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A través de los tiempos
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A través de los tiempos
Libro electrónico377 páginas5 horas

A través de los tiempos

Por Rubin

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Es hora de emprender un viaje a través de los tiempos con esta cautivadora antología de ficción histórica que te transportará a épocas y lugares distantes. Desde las místicas civilizaciones de Mesopotamia hasta las trincheras de la Segunda Guerra Mundial, cada cuento de esta colección es una ventana al pasado, tejido con detalles históricos y narrativas vibrantes. Una oportunidad de compartir con grandes figuras de la historia, viajar en el tiempo y explorar curiosas ucronías. A través de los tiempos promete una experiencia literaria en la que el pasado cobra vida. A través de los tiempos es una colección de 69 cuentos de ficción histórica con autores de varias partes del mundo. Un viaje por diferentes países, en diferentes tiempos, y trazado por la pluma de escritores audaces. 

IdiomaEspañol
Editorialrubin
Fecha de lanzamiento28 jun 2024
ISBN9798227980311
A través de los tiempos

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    A través de los tiempos - Rubin

    PRÓLOGO

    Toda su vida se reducía a ese momento. El Dr. Leopoldo Rusconi había empleado todos sus recursos para la prospección. El yacimiento había sido identificado gracias al uso de drones de vuelo fotogramétrico y las herramientas avanzadas de georradar. Tenía reclutados a los mejores arqueólogos, historiadores, antropólogos y restauradores. No era para menos, este podría ser el mayor hallazgo en la historia. Lo creyeron loco. Lo culparon de poner en riesgo su carrera y la de su equipo por lo que podía ser nada más que un mito. Pero se equivocaron. Y ahora lo tenía frente a él.

    Todavía debía esperar los resultados de las pruebas de datación por radiocarbono, pero algo le decía que no podía estar equivocado. Su sola presencia le ponía la piel de gallina.

    El laboratorio se hallaba en penumbras y el hallazgo en un pedestal, rodeado por el escáner que generaría un modelo 3D de este con la ayuda de inteligencia artificial y las computadoras en donde registraban la documentación.

    Una idea ensombreció el rostro de Rusconi. El aire se solidificó en sus pulmones y un sudor frío le brotó de la sien.

    Miró sobre su hombro, dio algunos pasos trémulos y se desplomó encima de la puerta. Accedió al canal biométrico, tecleó el código y bloqueó el ingreso. Ahora sí. Nadie podría interrumpirlo. Volteó. El sudor ya había empapado la pelusa blanca que cubría su calvicie y hasta le resbalaba el armazón de los anteojos por la nariz.

    Se paró frente a él: el códice perdido. El elemento más codiciado de la Biblioteca de Alejandría. Según el trazado histórico que había articulado cual rompecabezas, este libro había sido trasladado a Serapeum, hasta que el papa copto Teófilo I emprendió su campaña de destrucción de templos paganos en el 391 d. C. Fue rescatado entonces por un erudito. Sobrevivió a los emperadores cristianos y a los conflictos entre Constantinopla y Alejandría, pero fue robado en la conquista musulmana en el 641. Desde allí emprendió un viaje que lo llevó a estar en manos de los bizantinos, de los cruzados, de los vikingos, de los aztecas, de los españoles, de los nazis, y finalmente perdido en algún lugar de América del Sur.

    Este códice era testigo de los más grandes acontecimientos de la historia y guardaba en sus páginas las verdades perdidas de numerosas civilizaciones y épocas. Todo lo que la humanidad creía saber sobre su pasado estaba en juego. Probablemente había sido iniciado por los sumerios, aunque no se sabía con exactitud. Había sido transcripto de papiros a pergaminos y de pergaminos a tablas de cera y de estas al códice. Un patrimonio que alcanzaba todas las culturas. Una antología que guardaba los escritos de grandes historiadores, sabios y eruditos del mundo.

    El Dr. Rusconi tomó un par de guantes de látex del cajón del escritorio y se los colocó sin perder de vista el libro. Se acercó a él y extendió las manos.

