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Entre suenos y sombras: cuentos fantásticos
Entre suenos y sombras: cuentos fantásticos
Entre suenos y sombras: cuentos fantásticos
Libro electrónico676 páginas9 horas

Entre suenos y sombras: cuentos fantásticos

Por Rubin

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Información de este libro electrónico

Errantes caballeros de armaduras melladas, hechiceros poderosos cautivados por las artes oscuras, reyes codiciosos, dragones, elfos, gigantes, orcos, duendes y toda clase de criaturas conviven en este universo de reinos imposibles. En donde los sueños cobran vida y las sombras ocultan los secretos más antiguos y reservados.

 

Entre sueños y sombras: cuentos fantásticos es una antología repleta de aventura, escrita por las prodigiosas plumas de autores de todas partes del mundo. Sumérgete en bosques malditos, llanuras hostiles y naciones olvidadas en esta recopilación de 118 cuentos que recuerda a maestros como Tolkien, Martin, Sanderson, Lewis, Hobb o Sapkowski.

 

Que nada te impida adentrarte a estos nuevos mundos, pelear sus batallas y desafiar los límites de la imaginación.

IdiomaEspañol
Editorialrubin
Fecha de lanzamiento22 mar 2024
ISBN9798224088027
Entre suenos y sombras: cuentos fantásticos

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    Entre suenos y sombras - Rubin

    Prólogo

    ––––––––

    Desde tiempos inmemorables, mucho antes de nuestra era y de concebir el mundo como lo conocemos, existían tierras lejanas e inhóspitas, en las que el bien y el mal libraban una batalla atroz día a día; en donde la supervivencia no estaba regida o ligada por el azar; y el huir del campo de batalla hacia lugares de resguardo no borraba el rastro de la muerte. Era sólo a través del adiestramiento para la guerra y del coraje para enfrentarse al temor cara a cara que uno podía asegurar al menos un día más de vida. Es en esas tierras lejanas del mundo antiguo habitaban y coexistían criaturas aterradoras, sacadas de las pesadillas más oscuras y bizarras del hombre. Estas, sedientas de sangre, eran capaces de olfatear el miedo a millas de distancia, como un olor fragante para perseguir con desesperación. Por tal motivo, el miedo no era una opción. El temor de la humanidad significaba la derrota de un ejército o la caída de un reino. Aunado a esto, existían feroces bestias de garras afiladas y enormes dragones que desplegaban sus alas imponentes, posándose orgullosos en la cima de las torres más altas de los castillos para contemplar al pueblo huir despavorido de su presencia y el vano esfuerzo de otros por tratar de detenerlos, mientras este se preparaba para incinerar todo a su paso, generando una ardiente llamarada desde sus entrañas.

    Aunque, por supuesto, después de tanto pelear, el hombre estaba preparado para resistir el ataque del enemigo, cualquiera que este fuera. Puesto que, a través del dominio del arte de la herrería, la aleación de los metales y el basto conocimiento en madera, era que el hombre, cansado de observar cómo la maldad se paseaba con soberbia por doquier, pudo crear armas poderosas, con las que quedó demostrado que el mal también sangra; y si sangra, entonces podía ser vencido. Aunque el secreto no estaba en las armas, por supuesto que no. Radicaba en la habilidad del portador al empuñarla con excelencia. Era la gracia con la que tomaban el hacha o la espada; sincronizando sus movimientos de cadera, piernas, torso, brazos y muñecas las que le otorgaban la victoria a una nación. Era su hábil mirada como de halcón y la precisión con la que tomaban las flechas, previamente colocadas en un arco, las que hacían la diferencia entre la vida y la muerte. Y de igual modo, el conocimiento de los libros de hechicería y la posesión de un báculo mágico; los que ahogaban las llamaradas consumidoras de los dragones.

    Eran tiempos muy violentos y complicados los que se vivían en aquellas tierras lejanas. Hoy en día, sólo podemos escuchar con asombro y temor las maravillosas historias, que son sólo el eco de lo que alguna vez fueron. Sin embargo, en tus manos tienes un ejemplar capaz de transportarte a estas tierras misteriosas, con el sólo pasar de página, una tras otra. Este libro, llamado Entre sueños y sombras: cuentos fantásticos, posee la ubicación en tiempo y lugar en donde se libraron las batallas más feroces; en donde atestiguarás en carne propia el oscuro y feo rostro del mal. En donde el sonido del acero chocando entre sí, los cascos de los caballos al galope y rugidos aterradores no se harán esperar. Pero ten cuidado, ya que una vez que te aventures a comenzar este libro, no habrá vuelta atrás, y no habrá camino de regreso; a menos que tengas el adiestramiento necesario para vencer a todas esas criaturas, que tanto han horrorizado por generaciones. Si a pesar de la advertencia deseas continuar, prepárate. Cíñete de tu armadura o túnica; toma tu espada, hacha, arco o libro de magia y prepárate para pisar lugares inhóspitos; tendrás que unirte a un ejército en contra de los orcos y salvaguardar la corona, atravesar con elegancia y fuerza el pecho de un troll, o atreverte a decapitar a un feroz dragón.

    Este libro es para ti... hombre o mujer valiente de espíritu aventurero.

    ––––––––

    Víctor Vega

    La Tierra Muerta

    Koldo Mendiko

    ––––––––

    «El odio a las razas no forma parte de la naturaleza humana; más bien es el abandono de la naturaleza humana». Orson Welles. 1915-1985.

    ––––––––

    Acto I

    Después de tres días y tres noches sin comer, Dolites tuvo que admitirlo, aunque este hecho lo avergonzara profundamente: el olor a asado de sus compañeros de armas lo torturaba, abriéndole sin remisión el apetito. Se llevó las manos a su rugiente estómago y volvió a mirar a su alrededor para comprobar que no era el único. En las jaulas donde estaba encerrado lo que quedaba de su batallón, los mismos rostros torturados por el olor a carne asada revelaban la angustia que embargaba a sus huestes.

    Las resonantes masticaciones de sus enemigos celebrando la victoria entre el crepitar de la grasa cocinándose en el fuego lo humillaban, sumiéndolo en un abismo de desesperación.

