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Cuentos de soldados y civiles
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Libro electrónico304 páginas4 horas

Cuentos de soldados y civiles

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Escritos a raíz de sus propias vivencias en la batalla, en Cuentos de civiles y soldados (1891), Ambrose Bierce nos ofrece unos relatos que son, sencillamente, pequeñas obras maestras. De un humor corrosivo sólo comparable a Wilde, eslabón imprescindible entre Edgar Allan Poe y Lovecraft, en estos cuentos el horror metafísico adquiere una veracidad y presencia absolutamente palpables. Escaramuzas, ejecuciones, guardias nocturnas, crímenes, campamentos de buscadores de oro, duelos… Todo lo abarca Briece, alejado de los héroes de una pieza y de la épica o la leyenda, pues sus personajes, encarados a retos casi sobrehumanos, como librar una guerra o adentrarse en inmensidades desconocidas, se enfrentan no sólo a los peligros que los rodean, sino también a sí mismos. Una obra magistral sobre el eterno drama que es la guerra.

Edhasa recupera un clásico, una obra fundamental sobre el antibelicismo y el ser humano.
IdiomaEspañol
EditorialEDHASA
Fecha de lanzamiento19 abr 2023
ISBN9788435049214
Cuentos de soldados y civiles
Autor

Ambrose Bierce

Ambrose Bierce (1842-1914) was an American novelist and short story writer. Born in Meigs County, Ohio, Bierce was raised Indiana in a poor family who treasured literature and extolled the value of education. Despite this, he left school at 15 to work as a printer’s apprentice, otherwise known as a “devil”, for the Northern Indianan, an abolitionist newspaper. At the outbreak of the American Civil War, he enlisted in the Union infantry and was present at some of the conflict’s most harrowing events, including the Battle of Shiloh in 1862. During the Battle of Kennesaw Mountain in 1864, Bierce—by then a lieutenant—suffered a serious brain injury and was discharged the following year. After a brief re-enlistment, he resigned from the Army and settled in San Francisco, where he worked for years as a newspaper editor and crime reporter. In addition to his career in journalism, Bierce wrote a series of realist stories including “An Occurrence at Owl Creek Bridge” and “Chickamauga,” which depict the brutalities of warfare while emphasizing the psychological implications of violence. In 1906, he published The Devil’s Dictionary, a satirical dictionary compiled from numerous installments written over several decades for newspapers and magazines. In 1913, he accompanied Pancho Villa’s army as an observer of the Mexican Revolution and disappeared without a trace at the age of 71.

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    Cuentos de soldados y civiles - Ambrose Bierce

    SOLDADOS

    UN JINETE EN EL CIELO

    1

    Cierta tarde de sol en el otoño de 1861, un soldado se encontraba tendido bajo un monte de laurel junto al camino, en el oeste de Virginia. Echado sobre el estómago, con la punta de los pies clavada en tierra y la cabeza apoyada en un antebrazo, empuñaba descuidadamente el rifle con su mano derecha. Salvo por la posición algo metódica de las piernas y un ligero movimiento de la cartuchera al dorso del cinto, se hubiera pensado que estaba muerto. Dormía, sin embargo, en el puesto de guardia. Pero de haber sido descubierto, muy poco después lo hubiese estado, ya que la muerte era el castigo justo y legal de su crimen.

    El monte de laurel estaba ubicado en el recodo de un camino que, después de ascender hasta aquel lugar por una escarpada cuesta, se volvía abruptamente hacia el oeste, corriendo por la cumbre unas cien yardas. Desde allí regresaba de nuevo al sur y zigzagueaba monte abajo a través del bosque. En el saliente del segundo recodo había una gran roca lisa, proyectada hacia el norte, que dominaba el hondo valle desde donde subía el camino. La roca era el remate de un altísimo barranco: de arrojarse una piedra desde el borde, caería a pico más de mil pies hasta la copa de los pinos. El recodo donde estaba el soldado se encontraba en otro risco del mismo barranco. Si hubiese estado despierto habría visto no sólo el breve brazo del camino y la roca salidiza, sino el contorno entero del barranco allá abajo, pronto para enfermarlo de vértigo.