    —¡Dr. Rusconi! ¿Qué está haciendo? —La Dr. Gambier azotó la puerta, la golpeó con patadas y puños. A sus gritos se sumaron los de los agentes de seguridad del laboratorio.

    Pero Leopoldo los ignoró deliberadamente. Este era su momento. Por lo que había luchado durante tantos años. Nadie le quitaría el honor de ser el primero en indagar en sus páginas.

    Él tenía la completa certeza de que la humanidad no sería la misma después de leer el libro, ese que había trascendido a través de los tiempos.

    EL PRIMER CRUCE

    Hugo Litvinoff

    En realidad, no estaba nervioso, quizá un poco tenso; la gente quería acercarse a él, pero también le tenían un poco de temor, o demasiado respeto. Solamente Carlos María de Alvear lo trataba como a un viejo amigo, y en esa reunión lo tenía acaparado; le hablaba todo el tiempo, le contaba de la costumbre de las familias acomodadas rioplatenses de ofrecer este tipo de veladas a las que también asistían los principales políticos, sacerdotes y algún que otro militar, si no estaba en campaña.

    Por fin llegó el momento esperado, un criado de color giró el picaporte de bronce y la pesada puerta se abrió. Alvear le dedicó una mirada de complicidad y dio un paso al costado; San Martín quedó solo, en una esquina del salón, sosteniendo su copa de vino europeo. El señor José Marcelino Escalada ingresó en el salón y se dirigió con paso firme hacia él, con su brazo derecho extendido, preparado para estrecharle la mano. Un par de metros atrás, su mujer, María Josefa Aráoz, marchaba sosteniendo su abultada falda con ambas manos, tratando de mostrar su más amplia sonrisa en un rostro que no tenía ni un solo espacio sin maquillar. Aferrada a su brazo, caminaba la hija de ambos, María Remedios, de quince años; parecía asustada, parecía que hubiera preferido estar en cualquier sitio menos en el que estaba, parecía a punto de hacer algo, pero nada de eso ocurrió. Se detuvieron atrás de los dos hombres y, cosa importante, su madre inclinó la cabeza como si le diera vergüenza mirar al frente, la jovencita no, lo observaba a San Martín sin ocultar su curiosidad.

    Cuando Escalada y el general estrecharon sus manos, todos los invitados dejaron de hablar, incluso un par de sirvientes que deambulaban ofreciendo bebida y bocadillos trataron de amortiguar el ruido de sus pasos. Solamente la dama que estaba sentada frente al lustroso piano de cola parecía no haber advertido la escena y continuó ejecutando una tranquila melodía. El señor Escalada se aclaró la garganta antes de hablar:

    —¡Un gusto conocerlo, general! Se dice que es usted un valiente militar y un gran estratega. —San Martín sonrió.

    —Para mí también es un gusto conocer un patriota, pero no crea en todo lo que se dice... —Escalada disfrutó de la respuesta y volvió a la carga.

    —¿Tampoco debo creer que luchó contra los moros defendiendo el reino español, o que peleó junto a los ingleses enfrentando al poderoso ejército napoleónico?

    —Es mi trabajo... soy un soldado.

    —Es bastante más que un simple soldado y para mí va a ser un honor si se diera el caso de que usted formara parte de mi familia. —San Martín clavó su mirada en María Remedios.

    —Su hija es muy bonita. —Escalada volteó la cabeza al costado y le habló a su hija, en un tono suave pero firme:

    —Acércate, querida, saluda al general...

    María Remedios dio un paso al frente e hizo un movimiento hacia abajo con las rodillas; San Martín se acercó a ella e, inclinándose con elegancia, besó su mano.

