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Vida de fray Servando
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Libro electrónico1464 páginas22 horas

Vida de fray Servando

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Servando Teresa de Mier nació en el ya decrépito virreinato de la Nueva España y murió en una república federal recién nacida. Entre 1763, cuando vio la luz en Monterrey, y 1827, cuando congregó a su alrededor a los más altos personajes del México independiente para exhalar su último aliento, el mundo sufrió transformaciones como la Revolución francesa o la desintegración del imperio español. La vida que Christopher Domínguez Michael recorre aquí es una sucesión de cárceles y escapatorias, de audacias verbales y escritas, de derrotas en el campo de guerra y triunfos en la batalla de las ideas. Mier pagó con destierro el haber dudado del relato oficial sobre la Virgen de Guadalupe, peregrinó como pícaro de novela por la convulsa Europa de comienzos del siglo XIX, atestiguó el sueño constitucionalista de Cádiz, se confabuló con Mina para llevar un ejército de mercenarios a la lucha por la independencia de México y fue rescatado del cadalso por la Inquisición. En parte mitómano, teólogo delirante —que supo vincular a Tomás Apóstol con Quetzalcóatl—, con la vitalidad de los héroes trágicos y una pluma certera y bien afilada, el "abuelito de la patria" hizo de sus memorias un género a la vez íntimo y público. Esta magnífica biografía, merecedora del premio Xavier Villaurrutia en 2004, es un animoso esfuerzo por entender al hombre y su momento, por separar lo novelesco de lo fáctico y por evocar la descomunal vida de fray Servando, incluido el periplo de una momia, la suya, casi tan misteriosa como él.
IdiomaEspañol
EditorialGrano de Sal
Fecha de lanzamiento14 jul 2022
ISBN9786079974770
Vida de fray Servando

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    Vida de fray Servando - Christopher Domínguez Michael

    1. De Santo Tomás al licenciado Borunda

    Hasta tal punto, que no hubo rincón de la tierra, por remoto que estuviese, donde no penetrase la religión de Dios y ningún pueblo de costumbres tan bárbaras que, tras la adopción del culto de Dios, no se humanizase por la acción de la justicia. Pero, después, esta larga paz se vio truncada.

    LACTANCIO, Sobre la muerte de los perseguidores [321 d. C.]

    Los jeroglíficos son ciertamente una escritura, pero sólo la escritura que se compone de letras, palabras y determinadas partes del discurso que usamos habitualmente. Son una escritura mucho más excelente, sublime y próxima a las abstracciones, la cual mediante un encadenamiento ingenioso de símbolos o su equivalencia propone de un solo golpe a la inteligencia del sabio un razonamiento completo, elevadas nociones o algún insigne misterio escondido en el seno de la naturaleza o la divinidad.

    ATHANASIUS KIRCHER, Produmus

    coptus sive Aegyptiacus [Roma, 1636]

    QUETZALCÓATL Y TOMÁS

    Luego presurosos vinieron a dar cuenta a Moctecuzoma. Al saberlo, también de prisa envían mensajeros. Era como si pensara que el recién llegado era nuestro príncipe Quetzalcóatl. Así estaba en su corazón: venir solo, salir acá: vendrá para conocer su sitio de solio y trono. Como que por eso se fue recto, al tiempo que se fue.

    Informantes de SAHAGÚN en el Códice florentino [c. 1580]

    Del ídolo llamado Quetzalcóatl, dios de los cholultecas, padre de los toltecas, y de los españoles, puesto que anunció su venida.

    FRAY DIEGO DURÁN, Historia de las

    Indias e islas de Tierra Firme [1570]

    La naturaleza polisémica del panteón mesoamericano, rico en dioses mutantes entre Teotihuacan, Tula y Tenochtitlan, tiene en Quetzalcóatl su figura más compleja, dada su conversión en uno de los mitos proféticos más asombrosos de la historia universal. Quetzalcóatl es un demiurgo que desciende al inframundo, donde rescata el hueserío de la vieja humanidad, para preservar la semilla del Quinto Sol, era actual del mundo. El calendario y la escritura dependen de él, deidad civilizatoria, vigía de los astros y de los hombres. La diarquía sacerdotal que presidía los ritos y los sacrificios tomaba su título de Quetzalcóatl. Mientras el sacerdote llamado Quetzalcóatl Totec Tlamacazqui (Serpiente Emplumada Nuestro Señor Sacerdote) estaba al servicio de Huitzilopochtli, el Quetzalcóatl Tláloc Tlamacazqui (Serpiente Emplumada Tláloc Sacerdote) se debía al dios de la lluvia.