    Su derrota había sido rápida e inequívoca. El preludio de horas oscuras que hundirían al reino en la oscuridad y al linaje de Catango a la extinción. La esperanza lo había abandonado. Sin embargo, el día de la gran batalla se anunció con los mejores auspicios.

    Los augures habían asegurado una brillante victoria, ya que cada vez que los zerks cruzaban los territorios de las Marcas Orientales, eran derrotados.

    Los mensajeros habían informado de escaramuzas fronterizas, pero nada muy diferente de lo acaecido durante siglos. Siempre los mismos vanos intentos de los zerks por entrar en el reino, realizar algunas incursiones y volver a su guarida más allá de la Tierra Muerta con su botín. No obstante, la preocupación se había extendido al alto mando cuando se informó que varios puestos de avanzada ya no mostraban signos de vida y que una gran horda zerk había tomado posiciones en las grandes llanuras frente al territorio del reino.

    En vista de la amenaza latente, su soberano, el rey Pringales, había ordenado a Dolites como señor y guardián de la Comarca Púrpura, primer flanco de las Tierras Orientales, que fuera en su busca a través de los páramos desolados para exterminarlos.

    Habían sido arrogantes. Demasiado confiados en su antigua superioridad. Incapaces de imaginar que esa raza inferior les podía abatir como a un antílope en el desierto. La partida hacia el lugar de la batalla se había hecho con despreocupación. Una incierta jovialidad se apoderó de todas las huestes, incluidos los caballeros, seguros como estaban de la victoria. Convencidos de que, una vez eliminadas las alimañas, volverían triunfantes a casa para alardear de las hazañas acometidas en brazos de sus mujeres, que sin dudar beberían las palabras de estos valientes defensores del reino frente a la barbarie de los zerks. Todo habría terminado como de costumbre, con festejos y borracheras. Nunca se hubieran imaginado el participar en una fiesta donde fueran el plato fuerte.

    La carga de la caballería había sido magnífica. El sol alto en el cielo iluminó las miles de armaduras en la desierta llanura. Los caballeros en orden cerrado, lanzas en ristre, se habían precipitado como un solo hombre hacia la horda. Una masa compacta que los iba a barrer como briznas de paja. Como en tantas batallas, sus enemigos nada podrían hacer contra la ola asesina que iba a pisotearlos y enviarlos a las Tierras de Moria, donde vivían escondidos desde hacía siglos, más allá de la Tierra Muerta.

    Cuando los primeros hombres cayeron bajo las flechas, a Dolites no le importó. Siempre hay muertes en las batallas. El destino a veces decide que una flecha penetre por algún lugar defectuoso de la coraza. Pero cuando vio a su caballero acompañante atravesado por varios de los proyectiles, comprendió que el resultado de la batalla estaba tomando un mal giro. A pesar de sus protecciones, los caballeros fueron cayendo como fruta madura. Entonces, dio la orden de retirada, pero la maniobra era difícil de ejecutar para esa masa tan pesada en movimiento. En unos minutos, todo había terminado.

    Muchos fueron los derribados bajo la potencia de las flechas de nuevo cuño, capaces de atravesar las más resistentes corazas. Una nueva aleación de metales lo cambió todo. Dolites debió su salvación sólo a la caída de su corcel. Atropellado por el empuje de su caballería, había barrido el polvo, incapaz de levantarse para enfrentarse a la infantería enemiga.

    Contusionado y desorientado, sin conexión con el resto de sus hombres que se batían en retirada, Dolites fue hecho prisionero con cientos de sus camaradas. Despojados y arrojados en grandes jaulas, vieron cómo ensartaban vivos a los heridos y los asaban a la parrilla en enormes fogones antes de ser servidos como comida a esas sanguinarias criaturas.

    La risa de los zerk lo devolvió a la realidad. Con los nudillos blancos de apretar las barras de hierro de la jaula, observó con una insana mezcla de envidia y repugnancia cómo sus enemigos devoraban a sus hombres, riéndose mientras chupaban la médula de los huesos de sus pares en la desgracia.

    Las risas distorsionaban los rostros de aquellos seres inmundos. Sentados en el suelo se atiborraban de la carne de sus valientes camaradas, roían sus huesos y eructaban satisfechos, estirando sus cuellos para observar la desesperación que sus enemigos vivían en las jaulas.

    El sonido de la masticación de las bocas devorando los cuerpos asados de sus hombres estuvo a punto de volverlo loco. Al mismo tiempo, su estómago gruñía de envidia, ajeno al origen de ese tentador olor, listo para digerir cualquier alimento, sin importar su procedencia con tal de mantener vivo para aquel cuerpo el hálito de su vida. Pero no era el único. Después de tres días sin comer, el hambre atenazaba la voluntad de todos los hombres que sentían con desesperación y miedo la salivación de sus propias bocas en un rictus capaz de llevarlos a la demencia.

    La noche cayó sobre ellos sin previo aviso, pero los escalofríos que sentían nada tenían que ver con el frescor noctámbulo del desierto. Aunque estaban desnudos, el cambio de temperatura no era el único culpable de su condición.

    El espectáculo que Dolites estaba presenciando le heló la sangre. A la luz de las llamas, las sombras de sus carceleros se alargaban hasta el infinito, como en uno de esos teatros de sombras que contemplaba de niño, organizados por el maestro de juegos en palacio. Formas planas detrás de una cortina blanca. Personajes que contaban las extraordinarias aventuras de los paladines que siempre acababan venciendo al enemigo.

    Desafortunadamente para Dolites, esta batalla no había terminado con la victoria de los héroes. No se cuentan historias infantiles donde el héroe y sus amigos son ensartados y devorados. Habían fallado.

    Las lágrimas brotaron de sus ojos, pero se las secó con el dorso de la mano. Era Dolites Notari, señor de la Comarca Púrpura, guardián de las Marcas Orientales. No podía vacilar frente a sus hombres. Tenía que demostrarles que era digno de su rango, como su padre, como el padre de su padre hasta perderse en el lejano tiempo. ¿Qué pensarían sus antepasados al verlo así? ¿Lo culparían por su debilidad? ¿La vergüenza se reflejaría en su linaje? ¿Su casta sería el eslabón débil que habría permitido a los zerks invadir el reino? Las preguntas atormentaban su ánimo sin darle tregua para pensar. Se encontraba en una grave situación, la Comarca Púrpura sería la cabeza de puente para la conquista del reino. Su linaje quedaría marcado para siempre con el sello de la infamia y del fracaso.

