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Veintidós años en el desierto: Mis memorias y tres expediciones al interior del Sáhara
Veintidós años en el desierto: Mis memorias y tres expediciones al interior del Sáhara
Veintidós años en el desierto: Mis memorias y tres expediciones al interior del Sáhara
Libro electrónico519 páginas6 horas

Veintidós años en el desierto: Mis memorias y tres expediciones al interior del Sáhara

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A principios de siglo XX España y Francia acordaron sus respectivas zonas de influencia en África occidental, correspondiendo a la primera un gran bocado del Sáhara en cuya península de Río de Oro se había establecido en 1884. Sin embargo, la penetración efectiva fue muy lenta por la tenaz oposición de la población local, de religión islámica, a aceptar la presencia de forasteros, especialmente si estos eran infieles. Con la dramática experiencia de las guerras coloniales todavía reciente, el gobierno de Madrid fue muy renuente a emprender nuevas conquistas y sólo aceptó extender su soberanía en la nueva colonia siempre que ello no comportara riesgos. En este objetivo fue clave la figura de Francisco Bens Argandoña, un militar cubano español que fue enviado al Sáhara occidental como gobernador en 1904 y permaneció allí 22 años, logrando con habilidad suprema, y sin medios económicos ni militares, moverse con soltura por el interior del desierto y ocupar sin derramamiento de sangre Cabo Jubi y La Güera, no pudiéndolo hacer sin embargo en Ifni por causas ajenas a su voluntad. De regreso de su aventura africana y poco antes de morir, redactó unas memorias que reproducimos en el presente volumen, así como los relatos de sus primeros viajes por el desierto. Todo ello se completa con una detallada semblanza biográfica de este fascinante personaje que ha sido calificado como el Lawrence de Arabia español, bien que en su caso pacífico, lo que hace de Bens un colonizador absolutamente excepcional.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 dic 2016
ISBN9788416770403
Veintidós años en el desierto: Mis memorias y tres expediciones al interior del Sáhara

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    Veintidós años en el desierto - Francisco Bens Argandoña

    Bens, el cubano que hizo español el Sáhara

    Introducción

    Hay personajes a los que se podría calificar como de leyenda, si no se supiera que fueron de carne y hueso. Uno de ellos es, sin duda, Francisco Bens Argandoña, el colonizador por excelencia del Sáhara español. De haber sido francés, inglés o norteamericano, hubiera encontrado algún director cinematográfico dispuesto a elevarlo al estrellato de la fama mitificándolo con la correspondiente película. Pero era cubano o, más exactamente, cubano español. Claro que la suya no habría resultado, como en otros casos de conquistadores y colonizadores, un película épica, con valientes soldados europeos luchando a brazo partido contra los salvajes e incivilizados pueblos que se resisten a aceptar la benéfica presencia foránea, porque pese a su condición militar, no fue ese el talante de nuestro personaje. Acaso hubiera sido más adecuado encajarlo en un filme de viajes y aventuras, algo que practicó con holgura durante más de dos décadas en la zona occidental del gran desierto africano que en el reparto colonial le correspondió a España.

    La singularidad y la excepcionalidad de Bens no radica pues en su condición de colonizador, sino en la forma en que desarrolló su tarea. Porque a diferencia de casi todos los demás, que conquistaron territorios a uña de caballo y golpe de cuchillo o disparo de arma de fuego, este militar de origen antillano lo hizo sin armas, ni soldados y casi sin dinero. En todo caso, sin violencia, aunque en alguna ocasión muy puntual y justificada pudo hacer uso del guantazo (ojo, exclusivamente del guantazo, sin necesidad de disparar nunca un tiro) como herramienta pedagógica, porque Bens no fue un misionero, sino un hombre destinado a gobernar y es bien sabido que el desempeño de la autoridad exige a veces un uso lo más moderado posible de la fuerza.

    ¿Fue entones lo suyo algo parecido a un milagro? En absoluto. Lo que ocurrió es que este hombre, que había pasado su juventud jugándose la vida en una guerra colonial, fue capaz de entender, cuando llegó al destino donde había de hacer efectiva la soberanía del Gobierno al que representaba sobre un territorio que tendría, tras sucesivas ampliaciones, más de 300.000 kilómetros cuadrados de extensión, que con los mimbres de que disponía no le quedaba más remedio que cambiar copernicanamente de estrategia y, olvidando el uso de las armas, que le era familiar, poner en juego otras virtudes que él curiosamente poseía en grado muy acusado, cuales eran la capacidad de convicción, el ejemplo, la honestidad, la compenetración con la sicología, costumbres y necesidades de sus administrados, la prudente audacia, la sabia y discreta distribución de dádivas, forzosamente modestas habida cuenta de los parvos medios disponibles y, por qué no decirlo, también la astucia. Todo lo cual lleva al profesor Francesco Correale a calificarle como «una especie de anti Lyautey o, si se prefiere, anti Gouraud»¹ por su preferencia por la «política de pilón de azúcar»², es decir, por la del obsequio que se entrega sin humillar, en vez de la del dominio militar.

