Letras bajo la luna roja, parte 1
Por Rubin
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Bajo la ominosa luz de la luna roja, las palabras cobran vida y los miedos más profundos emergen de las sombras. Letras bajo la luna roja es una antología fascinante que reúne más de 130 cuentos de terror y misterio, escritos por talentosos autores de todo el mundo. Dividida en dos partes, esta colección te llevará a un viaje perturbador a través de lo desconocido.
¿Qué revelará la luz de esta profética luna roja? Criaturas fantásticas, situaciones escalofriantes, personajes desquiciados y las historias más perturbadoras. Nadie estará a salvo después de voltear la primera página de este libro.
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Letras bajo la luna roja, parte 1 - Rubin
Prólogo
––––––––
Para no caer en la tentación de nombrar la Biblia, el Corán, los Vedas; podría comenzar por algún pasaje de Las mil y una noches, ese en que la esposa de Simbad el marino cae enferma y muere, entonces Simbad es sepultado al lado de su mujer, en una caverna utilizada como tumba comunal, con una jarra de agua y siete piezas de pan. Ahí nuestro personaje se convierte en un asesino para poder sobrevivir y regresar a casa. Mejor tomar un autor como E.T.A. Hoffmann, aunque pueden sentir un estremecimiento al recordar a esa mujer chillona y agria que le gritaba al joven que huía: «¡Corre..., corre..., hijo de Satanás, que pronto te verás preso en el cristal!», esa voz tenía algo de horrible en esa maravillosa historia que es El puchero de oro. Cruzando el mar tenemos a Edgar Allan Poe, que para nuestro deleite desarrolla tres grandes formas en su literatura: el horror puro, el terror metafísico y el cuento racional —digamos la génesis del cuento policial o criminal—. Sin lugar a duda, se erige como el patriarca del cuento moderno, con sus narraciones pobladas de personajes casi fantasmagóricos, con escenas de enterramientos prematuros, con caminataspor misteriosas catacumbas, ahí aparece un miedo que surge más allá de toda causa.
El terror, el misterio y el suspenso nos atrapan, nos sumergen en la lectura de historias que nos hacen temblar las carnes. Es imposible dejar de nombrar a Ann Radcliffe con sus narraciones, en las que se describen con maravillosa precisión castillos en ruinas, puertas misteriosas y espectros terroríficos.
Luego nos eriza la piel, los monstruos, comenzando por Mary Shelley con su Frankenstein o El Prometeo moderno, continuando con aquel irlandés, Bram Stoker, y su romántico Drácula. Pero el tiempo, como el terror, nos come, y así, llega ese gran innovador del género, que es H. P. Lovecraft, y nos acerca al horror cósmico. En estos días nos estremecen las inagotables historias de ese maestro que es Stephen King.
Sin embargo, nadie mejor que Franz Kafka, un escritor visionario. Gracias a él podemos entender muchas cosas de nuestro tiempo, citaré dos textos que me produjeron escalofríos: Metamorfosis y En la colonia penitenciaria, escrito en los albores de la Primera Guerra Mundial, para mí uno de los relatos más terribles y cautivantes a la vez; allí se cuenta la historia de un explorador que llega a una exótica isla. Allí no rige ningún tribunal, eso sí, existe una sofisticada máquina de tortura que dicta sentencia y ejecuta a los condenados en cuestión de horas. Esta narración tiene escasos elementos escénicos, un lenguaje frío, es una metáfora de la brutalidad, la crueldad del mundo actual.
Un mundo injusto, despiadado, cínico, dominado por artefactos tecnológicos y por tecnócratas amorales que los adoran. Un mundo plagado de guerras absurdas, letales y eternas.