    Las elogiosas palabras de Escalada no lo sorprendieron, hacía muy poco que había llegado al Río de la Plata, pero distaba mucho de ser un desconocido. Todo lo contrario, parecía que aquí todo el mundo lo estaba esperando; sabían quién era y tenían muy claro para qué lo habían hecho venir. Sin embargo, las cosas no eran tan sencillas y para enfrentarlas había que saber algo más que manejar un sable o dirigir un ejército. Entre los criollos estaban quienes se habían enriquecido comerciando con España y continuaban obteniendo beneficios del reino, y los que aspiraban al libre comercio, apoyados especialmente por la corona inglesa. Eran precisamente los ingleses quienes se habían encargado de difundir su exitosa trayectoria en los campos de batalla de Europa, creando enormes expectativas en torno a su persona. Por eso, a los pocos días de haber llegado, ya le habían encomendado la tarea de formar y ponerse al frente del Ejército de los Andes. Mil instrucciones le habían dado en Europa antes de su partida, mil advertencias; pero nadie le había sugerido que se casara ¿Cómo podría formar familia un hombre que iba a pasar los próximos años de su existencia montado a lomo de un caballo? Hasta donde llegaba su memoria, siempre había vivido como un soldado. El batallón había sido su familia, la guerra, la conquista, el objetivo de su vida; no estaba dispuesto a renunciar a eso. Todavía el palpitar de los tambores, los gritos de los soldados, la transpiración de los caballos y el olor a pólvora disparaban su adrenalina y pintaban sus sueños con trazos multicolores. Pero ya tenía treinta y cuatro años, ¿cuánto más iba a esperar? Quería tener una mujer que fuera su mujer, quería tener descendencia.

    Remedios era casi una niña, seguramente se iba a adaptar a él. Además, la familia Escalada integraba el sector más elevado de la sociedad criolla. Eran económicamente robustos y simpatizaban con el ideario de libertad que cada vez tenía más adeptos en el mundo civilizado.

    La suave melodía cesó y por unos instantes el piano permaneció mudo; luego comenzaron a sonar los acordes de un vals. San Martín se dirigió a Remedios:

    —¿Me concedería el privilegio de acompañarme en esta pieza? La joven instantáneamente miró a su madre, quien asintió con un leve movimiento de cabeza. El general dio un paso hacia ella y apoyó la mano derecha en su delicada cintura.

    Seis meses más tarde, la catedral de Buenos Aires fue el escenario donde el presbítero Saturnino Segurola ofició la boda y bendijo a los nuevos conyugues. En la espaciosa nave no quedaba espacio ni para un alfiler, nadie quiso perderse el acontecimiento. Asistieron ataviados de punta en blanco los miembros de las principales familias de Buenos Aires, padres de la iglesia, hermanos de la Logia Lautaro, funcionarios públicos y algunos curiosos que lograron acercarse sorteando el estricto control policial. Todos acompañaron emocionados la unión de la nueva pareja y aplaudieron a rabiar cuando se dieron el primer beso.

    Remedios hacía esfuerzos por mostrarse calma, lo único que no podía dominar eran sus manos, que no paraban de temblar. El general, en cambio, mantuvo todo el tiempo el control de la situación. Solamente en el momento del beso, el aroma tibio de la boca y el dulce sabor de la saliva de la jovencita lo transportaron, por unos instantes, a otro espacio. No sabía si estaba enamorado, seguramente todavía no... pero quería estarlo.

    Sin embargo, ni antes ni después de la boda, dispuso de mucho tiempo para el romanticismo. Buenos Aires era un barril de pólvora que a cada rato parecía que iba a explotar y el triunvirato que gobernaba era incapaz de tomar las medidas imprescindibles, porque dos de sus miembros no compartían del todo la determinación de combatir a la corona española. San Martín no había llegado a estas lejanas tierras para perder el tiempo, había que acelerar la formación del ejército y manejar de manera diferente la relación con las otras naciones. Para ello, las autoridades debían ser reemplazadas, pero evitando exponerse a conflictos internos que podrían ser letales. La Logia Lautaro, recientemente creada junto con Alvear, trabajaba sin pausa para sumar voluntades. Juan José Paso debía continuar, y los elegidos para acompañarlo en el nuevo triunvirato fueron Rodríguez Peña y Álvarez Jonte, dos vecinos con las ideas muy claras e indiscutible lealtad. En las semanas previas a la boda, tuvo que enfrentar al vértigo de destituir a las viejas autoridades e instalar el nuevo triunvirato, todo ello, generando el menor ruido posible.