    Los aztecas hicieron del tolteca Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl el arquetipo del sacerdote. Este personaje histórico acaso gobernó Tula entre 873 y 895 d. C. Sus enemigos, valiéndose de la nigromancia, lo habrían hecho perder la virtud. A la manera de Satán con Cristo y de Mara con Buda, escribió Octavio Paz, Tezcatlipoca es el tentador de Quetzalcóatl y de su ciudad, sólo que, más astuto y afortunado que aquéllos, valido de sus artes de hechicería logra que el dios asceta se embriague y cometa incesto con su hermana.¹

    Desterrado, Quetzalcóatl profetizó su retorno, algún día, por el oriente. En el siglo X, antes del florecimiento de Tenochtitlan, en Tula, Chichén-Itzá y los reinos quichés y cakchiqueles, la identidad quetzalcoatliana se amplió al ungírsele no sólo como héroe civilizatorio, sino como símbolo del Estado y jefe militar, gobernante de la ciudad universal, Tollan. Y para acabar de complicar el cuadro, desde el siglo VII los mayas consideraban a Quetzalcóatl, junto a Hun Nan Ye y Hun Hunanpú, un dios humanizado, víctima del engaño y de la persecución, muerto y resucitado.²

    Los aztecas tenían una relación conflictiva con Quetzalcóatl, misma que se convirtió en el drama cosmológico de Moctezuma II, quien habría de ser la víctima, propiciatoria o histórica, de las diversas profecías que anunciaban la vuelta del dios. Pese a todas las precisiones, sigue imperando entre los estudiosos la noción de que los aztecas, insertos en una concepción circular del tiempo, interpretaron la humillación de Quetzalcóatl como un agravio que exigiría una reparación, pues, potencia nueva en el altiplano, el Imperio azteca sufría por la oscuridad de sus orígenes, sahumados de ilegitimidad. Su soberano padecía con esa ambigüedad, preguntándose si para honrar el abolengo tolteca de su reino no habría sido mejor advocarse al dios de los cholultecas antes que a Huitzilopochtli. En 1505 hizo construir Moctezuma II en Tenochtitlan un extraño templo circular para Quetzalcóatl.

    Siete presagios funestos recibió Moctezuma II antes de la llegada de los españoles. Ninguna explicación es capaz de matizar el asombro ante esas prodigiosas concordancias entre historia y profecía. Medio siglo después de la caída de Tenochtitlan, los ancianos informantes de fray Bernardino de Sahagún (1501-1590) le relataron al padre etnógrafo esa cuenta de catástrofes que anunciaron el fin de una civilización. En el Códice florentino, obra en castellano y náhuatl de la que se serviría Sahagún para componer hacia 1570 la Historia general de las cosas de la Nueva España, leemos que durante una década los aztecas vieron, sucesivamente, una espiga de fuego en el cielo, el incendio inexplicable de la casa mandona de Huitzilopochtli, un rayo que fulminó el templo de Tzomolco, un cometa y una inundación, los gritos de una mujer que llora por sus hijos en la noche, un pájaro con diadema en forma de espejo con el cual observábanse guerras, así como hombres con dos cabezas y un solo cuerpo, todos ellos prodigios que aterrorizaron a Moctezuma II.

    Cuando la expedición de Hernán Cortés, pasando por Puerto Deseado, Potonchán, isla de Sacrificios, San Juan de Ulúa, acabó de costear el litoral del golfo de México y se detuvo en la que sería Villa Rica de la Vera Cruz, la fecha resultó fatal para los aztecas. Todo ello ocurría en 1-ácatl (caña), año siniestro para los reyes, flecha para los grandes señores, como se lee en los Anales de Cuautitlán. Era el año 1519 del nacimiento de Cristo.

    En la primavera de 1518, un horrible macehual, proveniente de Mictlancuahtla, el bosque del infierno, testificó ante Moctezuma II la aparición en el mar de los barcos españoles, cerros grandes que se movían en el mar, tripulados por hombres blancos y barbados. Ese mito estaba presente desde tiempos inmemoriales en todas las civilizaciones del Nuevo Mundo, por medio de fábulas y leyendas que Georges Dumézil asocia al ciclo arcaico de la muerte y la resurrección periódica de los dioses.³

    La identificación de los forasteros atormentó y dividió a Moctezuma y su corte, lo mismo que a los aliados y los enemigos de los aztecas. Fueron manejadas cuatro posibilidades. En el orden más profano, se creyó que sólo eran nuevos invasores ansiosos de rapiña y conquista, quienes, a diferencia de los chichimecas del norte, habían cruzado el mar. Moctezuma II, rey de prodigios, descartó esa simpleza, lo mismo que la opinión de algunos optimistas que la consideraban una embajada exógena, pero de buena voluntad.

    Los totonacas, sin cuyo apoyo Cortés jamás habría derrotado a los tenochcas, identificaron a los recién llegados como teules, quienes, enviados desde el cielo, eran dioses ajenos al universo mesoamericano, seres que nada tenían de santos o piadosos, como no lo eran tantas divinidades de su panteón. Moctezuma II sospechó de inmediato que se trataba del desterrado príncipe Quetzalcóatl, o del despiadado Huitzilopochtli —que compartía con las tropas cortesianas el color azul como estandarte—, o del travieso Tezcatlipoca, amigo de disfraces y artilugios.