    La región estaba cubierta de bosques, excepto en el fondo del valle, hacia el norte, donde un arroyo apenas visible desde el otro extremo surcaba una pequeña pradera natural. Este espacio parecía apenas más grande que un patio, pero en realidad medía varios acres. Su verdor era más vivo que el del bosque circundante, detrás del cual se levantaba una línea de gigantes barrancos similares a los que suponemos pisar en este examen del paisaje, y por el cual el camino había ascendido de algún modo hasta la cumbre. La forma del valle, en verdad, era tal que desde nuestro punto de observación parecía enteramente cerrado, y uno no podía menos que preguntarse cómo podía el camino, que había encontrado una salida, haber entrado. O de dónde venían y hacia dónde iban las aguas del arroyo que cruzaba la pradera más de mil pies allá abajo.

    No hay región tan abrupta e inhóspita que los hombres no puedan hacer de ella el escenario de la guerra. En el bosque, al fondo de aquella ratonera militar donde quinientos hombres que dominaran sus salidas podían hacer morir de hambre a un ejército, estaban escondidos cinco regimientos federales de infantería. Habían tenido una larga marcha durante el día y la noche, y ahora descansaban. Al anochecer retomarían el camino, subiendo hasta el lugar en que dormía el desleal centinela, y bajando por la otra pendiente de la quebrada, cerca de la medianoche caerían sobre el campo enemigo. Su esperanza estaba puesta en la sorpresa, pues el camino llegaba hasta la retaguardia. En caso de fracasar, su posición sería en extremo peligrosa, y fracasarían inevitablemente si algún accidente o algún espía prevenía del movimiento de tropas al enemigo.

    2

    El centinela dormido en el monte de laurel era un joven virginiano llamado Carter Druse. Hijo único de una familia pudiente, había conocido tanto ocio y educación y buena vida como lo permitiera el refinamiento y la riqueza en una zona montañosa del oeste de Virginia. Su casa estaba a pocas millas de donde ahora se encontraba. Una mañana se había levantado de la mesa, después del desayuno, y había dicho, tranquila y gravemente:

    –Padre, un regimiento de la Unión ha llegado a Grafton. Voy a unirme a él.

    Su padre levantó la leonina testa, miró al muchacho un momento en silencio y respondió:

    –Bien, márchese, señor, y pase lo que pase haga lo que considere su deber. Virginia, a quien traiciona, continuará sin su presencia. Si ambos llegamos vivos al final de la guerra, volveremos a hablar del asunto. La salud de su madre, como ya le ha informado el médico, es muy delicada: no estará con nosotros más que unas pocas semanas, como máximo; pero ese tiempo es precioso. Es preferible que no se la moleste.

    De este modo, Carter Druse, inclinándose reverentemente ante su padre –quien respondió al saludo con una augusta cortesía que disimulaba su corazón partido– abandonó el hogar de su niñez para enrolarse. Por su conciencia y su coraje, por sus heroicos actos de devoción y osadía, pronto fue apreciado por sus camaradas y oficiales. Y, debido a estas cualidades y a algún conocimiento que tenía de la región, se lo había elegido para este peligroso deber en la extrema avanzada. Sin embargo, la fatiga había sido más fuerte que la voluntad y él se quedó dormido. ¿Quién podrá decir qué ángel, bueno o malo, vino luego en su sueño a despertarlo de su estado de culpa? Sin el menor ruido o movimiento, en el profundo silencio y la languidez del crepúsculo, algún mensajero invisible del destino presionó con sus dedos liberadores los ojos de su conciencia, susurró en el oído de su espíritu la misteriosa palabra que tiene el don de despertar y que ningún labio humano pronunció nunca ni memoria alguna jamás ha recordado. Lentamente despegó la cabeza de sus brazos y miró por entre los encubridores tallos del laurel, apretando instintivamente la mano derecha sobre la caja del rifle.

    La primera sensación fue un vivo deleite artístico. Sobre una colosal plataforma –el barranco–, inmóvil al borde de la roca saliente y nítidamente recortada contra el cielo, había una estatua ecuestre de impresionante dignidad. Era la figura del hombre montada sobre la del caballo, erguida y marcial pero con la calma de un dios griego tallado en el mármol que petrifica el movimiento. La vestimenta gris armonizaba con su fondo. El metal de su atavío y el jaez de su cabalgadura estaban mitigados por la sombra; la piel del corcel era opaca. Una carabina insólitamente acortada descansaba sobre el pomo de la silla, y se mantenía en su lugar gracias a la mano que la aferraba por el puño, mientras la otra, que mantenía las riendas, quedaba oculta. Recortado contra el cielo, el perfil del caballo parecía tallado con la agudeza de un camafeo. Miraba por sobre las alturas hacia los barrancos, más lejos. La cara del jinete, ligeramente desviada, mostraba apenas el contorno de la sien y de la barba: estaba observando el fondo del valle. Magnificada por su altura contra el cielo y por la sensación de horror que causaba en el soldado la proximidad de un enemigo, la estatua parecía de un tamaño heroico, casi colosal.

