El rector de la isla de Sein
Por Henri Queffélec
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Henri Queffélec es un nombre consagrado en la literatura francesa contemporánea. Esta magnífica novela fue llevada al cine como Dieu a besoin des hommes (1950) dirigida por Jean Delannoy y con guion del propio Queffélec, y resultó ganadora del Premio OCIC del Festival de Venecia de 1950.
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El rector de la isla de Sein - Henri Queffélec
Henri Queffélec
El rector de la isla de Sein
Título en idioma original: Un recteur de l’ile de Sein
© Éditions Bartillat, 2007, 2016
© Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2024
Traducción de María Luisa Martínez Alinari
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN: 978-84-1339-190-8
ISBN EPUB: 978-84-1339-523-4
Depósito Legal: M-8332-2024
Printed in Spain
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Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda 20, Bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
Índice
Primera parte
Segunda parte
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
Tercera parte
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
Cuarta parte
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
Stat virtute Dei et sudore plebis.
(Divisa escrita en la iglesia de Sein)
Primera parte
Duda del testimonio de sus ojos que vieron la primavera de la isla y querría creer que ha visto espejismos. No es posible que las gloriosas auroras, al surgir del fondo del cielo, hayan iluminado aquel pedazo de arrecife...
En el continente hay casas humanas, granjas que se dicen pobres pero donde la landa centellea en las chimeneas, más bella que las florescencias de Pascua —los animales, a través del tabique calientan a los amos— el estiércol graso rezuma como la manteca —las ventanas pequeñas que aprisionan el frío, la lluvia y el viento del aire, obligándoles, si quieren pasar adentro, a pasar solamente un brazo delgado y vacilante—, pueblos aplastados contra el suelo, campesinos y manzanos, monotonía mezquina y feliz del tiempo.
Diez años. Pero, hoy en día, nada le retiene ya en la isla...
Certidumbre ilusoria. El mar, el destierro, la soledad moral, han destruido su valor y, si se resistiera, ¿seguiría en su empresa? Quién sabe si su refugio, en vez de ser la oración, sería la locura. Junto a los lavaderos, mientras las mujeres baten la ropa y la aclaran, los inocentes juegan desde la mañana. Se sientan sobre terrones de tierra y, levantando la cabeza, la vuelven de izquierda a derecha y de derecha a izquierda como si quisieran desatornillarla. Se ríen de las vacas que corren. ¡Qué reposo! ¡Qué alejamiento de las bocanadas y clamores atlánticos; qué lejos está el saqueo de las horas del bienestar y el calor de los ejércitos del viento!...
Diez años.
Al final del tercero, Anne Le Berre sale a echar unos sedales a unos cien metros del puerto, detrás de una roca tranquila. Según cuentan, en aquella tarde de junio cantaban las alondras. Cae una bruma, húmeda como una playa de guijarros al retirarse la marea, una bruma que huele a arena y sal. Hipócrita, todo lo envuelve. Las formas de las casas se debilitan, se borran. La bruma se disipa... El hombre y la barca han desaparecido.
¿Y no es más terrible aún la muerte de Louis Yvinec, a fines del año anterior? La desaparición de Anne está de acuerdo con las leyes del horror: nadie ha visto ni oído nada, nadie sabe nada. Pero nadie ha visto a Yvinec subir en plena noche a su barca ni alejarse a la vela... y todo el mundo cuenta que ha encontrado el despojo de un naufragio, un barril, de Málaga o de ron, y que navegó con él esperando la noche; luego volvería a escondidas a su casa y enterraría el barril. La tempestad viajaba como él. Se oía gruñir el cierzo como a un perro que otro perro irrita. Estalló la tormenta... Aquel día nadie encontró a Yvinec y, si se les pregunta a los pescadores de dónde conocen la historia del despojo de un naufragio, escupen y se ocultan tras sus palabras. El sacerdote no sospecha que mienten. Poseen una ciencia aterradora y él, pobre ser terrestre, no lucha contra ellos.
Una cosa era leer la «Pequeña Cuaresma», de monsieur de Meaux, en el seminario, a la luz de una vela que vacila al viento, y otra muy distinta rezarla en la isla, en un día de borrasca y temporal.
Caeli enarrant gloriam Dei... pero, ¿es el cielo este desorden, esta matanza, esta revuelta? ¿Narra la gloria de Dios al caer la noche, cuando su furor se exaspera...? En las noches de tempestad, los isleños se imaginan que las almas de los ahogados lloran en la corriente del mar, que revolotean sobre las aguas, que suben a la ribera y golpean en las ventanas. Superstitio magna. Pero el sacerdote confiesa que él ha caído a veces en ese error.