    La obra literaria de Bens

    «Yo estoy más familiarizado con la espada que con la pluma»³ dice modestamente Bens en las primeras páginas de sus memorias. Y aunque es evidente que un militar profesional como él supo acreditar tanto en Cuba, como en la metrópoli, su valor y su destreza en el manejo de las armas, también es cierto que demostró que sabía desenvolverse con soltura en el uso de la palabra, tanto oral, como escrita. A los numerosos informes y documentos oficiales que por sus responsabilidades políticas, administrativas y militares hubo de redactar, hay que añadir tres textos que conocieron su publicación y que son los que deseamos dar a conocer al lector contemporáneo.

    El más conocido de ellos —si no el único— fue el de sus memorias, escritas y publicadas cuando ya era octogenario —hito que en los años cuarenta del siglo veinte era un privilegio alcanzado muy excepcionalmente por los varones españoles— y dos años antes de su fallecimiento. Explica que

    durante la maldita revolución marxista mis familiares entregaron al fuego todo mi archivo, compuesto de papeles, libros, folletos, fotografías, nombres, apuntes y notas que yo fui tomando en los veintidós años de mando superior en aquellos territorios. La guerra se llevó aquellos papeles míos a los que la mano del tiempo había dado color de ictericia. Toda mi vida —con sus horas ilusionadas y tristes, con sus alegrías, sus esperanzas, sus momentos felices o de decaimiento— estaba allí en aquel montón de viejos y arrugados papeles y cartulinas que se llevó el vendaval de la revolución⁴.

    Pese a que Bens conservaba en su ancianidad una memoria lúcida, no es de extrañar que el resultado de ese texto no fuese todo lo rico que cabría esperar de un hombre de tan dilatados servicios en África occidental. De ahí que, sin perjuicio del interés intrínseco de su contenido, el resultado global se resintiese del hecho de no haber podido consultar la documentación que había acumulado a lo largo de tantos años.

    Ello le lleva a acudir con frecuencia a incorporar citas de otros autores excesivamente largas, como las que hace de las obras de Manuel Mulero Clemente, Federico García Sanchiz —¡sólo las de este autor ocupan 20 páginas en un libro de algo más de 200!—, Enrique Arrojas —18 páginas— o Tomás García Figueras —otras nueve—. Reproduce incluso el acta de una sesión celebrada por la Junta Consultiva de las posesiones de África occidental (diez páginas más). El uso de tan generosas referencias ajenas implica que las fuentes secundarias suplan con su inferior valor y por delegación expresa del protagonista, a las primarias, que son las fundamentales.

    Quizá lo más interesante de las memorias sean los apuntes y observaciones que hace a vuelapluma en torno a la sicología, valores morales y sociales y perfiles de los saharauis. Viajero impenitente por un desierto en el que se rechazaba violentamente la intromisión de extraños, particularmente si se sospechaba que eran infieles, viajó en compañía de los naturales sin más impedimenta que su propia vestimenta con el fin de no levantar recelos y suspicacias, y se desplazó, comió y durmió sin prejuicio alguno con los propios saharauis, que le consideraban, desde una actitud de confiado respeto, como uno más de ellos, pese a que nunca tuvo intención de travestirse y siempre fungió como lo que era, un representante del Gobierno español y un oficial de su Ejército.

    Pero curiosamente son muy vagos los recuerdos que trae a colación en estas memorias de tales viajes que sabemos —por los otros dos folletos que analizamos seguidamente y por la documentación que hemos podido manejar—, empezaron muy pronto después de su llegada a Río de Oro y fueron numerosos y dirigidos a zonas distintas y distantes del desierto.