    La historia siempre la cuentan los vencedores, y estaba seguro que los zerks no la escribirían. No disponían de un lenguaje escrito y sus crónicas se basaban en la transmisión oral entre los clanes. «¡Mejor así!», rumió Dolites con la furia de un animal atrapado. Prefería terminar en el olvido. Su historia sólo sería una anécdota, unas palabras murmuradas por los descendientes de los conquistadores entre los muros de su propio castillo.

    Sus desventurados pensamientos fueron interrumpidos por un alboroto en el campamento. Instintivamente, los hombres enjaulados trataron de dar un paso atrás en un afán de pasar desapercibidos, pero las estrechas jaulas se lo impidieron. Incapaces de enderezarse, se vieron obligados a permanecer amontonados, y este amasijo de carne y sudor favoreció aún más la transmisión del pánico que cada uno sentía a ser devorado por aquellos seres infernales.

    Los zerks, de repente, dejaron de comer. Gritaban, mientras golpeaban sus pechos y corazas en un extraño acorde que poco a poco se impuso con una fuerte musicalidad en la noche helada. Algunos levantaron sus sables hacia el cielo, mientras que otros se levantaron para arrancar una danza frenética, aullando como fieras enloquecidas. Uno de los grupos se precipitó hacia las jaulas, gritando y arrojando a los presos todo lo que encontraban a mano: piedras, palos, huesos, hasta los fétidos excrementos fueron a parar sobre la masa de hombres desnudos. Dolites recibió un fémur todavía cubierto de tiras de carne en la cara. A pesar del ansia que sentía por alimentarse, con un impulso repulsivo expulsó aquella carroña fuera de la jaula.

    La Tierra Muerta

    Koldo Mendiko

    ––––––––

    Acto II

    Los zerks parecían estar disfrutando de aquella diversión, cuando sonó un potente grito que tuvo el efecto de detener el linchamiento en seco. De repente, los zerks cayeron en un pesado silencio, al tiempo que uno de ellos, más alto y robusto que sus congéneres, caminó entre la multitud, deteniéndose para posar las manos con gesto paternal sobre las cabezas de los que se arrodillaban a su paso, hasta llegar a las jaulas.

    Una vez allí, y rodeado de lo que parecía su guardia privada, contempló largamente, asintiendo con la cabeza y con aire satisfecho, a la asustada tropa de Dolites. Luego, dirigiéndose a los allí encerrados, preguntó: «¿Quién es el jefe?». El asombro se leyó en el rostro de los soldados. ¡Un zerk que hablaba su idioma!

    —¿Tenéis un jefe o tengo que ensartar a unos cuantos para obtener una respuesta? —su voz grave y poderosa sonó como un ultimátum.

    Todas las miradas se volvieron hacia Dolites, que, sin mediar palabra, levantó una mano insegura. Sin miramientos lo sacaron de la jaula hasta depositarlo arrodillado a los pies del que parecía ser el comandante de la horda. Este le pidió que se levantara y con diplomacia lo invitó a sentarse en una mesa preparada con platos de carne humeante. Dolites apartó la mirada a pesar del hambre que lo atormentaba.

    —No soy un caníbal, yo no me como a mis hombres —aclaró con disgusto.

    El zerk lo observó, como midiendo la intensidad de sus convicciones, y luego dejó escapar una risa sardónica que fue imitada por sus hombres.

    —Es caballo, no uno de los tuyos. No somos tan bárbaros como para obligarte a comer a tus hombres —con estas palabras, el zerk parecía imponer las reglas de lo que parecía una negociación.

    Ante este cambio de comportamiento, Dolites dudó... ¿Era una trampa? El olor de la carne asada lo mareaba, y casi podía escuchar a su estómago rogándole que creyera en la palabra del zerk. ¡Comer!, era lo único que su mente le permitía pensar. ¡Comer!, le urgía todo su ser. Sin embargo, tuvo que resistir. No podía permitirse comer mientras sus hombres hacinados en jaulas se morían de hambre. Dolites se irguió y cruzó sus brazos sobre el pecho en señal de negativa. El zerk tomó su plato y agarró un trozo de carne que con avidez se metió en la boca, luego eructó con satisfacción.

    —Vamos, sin remilgos. Tus caballos son deliciosos. Podemos ver que los cuidas bien, saben mejor que tus soldados.

    Dolites temblaba de rabia e impotencia. Quería matar a esa abominación que lo desafiaba, pero sabía que su intento no tendría ninguna posibilidad de prosperar. Desnudo, desnutrido y rodeado de guardias, sus opciones eran nulas frente aquel coloso acorazado.

    —¿Tienes un nombre? —preguntó altivamente el zerk, a la vista del comportamiento retador de Dolites.

    ¡Por supuesto que tenía un nombre! El que su madre había elegido cuando nació. El que ella había querido, en contra del consejo de su padre, que quiso que su hijo se llamara Horacio, como él, como todos los primogénitos de su linaje. Los augures lo habían visto como una señal negativa, una blasfemia que traería la desgracia a su familia.

    Lamentablemente, a su pesar, parecía que tenían razón.

    —Mi nombre es Dolites Notari, señor de la Comarca Púrpura y guardián de las Marcas Orientales, frontera inexpugnable que a pesar de esta derrota nunca lograréis traspasar.

    Los zerk trajeron más platos humeantes de carne y fruta, con la intención de continuar el banquete. Las cartas estaban echadas, su suerte tal y como pronosticaron los augures había caído en el abismo, pero estaba preparado para morir con dignidad.

    —Si la carne no te estimula, al menos come algo de fruta. Necesito que estés en condiciones de parlamentar... Por cierto, me llamo Zork, y soy el batú kan de la horda zerk.