En esta selección de relatos que realiza Luna Roja, los lectores podrán hacer un viaje por esas regiones en apariencia comunes y a la vez extraordinarias, en las que nos sacudirán emociones como el miedo, el odio y la maldad. En muchas se prescinde de elementos morales o éticos, se resalta lo mórbido, lo terrorífico. Algunos de los textos muestran una atmósfera macabra, siniestra; eso se refleja tanto en el pensamiento como en el accionar oscuro de los personajes. Podremos disfrutar de antihéroes trágicos en un mundo predestinado, donde participaremos de castigos y torturas. Estos matices confieren a los textos un ambiente ideal para estremecernos a través de las palabras.
En un momento estas historias nos llevan ante la presencia de una diosa, o del demonio. Hacen brotar furores desconocidos encima de los seres humanos, cada cual con su pequeña situación de la que cuelgan gajos de su muerte que pugna por salir. Podremos ver la potencia de las devastaciones y el vuelo sobre altas cumbres. Muchas historias entran a saco y a cuchillo, son densas y agitadas como una borrasca sobre una embarcación a punto de naufragar. Ahí podemos ver la sangre que parece negra a la luz de la «luna roja en lo oscuro», esta frase me recuerda a los diarios de Alejandra Pizarnik y su intención de autodestrucción. Enfrentemos estas lecturas singulares con bizarría, ya que sin duda nos producirán temblores en el alma.
Koldo Mendiko
Luna roja
Alberto Arecchi
––––––––
Cuando el viento levanta la arena del desierto hasta saturar la atmósfera, la luz de la luna llena puede llegar a ser de color rojo como la sangre. Es impresionante entonces la vista del globo brillante que se eleva, enorme, desde el horizonte oriental, cuando el sol se pone en la dirección opuesta. Un fenómeno que nosotros, hombres modernos y escépticos, tratamos de explicar racionalmente, pero que siempre ha sido para los marineros un presagio de la fatalidad. En esas noches suceden cosas extrañas, alguien cree que se establecen puentes de comunicación con otro mundo. Buques cargados de hombres, aunque equipados con instrumentos sofisticados, pueden perder el rumbo, mientras que embarcaciones antiguas, con tripulaciones de fantasmas, toman el cuerpo de vuelta a través de las brumas del tiempo.
En una noche de luna roja, yo estaba viajando en un barco en el Canal de Sicilia (mar Mediterráneo). El mar estaba en calma, cubierto por una bruma irreal. El viento de arena se convertía en un siroco sofocante que llenaba el aire de un polvo impalpable, de color rojizo, con agrio olor a amoníaco. Entre esas nubes de la laguna Estigia, la luna llena se levantó y parecía una bola roja. Los marineros vieron claramente la sombra de una gran ala negra, como la de un dragón, que pasó un momento para oscurecer la luna. A lo largo de la noche, la brújula del barco se volvió loca. No se habían visto estrellas. Nos perdimos en una niebla fuera del tiempo.
¡Cuál fue la sorpresa, al amanecer, cuando nos enteramos de que nuestro barco estaba entrando en una gran bahía desconocida! La boca del puerto estaba dominada por una fortaleza majestuosa; a la izquierda, en una colina menos elevada, como una visión de cuento de hadas, aparecía una ciudad circular, con murallas que brillaban como si fueran hechas de metal, con destellos de plata, oro y fuego. Otros buques estaban anclados en el puerto, pero no había ningún rastro de la actividad humana. Era como si los habitantes estuviesen dormidos, o se fuesen retirados. Ni una voz, ni un sonido, ni una voluta de humo salía de los tejados de la ciudad fantasma. Instintivamente los marineros se santiguaron, murmurando conjuros. Como en respuesta, un bronce comenzó a tintinear, rítmicamente, como una campana de muerto. El barco no pudo entrar en el puerto, como si una fuerza invisible nos rechazase cada vez en la boca de la entrada.
Nuestro intento duró a lo largo del día. Se distinguían bien los techos y las murallas de la ciudad misteriosa, cambiando matices, pero no apareció ni siquiera un alma. Yo tenía una cámara y me pareció bien tomar algunas fotos de la ciudad misteriosa, con los efectos cambiantes de la luz. Debido a que, sin embargo, nuestro barco permanecía inmóvil, luego me aburrí y decidí pasar el tiempo pescando.
