregrinación de la existencia. El Pilgrim’s progress es una alegoría hermosa, seria, justa; pero júzguese si la alegoría de Bunyan¹ pudo preceder en modo alguno a la fe que simboliza. Esta fe tenía que existir ya allí, creyéndola todo el mundo para que la alegoría pudiera entonces convertirse en su sombra, y, pese a su importancia y seriedad, podemos llamar a esta sombra fugaz entretenimiento de la mente, en vez del Hecho solemne y certeza científica que poéticamente trata de simbolizar. Producto, no productora de la certidumbre fue siempre la alegoría, y esto, no ya solo refiriéndonos a Bunyan, sino en todos los casos. Por tanto, respecto al paganismo, aún tenemos que preguntarnos: ¿de dónde surgió esta certidumbre científica, causante verdadera de ese inextricable cúmulo de alegorías, errores y confusiones, qué fue, cómo fue?

    Fenómeno tan embrollado sería pueril y aun temerario pretender «explicarlo» en este lugar o en cualquier otro lugar: oscuro, como todo lo pagano, asemeja más bien un espejismo que verdadero terreno firme. Actualmente no es ya realidad para nosotros, aunque sí lo fue. Debemos entender que este aparente espejismo alguna vez fue real, y que no lo engendró ningún sueño poético, y menos aún el engaño y la impostura. Los hombres nunca creyeron en vanos cantares ni aventuraron jamás la vida de su alma a cambio de alegorías. En todos tiempos, y especialmente en los primitivos y en los difíciles, poseyeron natural instinto para desenmascarar mentiras y detestarlas. Veamos si dejando a un lado ambas teorías, la del embuste y la de la alegoría, y escuchando con verdadera atención el confuso y lejano rumor de los tiempos de las religiones paganas, podemos adquirir, cuando menos, la certeza de que en lo íntimo de todas ellas hubo algún tipo de realidad, que en ellas no existió mentira ni distracción voluntarias, sino que, habida cuenta de su pobre condición, fueron a su manera genuinamente verdaderas y racionales.

    Recordad el cuento de Platón sobre un hombre que hasta la edad madura se crio en oscura caverna, y a quien repentinamente sacaron al aire libre para que contemplase el nacimiento del sol. ¡Qué admiración, qué asombro, qué arrobamiento el suyo al contemplar lo que nosotros presenciamos indiferentemente todos los días! Con la espontaneidad del niño y la grave reflexión del hombre, su corazón se enardecería ante aquella vista, que consideraría divina, y su espíritu se prosternaría a adorarle como a una deidad. Esa infantil grandeza debió de ser la de los pueblos primitivos. El primer pensador gentil entre los pueblos incultos, el primer hombre que comenzó a pensar, fue precisamente el hombre-niño de Platón, franco, con la sencillez de la infancia, pero con la inteligencia y el vigor del adulto. Ignoraba aún el nombre de la naturaleza; no había todavía comprendido por la virtud de su nombre la inmensa variedad de perspectivas, rumores, sonidos, movimientos y formas que colectivamente apellidamos naturaleza, universo, infinito. Así, para el hombre primitivo, mezcla de rudeza y sentimiento, todo era nuevo, sin velos de fórmulas ni de nombres. Irradiando en todo su esplendor, hermosa, inexplicable, solemne, la naturaleza era para aquel hombre lo que siempre fue para el pensador y el profeta: algo sobrenatural y ajeno al orden común de las cosas. La floreciente tierra, sobre base de granito; los montes, los árboles, los ríos, las cascadas, la voz sonora de los torrentes y el profundo acento de los dilatados y revueltos mares; la inmensidad azul flotante sobre nuestras cabezas; los vientos que la recorren, ya con la apacibilidad del céfiro, ya con la incontrastable furia del aquilón; la negra nube que se forma y condensa en sí misma para arrojar fuego, granizo, lluvia, ¿qué es? Ay, ¿qué es? Aún no lo sabemos; y jamás lo sabremos a ciencia cierta. No seremos capaces de sortear la dificultad gracias a nuestra superior inteligencia, sino por nuestra superior ligereza, nuestra falta de atención y nuestro anhelo de saber. Es al no pensar cuando dejamos de maravillarnos por ello. Alrededor de nosotros, recubriendo cada noción nuestra, se endurece un revoltijo de tradiciones, rumores, meras palabras. Llamamos «electricidad» al fuego de la negra nube que genera el trueno, y discurrimos erudita y científicamente acerca de ello, y aun procuramos producir el mismo efecto echando mano del cristal y de la seda; pero ¿qué es eso? ¿Qué cosa lo produjo? ¿Cuál es su procedencia? ¿Adónde se dirige? La ciencia ha trabajado mucho en favor nuestro; pero es muy mezquina la que pretendiese ocultarnos la grande, la profunda y sagrada infinidad de la Nesciencia, donde nunca lograremos penetrar donde la ciencia, a manera de leve telilla, flota superficialmente. Con todas nuestras ciencias, el mundo continúa siendo un milagro inescrutable, mágico, maravilloso, y, para quien quiera meditar en ello, un arcano formidable.