    Un rayo de esperanza apareció en el horizonte negro de Dolites. Si Zork quería hablar, entonces no se había perdido toda esperanza. Tomó una jugosa fruta y la mordió, su dulce jugo corrió embadurnando su barbilla bajo la mirada jocosa de su anfitrión, que le pasó una jarra de agua para mitigar su sed. De pronto, un sentimiento de culpa lo inundó y, recobrando la confianza, se encaró con el batú kan de los zerks.

    —Si quieres hablar, te pido una condición; que mis hombres sean alimentados. De lo contrario, morirán, y sólo tendrás esqueletos para alimentar a tus hordas —era el ultimátum de Dolites.

    Zork volvió a emitir una risa sarcástica, se metió otro trozo de carne en la boca y masticó concienzudamente. Luego lo miró y se dispuso a hablar:

    —Dolites Notari, señor y guardián de la Comarca Púrpura, no tenemos intención de comernos a tus hombres. Incluso si tu petición corre el riesgo de incomodar a algunos kanes, te la concedo. Tus hombres comerán. Sois mis prisioneros y mi gran kan tiene otros planes para vosotros.

    Dolites miró a su alrededor. Su mirada se posó en las fogatas donde se asaban algunos de sus hombres. Como si hubiera adivinado el hilo de sus pensamientos, Zork continuó:

    —Esos hombres que están siendo asados, son los muertos de la batalla o los gravemente heridos. Les hemos hecho un servicio al aliviarles su sufrimiento. Hemos demostrado... ¡Ah, sí!... Humanidad.

    Dolites apretó los puños al escuchar semejante blasfemia. ¡Criaturas sedientas de sangre comiéndose a sus hombres y el zerk hablaba de humanidad! ¡No era piedad! La piedad no era antropófaga, no asaba a sus congéneres para devorarlos entre gritos y farras. Su alteración fue percibida por Zork.

    —¿Acaso, sabéis vosotros lo que es exactamente la humanidad? Nunca habéis hecho prisioneros. Ejecutabais a los zerks capturados. Todos quedaron muertos en el campo de batalla. Nunca habéis buscado dialogar ni comprender nuestras motivaciones. Durante siglos, nos cortasteis en pedazos, sin demostrar una pizca de piedad. Entonces, te pregunto ante tu indignación: ¿qué entendéis tú y tu gente por humanidad? ¿Crees que os tratamos mal? Pero, esto es la guerra, Dolites. Una guerra sin piedad, que sólo entiende del horror de la matanza, y es una pena, especialmente para nosotros, que nos vemos enfrentados sin posibilidad de llegar a un acuerdo. Porque soy yo el delegado por nuestro gran kan para comandar esta misión que permitirá que nuestro pueblo pueda prevalecer y sobrevivir fuera de las Tierras de Moira.

    Era un gran alegato, crudo pero fiel a lo que había acontecido entre los dos pueblos durante siglos. Dolites quería llegar a entenderlo, pero no podía. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué los perdedores durante generaciones ahora prevalecían como ganadores? Un acuerdo entre los dos bandos podría acabar con la lucha. Integrar al enemigo como aliado y guardián de la frontera del reino no sólo evitaría los riesgos de una guerra continua que ahora podían perder, sino que se aseguraba la colaboración o la anuencia de aquellos que podrían ponerlo todo en peligro. Platón, uno de los grandes filósofos del reino, definía así la política de pactos: «Quienes comulgan con la idea de los pactos, parecen olvidar que, para llegar a construir, siempre es necesario destruir primero, que la paz derivada de la agonía de la lucha pasa por el ejercicio del poder de una de las partes, al menos en el mundo que conocemos».

    El pacto de hoy sería la derrota del futuro. El reino estaba construido sobre miles y miles de muertos. Eran demasiadas cuentas pendientes para liquidarlas sin represalias históricas de cada una de las partes. Por lo tanto, era necesario ganar. Esta era su única opción.

    —Nuestro rey no te dejará pasar. Unirá a todos los bandos y luchará con todas sus fuerzas. Mi soberano nunca aceptará la presencia de las hordas en nuestra tierra. Enviará a un ejército gigantesco y os aplastará. Puedes estar seguro de ello.

    Las palabras de Dolites sonaban más a amenaza que a advertencia. Zork se recostó en la silla. Observó a su rival y concluyó que no entendía lo que intentaba trasmitirle, que estaba siendo víctima del síndrome del náufrago; agarrándose desesperadamente a todas las convicciones del pasado para no morir ahogado. Dolites aún no entendía cómo habían perdido la batalla. No lograba entrever que las cosas habían cambiado para siempre.

    —Puede que tengas razón —admitió Zork, sin dobleces—, pero algunos de los tuyos piensan que sería bueno tratar con nosotros. ¿Cómo crees que aprendí tu idioma? Desde hace años, algunos de tus compatriotas comercian con nosotros a cambio de esa materia dorada que os vuelve locos. Tenemos oro, lo tenemos en abundancia. Pero el oro no se puede comer, por desgracia para nosotros. Aunque sí nos permite comerciar con armas, mercaderías, información... alianzas también...

    No podía creerlo. La noticia era demasiado dura para poder asimilarla. Mientras unos dejaban la vida en una lucha inagotable, otros se lucraban con los enemigos jurados del reino, rompiendo todas las reglas de lealtad hacia los pares y su rey.

    —¡No te creo! Ningún caballero traicionaría a su pueblo. ¡Ni siquiera por oro! —las exclamaciones de Dolites evidenciaban que vivía fuera de la realidad.

    —O eres un ingenuo, lo que lamento, o eres un romántico, lo cual no conviene para un soldado. ¿No crees que el oro puede comprar todo, incluso voluntades? —la respuesta de Zork era ponderada y tenía argumentos para sostenerla—. He oído hablar de padres que venden a sus hijas por unas pocas monedas de oro, para abastecer vuestros burdeles. ¿Quién puede ser tan monstruoso como para vender a sus propios hijos? ¿Tienes hijos, Dolites? ¿Los venderías por un poco de oro? Estoy seguro de que no. Sin embargo, sabes que otros lo hacen y no actúas para evitarlo. Es más, pagas con oro a tus soldados para que puedan comprar placer en esas casas de lenocinio. Tal vez, tú mismo eres dueño de otras personas sobre las que tienes derecho de vida o muerte. ¿Dónde está la humanidad? Contéstame.