De treinta años hasta entonces, no había habido ningún ahogado, pero desde que él administraba la isla, dos hombres habían perecido en el mar.
Cuando uno se da cuenta de que aquí no trata con gentes de fango ni polvo, con almas de comerciantes, artesanos o soldados, es cuando se trata de impedir que los pescadores provoquen y exploten los naufragios. El sacerdote tiene la confesión, el feligrés, su astucia: «Prométeme que no encenderás más hogueras». «Lo prometo». Y una mujer, a quien el rector imaginaba demasiado santa para pedirle esa promesa, se encarga de allí en adelante de encender las hogueras. El párroco quiere recibir las promesas de todos. Un hombre o una mujer se niegan a prometérselo y abandona la iglesia, haciendo el papel de chivo emisario.
Él es quien enciende las hogueras, y los otros terminan su labor sin considerarla culpable. Si el párroco quiere reprenderle para que se enmiende, el otro, al verle venir, sale de su casa y le cubre de insultos. En aquel instante, en toda la isla, empiezan las oraciones. Piden a Dios que tenga piedad del que se sacrifica y que reparta entre todos el castigo de la falta.
Si el párroco se asociara con sus ovejas para el pillaje de los navíos, sería el jefe de la isla.
¡Qué error el aceptar aquella parroquia!
Cierto era que él había cometido un pecado mortal y que su obispo deseaba castigarle, pero no le obligaban a recibir un rebaño que nunca había cedido ante los filibusteros ni los pastores de la fe, y que, desde hacía quince años, no quería ningún sacerdote. «Yo seré su rector», se decía al escuchar las amonestaciones y los consejos del obispo. Después del pecado de impureza, el pecado de orgullo. Se sentía lleno de una fuerza magnífica y no se daba cuenta de que aquella confianza procedía del diablo. Con los ojos bajos, escuchaba a su superior describirle su futuro dominio espiritual, y mirando el suelo veía en él su nueva parroquia con tanta claridad como una plaza pública desde lo alto de la torre de una iglesia. Él los dominaría, los corregiría, los enmendaría. En bretón, en francés, en latín, forzaría el camino de las almas. De aquella isla, que tendría entre las manos como el suave teclado de un viejo armonio, haría la ciudad apostólica. Nisi Deus condiderit civitatem, frustra vigilant qui custodiunt eam. Pero Dios había fundado esta tierra y recompensaba la vigilancia de sus guardianes...
Mientras tanto, el obispo, un hombrecillo «filósofo», se daba el gusto de sonreír al hablar de los «Conversadores», los dos inestimables menhires sobre los que le gustaría recibir más detalles, y continuaba hablando de Velléda y los paganos «nuestros parientes, señor, nuestros antepasados», que habían hecho célebre la isla y a los que había que sobrepasar en su fama. El sacerdote pensaba en la piedad de sus ovejas que ardería en la bruma y bajo el sol, y se elevaría libre, lejana y pura. Ut in conspectu divinae majestatis tuae cum odore suavitatis ascendat. Pobres conciencias humanas humildemente presentadas a Dios unidas en una parroquia, de las que haría una zarza espiritual y una columna mística de humo blanco. Una isla católica. Un arrecife cristiano... Sin llegar a la gloria del Mont-Saint-Michel, que dominaba la extensión de las playas de guijarros y, como una víctima ofrece el cuello al estrangulador, tendía a los hombres de armas y oraciones la presa soberbia de su cima para que construyeran en ella maravillas, la isla tendría la fe de un monasterio. No lamentaría su soledad y se encerraría en la ermita de sus tempestades, en el claustro del mar que rodeaba sus orillas...
No podía decir que los isleños carecían de fe. Cuando cedía a una crisis de desesperación y llegaba hasta dudar de Dios y recordar su falta, su pecado mortal, con una alegría voluptuosa, el pensar en las gentes pobres y piadosas que lo rodeaban y componían su rebaño, había bastado para guardarle de todo mal. Cuando sus pobres ovejas se esforzaban ya por escuchar a Dios, ¿de qué no debía ser él capaz?
Pero, de repente, ya no le importaba tanto que la isla fuera cristiana en intención o en hechos...
Iba a partir...