    Ese grande arcano del TIEMPO, aunque otro no hubiese; esa cosa ilimitada, silenciosa, infatigable, que denominamos tiempo, rodando, lanzándose rápido, callado como las mareas de los océanos que avanzan abarcándolo todo y sobre las cuales nosotros y el universo entero flotamos como exhalaciones, como apariciones fugaces dotadas de un breve instante de vida: esto será siempre un milagro capaz de sellar nuestros labios, llenándonos de terror. ¿Qué conocimiento podía tener de ese universo el hombre primitivo? ¿Y qué sabemos nosotros de él actualmente? Sabemos solo que es una fuerza, un complejo conjunto de fuerzas multiplicadas hasta lo infinito, una fuerza que no reside en nosotros. Fuerza, por todas partes fuerza, y, en el centro de todo, nosotros mismos, fuerza misteriosa también. «La hoja caída, pudriéndose en el polvo, ¿quién la destruye sino la fuerza aniquiladora?». Para el pensador ateo, dado que semejante pensador pueda existir, necesariamente debe de ser esto uno de los más estupendos milagros. Este inconmensurable torbellino de fuerzas dentro del cual nos agitamos, torbellino constante, antiguo como la eternidad e insondable como la inmensidad, ¿qué es? Para los pueblos religiosos, la Creación, ¡la obra de un Dios Todopoderoso! La ciencia del ateo nos ofrece en ininteligible jerga sus nomenclaturas y experiencias científicas, cual si se tratase de un cuerpo muerto o de cosa más insignificante todavía, capaz de llenar con ella frascos de Leyden para expenderlos en las droguerías; pero el sentido natural del hombre, al hacer uso de él concienzudamente, lo proclama cuerpo viviente, divino e inexplicable, ante cuya presencia, nuestra actitud más propia, incluso después de tanto saber y de tantos descubrimientos, es la de prosternarse con devoción profunda, humillando el espíritu, y, mejor que con palabras, silenciosamente rendirle culto.

    Pero ahora vayamos más allá: el Poeta o el Profeta en los tiempos que corremos necesita enseñarnos el modo de desechar, de despojarnos de todas esas envolturas irreverentes, de esas nomenclaturas y científicas vulgaridades; esto lo hizo por sí misma el alma antigua, no contaminada por semejante fárrago. El mundo, divino hoy solamente para los escasos hombres dignos de contemplarlo, era divino entonces para cuantos querían volver hacia él los ojos, mirarle cara a cara y alta la frente. «Todo era Dios o semejante a Dios»: así lo cree todavía Jean Paul, ese coloso capaz de sortear estas vulgaridades, aunque no las hubiera entonces. Canope, alumbrando el desierto con los destellos azuleodiamantinos de su disco (aquel singular resplandor azulado, semejante a un espíritu, mucho más refulgente de lo que nunca podremos presenciar aquí nosotros), penetró seguramente en el corazón del errante ismaelita, a quien guiaba a través del árido desierto. Para su alma salvaje, pletórica de sentimientos e incapaz de expresarlos, la estrella Canope debió de parecerle un ojo misterioso que le observaba desde las insondables profundidades de la eternidad, revelándose con particular predilección el secreto de sus esplendores. ¿Comprenderemos ahora cómo aquellos hombres rindieron culto a Canope y llegaron a ser lo que llamamos sabeos, adoradores de los astros? Este es, a mi entender, el secreto de todas las formas del

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