    Por un instante, Druse tuvo la extraña sensación de que había dormido hasta el fin de la guerra, y que ahora miraba una noble obra maestra erigida allí para conmemorar los hechos de un pasado heroico del que él había cumplido una cuota poco gloriosa. Pero un ligero movimiento del grupo rompió el hechizo: el caballo, sin mover las patas, había retrocedido ligeramente del borde del abismo; el hombre permanecía inmóvil como siempre. Despierto del todo y consciente de la gravedad del momento, Druse llevó la culata del rifle contra la mejilla, empujando cautelosamente el caño por entre los matorrales; amartilló el arma, y observando por la mira cubrió un punto vital en el pecho del jinete. Una presión sobre el gatillo y todo le hubiera ido bien a Carter Druse. En aquel instante, el jinete volvió su rostro y miró en la dirección de su oculto antagonista. Parecía estar examinando, a través del follaje, su cara, sus ojos, su corazón bravo y compasivo.

    ¿Es entonces tan terrible matar en la guerra a un enemigo, a un enemigo que ha sorprendido un secreto vital para la propia seguridad y la de sus camaradas, un enemigo más formidable por lo que sabe que todos los ejércitos por sus contingentes? Carter Druse palideció, le temblaron los brazos y las piernas, se desvaneció y vio el grupo estatuario delante de él como figuras negras que se levantaban y caían o se agitaban inseguras en círculos por un cielo encendido. Sus manos soltaron el arma y la cabeza descendió con lentitud hasta descansar entre las hojas. Este temerario caballero y duro soldado estaba a punto de desmayarse por la intensidad de su emoción.

    No fue por mucho tiempo; un momento después irguió la cabeza y las manos reasumieron su lugar en el rifle, mientras el índice buscaba el gatillo. La mente, el corazón y los ojos estaban claros; sólidos, el raciocinio y la conciencia. No podía pensar en capturar al enemigo, y de alarmarlo sólo lo haría precipitarse en su propio campamento con las noticias fatales. Su deber de soldado era sencillo: debía matar al hombre por sorpresa; debía enviarlo o saldar sus cuentas sin prevenirlo, sin un solo momento de preparación espiritual, sin una sola plegaria, nunca tan necesitada. ¡Pero no: hay una esperanza! Probablemente no ha descubierto nada, tal vez no hace otra cosa que admirar la solemnidad del paisaje. Si es posible, puede volverse y cabalgar indiferente en la dirección que trajo. Seguramente se podrá juzgar si sabe algo en el momento preciso en que se marche. Bien podría ser que la fijeza de su atención... Druse giró la cabeza y miró hacia abajo por las profundidades del aire, como desde la superficie al fondo de un mar transparente. Vio una sinuosa fila de hombres y caballos serpenteando a través de la verde pradera: ¡algún oficial estúpido había permitido que sus soldados de escolta abrevaran los caballos en el claro, visible desde una docena de sitios en el barranco!

    Druse apartó la vista del valle y la fijó otra vez sobre el conjunto de hombre y caballo en el cielo, y otra vez fue a través de la mira del rifle. Mas ahora apuntaba al caballo. En su memoria, como si se tratase de un mandato divino, sonaban las palabras de su padre en el momento de partir: «Pase lo que pase, haga lo que considere su deber». Ahora estaba tranquilo. Sus dientes apretados firmemente aunque sin rigidez, sus nervios tan calmos como los de una criatura dormida, ni siquiera un temblor afectaba los músculos de su cuerpo. La respiración, aunque contenida en el momento de apuntar, era regular y lenta. El deber había vencido. Y el espíritu había ordenado al cuerpo: «Silencio, quédate tranquilo». Disparó.