    La pregunta de Zork estaba fuera de sus convicciones. Para Dolites, había dos clases de personas: los señores y los siervos. Los señores despreciaban como malo todo lo que era fruto de la cobardía, el temor, la compasión, todo aquello que era débil. Y apreciaban como bueno, en cambio, todo lo superior y altivo, fuerte y dominador. La moral de los señores se basaba en la fe en sí mismos, el orgullo propio. Y su función social era proteger a los más débiles, entre los que se contaban las mujeres, los ancianos, los niños y los esclavos. Siempre había sido así, y era un honor formar parte de los elegidos para gobernar.

    —Que haya esclavos forma parte del orden natural de las cosas. Sólo son bienes que se pueden comprar o vender, como los caballos. Aunque estos, en términos generales, son más valiosos. Yo mismo tengo decenas de esclavos y puedo asegurarte de que los trato con justicia. Así ha sido siempre y así será.

    Estas fueron las engreídas palabras con las que Dolites se despachó frente a un bárbaro que no entendía la diferencia entre una sociedad basada en la manada y otra culta y estratificada que ordenaba el mundo según la valía y el origen social.

    —¿Estás seguro? ¿Qué crees que pasará si prometemos la libertad a vuestros esclavos? Dime, Dolites... ¿Te seguirán sirviendo o se rebelarán? ¿Se unirán a nuestras filas para luchar contra la opresión de sus antiguos amos o perderán sus vidas luchando contra sus libertadores?

    Las preguntas desbordaban la capacidad de reacción de Dolites. Lo que Zork planteaba no podía pasar, estaba fuera de toda lógica. Pretendía confundirlo con extraños planes de intereses espurios. Cuestionar el orden establecido sería romper el frágil equilibrio que mantenía al reino tal como era. Tenía claro que no acabaría su vida siendo un traidor.

    —Tomaremos vuestras tierras. Las conquistaremos y nos instalaremos en ellas para siempre. Cultivaremos cereales y criaremos ganado. Les daremos a nuestros hijos un futuro donde nunca pasarán hambre. Ese y no otro será nuestro destino —concluyó Zork.

    Más que un discurso era un alegato sobre los tiempos por llegar. Sus palabras, de ser ciertas, significaban la desaparición del reino, y la súbita aparición de una raza cruzada, dominada por el poder y la cultura de los conquistadores. Ante el horizonte que se vislumbraba, Dolites golpeó con rabia la mesa, dispuesto a hacer frente a tanta adversidad.

    —¡Eso nunca sucederá! ¿Me oyes? ¡Nunca!

    El ánimo de Dolites se quebró, le resultaba insoportable la idea de que, en pocos años, su cultura, su forma de vida, sólo fueran cosas del pasado. Abatido por la dura realidad que los nuevos tiempos presagiaban, sintió que un abismo se abría bajo sus pies, al percibir que al margen de su familia, le quedaban muy pocas cosas por las que luchar.

    —Mira, Dolites, la suerte está echada. Es por eso que el gran kan me ha pedido que entregue un mensaje a tu soberano, y quiero que tú te encargues de ello.

    Eso fue todo. Sin más que parlamentar, Zork se levantó y le indicó a Dolites que lo siguiera. Acompañados de una buena escolta, llegaron frente a las jaulas donde sus camaradas de infortunio los vieron llegar, con una mezcla de esperanza y miedo.

    La Tierra Muerta

    Koldo Mendiko

    ––––––––

    Acto III

    La presencia de los dos comandantes creó una gran expectación entre los cautivos. Esperaban alguna resolución que los liberara. Querían salvar sus vidas, evitar ser ensartados y asados como conejos. Sin embargo, lo que les esperaba no estaba en sus manos, sino en las de sus enemigos.

    Vistas así las cosas, a Dolites sólo le quedaba llegar a un acuerdo para liberar a sus hombres. Pero el asunto no terminaba ahí, Zork aún no había jugado su última baza.

    —Como verás, Dolites, no tenemos nada que perder. Tomaremos vuestras tierras y crearemos un nuevo orden. Los que no acepten se tendrán que ir. No tomaremos prisioneros para convertirlos en esclavos, y los que se rindan podrán integrarse en la nueva sociedad. Esta es la resolución del gran kan. Serás liberado con todos tus hombres para que puedas ir y contarle nuestra propuesta a tu soberano. Si acepta, podrá evitar una gran matanza.

    —Sabes que él se negará. Y yo también. Si me sueltas, me encontrarás de nuevo en tu camino y lucharé contigo para que no puedas conseguir tus objetivos. La guerra prevalecerá y nosotros venceremos.

    —No lucharás contra nosotros, ni tampoco tus hombres. Veremos si eres tan valiente como dices...

    Las últimas palabras de Zork crearon incertidumbre entre los cautivos. Todos supusieron que se libraría un duelo, pero lo que aconteció a continuación los dejó asombrados. Sin previo aviso, Zork llamó a uno de sus guardias y le sopló algo al oído. El guardia solícito fue hacia las jaulas y enseñó su mano derecha. De repente, empezó a morder su pulgar hasta lograr arráncaselo ante la mirada atónita de los presentes. Tras el asombro, los gritos de terror resonaron entre los presos que se amontonaban buscando una salida que no existía.

    «A veces es mejor inspirar terror que propagarlo», las palabras de Platón resonaron en el interior de Dolites. Habían desestimado la fuerza del enemigo, ahora se daba cuenta del grave error. Se enfrentaban a una raza convencida de su destino. Nada los pararía hasta llegar a su triunfo final.

    Después del bestial acto, el soldado miró a su comandante, expectante por recibir una nueva orden. ¿Iba a arrancarse otro dedo? No parecía sufrir dolor, y todos pensaron que se los arrancaría uno a uno para demostrarles a qué se enfrentaban, pero Zork le hizo señas para que regresara a las filas.