    Hacia 1528 la versión de que Moctezuma II había identificado a Cortés con Quetzalcóatl empezó a imponerse entre indios y españoles. Fue ratificada por fray Toribio de Benavente, alias Motolinía, por los Anales de Tlatelolco, por el letrado indígena Fernando Alvarado Tezozómoc en sus crónicas mexicanas en latín y en náhuatl, y por los informantes de Sahagún, ya bien entrado el siglo XVI. En opinión de Serge Gruzinski, esa analogía fue el resultado de un cuidadoso trabajo de relectura, maquillaje y selección realizado al alimón por la escuela franciscana y sus discípulos indios.

    La versión más temprana del primer diálogo entre Cortés y Moctezuma II, en el fuerte de Xólotl, el 8 de noviembre de 1519, es la del propio conquistador, quien en las Cartas de relación habría trastocado, cual historiador clásico, la temerosa cortesía de su anfitrión para convertirla en una declaración de vasallaje ante Carlos V. Para no sobrevalorar la terrible y cautivadora analogía entre los conquistadores y los antiguos dioses, basta recordar que, pese a las dudas —más de Moctezuma que de otros señores de su casa—, los españoles terminaron por ser combatidos como hombres.

    La esencia del drama se transparenta: los pueblos mesoamericanos, antes y después de la caída de Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521, nunca pudieron identificar, en la medida de su concepción del mundo, a esos invasores brutales y obsequiosos, tramposos y malignos. Esa perplejidad los derrotó militar, religiosa y moralmente.

    Se discute si entre los aztecas había una tentación dualista, que tendía a encarnar, mediante una incómoda subordinación, a Quetzalcóatl como dios civilizador frente al guerrero Huitzilopochtli. Interesa aquí la velocidad con que los frailes franciscanos explotaron esa veta benigna y esperanzadora en la teogonía náhuatl, que debió contar con la aquiescencia de sus brillantes alumnos de la escuela de Santa Cruz de Tlatelolco.

    Motolinía, fallecido en 1569, esculpió en su Historia de los indios de la Nueva España (1541) una imagen de Quetzalcóatl como asceta que, inspirado por la religión natural, habría de llevar a cabo, para los fines del milenarismo franciscano, la misma función, entre adivinatoria y profética, que algunos sabios de la antigüedad cumplieron preparando la venida de Cristo. El mismo Jesús, antes de resucitar, habría salvado de los infiernos a esos buenos paganos, inocentes de haber vivido antes de la Revelación. De igual manera, Motolinía rescataba en Quetzalcóatl al penitente, quien, al practicar la autoflagelación y repudiar los sacrificios humanos, resultó ser un espantador de demonios.

    Jacques Lafaye afirma, en Quetzalcóatl y Guadalupe (1977), que Motolinía confundió al Quetzalcóatl histórico con sus variantes divinas, asumiendo el significado sagrado de ese dios como figura calendárica asociada a Venus, estrella del alba, promesa o mensaje de civilización.⁷ El mismo Cortés le dijo a Carlos V en las Cartas de relación que Moctezuma tomó al emperador por Santo Tomás, según recordó Mier en 1821. Sahagún, a su vez, se interesó más por el Quetzalcóatl perseguido por los nigrománticos, figura eumerística que sumaba el favor de los vientos con el linaje tolteca de Tenochtitlan. Fundador de la antropología cultural, Sahagún pensaba como los investigadores de nuestra época: no hubo cristianismo precolombino, ni retorno de los brujos, ni dioses blancos de Creta tras las civilizaciones indias. Todas las coincidencias que conquistadores y adelantados hallaron entre su Iglesia y la espiritualidad americana, incluidos los tristes augurios que atormentaron a Moctezuma II, se debían al origen común de todas las manifestaciones religiosas. Sahagún se adelantó al sacerdote napolitano Giambattista Vico, quien en el siglo XVIII comenzó a introducir el pluralismo cultural en el pensamiento occidental.

    El lector ya se imaginará lo que se cocinaba tras la buena prensa de Quetzalcóatl. Aunque Sahagún rechazó cualquier evidencia de algún cristianizador del Nuevo Mundo previo a la llegada de Colón, un contemporáneo suyo, fray Andrés de Olmos, muerto en 1571, avanzó, en su Hystoire du Méchique (así titulada en 1543 por un arcaizante traductor al francés), hacia la pronta identificación de Quetzalcóatl con Santo Tomás Apóstol, presentando al príncipe tulqueño como un personaje casi crístico y sin duda apostólico, que podría ser San Brandán, monje expulsado de Irlanda en el siglo VI y parte de una peregrinatio pro Christo que descubrió las islas Afortunadas, entre las que podía estar, por qué no, América.