    Se da, además, la circunstancia, de que Bens se olvida, en lo que debió de ser una redacción apresurada de estas memorias, de dar algunos datos que pueden ser interesantes. Así, por ejemplo, explicar si aprendió a hablar en hasanía, la variedad local del árabe que es el idioma propio de los saharauis. En ningún momento desvela lo que parece, por el contexto, una herramienta de uso común en sus relaciones con los nativos que le permitió establecer con ellos un contacto directo, captar los entresijos de sus cabildeos y conversaciones e intervenir en sus cuitas y pendencias sin la necesidad ineludible de utilizar intermediarios, si bien, sobre todo al principio de su gestión, usó de los buenos oficios de un tal Abdelazis o, sobre todo, de su fiel asistente, traductor y amigo, Laseny. La fluidez de las conversaciones que mantuvo con notables, mujeres y jóvenes excluye, no obstante, la utilización de tales intermediarios y permiten colegir que Bens acaso logró con el tiempo un dominio fluido del idioma local.

    Muy diferente al de las memorias es el valor que atribuimos a dos folletos prácticamente desconocidos que fueron publicados a principios del siglo XX y en los primeros años de la gobernaduría de Bens, en los que éste relata pormenorizadamente el resultado de algunas de sus primeras incursiones por el interior del desierto. Tales folletos⁵, que rescatamos para el lector interesado en esta edición, merecen a nuestro modesto entender el máximo interés pues fueron redactados en los días o semanas inmediatamente posteriores a los hechos que se relatan y contienen abundantes y explícitos datos geográficos, paisajísticos, ambientales y humanos.

    Recuerdos que entonces, con esa prodigiosa memoria que en buena medida conservó hasta los 80 años, estaban muy frescos y le permitieron, sin apoyo escrito alguno, traer a colación los topónimos de sus itinerarios seguidos y el santo y seña de los personajes que fueron sus anfitriones, compañeros de viaje o coincidentes ocasionales. Se manifiesta, además, con una gran sinceridad y cuando cree que no ha alcanzado los objetivos que pretendía, lo reconoce sin ambages. Todo ello hace que estos dos textos sí sean fuentes primarias de excepcional valor para entender cómo fue posible llevar a cabo la esforzada, diaria y diplomática labor de Bens en un territorio que, hasta su llegada, había estado prácticamente vedado a los europeos en general, incluidos los españoles, y en el que, excepción hecha de los pioneros —Quiroga, Cervera y Rizzo por el sur y Álvarez Pérez, por el norte—, o de aventureros afortunados, como Camile Douls, nadie había osado penetrar.

    Una aproximación al personaje

    Es muy posible que para el lector de nuestro tiempo resulte difícil comprender cabalmente todo lo que Bens explica en sus textos sin una introducción previa que le ponga en la pista sobre quién fue su autor. De ahí que en esta reedición vayan precedidos de una semblanza que recoge los principales aspectos y peripecias de su experiencia vital. En su elaboración hemos trabajado, por supuesto, con los propios textos de Bens: los publicados en su día y que damos a conocer de nuevo, y los que se conservan en el Archivo General de la Administración o en la Biblioteca Nacional. Eso sí, temimos no poder enriquecer la imagen, inevitablemente fría, que nos daban los documentos, con algún tipo de aproximación humana al personaje. La empresa era harto difícil por el tiempo transcurrido. La familia cubana se desperdigó, Bens falleció en 1949 y la única hija, habida en su segundo matrimonio, en 2008. Pudimos saber que esta última había tenido descendencia, pero, como es natural, en tal caso el apellido Bens había pasado a la nueva generación en segundo lugar y era por consiguiente difícil de seguir la pista de su progenie.

    Vino en nuestra ayuda un buen amigo, Javier Perote que, por lo que nos comentó, había conocido a Engracia Bens González, hija única del segundo matrimonio de nuestro personaje, antes de su fallecimiento, pero ignoraba qué se había hecho de las hijas que ésta tuvo. Conocía, sin embargo, el apellido del marido de aquella y este dato fue la clave que nos permitió encontrar a María Garrido Bens, la mayor de las tres nietas que fue, además, la encargada de recoger la casa de su madre tras su fallecimiento.

    La conversación con María, los materiales que conservaba, sobre todo gráficos, e incluso los lejanos recuerdos de su infancia cuando, siendo muy niña, todavía pudo conocer y tratar a su abuelo, han permitido dotar a esta semblanza biográfica del siempre necesario color y calor humano.

    Por todo ello, queremos expresar tanto a María Garrido Bens como a Javier Perote, nuestro reconocimiento por su generosidad, así como también al personal del AGA de Alcalá de Henares, del Archivo Militar de Segovia y de la Biblioteca Nacional de España, nuestro más profundo agradecimiento por su diligente apoyo a nuestro trabajo.