    Luego del casamiento, la tarea fue nada más ni nada menos que crear el Ejército de los Andes, sea consiguiendo recursos, reclutando voluntades o dirigiendo los mil y un aspectos administrativos. Y la cosa no era fácil, todos querían opinar, todos pretendían darle órdenes, pero a la hora de aportar dinero o trabajo, eran lentos y dubitativos. Así nunca se iban a lograr los objetivos. Si quería derrotar al enemigo externo, primero tenía que derrotar al enemigo interno; ahora lo iban a conocer, ya no sería más el soldado humilde que todos habían visto... se iban a dar cuenta quién era y cómo era el general San Martín.

    Atribulado por estos pensamientos, regresó a su hogar con los músculos tensos y la sangre circulando con fuerza en sus venas. María Remedios estaba todavía despierta.

    —¡Qué cara de cansado, general! ¿Necesita algo? —San Martín meditó unos instantes.

    —Necesitaba que alguien me hiciera esta pregunta... —Remedios puso cara de incredulidad.

    —Qué raro...

    —Necesitaba que a alguien le importe si estoy o no estoy cansado...

    María Remedios bajó los párpados y sonrió. El general dio un paso al frente y acarició su pelo perfumado, esa noche parecía más bonita todavía. Seguía sin estar seguro si la amaba, pero una vez más, sintió que quería amarla.

    LA CONqUISTA DE LA NOVIA DEL MAR

    Nieves Gloria Álvarez Díaz

    Como cada viernes, Eusebio se dirigía a la casa de su hija Marta para cuidar de su nieta Acerina mientras ella y su marido hacían vida social. Para Eusebio se había convertido en una costumbre hacer de babysitter los viernes. Había comenzado cuando Acerina tenía un año y ya había cumplido once. ¡Cómo pasaba el tiempo! Parecía que había sido ayer cuando la niña dormía en una cunita, recordó Eusebio.

    —No llegaremos tarde, vamos sólo a cenar, papá —dijo Marta.

    —El tiempo que os haga falta. Esto es una oportunidad más de estar cerca de mi nieta y eso me encanta. No tengo más nietos, así que ella es la reina de mi corazón.

    —Prefiero que se quede contigo antes que con una canguro desconocida. Es una cuestión de confianza. En la nevera tenéis la cena. Hasta dentro de un rato —les dijo Marta.

    —Hasta luego —respondió Eusebio.

    —Hasta ahora —se despidió su yerno Manuel.

    —Hasta mañana —dijo Acerina, que sabía que estaría dormida cuando sus padres llegasen.

    —¿Qué te apetece hacer hoy? ¿Quieres ver la tele? —preguntó Eusebio a su nieta con cierto aire de complicidad una vez que se hubo cerrado la puerta y sabiendo que sus padres sólo la dejaban ver dibujos animados en la televisión. «A fin de cuentas, los abuelos están para malcriar a los nietos» pensó Eusebio.

    —No, prefiero que me hables de la conquista de la isla. Tengo que hacer una redacción para la asignatura de Ciencias Sociales y quién mejor que tú para asesorarme.

    Eusebio era profesor de Historia y daba clases en un instituto.

    —¿Y qué quieres que te cuente?

    —No sé, tu sabrás algo que no me aburra demasiado. Pero vamos a cenar primero. Tengo tanta hambre que me comería un buey. Creo que un resumen de la conquista y alguna leyenda estarían bien.

    —Hecho —le dijo Eusebio.

    Cuando terminaron de cenar y de recoger los platos, Eusebio comenzó su relato.

    —En 1402 se inició la conquista de las Islas Canarias, siendo Lanzarote la primera isla conquistada y finalizó con la anexión de la isla de Tenerife a la corona de España en 1496. La isla canaria de San Miguel de la Palma fue incorporada a la Corona Española el tres de mayo de 1493 por Alonso Fernández de Lugo. Estableció la capital al este de la isla en el cantón de Tedote por su cercanía al mar y la llamó Santa Cruz de la Palma.

