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Fempellec y otros relatos
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Libro electrónico155 páginas2 horas

Fempellec y otros relatos

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"Fempellec y otros relatos" es un conjunto de historias cortas realizadas durante mis años de investigación universitaria y mi interés personal por la mitología de las sociedades peruanas de los tiempos precolombinos y las leyendas que perduran hasta la actualidad.
El saber ancestral de los pueblos autóctonos peruanos se entremezclan en tiempos, clases sociales y géneros diversos en cada uno de los relatos; todos bajo el influjo de una fatalidad inevitable y poderosa que surge del mundo paranormal.

IdiomaEspañol
EditorialKarla Baldeon
Fecha de lanzamiento15 may 2018
ISBN9780463957790
Fempellec y otros relatos
Autor

Karla Baldeon

Mi nombre es Karla Milagros Baldeón Chú, nací en Lima en 1981. Soy bachiller en Lingüística por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y tengo estudios de Maestría en Literatura peruana y latinoamericana por la misma universidad.Coautora del libro Es7aciones publicado en 2014 por la editorial Arteidea. Artículo de investigación etnoliteraria “Expresiones feministas en la poesía de la mujer shuar” publicado en la revista Contra/dicción. Revista de Estudios Culturales y Literarios de Distopía Editores, Año I, número 1, junio 2015.Actualmente me dedico a la corrección de estilo y ortografía por el medio free lance en diversas editoriales limeñas (Fondo editorial del Congreso de la República, Norma, Navarrete, Gestión, entre otros).Mi correo de contacto es karlabchu@gmail.com

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    Fempellec y otros relatos - Karla Baldeon

    Prólogo

    Este conjunto de historias cortas es, más que nada, una recopilación de escritos realizados durante mis años de investigación universitaria y mi interés personal por la mitología de las sociedades peruanas de los tiempos precolombinos y las leyendas que nos han perseguido a la actualidad. Los saberes ancestrales de las diversas regiones del Perú se mezclan en tiempos, clases sociales y géneros diversos en cada uno de los relatos; todos bajo el influjo de una fatalidad inevitable y poderosa que surge del mundo paranormal donde cada mito o leyenda originaria está envuelto.

    El lapso en que fueron creados e investigados a fondo transcurrió entre los pequeños descansos de lecturas, trabajos editoriales o viajes al interior del país en que ocupé mi tiempo mientras terminaba mis últimos años de bachillerato en la universidad y mis primeros trabajos en editoriales limeñas. Luego de los cuales fueron relegados a un rincón olvidado de mi computadora hasta que decidiera dar afuera con ellos y terminara de afinarlos en esta publicación.

    La única advertencia verdadera que puedo poner antes de su lectura es contra cualquier tipo de homofobia o detonantes psicológicos creados por la descripción de escenas sangrientas, canibalismo, mutilaciones o violaciones. Las historias están escritas en un tono oscuro y pocas conllevan un desenlace favorecedor para sus protagonistas, quienes, a su vez, se tornan en los personajes de las nuevas leyendas que estas historias crean. La advertencia es válida para cada nuevo lector de este género de suspenso y terror, y para cada persona que todavía guarde algún tipo de prejuicio tradicional sobre los géneros o las relaciones homosexuales de hombres o de mujeres; a quienes recomiendo que cierren inmediatamente este archivo y busquen algo menos controversial para entretener su tiempo, de preferencia algún clásico de la literatura universal como La Ilíada (la «amistad» entre Aquiles y Patroclo es una de las mejor logradas en mi humilde opinión).

    Sobre los mitos de origen y creación, como el del origen de las estrellas de la cultura jíbara, utilizado para La última batalla de Yanac, o leyendas urbanas como la del «entierro» costeño que sirve de premisa para El secreto de Moisés, puedo decir que fueron utilizados como base, contexto o interpretación histórica de los relatos correspondientes. Especialmente en la historia de Fempellec, último gobernante de la civilización Lambayeque, originaria de la cultura Mochica, cuyo camino a la destrucción es narrado de forma creativa en este relato. De esta manera, a modo de anotaciones al final del libro, agrego una lista de llamadas que estarán dispuestas a lo largo de los relatos y que explican algunos datos históricos o mitológicos que pueden estar fuera del alcance de personas ajenas a las realidades narradas en este libro, en especial el público fuera del territorio peruano.