    Surge así la fábula de San Brandán y las Siete Ciudades, acaso última formulación occidental del arquetipo atlante [dice Fernando Sánchez Dragó, para quien] el ciclo de San Brandán es obra de marquetería entre gentiles, árabes y cristianos. Sus versiones proceden siempre de lugares atlánticos, dolménicos y emparentados con la cultura sumergida: Bretaña, Irlanda, litoral cantábrico, África septentrional, pueblos precolombinos y archipiélago canario. "Refiere el Panteón de Godofredo de Viterbo que unos monjes partieron de la costa bretona rumbo al paraíso, que (según es fama) está en el confín del océano. Llegaron a una ciudad con murallas de cristal, donde el aire era fragante. Ciervos de plata y caballos de oro bajaron a recibirlos y los condujeron a un árbol en cuyas ramas había más pájaros que hojas. Un día entero les fue permitido pasar en el paraíso. De vuelta en Bretaña, los monjes buscaron en vano la iglesia en que antes sirvieron. Había un nuevo obispo, un nuevo pueblo, una nueva grey. Las cosas viejas habían muerto y habían nacido otras nuevas. No conocían los lugares ni los hombres ni el lenguaje."

    Relaciones como las sugeridas entre San Brandán y Tomás nos recuerdan que todo viaje a los orígenes es, alternadamente, génesis y escatología, apocalipsis y soteriología. En su Carta de despedida a los mexicanos, uno de sus últimos textos sobre el asunto, Mier pareció inclinarse, siempre voluble, a pensar que San Brandán podría haber sido ese obispo que, según otras fuentes, habría evangelizado en América en el siglo VI.¹⁰

    La fundación apostólica de México será para los frailes mendicantes un nuevo corte en las jerarquías eclesiales y políticas, un olvido del hogar y de la antigua casa, desmemoria sin la cual no puede comenzar la historia. La leyenda de San Brandán —absolutamente pagana: es inaudito que un monje busque el paraíso terrenal— impone una mitología de la fundación y del destino, rompe las barreras entre historia y naturaleza para crear una nueva cultura, sea atlántida o americana. Tal pareciese que era muy difícil de soportar —salvo para los milenaristas franciscanos— un pasado sin historia bíblica o leyenda áurea, casi un sinsentido gramatical, pesadilla de la que pretendieron escapar los apologistas de la evangelización precolombina.

    La profecía del retorno confirmaba —previa apropiación de la llamada visión de los vencidos— la naturaleza providencial de la empresa misionera, mientras que para los indios —o para sus letrados cristianizantes— un regreso de Quetzalcóatl sería la única compensación metafísica por la catástrofe cósmica de 1521. Inspirados en el milenarismo de Joaquín de Flore o en el sebastianismo portugués, los franciscanos prefirieron adueñarse del protagonismo mesiánico de la conquista espiritual, variable muy incómoda para la teología de San Agustín, quien en La ciudad de Dios había separado a la Iglesia terrestre de la celeste, descartando cumplimientos históricos y cronológicos de la Providencia.

    Los franciscanos sugerían que Dios, nada menos, se había guardado a los indios del Nuevo Mundo como una reserva espiritual para reconquistar, con la evangelización, las almas perdidas por el demonio, en Europa, con la Reforma luterana. E incluso la aparición de ese continente espiritual de almas prestas al bautismo podría leerse en clave milenarista: el segundo reino de Cristo había llegado. Los dominicos —y tras ellos muchos otros católicos— rechazaron como impía y blasfema esa suposición, pues Dios no podía haber privado de la fe, en su infinita misericordia, a la mitad del universo. En ese momento el pasaje de Juan 20:24-29 se convierte en una pieza clave para el debate sobre la naturaleza intelectual y teológica del descubrimiento y de la Conquista. Estaba escrito que Jesucristo había ordenado a sus apóstoles, y a Tomás el incrédulo en particular, la predicación evangélica urbi et orbi.

    En esa circunstancia la verdadera providencia fue la profecía de Quetzalcóatl, molde que el genio dominico utilizó para rechazar la ultrajante idea del olvido de Dios: tras la máscara del príncipe de Tula, el Evangelio había sido predicado en América. La manera en que aquello había ocurrido, materia sin duda relevante, pasó a segundo término ante la necesidad de exculpar a la Sagrada Escritura de su literalidad y al Dios de los cristianos de inadvertencia.

    Así, toda la trama de lo que será la aventura intelectual de Servando Teresa de Mier cabe en la evangelización precolombina, que daba una historicidad común a conquistadores y conquistados, siendo, dice Lafaye, como

    un puente no sólo sobre el abismo de la metahistoria, sino también sobre la falla jurídica de la Conquista. Si los soberanos aztecas habían justificado su dominación mediante un supuesto parentesco con los antiguos toltecas, los españoles podían reivindicar a México en nombre de la profecía de Quetzalcóatl [...] Si había existido una verdad positiva independiente de la verdad revelada, si el Nuevo Mundo había sido nuevo para el mismo Dios, todo el pensamiento europeo, desde San Agustín hasta Suárez, se hubiera destruido.¹¹