    —¿Qué eran los cantones?

    —Ahora te lo explico, no seas impaciente.

    La niña rio para sus adentros, no podía evitar preguntar. Eusebio prosiguió con el relato.

    —La isla, antes de la conquista, se llamaba Benahoare y estaba habitada por los aborígenes benahoritas, de origen bereber que llegaron a la isla en los siglos IV y V d.C. Era una sociedad primitiva y vivían aislados de los pobladores de las demás islas. Su economía se basaba en la agricultura, la caza y la pesca. Recolectaban frutos y raíces de helecho y amagantes con los que elaboraban una especie de harina que tostaban y molían, llamándola gofio. Socialmente, la isla estaba dividida en doce cantones, cada uno de los cuales tenía su rey. Los cantones eran independientes y pacíficos y rara vez se embarcaban en pleitos salvo en el robo de ganado. De todos los cantones el más poderoso era el de Hiscaguán, que tenía como rey a Atogmatoma, tío de Tanausú, quien mantuvo una contienda con su sobrino para adueñarse de Aceró. Tanausú fue socorrido por Ehenauca, Mayantigo, Azuquahe, Juguiro y Garehagua, reyes de otros cantones, y juntos derrotaron a Atogmatoma en Aridane. Este es uno de los pocos incidentes entre cantones que ha sido documentado por los historiadores de la época.

    »En 1447, los castellanos hacen una primera incursión en la isla de la mano de Guillén de Peraza, procedente de la vecina isla de La Gomera, con quinientos hombres y tres naves, que es derrotado y fallece de una pedrada en el cantón de Tijuya. Posteriormente, el 29 de septiembre de 1492, desembarcan en Tazacorte novecientos hombres capitaneados por Fernández de Lugo. Por medio de pactos, pacíficamente, fueron sometiendo a nueve de los doce cantones, siendo Mayantigo, el jefe del cantón de Aridane, el primero en rendirse. En la batalla de Timibucar son vencidos los cantones de Tigalate y Tedote.

    »Finalmente, quedaba Aceró, el cantón de La Caldera de Taburiente, donde reinaba el indómito y obstinado Tanausú. Este consiguió repeler los ataques de Fernández de Lugo en varias ocasiones, en parte, por la orografía del cantón. De Lugo mandó al recién cristianizado Juan de Palma, que era pariente de Tanausú, para que saliera del paso de Adamcansis y hacer un pacto entre caballeros. Tanausú acudió a entrevistarse con de Lugo. Uno de sus lugartenientes le indicó que podía tratarse de una emboscada, pero Tanausú ingenuamente no desconfió de las intenciones de don Alonso. Los castellanos lo atacaron a él y a sus seguidores en El Riachuelo, La Cumbrecita. Tanausú fue apresado y llevado como botín a Cádiz. Durante la travesía se negó a comer y a beber por lo que falleció durante el viaje. Su cuerpo fue arrojado al océano Atlántico. Cuentan que no paraba de gritar «¡Vacaguaré!» que en el idioma de los benahoritas significa «Quiero morir».

    —¿Cuáles eran los pactos?

    —Eran pactos de vasallaje. Convertirse al cristianismo y reconocer como reino absoluto a la corona de Castilla-Aragón, que estaba representada por los reyes católicos en aquella época. En una palabra, eran una invitación a rendirse. A cambio, serían señores de sus tierras, y nada más. La gran mayoría de los aborígenes fueron vendidos como esclavos. Esto que te he contado es para ponerte en antecedentes sobre la leyenda que te voy a contar a continuación, se llama la leyenda de Jacomar. Los reyes de Tigalate, lo que hoy es Mazo y parte de Fuencaliente, eran Jariguo y Garehagua.

    —Esos eran unos que ayudaron a Tanausú —dijo Acerina, interrumpiendo a su abuelo.