Segunda parte
I
Sin que el sacerdote lo notara, el sacristán espiaba su melancolía. Apreciaba al hombre que había atravesado el Raz para transformar la isla en un lugar de reposo, de luz y de paz. Dios estaba en la isla antes de que el sacerdote llegara a ella, pero estaba del mismo modo que el fuego en los sarmientos: antes de que el salvaje los frote. Veían a Dios, mas con los ojos cerrados, como los peces de las profundidades ven el mar que los baña, ahora, la presencia de Dios brillaba a la luz del día. Las pescas buenas y malas, los dolores y las fatigas, los chaparrones y los arcoíris, todo hablaba de Dios, y también los rebotes de las piedras planas en el agua, la tenacidad de los caracoles en las piedras del muelle y, sobre todo, el silencio de la pequeña iglesia. De los ocho a los diez años, y luego entre los dieciséis y los dieciocho, Thomas Gourvennec había conocido a dos curas de Sein, pero eran unos sacerdotes lamentables a los que el más pequeño paseo en barca enfermaba y cuyos dientes castañeteaban de frío en enero, mientras se helaban al lado del fuego, y eso que era el fuego cuidado de la isla. Con diversos pretextos y, a veces, sin pretexto alguno, pedían una barca para ir al continente y, sin importarles el ponerse enfermos durante la travesía, se marchaban y no volvían más que al cabo de varios días.
Cuando Thomas vio por primera vez a aquel sacerdote alto, de hermosas manos fuertes y ojos negros y profundos, había salido corriendo de la iglesia para advertir a su familia que la isla tenía un sacerdote distinto a los demás, y que no se iría:
—A este lo enterrarán en el cementerio...
Los hombres le miraron escépticos. El padre de Thomas recordó que los isleños sólo tenían memoria de un sacerdote enterrado allí, y que el ejemplo que había dado era muy triste: había enfermado de fiebre y había muerto a los dos meses de vivir en la isla. La madre se santiguó. Dijo que los hombres eran unos ingratos, que hablaban de la llegada de un sacerdote como de la captura del despojo de un naufragio, cuando deberían haberle dado gracias al obispo. ¡Qué hombre tan santo era el obispo!
—¡Pero si no ha venido nunca! Tiene miedo del mar —gruñó el hermano mayor de Thomas, y su padre le interrumpió con un bofetón. El muchacho salió para llorar en el patio, mientras que el tío Corentin le defendía. ¿No era cierto que el obispo debería haberles visitado a unos buenos cristianos como ellos? Seguramente, el obispo veía diariamente a otros que no podían compararse con ellos y aceptaba la hospitalidad de los grandes señores disipados, en los castillos donde no faltaba de nada. El padre no protestó contra la observación, había abofeteado a Louis-Marie porque un hijo no debe levantar la voz.
Thomas se acercó a la cama cerrada de su abuelo, el paralítico, que estaba casi sordo, y que había hecho un alto en su labor —la confección de una cesta de mimbre—, para contemplar una escena que no comprendía. Pegó la boca a la oreja del viejo y, mientras que este último, con la cabeza casi a la misma altura de los hombros, proseguía su trenzado, le anunció que, desde aquel día, la isla tenía un párroco.
—¡Hará como los otros! ¡Se irá!
El muchacho sintió que le temblaban los pies desnudos. Se avergonzaba de su familia. ¡Qué malos cristianos eran aquellas gentes! Pero el ejemplo de su hermano le impedía expresar en voz alta su descontento, y no dejaba de sentir cierto gozo al pensar que era el único puro de la casa. El único a quien la llegada de un sacerdote llenaba de una alegría sin mezcla de otra cosa. Era inútil discutir, pero, más adelante, ¡qué triunfo! El día en que, después de largos años, enterraran al sacerdote en la isla, ¡con qué orgullo anunciaría que sólo él había esperado aquel día!...
Una hora más tarde, cuando Guillaume Gourvennec, el padre de Thomas, a la cabeza de los isleños, daba las gracias al sacerdote por la dicha que les traía a todos, Thomas, que lloraba con cálidas lágrimas, se había olvidado de que pertenecía a una familia. Los pescadores rodeaban al sacerdote y le rogaban que diera en su nombre las gracias al obispo de Quimper. El rector escribiría la carta. La barca de Audierne no había dejado aún el puerto... le confiarían la misiva. ¿No era justo que le dieran las gracias a monseñor de Quimper? Los viejos monologaban, recitándose a sí mismos lo que habrían dicho, si hubieran sabido escribir. Que eran hijos sumisos y respetuosos. Que al final de una larga vida se alegraban de ver un sacerdote en la isla. Que harían lo posible para que se sintiera orgulloso de su parroquia. Que las comuniones serían frecuentes... El sacerdote sonreía. Gozaba de lo cómico de la situación; cuando se imaginaba que iba a caer entre bárbaros, se encontraba entre verdaderos cristianos, cuyas frases pueriles le recordaban los relatos de Cristóbal Colón. Así, pues, él, pecador público, culpable de un grave pecado contra la pureza,