    —Ahora te toca a ti, Dolites. Muéstrame qué es el coraje —le ordenó Zork, al tiempo que le enseñaba uno de sus pulgares.

    —¿Has perdido la cabeza? ¿Por qué haría tal cosa? — señaló Dolites, sin llegar a entender el juego macabro en el que se encontraba.

    A una orden de Zork, los guardias sacaron de las jaulas a uno de los prisioneros desnudos y lo ensartaron con un palo. Un grito desgarrador heló la sangre de Dolites. Un grito que sólo cesó cuando el trozo de madera salió por la boca de aquel desdichado. Luego lo colocaron sobre el fogón y empezaron a asarlo. Los espasmos no se detuvieron hasta que su cabello empezó a arder y su piel se abrió de golpe, dejando escapar una grasa espesa y amarilla.

    —¡Vamos, Dolites! —gritó Zork, en medio de la confusión que había generado entre los prisioneros—. Si no lo haces, tus hombres terminarán de la misma manera. ¿Qué son dos dedos comparados con una sola de estas vidas?

    Dolites observó a sus hombres. Algunos lo miraban suplicantes, otros terriblemente avergonzados por el sacrificio que le pedían. El zerk que se había arrancado un dedo lo había hecho estoicamente, como si se estuviera deshaciendo de una astilla clavada debajo de una uña. Esta determinación le infundió fuerza para aceptar el repugnante reto. Sus hombres lo valían.

    Se palpó el dedo meñique de la mano izquierda. Se metió el dedo en la boca y apretó los dientes, calculando el corte con total precisión.

    —¡Pulgares, Dolites! Pulgares. Y en su totalidad. No debes ser capaz de sostener una espada, ni tan siquiera una lanza.

    Si su dedo meñique le parecía casi imposible de arrancar, pensó lo que podría hacer con los pulgares. Parecía un hecho imposible. Se metió el pulgar en la boca y se dispuso a ejecutar lo inevitable. De pronto, retiró el dedo y se dirigió a Zork.

    —Prefiero que me mates, no ejecutaré esta atrocidad — aseveró con arrojo, pensando que así terminaría su calvario.

    —¡No lo has entendido! Si no te los arrancas, tus hombres morirán empalados y sus cuerpos acabarán siendo consumidos por mi horda.

    Ahora se podía leer el terror en los rostros de todos los soldados. Entendieron que su destino dependía de la tenacidad de su líder. Un líder que los conduciría a una muerte atroz si no actuaba.

    —¿Qué pasa, Dolites? ¿Te falta el coraje necesario para salvar a tus hombres? —la pregunta de Zork buscaba quebrar su voluntad, necesitaba un enemigo sumiso para que su amenaza tuviera todo el efecto deseado.

    Dolites se encontraba en una situación sin salida. Si no actuaba, morirían todos. En ese momento, sin proponérselo, una evocación de la infancia acudió en su ayuda: Era una jornada de caza, él y su padre caminaban sobre la nieve en la fría mañana de los bosques orientales, en busca de trampas para conejos instaladas el día anterior. De repente, una mancha de sangre visible en el blanco inmaculado de la nieve. Luego, apareció una pata arrancada atada al tramposo lazo del cepo. Ante su mirada perpleja, su padre le explicó que ciertos animales, atrapados, preferían morder el miembro prisionero y arrancárselo antes que dejarse capturar.

    El recuerdo lo sacudió por dentro. Su padre le había entregado el miembro cercenado para que siempre recordara que la libertad tenía un precio. Después hundió los dientes en la base de su pulgar y comenzó a roer la carne. Suave al principio, para evitar sentir el dolor tan agudo que le traspasaba el cerebro. Por un momento, pensó que no lo conseguiría, ahogado por las lágrimas que brotaban de sus ojos.

    El dolor era insoportable, tan fuerte y violento que una ola helada le atravesó el cuerpo. El salado sabor de su propia sangre que brotaba ahora de la herida lo impulsó a morder con más fuerza para acortar la agonía. Entonces, una especie de frenesí se apoderó de él y lo empujó a cortar una y otra vez hasta llegar al hueso expuesto, que partió con sus dientes. Su pulgar aterrizó en el suelo, mientras un Dolites herido se agarraba la mano de la que colgaban tiras de carne ensangrentada. Finalmente, se derrumbó.

    Sus hombres sabían que estaban salvados. Un silencio revelador se apoderó del lugar, sólo roto por la estentórea voz de Zork.

    —¡Has sido muy valiente, Dolites Notari! Lástima que no estemos en el mismo lado.

    Zork se arrodilló a su lado, agarró la mano ensangrentada de Dolites, sacó su daga y de un tajo cortó los colgajos.

    Luego, y sin que nadie se diera cuenta, le cortó limpiamente el pulgar de la otra mano. Dolites gritó en estado de shock por el dolor, pero antes de que pudiera hacer el más mínimo movimiento, un soldado lo agarró con fuerza y vendó sus heridas con una tela recubierta de una especie de pasta que alivió el sufrimiento.

    Los hombres fueron extraídos de las jaulas y sus pulgares sufrieron el mismo destino. Ya no serían útiles para las armas. Los zerks los iban cortando y los arrojaban en un gran frasco de cristal. El tiempo parecía alargarse, los que todavía tenían sus dedos parecían resignados a perder una parte de su anatomía. Después de todo, ¿qué son dos dedos a cambio de salvar la vida?

    —Ya no llevarás armas contra nosotros, Dolites. Esta será la justicia que impartiremos si tu pueblo se rinde. No más muertes, no más masacres. Intentaremos conciliar la justicia con la libertad, seremos misericordiosos con los vencidos, y cuando rindáis las armas no habrá más mutilaciones. Explícale a tu soberano que hemos sido magnánimos. Pero si se atreve a enfrentarnos, dile que también podemos ser feroces y despiadados. Lo has visto con tus ojos y tus hombres podrán dar testimonio. De cualquier forma, tu gente sabrá lo que pasó aquí y sólo los locos querrán enfrentarse a nosotros.

    Zork le entregó el frasco repleto de los pulgares que testimoniaban que los zerks querían paz, que no querían enfrentamientos. Los pulgares así lo demostraban.