    Contra ese peligro, que cuestionaba de manera radical las relaciones dogmáticas entre la gracia de Dios y la historia de los hombres, se lanzaron al debate los teólogos más eminentes del siglo XVI, que como Bartolomé Sybilla, Trihenius y Claudio Seysell no ayudaron demasiado, al grado de que el Quinto Concilio de Letrán (1512-1517) se abstuvo de manifestarse sobre la fe sobrenatural, el alma de los naturales y el supuesto olvido de Dios, a pesar de que a sus sesiones ya asistieron misioneros del Nuevo Mundo. Hubieron de ser los dominicos españoles Francisco de Vitoria (1483-1546) y Domingo de Soto (1495-1560) quienes, al mismo tiempo, justificaran tanto la falla jurídica de la Conquista como el problema de la salvación de los indios.¹²

    Una vez verificada la controversia de Valladolid (1550-1551) entre Bartolomé de Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, aceptados los indios como hombres libres ante la fe, los historiadores eclesiásticos comenzaron a averiguar el cómo y el cuándo del fenómeno evangélico americano. La frase antes citada de fray Diego Durán que encabeza un capítulo de su Historia referido al "ídolo llamado Quetzalcóatl, dios de los cholultecas, padres de los toltecas, y de los españoles, puesto que anunció su venida", nos ofrece una respuesta. Otorgada la razón natural a los indios, España podía apropiarse de algunos de sus cultos y profecías.

    El dominico Durán (1537-1588), de quien no es fútil decir que llegó niño a la Nueva España, inició la apología de México como patria a la vez bíblica y novísima, separando a Quetzalcóatl de toda connotación divina y presentándolo como un santo varón de Dios, afirmando que los indios descendían de las Diez Tribus perdidas y que los toltecas habían sido parcialmente evangelizados por un apóstol cristiano, tal vez Santo Tomás, cuyo recuerdo se conservaba con el nombre de Topolitsin-Huémac.¹³

    Durán, probablemente un cristiano nuevo, deseaba convertir, a su vez, a los indios, que habían sido judíos escondidos como él. Los indios no sólo tenían alma; eran las ovejas descarriadas del rebaño de Cristo, heredad de un apóstol. Alguno de sus informantes le otorgó a Durán la coartada final: Quetzalcóatl era, en sentido figurado, un gemelo precioso, como Tomás en griego, gemelo también. Sumado a las apariciones de la Virgen de Guadalupe en 1531, como detalla Lafaye, Quetzalcóatl se convirtió en el gran punto de acuerdo intelectual entre la república de los indios y la de los españoles.

    Los últimos escépticos ante la evangelización precolombina, versión que se tornó oficiosa sin llegar a ser nunca doctrina de la Iglesia, fueron Las Casas y José de Acosta. Fray Bartolomé, siempre tratando de apoyarse en la autoridad de San Agustín, pensó que Dios, guiado por su misericordia, advirtió a los paganos mediante un demonio (Quetzalcóatl) de la llegada fatal y liberadora de los europeos. Cuando Las Casas trataba de conciliar el agustinianismo con la religión natural, no solía tener mucho éxito y esa tesis, tal como su explicación de los sacrificios humanos en cuanto que una hipóstasis grotesca de la eucaristía, fue descartada. El jesuita Acosta (1540-1600) se apoyó en el Evangelio de Mateo (hay gentes a quienes Cristo no se les ha anunciado, 27:19) para insistir en que la Revelación tardía para los indios era una gracia de Dios, aunque veía en Quetzalcóatl a un sabio de la antigüedad, tan respetable como Platón y Virgilio.

    El olvido del milenio franciscano se formalizó durante el Concilio de Trento, reunido en tres periodos (1545-1547, 1551-1552 y 1562-1563), donde la Contrarreforma, o Reforma católica, replanteó su papel político y teológico tras las guerras de religión. Temeroso de toda agitación escatológica que pusiera en riesgo a Roma y volviese a desgarrarla, el espíritu tridentino cerró, con la muerte de los apóstoles y evangelistas, el canon de las Sagradas Escrituras, de manera que ningún hecho o doctrina posterior ausente de los libros divinos o de las tradiciones apostólicas podría aumentar el depósito de la fe. Esto significaba que milagros posteriores —como las apariciones guadalupanas de 1531— se volvían devociones opcionales para los creyentes y que la novedad de América, no pudiendo ser negada del todo, quedaba maquillada con lecturas alegóricas de la Escritura, capaces de hallar anunciada, por ejemplo, la hazaña náutica de Colón en el Antiguo Testamento.

    Las brasas de la fogata franciscana fueron apagadas con la ceniza de la certidumbre: Dios no olvida ni sorprende con revelaciones históricas, y la Iglesia no se pronuncia explícitamente sobre las formas inescrutables que la Divina Providencia escogió para presentar el Evangelio a los indios. El resto fue obra de la Compañía de Jesús, pues el viaje de San Francisco Xavier (1506-1552) por la India, Japón y China ratificó los vestigios cristianos en Mylapore. Si la predicación en las Indias Orientales había ocurrido, la evangelización precolombina se dio por un hecho y los propios jesuitas encontraron pruebas en sus misiones en Brasil y Paraguay.