    —Ajá, veo que estás atenta. Tenían una hermana llamada Arecida, que se había comprometido con el valiente guerrero Tinamarcín, el cual había tomado parte en la batalla en la que había caído Guillén de Peraza en Tijuya durante el primer intento de conquista. Con el pretexto de vengar la muerte de Guillén, salían del Hierro hacia la isla de La Palma partidas de bimbaches cristianizados que en realidad lo que buscaban era apresar gentes para venderlas como esclavos y ganado.

    —¿Quiénes eran los bimbaches?

    —Se llamaban así los aborígenes de la isla del Hierro. Jacomar desembarca en Tenagua y se dirige hacia Tigalate, hacia la cueva de Belmaco. Allí encuentra a una doncella extraordinariamente hermosa conversando con un apuesto joven. Eran el valiente Tinamarcín y la bella Arecida. Jacomar queda prendado de la belleza de Arecida y un vil deseo se apodera de él. Sigiloso arroja una piedra a la cabeza a Tinamarcín, que cae al suelo, inconsciente. Luego intenta forzar a Arecida, quien se defiende como una fiera y le amenaza con el venablo de Tinamarcín. Este, al verse humillado, descarga su naca contra el pecho de la joven, hiriéndola de muerte. Cuando Tinamarcín recobra el conocimiento, halla muerta a su amada. Sin consuelo, se encierra en una cueva, pidiendo que la tapiasen con piedras para dejarse morir lentamente de pena. Jacomar era culpable de las muertes de los dos amantes.

    —¡Qué tragedia! —dijo Acerina con los ojos muy abiertos—. Las leyendas canarias siempre cuentan desgracias.

    —Con el tiempo —continuó Eusebio—, se estableció la paz entre los herreños y los palmeros y Jacomar regresó a Tigalate para hacer tratos con Jariguo y Garehagua, y comenzó, torpemente, a jactarse de su valentía y de que una vez había apuñalado en el pecho a una mujer en la cueva de Belmaco. Ambos se dieron cuenta de que la mujer a la que se refería era su hermana Arecida.

    Garehagua decidió que el asesinato de su hermana no quedaría impune y, lleno de ira, con su moca atravesó el corazón de Jacomar que cayó sin vida a sus pies. No quisieron que la tierra acogiese el cuerpo del asesino de su hermana, sino que transportaron su cuerpo a las cercanías de Belmaco y al raso fue pasto de guirres y cuervos.

    —La venganza es un acto de pasión, la revancha un acto de justicia. ¿No te parece?

    —Sí, aunque la cita pudiera parecer no muy indicada para este caso. Muchas gracias, abuelo. Esta leyenda es poco conocida. Me has dado un repaso increíble. Pero me voy a dormir, tengo sueño. Mañana continuamos un poco más. Hasta mañana.

    —¿Sabes cómo llamaban los piratas bereberes a la isla de La Palma?

    —No, ¿cómo?

    —La novia del mar.

    —¡Qué bonito! Pues voy a titular así mi redacción.

    —Hasta mañana, que descanses —dijo Eusebio, y le dio un beso en la frente a su nieta.

    Eusebio salió al patio y fumó su pipa hasta que se apagó. Entró en la casa, su hija y su yerno acababan de llegar.

    HISTORIA DE UN PRÍNCIPE VENCIDO

    Miguel Ángel Cordente Triguero

    El príncipe Ub´ah se asomó por el ventanuco de la choza de adobe y paja donde se escondía, alejada de la gran pirámide y del palacio donde nació hacía veinte años. Observó la destrucción que lo rodeaba, los cadáveres, sus cabezas cortadas, el rescoldo de los incendios, las grandes estelas de piedra rotas y diseminadas por el suelo, a su pueblo caminar descalzo, llagado y apaleado hacia la gran plaza. Cientos de soldados enemigos los custodiaban. Habían llegado de noche, como las alimañas y los fantasmas. Atravesaron e incendiaron la ciudad, provocando el caos y la muerte. Los gritos de auxilio se mezclaron con los de dolor. Su padre fue el primero en buscar la lucha, el príncipe y los soldados lo siguieron. Fue un error. No calcularon el número de enemigos y sucumbieron.