Nos sentíamos suspendidos en el tiempo y el espacio, como petrificados en ese brazo de mar. Podía verme a mí mismo, como Ulises, dedicado a una lucha desigual contra una voluntad poderosa, hostil.
Era como si un espejismo silencioso saliera de lo más recóndito de nuestro inconsciente. Una isla que flota sobre los abismos profundos. Una Atlántida con techos de oricalco. El silencio profundo parecía anunciar una terrible emboscada. La calma superficial no disminuía la tensión, porque estábamos conscientes de encontrarnos en uno de los tramos más traicioneros y peligrosos de todo el Mediterráneo.
Sólo unos pocos de la tripulación se quedaron en la cubierta,
con una actitud furtiva de indiferencia fingida. Nada intervino para romper el silencio: ni una trompeta, ni el canto de un pájaro o una explosión, para despertarnos de esa pesadilla angustiosa. Un marinero joven, incapaz de permanecer inactivo, quería saltar al agua. Traté de retenerlo. Otros marineros trataron de detener a su compañero, teniendo dudas de que pudiese haber un peligro oculto... pero fue en vano.
El chico se sumergió en una especie de niebla evanescente, como si una nube de vapor le hubiese envuelto, y desapareció de la vista. Volvió sólo después de varias horas, cansado y mareado. Apareció envejecido de una manera poco natural. A partir de ese momento, dijo cosas extrañas: parecía que ya no tenía su cabeza normal.
La puesta del sol se acercaba, cuando una bocanada densa escondió todo. Una ráfaga intensa de viento. La arena se arremolinaba en el cabello y la oscuridad cayó rápidamente, al igual que calafate, en el aire denso. Durante la noche, finalmente, el tiempo se aclaró. Bajo la luz de una luna de plata, ninguna tierra aparecía a los ojos. El agua estaba tranquila y oscura y la corriente nos arrastraba. Solo las olas y nubes de gaviotas en busca de comida. Los instrumentos de a bordo habían regresado en su función.
A la mañana siguiente, la nave aterrizó en un pequeño puerto en la costa de Túnez. Fuimos al suelo y pronto nuestra aventura se convirtió en parte de las leyendas locales. Descubrí con asombro que en esa zona del mar hay un banco, llamado por los pescadores, desde más de un siglo, Banco de Medina, un término que en árabe significa «la ciudad». Nadie sabía por qué. Tal vez, decían los viejos, algún barco pesquero había roto sus redes en el pasado y había rescatado algunos objetos: fragmentos de mármol, herramientas. De ahí el nombre de «ciudad» se había dado a la elevación misteriosa.
El joven que se había zambullido en el agua era víctima de pesadillas y parecía seguir asistiendo a un gran cataclismo, con hombres, mujeres y niños que, ante sus ojos, quedaban víctimas de una matanza más allá de toda comprensión humana.
Yo no dormía desde hace más de cuarenta horas. Me sobrecogió un sueño profundo. Me desperté al día siguiente, por la mañana. Un sueño extraño, una larga y retorcida pesadilla se arremolinaba en mi memoria. Reaparecía, por unos momentos, la visión de la ciudad misteriosa. Ya no era un pueblo fantasma, se había vuelto lleno de vida. Los comerciantes, las mujeres, los niños bulliciosos se movían por las calles. La animación más frenética parecía querer vengarse de la pausa de quietud que la ciudad había experimentado el día anterior. En mi sueño me movía por las calles, totalmente a gusto, como en un ambiente familiar. Entonces la visión se volvió borrosa y todo estaba temblando, bajo el impacto repentino de un terremoto. Sacudidas largas y terribles, rompiendo en pedazos todo el mundo. Una pausa, un silencio inquietante, como la imagen «congelada» de una película... y luego un rugido amenazante bajó por la montaña. El valle verde con cultivos y vegetación se transformó en una inmensa cascada de tierra y barro. Todo el pueblo sabía que no había salvación. Ni a la tierra que estaba desapareciendo bajo la marea sucia, ni al mar, golpeado por las largas olas del maremoto. En mi pesadilla reviví el drama, como una memoria ancestral resurgiendo de las brumas del tiempo.