    A los beatos les bastó con creer que, si había santos voladores en la tradición milagrosa de la Iglesia, nada evitaba que Tomás hubiese sido transportado por los ángeles hacia cualquier lugar de la tierra para cumplir con la encomienda del Señor, mientras que los happy few, como el agustino peruano Antonio de la Calancha, argumentaron contra el eurocentrismo, afirmando que, más allá de las complicaciones históricas y geográficas, el mundo era una totalidad comprendida por los Evangelios. Al fin, en 1607, el fraile dominico Gregorio García (1575-1627) publicó Origen de los indios del Nuevo Mundo e Indias Occidentales, que se convirtió en obra de referencia para los criollos americanos, libro que estuvo en la cabecera de sor Juana Inés de la Cruz, Carlos de Sigüenza y Góngora y fray Servando. García resumió toda una tradición, remontada a Colón, Benito Arias Montano y Américo Vespucio, para quienes los naturales eran veteranos del jardín del Edén, América una tierra poblada por los hijos de Noé tras el diluvio, y el Perú, Ofir.

    La legitimidad bíblica de América se volvió una verdad incuestionada hasta que la Ilustración francesa y escocesa decidió arremeter, por otras razones, contra ella. Antes del siglo XVIII, Gregorio García unió a la teología racional con la Escritura y, con la serenidad que daba el Imperio de los Austrias, volvió a las disputas del descubrimiento y la conquista espiritual, preguntándose otra vez sobre "si la realidad americana participaba o no de la misma naturaleza que el resto de las cosas".¹⁴ García, pese a la inverosimilitud de tantas de sus tesis, fue un buen hombre del Renacimiento. Creía que todo ser humano era capaz de crecer saludable en comunión con la naturaleza variada y templada del Nuevo Mundo, a la espera del mensaje bíblico. Estaba convencido de que muchos habían sido los caminos emprendidos por los hijos de Adán hacia América, desde las migraciones cartaginesas y romanas hasta su hipótesis preferida, basada en el apócrifo libro IV de Esdras: los indios eran hijos de Israel. Todo el libro III de la obra de García es una comparación entre las supersticiones de judíos e indios que, con todo, los preparaban para recibir la Revelación cristiana, transitando del Antiguo al Nuevo Testamento.¹⁵

    Para García no había duda de la visita de Santo Tomás, pues a principios del siglo XVII las evidencias se desparramaban, por medio de recuerdos de misioneros, costumbres análogas y ruinas arqueológicas, hasta la Patagonia. Quetzalcóatl mismo desaparecía del panorama, pues sus múltiples versiones eran sólo el recuerdo confuso que los indios tenían del apóstol. García, a quien fray Servando tomó como guía, aseguró que la palabra México derivaba de la palabra hebrea mexi, que significa jefe o cabeza.¹⁶

    Enterados de que una de sus tribus perdidas había aparecido, los judíos de Ámsterdam entraron al debate y Menassen ben Israel publicó Origen de los americanos, esto es, esperanza de Israel (1650), donde festejaba la localización de esos hermanos, cuyo retorno a la tierra prometida marcaría la hora del Mesías. Los monoteísmos, gracias al Nuevo Mundo, recuperaban su universalidad, una vez pasada la grave crisis que el descubrimiento había significado para el pensamiento europeo.

    Hacia 1675 se compuso El Fénix de Occidente. Santo Tomás descubierto con el nombre de Quetzalcóatl, obra atribuida al sabio barroco novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700). Poco importa, como dice Lafaye, saber si el autor fue Sigüenza o el jesuita Manuel Duarte, pues este libro es la suma de la predicación apostólica, piedra de fundación de México como nación criolla, superación y síntesis de la vieja España y del Imperio azteca. Fervoroso admirador del santo, Sigüenza se las arregló para que el náufrago que protagoniza su narración pseudohistórica Infortunios de Alonso Ramírez (1690) se diese una vuelta por la tumba de Tomás en la India. A lo largo de toda su obra, don Carlos combinó hábilmente la casi santificación de Hernán Cortés con la analogía entre las vírgenes indias prestas al sacrificio y las vestales romanas. Por medio de varios de los géneros del siglo XVII —la educación del príncipe cristiano, la erudición astronómica, las obras históricohagiográficas y la crónica histórica contemporánea—, el polígrafo novohispano presentó a su patria como un paraíso occidental.¹⁷

    En El Fénix de Occidente, Sigüenza, quien había heredado los manuscritos, los legajos y los códices del historiador mestizo Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (1578-1650), reunió todas las piezas dispersas necesarias para edificar una conciencia nacional a la que podemos empezar a llamar mexicana. En primer término, a Sigüenza no le bastó con situar el origen de los antiguos pobladores de América en Cartago e Israel. Él mismo diseñador de túmulos y arcos virreinales, hizo a los indios herederos del saber ancestral de Egipto y convirtió a los reyes aztecas en césares, al grado de que el supuesto vasallaje de Moctezuma ante Carlos V aparecía como una segunda puesta en escena de la conversión de Constantino al cristianismo. Incluso, los soberanos toltecas y aztecas pasaban a un limbo dinástico y México-Tenochtitlan quedaba en una nueva Roma.