    La presencia española en el Sáhara Occidental

    A pesar de su cercanía histórica con el viejo mundo, el continente africano fue el último de todos en ser conocido en profundidad. Ciertamente hubo viajeros intrépidos que trataron de penetrar en sus secretos más recónditos, algunos de ellos, por cierto, españoles, como Juan León Africano y Luis de Mármol en el siglo XVI, Pedro Páez en el XVII, Domingo Badía Lablich, más conocido como Ali Bey el Abassí, en la bisagra entre el XVIII y XIX, o José María de Murga, el «Moro vizcaíno», Joaquín Gatell, «Caid Ismail» y Cristóbal Benítez en este último siglo que fue, además, cuando los países europeos empezaron a interesarse efectivamente por su gran vecino meridional.

    Un autor contemporáneo, Rodríguez Esteban, considera que se produjeron varias circunstancias que transformaron la vida europea durante el siglo XIX: el elevado incremento de población, las revoluciones habidas en las formas y medios de producción y en las estructuras del transporte, sobre todo en la navegación marítima y la abundancia de capitales⁶. A todo ello habría que sumar «la asunción de unos postulados nacionalistas donde el ideal del beneficio nacional termina asociándose a un proceso de proteccionismo económico», de tal modo que «las rivalidades y competencias entre países por el control de la expansión económica, singularmente la comercial, dio paso a la lucha por el control político y la ocupación territorial» lo que generó «una espiral diplomática, de ocupación y finalmente bélica que sin apenas solución de continuidad irá transformando las ideas y planteamientos iniciales del proceso con el que se abordó en la década de 1870 la expansión colonial europea»⁷.

    El africanismo español

    Estas condiciones favorecieron el surgimiento de un movimiento africanista que tuvo su medio de expresión a través de las sociedades geográficas que surgieron en diversos países de Europa y España. La primera fue la Société de Géographie de Paris (1821) mientras que las Sociedades Geográficas de Berlín y Londres se fundaron, respectivamente, en 1828 y 1830. En las décadas siguientes se crearon una treintena de este tipo de corporaciones, aunque no es hasta el periodo comprendido entre 1870 y 1890 cuando se asiste a una extraordinaria proliferación de las mismas con la creación de alrededor de cien entidades.

    El eco tardó en llegar a España alrededor de medio siglo, puesto que la Sociedad Geográfica Española no se fundó sino en 1876 como consecuencia directa de otro hecho exterior, la celebración en París, el año anterior, del II Congreso Internacional de Geografía, en el que participaron diversas sociedades geográficas europeas, así como un único español a título individual, Francisco Coello. Imbuido éste del inflamado espíritu que habría respirado en la capital francesa, promovió a su regreso la creación de la citada sociedad. Ese mismo año de 1876 y por iniciativa de Leopoldo II, nació en Bélgica la Asociación para la Exploración de África.

    Tal ambiente propició la convocatoria del Congreso de Geografía Colonial y Mercantil en Madrid, del 6 al 10 de noviembre de 1883. Aunque el eje central de las intervenciones giró en torno a Marruecos, se enviaron cartas a personalidades de la nobleza titulada y gente principal pidiéndoles ayuda económica para financiar expediciones científicas a Guinea y al Sáhara, la mayoría de las cuales quedaron sin respuesta, otras recibieron contestaciones evasivas y muy pocas obtuvieron apoyos efectivos. Pese a ello, se recaudaron 37.017,50 pesetas, de las que 7.500 se separaron para una expedición al Sáhara y el resto se dedicó a la de Guinea⁸. Cánovas del Castillo, ferviente africanista en su juventud, había ido atemperando su entusiasmo a medida que asumió responsabilidades de Gobierno y cuando pronunció, siendo presidente del Consejo de Ministros, la conferencia de clausura del congreso, intentó disuadir a los participantes de quimeras inalcanzables:

    Desconfiad de los optimismos —dijo—… desconfiad, por tanto, de que vuestras empresas —cuando sean remotas y largas— las ejecutaréis siempre en paz; desconfiad así de toda extensión de territorio, por mucho cariño que tengáis a ella, si no estáis a toda hora dispuestos y no poseéis medios bastantes para garantirla [sic] con la espada; desconfiad, en suma, de expansiones excesivas y muy principalmente de conquistas coloniales que os hayan de costar más de lo que valen en sí o que, sobre todo, estén, valgan o no, por encima de vuestros medios actuales⁹.