    Dolites sabía que su soberano no lo escucharía, pero tenía que intentar convencerlo, y lo haría con todas sus fuerzas. Y mientras conducía por la Tierra Muerta a sus hombres en busca de las Marcas Orientales, comenzó a rezar a sus dioses para que la paz permaneciera, porque estaba seguro de que si la guerra continuaba, su pueblo no sobreviviría.

    Bajo el manto del abismo

    Bruno Cogo

    ––––––––

    Somos la Hermandad Dorada, defendemos el mundo de la llegada de las entidades del abismo. Eso es lo que dijo mi padre, eso le dijo su padre. Pero para mí, él siempre fue un misterio, rara vez estaba en casa, siempre envuelto en secretos y deberes de la Hermandad. Nunca bajaba al sótano, un lugar que tenía estrictamente prohibido. Sin embargo, una noche, mientras exploraba la casa en su ausencia, me aventuré hacia lo desconocido.

    Veo la oscuridad cubrir nuestra tierra, y yo, un simple aprendiz, me debato entre la confusión y la urgencia de entender mi propio destino. Aunque llevo la sangre de la familia Ungonix, aún no comprendo cómo utilizar mi poder.

    Escucho la voz de mi madre desde el piso superior.

    —Madre, ¿qué ocurre?

    —Los shur-thun nos atacan. ¡Tenemos que ir al sótano! Mi corazón late más rápido mientras me aventuro hacia el lugar prohibido. La puerta cruje al abrirse, revelando un lugar oscuro y misterioso. Allí, entre las sombras, veo altares de invocación que nunca antes había visto. Lugares donde se capturaban almas y las confinaban a la carne. No entiendo lo que veo, pero la visión me deja inquieto. La voz de mi madre me devuelve al presente.

    —¡Tenemos que ir al sótano!

    Nuestra casa es pequeña en la aldea, y la urgencia de la situación se cierne sobre nosotros. Somos una de las familias mágicas más fuertes, pero nuestro poder parece fallar en momentos cruciales.

    Estoy oculto en el sótano. Estas criaturas son despiadadas, sus orejas puntiagudas lo oyen todo. Debo respirar más lento si no quiero que me atrapen. Sus reflejos son increíbles; podrían darle a una mosca a kilómetros con una de sus flechas. Su piel violácea parece brillar con la luna. Malditos. Pisan las tablas de la casa. El polvo cae sobre mi nariz. Quiero toser. Así lo hago; no puedo evitarlo. Mi madre sale del sótano para llamar la atención. Me pide que corra. Veo cómo el acero de las espadas shur-thunicas corta su cabeza de un solo movimiento.

    Corro entre las llamas de la aldea, tratando de ver sobre mi hombro. Siento la risa y la mirada penetrante de uno de ellos. Gritan algo en su idioma: «Jiab Karysh».

    Tropiezo con una roca. Tengo apenas nueve años y soy muy débil. Mi aldea arde. Es de noche y nieva en la pradera. Mis rodillas raspadas marcan con sangre un camino mientras me arrastro. Siento un gusto metálico en mi boca, me he cortado el labio. Siento mis lágrimas y mi sangre. Mi corazón se acelera. Estoy rodeado; tres de ellos se burlan de mí. Sus armaduras de Hilldril elegantes protegen los cuerpos de las criaturas. Malditos. Sus cabellos blancos y largos caen a lo largo de sus espaldas mientras ríen y gritan «Jiab Karysh». Sus pupilas brillan con un color blanco en sus ojos negros. Voy a morir, pienso, hasta que un rayo azul vaporiza a uno de ellos.

    Una sombra humana cubierta con una túnica dorada cae delante de mí. ¡Detrás de mí! Yo conozco esa voz, es mi padre, que ahora evade los cortes de las afiladas espadas. ¡A pura gallardía crea puntas de hielo con la nieve que cubre el suelo! Estalagmitas atraviesan a los dos seres que quisieron matarme. Empiezo a llorar.

    —Padre, mamá está...

    —Sí, lo sé —me responde.

    Esa noche, mi padre y yo huimos de la aldea Har Har, tomamos el camino sinuoso entre las montañas hasta llegar a una vieja posada. Allí, el posadero me ve golpeado. Mi padre explica que tuvimos un accidente y si, por favor, puede darnos una habitación y algo de comida caliente.

    —¿Cómo me pagarás? —pregunta el hombre barbudo con expresión burlona. Mi padre señala una habitación y dice que allí hay una niña enferma. Que si puede curarla, nos dará lo que pidamos.

    El posadero no pudo pensarlo dos veces.

    —¿Cómo sabía eso? De todas maneras no puedo dejar que te acerques a ella. Tiene una enfermedad contagiosa.

    —Puedo curarla —asegura mi padre.

    El posadero, desconfiado, pero aún con algo de esperanza, lo permite. Sólo una tenue luz ilumina la habitación. Una niña tose débilmente. Mi padre se acerca y mira la planta de sus pies. El posadero se sorprende.

    —¿Qué es eso?

    —Su hija ha pisado el sello de los Von Dover. Es una magia de protección para evitar que pasen forasteros a ciertas tierras. Se cura muy simplemente, diciendo... Revod Nov —repite la niña, y así se cura. Las marcas en su piel, como un sello en carne viva, desaparecen.

    Más preguntas aparecen en mi cabeza. ¿Por qué mi padre, tan poderoso, no es rico? ¿No es el monarca de la región? ¿Qué está pasando aquí? El posadero abraza a su hija con lágrimas y dice:

    —Cualquier habitación es suya, el tiempo que quieran. Entramos a una habitación del primer piso de aquella taberna. Hace frío y mi padre ve el vapor salir de mi boca junto a mi mirada perdida. Ni siquiera puede comprender que mi madre ya no está. Así es la vida de un mago, aprendemos a controlar las emociones. Mi padre lo sabe y mientras me desmayo en el suelo sobre unas pieles de animales, me susurra:

    —Descúbrelo, somos hijos del Fénix Azul, la última línea de defensa contra el abismo.

    Ya es de mañana, mis heridas han sanado. Mi padre entra en la habitación.