Un torbellino alrededor de mí trataba de arrastrarme; incluso cuando volví a mis asuntos me sentía abrumado por el agua, el viento, la espuma fangosa. Como un huracán, o un vórtice que me abrazaba y me arrastraba a las profundidades negras. Yo vivía la sensación de presencia de fantasmas que sugerían recuerdos y sentimientos. De las tinieblas se desprendía y se repetía, agonizante, el hipo de un niño.
En mis fotografías no aparecía nada más que una extensión vacía y plana de mar. No había rastro de la isla, el puerto, ni de los techos de la ciudad misteriosa. ¿Fue una alucinación colectiva de toda la tripulación, o tal vez en la noche la luna roja hubiese creado las condiciones favorables para un puente entre dos mundos, y una ciudad hundida volvió a emerger de las profundidades?
Han pasado muchos años. Todavía tengo los dos ganchos con los que pescaba en ese día de calma. De acuerdo con los mapas, había una profundidad de por lo menos doscientos metros, pero me parecía de estar en el canal del puerto misterioso. Ese día, el primer gancho fue capturado. Tuve la oportunidad de recuperarlo con gran esfuerzo, pero estaba deformado y no cogí nada. Pensé que había enganchado unos restos sumergidos. El segundo gancho, sin embargo, volvió a surgir con una sorpresa. Si alguna vez vienes a mi casa, voy a mostrarte un juguete, el único recuerdo de un niño de la Atlántida: un carro de bronce dorado, con ruedas móviles y una cadena para arrastrarlo. El auriga levanta alto un látigo. Una inscripción misteriosa corre a lo largo de las orillas del vagón. Si tomaras el juguete en tus manos, un sentimiento de angustia profunda atenazará tus entrañas
El diablo de Numidia
Alberto Arecchi
––––––––
Estoy dispuesto a apostar que nadie de ustedes se ha encontrado con el diablo de Numidia. Lo encontré, hace muchos años, mientras viajaba con mi coche para cruzar las montañas de la Medjerda, entre Túnez y Argelia. Era una noche muy lluviosa. La carretera, estrecha y llena de curvas no estaba equipada con protecciones adecuadas para garantizar que el viajero no se volviera por fuera, en el barranco. Yo llevaba conmigo todos los efectos de mi casa, pues me estaba transfiriendo a Argel, para enseñar en la Facultad de Arquitectura.
Me había embarcado en Génova, bajo la lluvia. Al aterrizar en la Goulette, estaba lloviendo. Veinticuatro horas de agua por encima de los hombros, el agua de las lagunas en Túnez desde un lado al otro, el agua del cielo. Realmente demasiado: traten ustedes de decirle a aquellos que están convencidos de que en África nunca llueve. Abandoné la intención original de pasar un día en Túnez y decidí proseguir. A lo largo de la carretera costera llegaría por la noche a Annaba, pero la ciudad portuaria era famosa por sus ladrones, capaces de cortar los neumáticos en las intersecciones para forzarte a bajar y robarte... Yo, que tenía el coche cargado con todas mis posesiones, incluyendo libros, café y ropa de cama, quería ser capaz de transferir todo a mi nuevo hogar. Así me aventuré por un camino que sobre el mapa no parecía demasiado incómodo, con la convicción de llegar antes del anochecer a Souk Ahras, la antigua Tagaste, ciudad natal de San Agustín, hoy tranquila localidad de montaña, al otro lado de la frontera. Sin embargo, la lluvia y las curvas terribles de aquella carretera de montaña estaban por darme una noche a la horda.