    Y cuando se celebró un banquete organizado por los africanistas en homenaje a Iradier, Montes de Oca y Jiménez, Cánovas, que habló asimismo al final, subrayó que toda expansión debe corresponder en todo caso no sólo al gobierno, sino también a la industria y al comercio. «Todo el mundo sabe —dijo en unas declaraciones efectuadas por Cánovas a Le Figaro en 1883— que soy enemigo declarado de toda injerencia de España en las aventuras exteriores, bastante tiene con sus dificultades interiores.»¹⁰. Surgió entonces lo que se ha conocido como la «política de recogimiento», término que, curiosamente, el presidente del Consejo no utilizó nunca, puesto que prefirió hablar de «política de neutralidad», de «abstención», de «prudencia» o de «silencio»¹¹ y que se tradujo en que, mientras gobernó, se abstuviese de promover directamente cualquier iniciativa expansionista que comprometiera internacionalmente al Estado, lo que no impidió que siguiera vinculado formalmente a la actividad de la Sociedad Geográfica y, dentro de unos parámetros de actuación guiados por la mayor prudencia, hiciese saber que, en el caso de producirse iniciativas particulares que se materializaran en ocupaciones efectivas, las apoyaría.

    Estas manifestaciones de prudencia y pragmatismo no enfriaron los ánimos que volvieron a manifestarle en la reunión celebrada en el Círculo Mercantil de Madrid el 10 de noviembre de 1883 con objeto de adoptar «un plan para proceder inmediatamente a la fundación de factorías mercantiles y estaciones civilizadoras en las regiones del planeta más favorables a nuestra nación y emprender exploraciones científicas en algunas de ellas»¹². Se decidió llevar adelante dicho plan, pero sin hacerlo público para no asustar a las demás potencias europeas y de este modo el 26 de diciembre de 1883 nació una nueva entidad, la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas que será, en definitiva, el organismo de gestión de la Sociedad Geográfica Española¹³.

    Ambiente tan entusiasta favoreció la celebración el 30 de marzo de 1884 de un mitin africanista en el teatro de la Alhambra de Madrid.

    La conferencia de Berlín

    En esa misma década de la que estamos hablando Gran Bretaña se encontraba asentada ya en Egipto, penetrado en Sudán y luchaba contra los boers holandeses en el África austral; Francia había ocupado Argelia y Túnez y entrado en Senegal y Gabón; Leopoldo II de Bélgica había irrumpido con su Asociación Internacional en el Congo y Alemania empezaba a ocupar Togo, Camerún, Tanganika y África del Sudoeste, mientras que Portugal pretendía unir por tierra sus colonias de Angola y Mozambique.

    Se decidió entonces acordar los términos de esta presencia para evitar diferendos, a cuyos efectos Alemania y Francia, aparcadas las heridas de Sedán, decidieron convocar una reunión en Berlín que comenzó el 15 de noviembre de 1884 y finalizó el 26 de febrero del año siguiente, firmándose como resultado de la misma un documento denominado «acta general para favorecer el desarrollo del comercio y de la civilización en ciertas regiones del África y asegurar a todos los pueblos la libre navegación del Congo y del Níger». La suscribieron los delegados de España —representada por Francisco Merry y Colom, conde de Benomar¹⁴—, Alemania, Austria-Hungría, Bélgica, Dinamarca, Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Italia, Países Bajos, Luxemburgo, Portugal, Rusia, Suecia y Turquía.

    El acta incluía sendas declaraciones relativas a la libertad de comercio en la cuenca del Congo, sus desembocaduras y países circunvecinos, y a la neutralidad de los territorios comprendidos en la cuenca convencional del Congo; sendas actas de navegación del Congo, para asegurar la libre navegación de las vías de agua que separan o atraviesan varios estados, y del Níger para aplicarle a éste los mismos principios; y una «declaración estableciendo en las relaciones internacionales reglas uniformes respecto a las ocupaciones que en adelante puedan verificarse en las costas del continente africano»¹⁵ en la que se establecía que «la potencia que en adelante tome posesión de un territorio en las costas del continente africano, situado fuera de sus posesiones actuales o que no habiéndolas tenido antes las adquiriera más adelante, así como la potencia que asuma un protectorado, remitirá adjunta al acta respectiva una notificación referida a las demás potencias signatarias de la actual a fin de que, si ha lugar a ello, puedan hacer valer sus reclamaciones». Esta es la literalidad de lo que decía el capítulo VI del acta final de la conferencia en la que, como puede observarse y en contra de lo que mantiene una opinión muy generalizada, pero errónea, no se procedió en absoluto a un presunto «reparto de África» entre las potencias signatarias.