    A los jóvenes de mi país con el anhelo más profundo de dar otro paso hacia un país más comprensivo y sin prejuicios para ellos.

    El demonio Raúl

    Algunas veces, cuando tenía tiempo de regresar o una necesidad suprema lo obligaba a hacerlo como en aquella ocasión, al andar en círculos alrededor de las desordenadas calles en Barrios Altos, el demonio Raúl recordaba cómo era caminar por aquel laberinto de casas cuando todavía era humano.

    En aquellos tiempos, casi cuatro siglos atrás, Lima era un conjunto de casas mal dispersas en un gran círculo, bien seguras tras una muralla de piedra y arcilla, y todas ellas malolientes y calurosas en verano. Barrios Altos se dividía en dos secciones, una parte que alcanzó a entrar bajo la protección elitista de la muralla y otra que no. En esta zona dividida de forma por demás inoportuna para Raúl y otros en su situación, vivían los criollos pobres, separados por piedad de los negros esclavos frente al río Rímac y los incomprensibles indios en los cerros, y era donde los padres de Raúl tenían su propiedad, la cual usaban como fachada de una panadería, su negocio familiar, justo en las afueras de la muralla.

    Raúl Niebla era su nombre cuando todavía era humano, y por aquellos tiempos este era un joven de diecisiete años bastante despierto e inteligente, hijo de un panadero sin mayores ambiciones y de una mujer más dominante, la verdadera jefa en la familia. Tenía cuatro hermanos mayores, dos hombres y dos mujeres, estas dos últimas, junto a su madre, lo menospreciaban dentro de su banalidad por ser el último hijo varón y haber llegado para inclinar la balanza hacia la superioridad numérica masculina en la casa.

    Por el lado de su padre y sus hermanos tampoco tenía gran suerte, pues todos ellos eran hombres adultos que no tenían por costumbre tomar su pequeña persona en cuenta para algo importante, y se desentendían de él en cuanto aparecía. Quizá era la suerte traída por quedar detrás del menor de sus hermanos tras trece años y el que sus hermanos mayores siempre estuvieran metidos en la panadería, ayudando a su padre, sin tiempo para jugar y mostrar afecto o compañerismo hacia un hermano tan joven; por lo que a Raúl no le quedaban más quehaceres familiares que ayudar en las compras a su madre, ir a la iglesia y educarse.

    Fue por esta educación, la cual ciertamente no aprovecharon sus familiares con la misma avidez, que Raúl llegó a la conclusión de que su vida familiar era deprimente y que él era, por tanto, diferente a ellos.

    Su familia era bulliciosa, gorgojeante de risa y tonta, simple; en otras palabras, se sentían felices y satisfechos con la vida que vivían, y no tenían más aspiraciones que preparar y repartir el pan, ganarse el sueldo usual y repetir este claustro día tras día.

    Raúl hubiera terminado por estallar contra ellos, maldecirlos, negarlos y escapar de casa mucho más pronto de lo que planeaba, sino fuera porque todavía contaba con «la voz de la razón», como lo llamaba con sorna cuando estaba de buen humor, y podía aliviar todas sus frustraciones con Álvaro Recra, su amigo más entrañable.

    El padre Álvaro, como su madre le había enseñado a llamarlo aun cuando este no había tenido ni la edad ni el cuello blanco que defendieran tal título, era uno de los monjes que habían sido designados a la iglesia de San Francisco, a la cual su madre acostumbraba ir a misa los domingos. Raúl y Álvaro se habían conocido en la pila de agua bendita cuando Raúl tenía catorce años.

    El atardecer de su encuentro, su madre había salido con sus hermanas colgadas de ambos brazos y muy contentas de sí mismas después de haber rezado en voz muy alta y cuchicheado los chismes semanales con igual devoción en voz muy baja. Así que a Raúl le llegó como una sorpresa cuando esta giró el cuello y amonestó a su hijo menor por no haberse santiguado antes de abandonar el recinto santo y, molesta por esta actitud rebelde, le ordenó que regresara a remojar su cabeza en agua bendita.

    La primera impresión que tuvo Raúl de Álvaro, fuera de su cabello rizado y castaño, sus ojos verdes y sonrientes, y las pecas en su rostro, fue que era un hombre que tenía una mirada parecida a la suya. Mientras lo observaba a pocos pasos de distancia, esperando a que llenara la pila con agua nueva que echaba de un jarrón en sus manos, trató de hacerse invisible y poder observar al otro hombre sin interrumpirlo.