Era un camino rico en recuerdos históricos: el mapa abundaba con símbolos indicadores de ruinas romanas y de Numidia. A lo largo de esa ruta, en la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas aliadas habían empezado la reconquista del Magreb. En esas montañas, veinte años antes, habían luchado contra los fellaghas (rebeldes argelinos, en revuelta contra la Argelia francesa). Las tropas coloniales entonces habían tratado de construir una línea impenetrable de fuertes y alambre de púas, para impedir el suministro de los rebeldes.
Los informes eran escasos, pero no tenía miedo de perderme: la carretera asfaltada, toda hecha de giros y vueltas, seguía subiendo al cielo, sin rodeos, en la oscuridad invisible de la noche más negra.
Pensaba que San Agustín, como un niño, podría haber andado buscando hongos o violetas en esos bosques, bajo los árboles de corcho... incluso Apuleio fuera un nativo de la zona... pero estas reflexiones no contribuían a mejorar la visual cuando, en las curvas más expuestas, un aguacero de repente pareció despejar el camino bajo las ruedas. Traté de no pensar en lo que podía esperar más allá de cada curva, tarareando entre dientes una canción casi olvidada. Después de unos diez minutos, sin embargo, la tensión volvió a dominar.
Además de la lluvia, las curvas, la oscuridad, los destellos repentinos que iluminaban la noche y las canciones entre dientes (o tal vez vociferadas con voz alta, ahora yo no recuerdo), tenía miedo de que unos animales salvajes, de repente, llegasen a cruzarse en mi camino: un jabalí, un mono, un perro callejero, un zorro o cualquier otro ser viviente. En la noche oscura, el coche podría haber sido detenido y no marchar más... mejor no pensar demasiado.
Tal vez esto pueda explicar por qué no me detuve, pero dudé un momento (un momento muy largo), cuando en medio de una curva estrecha para mi derecha, en la oscuridad que se abría frente a mí, una silueta blanca se me apareció de repente. Una gran sombra pálida, con las alas extendidas. Tenía que ser un ave de presa nocturna, tal vez una lechuza. Se detuvo un momento en el aire, con un círculo en los faros de color amarillo y desapareció hacia mi izquierda, mientras que mis ojos intentaban reconocer el camino.
Un instante (o un siglo) más tarde, volví en mí tras un breve desmayo, con la frente perlada de sudor frío. Se estrechaba el silbido de proyectiles de mortero. Aún estaba en la carretera, en la noche de tormenta, pero ahora manejaba un vehículo blindado. De dos observatorios, situados en los acantilados con vistas a la trayectoria, los rayos de la luz sableaban la montaña en busca de los rebeldes. Largas ráfagas de ametralladora cortaban la noche.
Desapareciendo en la oscuridad, como sombras, los fellaghas no se veían. Mi coche pasó justo en el fuego cruzado de las balas trazadoras y vi delante de mí, claramente, una máscara de mueca que me sonrió: una especie de arpía, encaramada por un momento en el capó de mi camión. Como una brizna, o como si fuera hecha de fósforo, la larva brilló con su propia luz y se cernió, desplazándose aquí y allá.
Sintiéndome en peligro inmediato, la aparición bailarina me asustó más que las mismas ráfagas y la tormenta. Tuve que esforzarme para mantenerme firme, los ojos bien abiertos en la noche, y tratar de no distraerme. Sabía instintivamente que, siguiendo con los ojos los movimientos de la aparición, podría salir de la carretera, por el barranco empinado. El viento del norte trajo explosiones violentas de lluvia. La escaramuza parecía haber terminado, pero pocos disparos aislados aún sacudían la oscuridad. Mis ojos titubeaban entre las sombras de tuyas y robles, buscando el destello de un arma o el movimiento de las yellabat (largas túnicas) de los rebeldes. Vi sólo los remolinos de tormenta y las ramas sacudiéndose con las ráfagas de viento; pero en el juego de luces y sombras, a veces, se sucedió la mueca atroz de mi visión. La máscara de luz emitió latidos como una luciérnaga y parecía invitarme a seguirla. Se puso a descansar en un claro, a unos cincuenta metros de la carretera.