    España llega a Río de Oro y crea una zona de protectorado

    Mientras tanto el escocés Donald Mackenzie había creado un establecimiento comercial situado junto a Cabo Jubi y realizado para ese fin varias expediciones a esta costa y a las aledañas de Puerto Cansado y Saguia el Hamra e incluso manifestado su interés en crear una factoría más al sur, probablemente en Río de Oro. Tales proyectos despertaron la lógica suspicacia española por entender que se trataba de la intromisión de un extraño en una costa que se estimaba vinculada a los intereses de Canarias. De ahí la inmediata reacción de la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas que ahora sí encontró eco en el Gobierno español y dio lugar a la organización de una expedición al mando de Bonelli que alcanzó las costas saharianas en noviembre de 1884. El resultado fue la erección de sendos barracones en Río de Oro, Cabo Blanco y en la bahía de Angra de Cintra. Mientras los comisionados de las potencias europeas discutían en Berlín esos mismos días de finales de 1884 las formas y detalles de la expansión europea en el continente africano, Cánovas del Castillo obró en esta ocasión con celeridad y por una Real Orden de 26 de diciembre declaró el protectorado de España sobre la costa occidental de África entre los cabos Bojador y Blanco.

    Bautizado como Villa Cisneros, el puesto de Río de Oro —por no hablar de los otros dos que se crearon, rápidamente abandonados o desaparecidos— debió de ser harto precario, porque no pudo resistir el ataque sufrido el 9 de marzo de 1885 a manos de los nativos de la tribu de Ulad Ba Amar, fracción de los Ulad Delim, que no habían llegado a ningún acuerdo con los españoles, con el resultado de cuatro muertos, el pillaje de los almacenes y la destrucción del fuerte que se estaba construyendo. Ante esta situación Bonelli regresó a Río de Oro, entonces ya con el nombramiento de comisario regio en la Costa occidental de África, que le fue otorgado por Real Decreto de 10 de julio¹⁶ y negoció dos primeras incursiones por el interior, en las que no participó directamente.

    Una vez transformada la Sociedad de Africanistas y Colonistas en Sociedad de Geografía Comercial, se quiso completar la ocupación de los puestos costeros realizada por Bonelli en 1884 con una expedición hacia el interior del territorio sahariano dos años después, para lo que contó con el apoyo de la Sociedad Geográfica de Madrid. Participaron en ella el oficial del arma de Ingenieros Julio Cervera Baviera, el catedrático de la Universidad Central Francisco Quiroga Rodríguez y el intérprete Felipe Rizzo Ramírez, mientras el cónsul español en Mogador, José Álvarez Pérez, exploraba la zona Tekna. Dichas expediciones tuvieron, al margen de sus connotaciones científicas, un evidente carácter político puesto que se trataba de crear derechos territoriales para España mediante la firma de tratados con los jefes nativos.

    El entusiasmo inicial por estas exploraciones y asentamiento decayó muy rápidamente. Eduardo Lucini denunció esta desidia en la conferencia que pronunció en la Sociedad Geográfica de Madrid el 12 de abril de 1892 y en la que dijo: «casi ocho años hace que el pabellón español ondea en la costa africana antes citada y en este espacio de tiempo nada o casi nada se ha hecho allí para asegurar nuestra dominación y obtener de ella el debido fruto» y esto ha sido así tanto por falta de medios y de apoyo gubernamental, como de conocimientos geográficos adecuados y la falta de impulso colonial. E insistía en que «tanto en el orden económico, como en el político hay razones de sobra que justifican la necesidad de proceder con más actividad y energía en la colonización de los territorios españoles del Sáhara»¹⁷.

    Sea por los graves problemas emancipatorios que ya se habían planteado crudamente en las colonias de Ultramar —particularmente en Cuba y luego Filipinas— y que se agudizaron de forma fatal en la última década del siglo XIX, sea por la inestabilidad política interior o por la insuficiencia de medios a emplear en la consolidación de la presencia española en África occidental, lo cierto es que, si bien las sociedades geográficas fueron firmes puntales en la defensa de la permanencia española, desde el principio hubo quien se manifestó abandonista. Para mayor inri, no tardó en ser el mismo gobierno quien se planteara la posibilidad de abandonar el protectorado. Así se informó en la Memoria de los progresos geográficos leída por el secretario, Martín Fierro, en la Junta General de la Sociedad Geográfica de Madrid que se celebró el 12 de noviembre de 1889. Decía así:

    Desde cabo Bojador, que es donde comienza la costa perteneciente a España, hay riesgo de que se abandone, como nos dijo en la última conferencia Santa Olalla, gobernador que fue de Río de Oro. Ya nos explicó el conferenciante los motivos de la ineficacia de la estación española y ya nos dijo también que más prudente sería abandonarla que no prestarle toda la atención que requiere; y por último expuso nuestro presidente (Coello) el daño material que ahora y en el porvenir recibirían con el abandono las islas Canarias que en la pesca en aquellas aguas gana parte muy principal de su alimento y su riqueza¹⁸.