    Mientras que a las generaciones anteriores les incomodaba el mutante Quetzalcóatl, a veces apóstol, a veces demonio, para el ingenio barroco era fácil devolverle su dignidad, en calidad de fénix, pues la serpiente hacía mucho que había perdido veneno y plumaje. En agosto de 1692 los indios de la Ciudad de México, hambrientos, se amotinaron, protagonizando el estallido social más peligroso del siglo. Sigüenza, protegido del virrey conde de Gálvez, escribió un panfleto condenando el alboroto. El sabio, como es lógico, no encontraba ninguna relación entre esos indios y los valerosos defensores de Tenochtitlan que él mismo había exaltado en sus libros.

    Admitiendo que la influencia diabólica había afeado la religión de los mexicanos y juzgando merecido el castigo en 1521, don Carlos encontró que en la raíz religiosa de los indios aparecían todas las características cristianas: la confesión, el ayuno, la circuncisión, el Dios único, la Virgen madre y el simbolismo de la cruz. Ello no podía ser sino obra de Santo Tomás Apóstol, ese fénix de Occidente que los naturales llamaron Quetzalcóatl, Zumé, Viracocha, Bochicha, Kukulkán, según la documentada investigación que hizo entonces Manuel Duarte.¹⁸

    Lo tengo averiguado, concluyó Sigüenza en El Fénix de Occidente, obra que aunque no pudo publicar por falta de patrocinio, sobrevivió hasta la Independencia como un río subterráneo y rumoroso.¹⁹ A Sigüenza, como a su amiga sor Juana Inés de la Cruz, les tocaba cerrar, en la Nueva España, el Siglo de Oro de la literatura castellana. En 1700 murió sin descendencia el último rey de la casa de Habsburgo, Carlos II el Hechizado. El Imperio español marchó hacia su ocaso con una guerra de secesión que acabaría por convertirlo, con un rey Borbón, en una potencia antañona al arbitrio político e intelectual de Francia. Con el siglo XVIII, el mundo barroco cayó en el desprestigio y la mitología de Tomás y Quetzalcóatl, con escaso impacto fuera del mundo literario y eclesiástico, se convirtió en un grutesco. Pero por medio de la Virgen de Guadalupe el fénix volvería a resucitar de sus cenizas en 1794.

    PIEDRAS Y CLAVES: EGIPTOLOGÍA

    Toda mi vida había tenido el deseo de hacer el viaje a Egipto; pero el tiempo, que todo lo gasta, también había desgastado esa voluntad.

    DOMINIQUE VIVANT DENON,

    Voyage dans la Basse et la Haute Égypte pendant

    les campagnes du général Bonaparte [1802]

    A todo el mundo le sorprenderá como a mí que el efecto de este prodigioso monumento, la Gran Pirámide, disminuya a medida que uno se acerca. Es absolutamente necesario tocar este monumento con las manos para darse cuenta por fin de la enormidad de los materiales y de la enormidad de la masa que el ojo mide en ese momento. A diez metros de distancia, la alucinación —su aparente pequeño tamaño— recupera el poder. Verdaderamente, uno lamenta haberse acercado.

    JEAN-FRANÇOIS CHAMPOLLION, EL JOVEN,

    Lettres et journaux écrits pendant le voyage à Égypte [1830]

    Don José Gómez, un alabardero que consignó en un Diario curioso las cosas memorables ocurridas durante el gobierno del virrey Revillagigedo (1789-1794), escribió que en su tiempo fueron las revoluciones de la Francia en que le quitaron la vida a su rey y reina, cosa bien memorable. En su tiempo se minó o abugeredó toda la ciudad y se sacaron varios ídolos del tiempo de la gentilidad.²⁰

    El 13 de agosto de 1790, 269 años después de la caída de Tenochtitlan, los trabajadores encargados de la remodelación de la plaza de armas, hoy Zócalo, de la Ciudad de México, descubrieron la Coatlicue. En diciembre de ese año le vino a hacer compañía otro ídolo de la gentilidad, la Piedra del Sol, mal llamada calendario azteca.

    Gracias a la oportuna intervención del sabio ilustrado Antonio de León y Gama (1735-1802), quien publicó poco después un opúsculo admirable por la objetividad con que analizó las piedras, nació la arqueología americana. Pero el descubrimiento acarreaba un simbolismo que inquietó a los espíritus, locos o sagaces, que poblaban el otoño del virreinato.

    El destino de ambas piedras, como lo señala Eduardo Matos Moctezuma, expresó inmediatamente la ambivalencia novohispana hacia el pasado indígena.²¹ Tras la Independencia esa dualidad persistió. Puede verse, de manera plástica, en los muralistas del siglo XX: la barbarie sanguinaria del azteca, apenas dionisiaca, de Orozco, contra la apolínea México-Tenochtitlan, paraíso vegetal, transparente y líquida casa de astrónomos, de Rivera. La Coatlicue asustó a sus descubridores, que la arrumbaron en el patio de la Real Universidad y acabaron por enterrarla. En 1803 le permitieron verla al barón de Humboldt.