En ese momento, la cara de la sonrisa satánica estalló en mil pedazos: astillas de luz, madera, metal y tierra húmeda. Un proyectil de mortero golpeó a una cabaña, un pequeño depósito de municiones. Me detuve, me bajé del vehículo y me acerqué con cautela al claro en el bosque. Acostado en su propia sangre, un joven soldado en traje de camuflaje, con el rostro desfigurado por la explosión, quedó sin aliento y murió en mis brazos. Nunca sabré si era un francés, un mercenario de la Legión Extranjera o un rebelde. No había señales que lo identificaran, frente a la muerte los jóvenes son todos iguales. Durante los últimos suspiros, sacó de su bolsillo la foto de una niña y la apretó en su mano, como si tratara de aferrarse a esa última esperanza, su última memoria. Lo dejé ahí, bajo la lluvia, en la oscuridad y el silencio que se habían convertido en absolutos. En la carretera, estaba mi coche esperando, con las luces encendidas.
Durante ese viaje, llegué a Souk Ahras, ya era tarde en la noche y me encontré con muchas dificultades para encontrar una habitación para descansar. Tuve la suerte de conocer un funcionario, en las calles desiertas, quien se ofreció a acompañarme a la policía, para llamar a los pocos hoteles en la ciudad y conseguirme una cama. Todavía recuerdo la posada escuálida, cuyas hojas habían perdido definitivamente su inocencia y estaban tan apelmazadas que podrían permanecer contra la pared, en posición vertical, sin aflojarse. Me quedé en la cama completamente vestido, agradecido de la temporada por el frío de la noche. Dormí poco, todavía sacudido por el viaje en la tormenta, por la visión, por los tiros de las armas de fuego, y por la imagen de aquel joven atormentado.
Me desperté y volví a dormir por lo menos cuatro o cinco veces: la noche nunca pasaba. Al día siguiente, la tormenta se había calmado y el cielo se abría hacia el norte, el viento no traía más nubes del mar. Tan pronto como hubiera luz suficiente, saltaría a mi coche y proseguiría el viaje hacia Argel.
En mi estancia en aquellos países he podido descubrir, en los libros y las conversaciones, las leyendas que se cuentan, tratando de apariencias similares a la que había visto esa noche.
El diablo de Numidia, o de la Medjerda, se materializa como una larva o un fantasma, en ocasiones especiales, para predecir (o evocar) eventos desfavorables, en ciertos valles habitados por la población bereber, en las montañas entre Túnez y Argelia. Dicen que el diablo aparece cuando alguien tiene que morir de una muerte violenta, y para abrir brechas temporales, sobre el pasado o el futuro.
En esa noche de tormenta, la larva no vino para llevarme... o tal vez... ¿quién sabe?
La muerte ha llevado una vida en ese lugar, en una noche de tempestad.
¿Pero en qué año, y en cuál de los mundos posibles y paralelos? El diablo de Numidia estaba allí.
Las chicas-león
Alberto Arecchi
––––––––
Noche de luna nueva, en el monte. Las sombras se han apoderado de todo el mundo. En las noches como esta, la tradición cree que los espíritus malignos pueden salir de la selva para contaminar el mundo de los hombres.
La aldea duerme en la oscuridad total. Sólo los ojos de los depredadores pueden distinguir las formas de las cosas, como si fueran gafas de visión nocturna. De vez en cuando, el grito desesperado o el chirrido de una víctima denuncia que un depredador se ha ganado su comida.
Cuatro sombras furtivas pasan más allá de la valla de espinas, alrededor de los hogares, sin miedo por los fetiches que deberían proteger contra los malos espíritus. El perro que guarda la cabaña tiembla, alarmado. Apenas tiene tiempo de girarse, pero no puede ni siquiera emitir un jadeo. Se ahoga en una regurgitación de sangre, la garganta cortada por largas garras afiladas.