    En este mismo sentido se había manifestado la Revista de Geografía Comercial, siempre atenta a defender la presencia española. El texto de una nota aparecida en 1890 hacía referencia a la buena acogida que tuvo entre los naturales la factoría de Río de Oro, ya que acudir a comerciar en ella les ahorraba buena parte del camino hasta los puertos de Marruecos, pero el problema es que no podían hacer negocio porque la concesionaria de la factoría, la Compañía Comercial Hispano-africana, estaba descapitalizada y no tenía qué ofrecer a cambio, por lo que la Revista urgía al gobierno que, en vez de pensar de abandonar Villa Cisneros, tomase medidas y «se preocupe por la situación de aquella factoría»¹⁹.

    ¿Cómo era Villa Cisneros en los inicios del siglo XX? La respuesta la encontramos en un curioso folleto, Posesiones españolas en el África occidental, firmado por «Dos oficiales del Ejército»²⁰. El folleto contiene sendos capítulos dedicados a Guinea y al Sáhara español del que ofrecen esta descripción:

    La Villa Cisneros (sic) está situada a unos 200 metros de la costa, en una ligera depresión del terreno. Consiste la colonia en un recinto de planta rectangular de 60 y 40 metros de dimensiones laterales, cercado por un muro de mampostería, sin foso, cuyos lados mayores siguen la dirección de este a oeste. La casa-fuerte en que tiene su acuartelamiento la tropa de Infantería de Marina actualmente destacada es un edificio de dos pisos, situado en el ángulo noroeste del recinto, con muros aspillerados de siete metros de altura. La comunicación exterior se establece por medio de una escalera levadiza, protegida de los fuegos del campo por un espaldón construido sobre el muro de cerramiento. Las ventanas del edificio están aspilleradas y en la terraza hay un compartimento para una guardia de tiradores que puede batir gran extensión… En el vértice diametralmente opuesto, se levanta la casa oficina, también rectangular, de 19 metros de longitud por nueve de anchura, flanqueada por cuatro torreones aspillerados. El recinto comunica con el campo exterior por una puerta de tres metros de anchura abierta al norte y al lado del fuerte; para el paso de las personas hay un postigo y para la vigilancia del centinela, un ventanillo con reja y tabla de cierre a corredera. En el ángulo suroeste existe un pequeño polvorín de mampostería y en el noreste se halla instalada una pieza de 8 centímetros dispuesta para tirar a barbeta y batir el terreno de las inmediaciones en dirección a la costa, así como toda la longitud de la península hacia el norte. A unos 200 metros del recinto está la casa de contratación, en la que los moros celebran sus conferencias con los europeos de la colonia y efectúan los cambios de sus productos por los géneros que les proporciona la factoría. En esta casa suelen a veces pernoctar, previa autorización y entrega de sus armas, que recogen luego al regresar al desierto. El muelle, formado por dos muros paralelos rellenos de piedra, vale bien poco…²¹.

    Organización de la administración española de Río de Oro

    La supervivencia de los enclaves coloniales antillanos, filipino y del Pacífico hasta 1898 fue la razón de ser de la existencia del Ministerio llamado de Ultramar, al que inicialmente y mediante un Real Decreto, se adscribió la competencia sobre el protectorado establecido por Real Orden de 26 de diciembre de 1884 y se creó el cargo de comisario regio.

    A tenor de lo que decía la Revista de Geografía Comercial²² debió dictarse por la Presidencia del Consejo de Ministros un nuevo Real Decreto por el que se dispuso: la incorporación a la Capitanía General de Canarias de los territorios de la costa sahárica comprendidos entre la bahía del oeste de cabo Blanco, situada a los 20° 51’ de latitud norte y 10° 56’ longitud O y el cabo Bojador, colocado a 20° 8’ lat. N y 8° 17’ long. O; el cambio de denominación del cargo comisario regio por el de subgobernador político-militar de Río de Oro, cargo que habría de ser desempeñado por un oficial del Ejército; y la autorización al Ministerio de la Guerra para dictar disposiciones complementarias. Otro Real Decreto, éste de 17 de diciembre de 1890 (Cánovas del Castillo) dispuso que el que entonces ya se denominaba Subgobierno de Río de Oro pasase a depender del Ministerio de Marina, aunque los haberes del oficial que hubiese de estar a su cargo y que cifraban en 4.500 pesetas anuales, continuarían a cargo del presupuesto de Guerra.