    —Hijo, debes quedarte aquí. Tengo un mapa con la ubicación de los shur- tun; es el bosque de Sarzak Kalioum, un bosque maldito.

    —Padre, ese lugar está a días de aquí; nunca llegarás.

    Mi padre sonríe.

    —Un mago hace sus propios caminos. Ungonix. Simplemente pide dónde quieres estar.

    Mi padre me mira y luego me dice que cuidará de mí. Se desvanece, y como si todo a su alrededor se retorciera, sólo veo un destello.

    —Puedo y quiero ayudar a mi padre.

    Bajo las escaleras, salgo de la posada y me encuentro con montañas y bosques cubiertos de nieve. El posadero sale gritando.

    —¡Niño, espera!

    Corro por la ladera y caigo por un barranco nevado, llorando y pensando en lo inútil que soy. Sólo puedo maldecir a la Entidad Creadora de nuestro reino por hacerme tan débil. Me incorporo y veo un lago congelado. Lo comprendo; mi padre me ha hablado de esto. No es casualidad; estoy parado en una de las líneas Ley, un punto de magia muy fuerte. Aquí murió un dragón, y cuando mueren, colapsan la realidad sobre ellos mismos, brindando magia natural. Mi padre lo sabía; toda la taberna frente a este lago es un portal. No estamos a días, sino a metros. Sólo debo cruzar los árboles que se ven diferentes al resto.

    Camino y sólo con cruzar las coníferas con nieve, el cielo se torna negro, se hace de noche y el aire se vuelve gélido. Bajo la montaña de la eterna penumbra viven los shur-tun, hijos del abismo. Allí debo ir. Veo estructuras elegantes colgando en los árboles de un platino brillante, todo está en llamas azules. Escucho un quejido. Bajo unas láminas metálicas, un shur-tun herido gravemente.

    Lo miro, tomo una enorme roca para aplastarle la cabeza, pero no puedo hacerlo.

    —¿Dónde está mi padre? —pregunto.

    —La Hermandad... Ungonix, engaño... sangre... maldad.

    —¿Qué es Jiab Karysh?

    El shur-tun abre los ojos de par en par y dice: —Sin padres.

    —Así es, ¿cómo llegaste aquí?

    Es la voz de mi padre.

    —O eso creía, ¿por qué me llaman sin padres?

    —Has llegado tan lejos, mi pequeña creación. Un día, tu descendencia decidirá el destino de la humanidad más allá del lago infinito. Nuestra sangre tiene un secreto; se vuelve fuerte con el mal y el caos. Hemos sido traicionados. Tú no tienes madre, tampoco padre; naciste de una invocación. Eres un espíritu capturado en un caldero. El rey mandó a matarte, eres una creación protegida por la Hermandad.

    —Padre, ¿qué soy yo?

    —Lo descubrirás, yo te guiaré. Pero antes, debes saber que no estoy aquí, nunca lo he estado. Tu madre fue una creación mágica. Por eso el dragón muerto. Necesitaba estar cerca de esa esencia. Eso atrajo a los shur-tun. Ellos no hubieran cruzado si esa niña no hubiera curioseado por la tierra de los Von Dover hace unos días; estabas a salvo. Ahora tienes que decidir qué harás con la maldad que está naciendo.

    —Comprendo, padre. Mi existencia es una paradoja: al aumentar la maldad en el mundo, mi poder se intensifica. Si opto por la oscuridad, mi poder se alimenta hasta desvanecer mi propia existencia. Por eso no estás aquí; por eso te he visto tan poco.

    Mi padre dice que su forma física se disipa debido al exceso de magia, ya que ningún cuerpo material podría resistir tal poder. Ahora es como un espectro que viaja entre mundos.

    —Tienes el poder. ¿Qué harás, Jiab Karysh, Ungonix?

    Reino Olvidado

    Lya CG

    ––––––––

    Había una vez una joven llamada Evaluna, ella creía en la magia escondida en las grietas y recovecos del mundo. Los bordes de las puertas, las letras de un teclado, entre los pétalos de cada flor. Evaluna lo mantuvo en secreto. No todos los días veías a una joven casi adulta tratando de aprobar sus clases de secundaria, vislumbrando al sol entrar por una ventana, esperando que sus rayos estallaran en destellos y transformaran el salón de clases en un salón de baile.

    Escribía sobre sus teorías mágicas en las últimas páginas de sus libretas. Inventaba sistemas mágicos, decodificaba puntos en el tiempo y espacio que se suponía que le permitirían abrir un portal a un reino diferente, que poseía magia que la gente sí pudiera presenciar. Estaba segura de que en la universidad su tesis sería una verdadera investigación sobre los hallazgos de la magia en el mundo real.

    Si a la gente se le ocurrían historias sobre zapatos rojos brillantes y brujas malvadas, ese conocimiento debía haber venido de alguna parte. Es lo que Evaluna usaba como argumento cada vez que su propia cabeza se comenzaba a llenar de dudas.

    Una mañana, en su casillero, Evaluna trataba de encontrar su libreta de matemáticas, que, si era honesta, apenas contenía números y ecuaciones. Realmente necesitaba terminar su tarea, pero en su defensa, anoche se le ocurrió una manera de asignar un color a una habilidad mágica. Estaba segura de que el azul significaba control de los cielos y que el amarillo era lo que hacía crecer las flores en el jardín de su madre.

    Buscó el fondo de su casillero, rebuscó entre el desorden y juró haber escuchado un leve chillido desde el interior. Evaluna retrocedió sorprendida. ¿Había un ratón ahí dentro? ¿Se volvió a escapar el hámster del salón del señor Paddington?

    Evaluna agarró todo lo que estaba dentro de su casillero que podía equilibrar en sus brazos y, asomando detrás de su estuche de lápices, había un tenue brillo dorado. Dejó todo y alejó su estuche de la luz dorada, excepto que el brillo desapareció.

    Los ojos de Evaluna viajaron desde el interior de su casillero hasta el espejo magnético pegado a la puerta. Allí estaba. Una pequeña mota de luz, excepto que tenía unos brazos diminutos y una cabecita con brillo

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