    De repente, una voz llamó su atención. En lo alto de la gran pirámide el enemigo empuñaba el corazón de uno de los nacoms más aguerridos del ejército de su padre. Detrás, al fondo del templo y en un montón infame, yacían los cadáveres de quienes le precedieron en la tortura y el sacrificio. Ub’ah cerró los ojos horrorizado por la escena y por su fracaso.

    El enemigo devoró parte del corazón recién arrancado, el resto

    lo colocó en el cuenco del dolor humano. Sus sacerdotes y sus holcans más aguerridos en la batalla gritaron de júbilo, luego acompañaron al enemigo hasta la piedra central de la pirámide. El lugar donde yacen los restos del primer rey de Copán.

    —Quiero el significado que guarda esta maldita inscripción

    —gritó el enemigo—. Continuaré matando y devorando los corazones de vuestros nacoms hasta que lo gritéis. Si os negáis, continuaré con los oficiales de menor rango, los sacerdotes y vuestros hijos. —Paseó por lo alto de la pirámide, contempló desafiante a los habitantes de Copán.

    El príncipe se retiró de la ventana, se dejó caer al suelo y lloró. Los primeros recuerdos que tenía de sus padres y de K’wait, su maestro y jefe de los astrónomos, era la leyenda de la fundación de Copán. Su madre contaba que, en la piedra que corona la gran pirámide y cubre los restos de sus antepasados, se hallan los jeroglíficos logosilábicos con los que Hunab Ku, su dios supremo, fundó el reino. Quien aspire a reinar en Copán y ganar la obediencia de su pueblo, debe cumplirlos.

    —¿Por qué es tan importante? —preguntó Ub’ah.

    —En su significado está la sangre de Hunab Ku. Cumplir significa venerarlo, es el ruego de Copán para que Hunab Ku traiga el sol de la mañana, la luna y las estrellas de la noche, el agua para la siembra y los animales que nos alimentan. Sin él, todo sería hambre, enfermedades y muerte.

    —¿Y todas esas desgracias ocurrirían si desobedecemos la sentencia creadora de Copán?

    —Lo has comprendido. Serás un buen rey —se enorgullecía

    su madre.

    Un nuevo grito de dolor lo incorporó de golpe. Desde el ventanuco contempló a su pueblo presenciar silencioso los sacrificios. Conocía casi todos sus nombres, el número de sus hijos, la ira de sus corazones. Contempló la desazón de sus rostros. También supo que no volvería a encontrar su rebeldía a su lado. Nadie cogería su lanza ni su arco, nadie lucharía ni moriría por él. El rey, su padre, había muerto en la batalla, su madre había sido arrastrada por la plaza hasta morir. Él había huido vencido.

    En la cima de la pirámide, el enemigo ordenó que le llevaran a K’wait, el viejo astrónomo. Cuatro soldados lo sacaron de las mazmorras del palacio real, lo arrastraron por la plaza, lo subieron a golpes hasta la pirámide y lo arrojaron a los pies del enemigo.

    —¿Qué significan estos malditos jeroglíficos? ¿De qué debo protegerme? ¿Es hombre o animal? ¡Tradúcemelo! —instó el enemigo con el puñal de sacrificios en la mano.

    El viejo K’wait continuó en el suelo, no se movió. Sabía que su rey había muerto, que su reino había sido vencido y su amado Ub’ah, el príncipe heredero, se escondía como un ratón asustadizo. Ese había sido el golpe definitivo.

    El enemigo repitió la pregunta, lo amenazó con la muerte más cruel. K’wait continuó callado. El enemigo pareció enloquecer, lo pateó. Ub’ah no pudo soportarlo, K’wait había sido su maestro, con él había recorrido los miles de caminos existentes entre las estrellas para llegar a la luna. Salió de su escondrijo.

    —Soy Ub´ah —gritó con todas sus fuerzas—. Soy el príncipe heredero de Copán. Soy

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