    Las competencias cambiaron a principios del nuevo siglo y en 1901 es el Ministerio de Estado el encargado de presentar a las Cortes el proyecto de ley de Presupuesto de gastos e ingresos de las Posesiones españolas del África occidental para el año económico de 1902²³, mientras que un Real Decreto del mismo departamento de 30 de julio de 1902²⁴, siendo titular del mismo el duque de Almodóvar del Río, creó la Junta consultiva de las posesiones españolas del África occidental. Un año después, una Real Orden de 13 de abril de 1903 firmada por Silvela como presidente del Consejo transfirió al Ministerio de Estado las facultades que, por los preceptos legales, correspondían al Ministerio de la Guerra «ínterin nuevas organizaciones o circunstancias faciliten el que éste las ejerza en definitiva»²⁵.

    La traslación de competencias al Estado no alteró el origen del personal a cargo de la administración de la colonia que continuó siendo de la Armada y, más concretamente, de Infantería de Marina. Hasta 1903 en que «un día llegó a Santa Cruz de Tenerife, procedente de Madrid, el entonces capitán de Ingenieros don José Hernández, que era portador de un oficio del Ministerio de la Guerra para el Exmo. Sr. capitán general de Canarias, D. Ignacio Pérez Galdós. Se trataba de cambiar todo el personal de Infantería de Marina, destacado en Río de Oro, por igual personal de Infantería»²⁶.

    Francisco Bens Argandoña, un militar cubano y español

    En los grandes imperios transcontinentales de larga duración, en los que se ha producido además un intenso trasvase de población de la metrópoli a las colonias, resulta difícil establecer la identidad que singulariza a quienes, con orígenes familiares foráneos, asumen como propia la tierra en la que nacieron y en la que viven. Este fenómeno ha sido claramente perceptible en la América española y dio lugar a principios del siglo XIX a que el protagonismo de los movimientos independentistas fuese protagonizado precisamente por los criollos, hijos o nietos de españoles emigrados. Simón Bolívar era de familia vasca, viajó a la península, vivió y casó en España, aunque sufrió luego un proceso de transformación tan profundo que cambió radicalmente su existencia y le llevó a convertirse en adalid de la emancipación de los pueblos americanos.

    Si trasponemos esta situación a Cuba, cuya adscripción a la metrópoli, tal cual la de Puerto Rico, duró casi un siglo más que la del resto de América, observaremos cómo la sociedad antillana se dividió ante el proceso emancipatorio, de tal modo que la dirigencia insurgente —excepción hecha de algunos personajes procedentes del exterior, sobre todo de Santo Domingo— fue asimismo criolla. José Martí era hijo de padre y madre españoles y, por tanto, criollo de primera generación, mientras que muchos de los españolistas más acérrimos eran tan o más cubanos que el ilustre personaje. Circunstancia que ha llevado a algunos historiadores a calificar los dos conflictos hispano-cubanos como verdaderas guerras civiles.

    Francisco Bens Argandoña era autóctono cubano, puesto que había nacido en La Habana el 28 de junio de 1867, un año antes de la revolución «gloriosa» que destronaría a la reina Isabel II y del inicio de la «guerra larga», primer conflicto independentista; hijo de madre cubana, Josefa Argandoña López, de Santiago de la Vegas, provincia de La Habana —aunque su padre, José Bens Aranaz²⁷, era, en cambio, peninsular como el progenitor de Martí—; casó en primeras nupcias con una mujer isleña y los cuatro hijos que tuvo fueron, asimismo, cubanos y tan bien enraizados en la vida local que en Cuba quedaron tras 1898. Ejerció de oficial del Ejército español, pero con una diferencia con el Libertador: la de que mientras éste cambió de bando, aquél permaneció fiel a la metrópoli y, sin dejar de ser cubano, tampoco renunció nunca a su condición de español, al punto de que, tras la ocupación estadounidense de su patria chica, se trasladó a la antigua metrópoli para no regresar jamás a la mayor de las

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