    3

    En espíritu de aventura o en busca de experiencia, un oficial de las fuerzas federales había abandonado el vivac escondido en el valle, caminando sin propósito determinado hasta el borde de un pequeño claro al pie del barranco. Pensaba en qué podría ganar de aventurarse más lejos en su exploración. A un cuarto de milla adelante, aunque aparentemente a un paso, se elevaba desde su franja de pinos la gigantesca mole, remontándose a tan grande altura que le producía vértigo alzar la vista hasta su borde recortado en una aguda y áspera línea contra el cielo. La roca se presentaba con un perfil limpio, vertical, contra un fondo de cielo azul hasta casi la mitad, y de lejanas colinas, apenas más pálidas, desde allí hasta la copa de los árboles. Levantando los ojos hacia la vertiginosa cima, el oficial presenció una escena pasmosa: ¡un hombre a caballo, cabalgando valle abajo por el aire!

    El jinete iba rígidamente erguido, firme su apoyo sobre la silla, y apretando con fuerza las riendas para contener la impetuosa precipitación de su corcel. En su cabeza descubierta flotaban ondulantes los cabellos muy largos, como un penacho. Las manos desaparecían en la nube de crin de su caballo. El cuerpo del animal iba tan horizontal como si cada golpe de sus cascos encontrase la resistencia de la tierra. Sus movimientos parecían de un galope desbocado, pero, apenas el oficial miró, cesaron, las patas del caballo estiradas hacia delante en el acto de caer de un salto. ¡Y aquello era un vuelo!

    Presa de espanto y terror por esta aparición de un jinete en el cielo –casi creyéndose el escriba elegido de algún nuevo Apocalipsis–, el oficial fue superado por sus intensas emociones: sus piernas lo traicionaron y se fue al suelo. Casi simultáneamente oyó un estallido entre los árboles –un sonido que murió sin eco– y todo volvió al silencio.

    El oficial se alzó sobre sus piernas, todavía temblorosas. El dolor familiar de una canilla dislocada le devolvió sus facultades. Esforzándose, corrió rápidamente desde el barranco hasta algún lugar lejos de su falda; allí esperaba encontrar a su hombre, y allí naturalmente fracasó. En la fugacidad de su visión, la aparente gracia, elegancia y designio del prodigioso hecho había influido tanto sobre su imaginación que no se le ocurrió pensar que la trayectoria de la caballería aérea había de ser directamente a pique y que podía encontrar los objetos de su búsqueda en el mismo fondo del barranco. Media hora después regresó al campamento.

    El oficial no era tonto; demasiado discreto como para contar una verdad increíble, no dijo nada, pues, de lo que había visto. Pero, cuando el comandante le preguntó si en su reconocimiento había aprendido alguna cosa de provecho para la expedición, respondió:

    –Sí, señor: que no hay ningún camino que baje al valle por el sur.

    El comandante sonrió con discreción.

    4

    Después de disparar su rifle, el soldado Carter Druse volvió a cargarlo y continuó vigilando. Habían transcurrido apenas diez minutos cuando un sargento se le acercó cautelosamente, arrastrándose sobre manos y rodillas. Druse no volvió la cabeza ni lo miró; permaneció quieto, como si no lo hubiera notado.

    –¿Usted disparó? –susurró el sargento.

    –Sí.

    –¿A qué?

    –A un caballo. Estaba sobre aquella roca, allá lejos. Ya ve que no está. Se despeñó por el barranco.

    La cara del hombre había palidecido, pero no mostraba signos de emoción. Después de contestar volvió los ojos y calló. El sargento no entendía.

    –Escuche, Druse –dijo, tras un momento de silencio–, es inútil que haga de esto un enigma. Le ordeno dar parte. ¿Había alguien sobre el caballo?

    –Sí.

    –¿Bien...?

    –Mi padre.

    El sargento se levantó para marcharse. «¡Dios mío!», exclamó.