Pasos sigilosos se introducen a través de la puerta, ahora sin protección. En unos instantes, la tragedia ocurre. El olor sombrío de la muerte llena el aire de la pequeña habitación. Una capucha fría cobre, el corazón del mundo, en el silencio. A partir de los árboles en el borde del claro, se entiende la llamada lúgubre de un búho. Las sombras furtivas salen de la aldea, dejando tras de sí huellas de sangre y signos de garras afiladas. No se mueven más como bestias salvajes. El aspecto recuerda el pelaje de los gatos, las huellas son las de los depredadores, pero los fantasmas melancólicos caminan en sólo dos piernas. Se agrupan y se van silenciosamente hacia la colina.
En una terraza alta, que domina el pequeño pueblo de chozas, el grupo se detiene y se vuelve a mirar. Sólo entonces, las sombras misteriosas dejan sus pieles, las garras afiladas de acero que cubrían sus dedos, y se desatan en un alboroto salvaje. Parecen bestias salvajes, despeinadas, emitiendo unas risas gruesas, como las hienas... pero son chicas, de semblante humano. Los perros se despiertan, llenando el valle de aullidos inútiles.
Una niña del pueblo se despierta, como todas las mañanas, y sale de su choza, para ir al pozo a buscar agua. Descubre, en la primera luz, un largo rastro de sangre que va desde la valla de los vecinos hacia al límite de la selva. La chica despierta a la gente con fuertes gritos. Los hombres entran cautelosamente en el recinto de la sangre. Ven al perro decapitado, encuentran a toda la familia masacrada mientras dormían: el cuerpo del guerrero más valioso de la tribu se encuentra desgarrado, junto con los de su esposa, de los padres ancianos y de sus dos hijos, en un lío obsceno de rojo oscuro, incluyendo moscas, mosquitos y cucarachas, atraídos por el olor de la sangre.
Yo estaba trabajando en un país del África Central, como consultor para un proyecto de desarrollo. Un día, apareció en un periódico local la noticia de un juicio penal. Era la historia oscura de un grupo de chicas, raptadas de pequeñas en algunas aldeas rurales. Encerradas durante años en jaulas, fueron entrenadas como carnívoros salvajes, comiendo sólo carne cruda y sangrienta, obligadas a capturar presas para su alimento. Una vez que hubieran completado el entrenamiento, eran utilizadas para llevar a cabo asesinatos por encargo. Atacaban en grupo a las víctimas designadas, cubriéndose con pieles frescas que despedían un fuerte olor de animales salvajes, con garras afiladas de metal en las manos y los pies. Su acción no se distinguía de un ataque de fieras depredadoras, con la excepción de una característica típicamente humana: los animales únicamente matan para comer o para alimentar a sus crías. Sólo un animal enloquecido —o, por supuesto, el hombre— mata sin los apetitos del hambre.
Las mujeres–león, mujeres–leopardo o mujeres–hiena eran una tradición de los rituales chamánicos. En la sociedad de hoy en día esta costumbre sobrevive, esporádica y secreta, más como una forma de plagio y dominación psicológica. Las jóvenes mujeres son controladas por personajes temibles y criminales, forman pequeños grupos de asesinos y matan a los enemigos de sus amos.
¿Cuántas matanzas, oficialmente atribuidas a los animales salvajes, pueden ser en realidad la obra de los grupos criminales de niñas asesinas?
Ese proceso me había intrigado y decidí llevar a cabo una investigación, a partir de los artículos de la prensa local. Tuve la oportunidad de entrevistar a los abogados de los acusados y al profesor Mbé, decano en la universidad y profesor de antropología criminal. Finalmente, mi curiosidad me llevó a conocer a los lugares que habían sido el escenario de la masacre de las mujeres– león.
En tres pueblos,