    La misa había llegado a su fin y los devotos salieron de la iglesia tan paulatinamente que ambos no se dieron por enterado de estar solos hasta que Álvaro no pudo escuchar nada más que el sonido del agua que seguía vertiendo en la pila y sus propios pensamientos, reconfortándolo en su interior. Por lo cual, al girar y tomar cuenta de Raúl, con los ojos negros y grandes clavados en él, no pudo hacer menos que lanzar un gemido que lo hizo abochornarse cuando notó la mal disimulada sonrisa que se formaba en el rostro del joven desconocido al escucharlo.

    Álvaro, como cualquier seminarista, había leído lo que le parecían miles de libros que le revelaban las verdades del cielo y del infierno; así que, con seguridad, de haber visto un demonio, se figuraba que podría distinguirlo. Y parado en la oscuridad, con el rostro largo y serio, los ojos negros clavados en él y el cabello oscuro cayendo sobre sus hombros, Raúl no le podía parecer más que el reflejo de un demonio que había venido a tentarlo.

    Sin embargo, después de la impresión inicial, Álvaro se esforzó por disimular la calma, y armado de su mejor sonrisa trató de buscarle una explicación más terrenal al muchacho.

    —Lo siento, ¿querías usar la pila? —la voz de Álvaro le pareció a Raúl ligera y armoniosa, en nada parecida a aquellas voces potentes y graves que entonaban los curas que oficiaban la misa y que hacían temblar a los feligreses pecadores. Seguramente, pensó Raúl esperanzado, alguien así no llegaría a ser sacerdote.

    —Sí —le respondió a su vez, tratando de entonar su voz más inocente; lo cual, a una edad en la que estaba terminando de acomodar sus cuerdas vocales, no era demasiado difícil de lograr.

    Álvaro no se movió ni un centímetro mientras Raúl subía los dos cortos escalones a la pila y mojaba sus dedos índice y medio con el agua bendita, antes de guiarlos parsimoniosamente y hacer la señal de la cruz en su frente.

    Por supuesto, después de que el muchacho hubiera terminado con esta sencilla operación, Álvaro respiró aliviado, regañándose internamente por lo poco juiciosos e irreales de sus temores anteriores y tomando nota mental de no dejar desbocar su imaginación en el futuro.

    Un segundo después, su nariz se topó con el aroma dulce de Raúl y su interés en el joven volvió a renacer.

    —¿A qué es lo que hueles? —le preguntó con curiosidad. Sus ojos grandes y puros hicieron dudar al otro muchacho por un momento de que el hombre a su lado fuera mucho mayor que él.

    Seguidamente, el joven interpelado estiró su camisa lo suficiente como para olfatearla, preguntándose qué era lo que le podía haber llamado la atención de su olor en particular.

    —Supongo que a harina —le dijo al cabo, pero luego recordó que ese día habían estado preparando sanguito en el horno de la panadería, y que seguramente era el olor de la vainilla y la canela los que estaban siendo distinguidos por el joven seminarista—. Tenemos una panadería en casa —le explicó adicionalmente.

    Álvaro lanzó un suspiro desalentador después de escucharlo, y como Raúl lo mirara con curiosidad a su vez, se acercó a susurrarle al oído su secreto.

    Aquella mañana, al recibir sus tareas diarias en el monasterio, le habían encargado llenar todas las pilas de la iglesia con agua bendita antes de la misa. Pero con las prisas que había tenido después de pasarse de largo leyendo en la biblioteca, se había olvidado por completo de su misión y el hermano que estaba a su cargo lo había castigado sin cenar aquella noche por su atolondramiento.

    Raúl rio con él al escuchar sus pesares y luego se presentó formalmente. Al estrechar su mano no volvió a sentir aquella sensación de similitud que lo había hecho fijarse en él en primer lugar, pero Álvaro se había presentado por su nombre de pila y Raúl inmediatamente sintió un compañerismo y afinidad que no había conocido antes con ningún chico de su edad.

    Claro, segundos después había llegado su madre y los había presentado «como era debido»: el padre Álvaro, el niño Raúl. Pero el daño de su sellado compañerismo ya estaba hecho.

    Esa noche, Raúl cenó poco y se retiró temprano de la mesa. Rogando a su padre

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