    UN SUCESO EN EL PUENTE SOBRE EL RÍO OWL

    l

    Había un hombre parado sobre un puente ferroviario de Alabama del Norte, mirando hacia el agua que corría rápidamente unos veinte pies más abajo. Tenía las manos atadas con una cuerda por detrás de la espalda. Otra cuerda rodeaba estrechamente su cuello. Estaba sujeta a una fuerte viga transversal por encima de la cabeza y, floja, bajaba hasta la altura de las rodillas. Algunas tablas sueltas, puestas sobre los durmientes, le proporcionaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal dirigidos por un sargento que en su vida civil podía haber sido ayudante de sheriff. No lejos, sobre la misma plataforma provisoria, esperaba un oficial vestido con el uniforme de su rango, y armado. Era un capitán. En cada extremo del puente había un centinela con su rifle «en posición de firme», es decir, vertical delante del hombro izquierdo, la culata descansando sobre el brazo que cruzaba el pecho, posición formal y poco natural que obliga a mantener el cuerpo rígido. No parecía una obligación de estos dos hombres saber lo que estaba ocurriendo en medio del puente; sencillamente bloqueaban los dos extremos de la pasarela.

    Más allá de los centinelas no se veía a nadie; los rieles corrían en línea recta durante unas cien yardas hasta un bosque, después doblaban y desaparecían. Sin duda, había un puesto de avanzada más adelante. La otra orilla del arroyo era campo abierto y una suave colina subía hasta una estacada de troncos verticales, con troneras para rifles y una única abertura a través de la cual se proyectaba la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. A mitad de camino entre el fuerte y el puente se encontraban los espectadores: una compañía de infantería en posición de descanso, con las culatas de los rifles apoyadas en el suelo, los caños levemente inclinados hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas sobre las culatas. Un teniente estaba parado a la derecha de la línea, la punta de su espada en el suelo, y con su mano izquierda en reposo sobre la derecha. Salvo el grupo de los cuatro en medio del puente, nadie se movía. La Compañía miraba hacia el puente fijamente, inmóvil. Los centinelas enfrentados a la orilla del arroyo podían haber sido estatuas que adornaran el puente. El capitán, de brazos cruzados, silencioso, observaba el trabajo de sus subordinados sin dar ninguna indicación. La muerte es un dignatario que cuando se anuncia es para ser recibido con formales manifestaciones de respeto, aun por aquellos que están más familiarizados con ella. En el código de la etiqueta militar el silencio y la inmovilidad son formas de deferencia.

    El hombre que preparaban para ahorcar tenía aparentemente unos treinta y cinco años. Era un civil, si se puede juzgar por su vestimenta, que pertenecía a un granjero. Sus rasgos eran nobles: nariz recta, boca firme, frente amplia y cabello largo y oscuro peinado hacia atrás, que le caía por detrás de las orejas hasta el cuello de su elegante chaleco. Tenía bigotes y una barba en punta, pero no llevaba patillas; sus ojos eran grandes, de un gris oscuro, y poseían esa expresión afectuosa que uno difícilmente hubiera esperado en alguien pronto a morir. Evidentemente no era un asesino vulgar. El código militar, tan amplio en su espíritu, prevé la horca para muchas clases de personas, sin excluir a la gente educada.

    Al culminar los preparativos, los dos soldados se hicieron a un lado y cada uno retiró la tabla sobre la que había estado apoyado. El sargento se volvió hacia el capitán, saludó y se colocó inmediatamente detrás de él, y éste a su vez se alejó un paso. Estos movimientos dejaron al condenado y al sargento de pie sobre ambos extremos de la tabla que atravesaba tres durmientes del puente. El extremo donde estaba parado el civil alcanzaba, casi sin tocarlo, un cuarto durmiente. Esta tabla se había mantenido horizontal por el peso del capitán; y ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal del capitán el sargento se haría a un lado, la tabla habría de inclinarse y el condenado caería entre dos durmientes. Al condenado este arreglo le pareció sencillo y eficaz. No le habían cubierto la cara ni vendado los ojos. Consideró por un momento su vacilante posición, y luego dejó que su mirada vagara hacia las aguas arremolinadas del arroyo, que corrían enloquecidas debajo de sus pies. Un trozo de madera flotante que bailoteaba llamó su atención y sus ojos la siguieron corriente abajo. ¡Con qué lentitud parecía moverse! ¡Qué arroyo perezoso!

    Cerró los ojos para fijar los últimos pensamientos en su mujer y en sus hijos. El agua convertida en oro por el sol temprano, las melancólicas brumas de las orillas a alguna distancia corriente abajo, el fuerte, los soldados, el pedazo de madera, todo lo había distraído. Y ahora tuvo conciencia de una nueva distracción. A través del recuerdo de sus seres queridos llegaba un sonido que no podía ni ignorar ni comprender, una percusión seca, nítida, como el golpe del martillo de un herrero sobre el yunque: tenía esa misma resonancia. Se preguntó qué era, y si estaba inmensamente distante o cerca. Parecía ambas cosas y se repetía irregularmente, con tanta lentitud como el tañido de una campana fúnebre. Esperó uno y otro golpe con impaciencia y –no sabía por qué– con temor. Los intervalos de silencio se hicieron cada vez mayores. Los silencios se volvían alucinantes. A medida que eran menos frecuentes, los sonidos aumentaban en fuerza y nitidez. Lastimaban su oído como una cuchillada. Tuvo miedo de gritar. Lo que oía era el tictac de su reloj.

    Abrió los ojos y vio una vez más el agua debajo de él. «Si pudiera zafar mis manos», pensó, «podría deshacerme del lazo y lanzarme al agua. Al zambullirme eludiría las balas y nadando con fuerza alcanzaría la orilla, me metería en el bosque y llegaría a casa. Mi casa, gracias a Dios, está todavía fuera de sus avanzadas; mi mujer y mis hijos todavía están más allá de sus líneas invasoras».

    Mientras estos pensamientos, que aquí tienen que ser puestos en palabras, más que desarrollarse, relampagueaban en la mente del condenado, el capitán le hizo una seña al sargento. El sargento dio un paso al costado.

    2

    Peyton Farquhar era un granjero acomodado, miembro de una familia vieja y muy respetada en Alabama. Dueño de esclavos y político, como otros dueños de esclavos, era naturalmente un separatista de cuna, dedicado con ardor a la causa del Sur. Circunstancias imperiosas, que no son del caso relatar aquí, le habían impedido unirse a las filas del valeroso ejército que combatió en las desastrosas campañas hasta terminar con la caída de Corinth; irritado por este impedimento sin gloria, anhelaba dar rienda suelta a sus energías y soñaba con la vida libre del soldado, con la oportunidad de destacarse. Sentía que esa oportunidad llegaría como les llega a todos durante la guerra. Entretanto, hacía lo que podía. Ninguna tarea era para él demasiado humilde si con ella ayudaba al Sur, ninguna aventura demasiado peligrosa si estaba conforme con el carácter de un civil que tiene corazón de soldado, y que de buena fe y sin muchos escrúpulos acepta por lo menos parte del dicho francamente miserable de que todo vale en el amor y en la guerra.

    Un atardecer, mientras Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico asiento a la entrada de su propiedad, un soldado a caballo, uniformado de gris, llegó hasta el portón y pidió un vaso de agua. La señora Farquhar se alegró de poder servirlo con sus propias manos delicadas. Mientras iba a buscar el agua, su marido se acercó al polvoriento jinete y le pidió ansiosamente noticias del frente de batalla.

    –Los yanquis están reparando las vías –dijo el hombre–, y se preparan para seguir su avance. Han llegado al puente sobre el río Owl, lo han reparado y han construido una estacada sobre la orilla norte. El comandante emitió un edicto, que se ve por todas partes, declarando que cualquier civil que sea capturado entorpeciendo la vía, sus puentes, túneles o trenes, ha de ser ahorcado sin más. Yo vi el edicto.

    –¿A qué distancia está el puente sobre el río Owl? –preguntó Farquhar.

    –A unas treinta millas.

    –¿No hay fuerzas por este lado del arroyo?

    –Sólo un destacamento de avanzada a media milla de distancia, sobre las vías, y un centinela de este lado del puente.

    –Supóngase que un hombre (un civil propenso a la horca) eludiera la avanzada y pudiera tal vez eliminar al centinela –dijo Farquhar, sonriendo–, ¿qué lograría?

    El soldado reflexionó.

    –Yo estuve allí hace un mes –contestó–. Observé que la inundación del invierno pasado había arrimado una cantidad de maderas contra el pilar de troncos que sostiene este extremo del puente. Esa madera ahora está seca y ardería como yesca.

    La señora trajo el agua y el soldado la bebió. Después agradeció ceremoniosamente, se inclinó ante su marido y se fue. Una hora más tarde, al anochecer, pasó otra vez por la plantación, hacia la misma dirección desde la cual había venido. Era un explorador del ejército federado.

    3

    Cuando Peyton Farquhar se desplomó a través del puente quedó inconsciente como si ya estuviera muerto. De este estado lo despertó –le parecía que siglos

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