    Mientras esperaba ocupar su arquidiócesis en el Alto Perú, Benito María de Moxó escribió en 1804 sus Cartas mejicanas, donde cuenta cómo

    los indios, que miran con tan estúpida indiferencia todos los monumentos de las artes europeas, acudían con inquieta curiosidad a contemplar su famosa estatua. Se creyó al principio que no se movían en esto por otro incentivo que por el amor nacional, propio no menos de los pueblos salvajes que de los civilizados, y por la complacencia de contemplar una de las obras más insignes de sus ascendientes, que veían apreciada hasta de los cultos españoles. Sin embargo se sospechó luego que en sus frecuentes visitas había algún secreto motivo de religión. Fue pues indispensable prohibirles absolutamente la entrada; pero su fanático entusiasmo y su increíble astucia burlaron del todo esta providencia.²²

    La Coatlicue era un monstruo y exhalaba rencor vivo, mientras que la Piedra del Sol, depósito del saber, complacía al patriotismo criollo, al grado de que la empotraron en el muro de la Catedral, como ratificación de continuidad entre los hijos de los toltecas y los hijos de Carlos V, entre la gentilidad y el cristianismo. Muy poco después Dominique Vivant Denon, sabio de Napoleón en Egipto, sufrirá de contrariedades semejantes: entre el Alto y el Bajo Egipto su opinión sobre la aberración o el buen gusto de los antiguos egipcios varía según las ruinas que visita. Y leyendo a Moxó, un catalán inteligente y ambiguo, se percibe la radical divergencia entre la percepción de ambas piedras. Una vez condenada la Coatlicue como infernal, pasa a hacer el elogio de la Piedra del Sol que, descifrada por León y Gama, refutaba la Leyenda Negra montada por la Ilustración contra las civilizaciones mesoamericanas.

    La dualidad latente entre la Coatlicue y la Piedra del Sol preocupaba a los criollos, pero el virrey Revillagigedo aceptó la conservación y el estudio de las piedras. Gobernaban desde la Villa y Corte los últimos Borbones, reyes a la moda, como Carlos III, que habían ordenado la recuperación de Herculano y Pompeya. Recordemos que la Revolución Francesa fue vivida teatralmente como la culminación de un viaje a la antigüedad grecolatina, austera o grandiosa, que había comenzado desde el Renacimiento. El Siglo de las Luces lo fue también de los historiadores y de los anticuarios: Voltaire, Gibbon, Winckelmann, Clavijero. Si 1789 significó el principio de la irrefutable occidentalización del mundo, su corolario napoleónico reafirmó esa apropiación, sobre el terreno, de los vestigios de la antigüedad y su puesta en escena como signo de los nuevos tiempos. El obelisco no era sólo un trofeo neoclásico, también era un signo de revolución: vuelta a los orígenes.

    Como tanta empresa guerrera, la ocupación de Egipto por Bonaparte en 1798-1799 fue una pérdida de sangre y tiempo. Pero al desembarcar con soldados... y sabios, el futuro emperador reorganizaba el lugar de las ruinas en la historia. Los dibujantes, lingüistas y arqueólogos que sobrevivieron a la expedición, y al propio Napoleón, consumaron con la Description de l’Égypte (1809-1828) el último gran libro de la Ilustración y uno de los monumentos editoriales más fascinantes de la historia.

    Podría establecerse una relación comparativa entre la conquista espiritual de América y el hallazgo de la civilización egipcia como un proceso simultáneo de desciframiento cultural. Los primeros en autorizar esa analogía fueron los misioneros etnólogos que evangelizaron las Indias Orientales y Occidentales desde antes del siglo XVI. Franciscanos, dominicos y jesuitas, asombrados ante la pluralidad civilizatoria abierta por los marineros portugueses y españoles, especularon sobre el origen común, sin duda adánico, de los ritos chinos y de los sacrificios mesoamericanos, descubriendo que esos pueblos practicaban formas de escritura o pintura que había que leer. De esa lectura dependía la comprensión de Egipto, el pasado absoluto y el jeroglífico madre que daría un nuevo sentido a una historia universal ya difícilmente resguardada por la teología cristiana.

    La egiptomanía comenzó en 1419 con el descubrimiento de la Hieroglyphica, de Horapollo, manuscrito griego del siglo IV o v d. C. La obra dedicaba 189 secciones a igual número de jeroglíficos, nombre identificado desde ese momento con toda la escritura egipcia, fuese en inscripciones o en papiros. Heródoto ya había dejado un registro de los remotos vestigios egipcios, que asoció correctamente a la enumeración de hechos históricos y dinásticos, idea corroborada en el siglo I por el viajero Diodoro Sículo, el primero en sugerir la naturaleza ideográfica de esa escritura. Pero fue Plutarco, en el capítulo de la Moralia dedicado a Isis y Osiris, quien impuso la interpretación, propiamente hablando, platónica, de Egipto.²³

    Algo sabía Horapollo del antiguo Egipto, pero sus fantasías estimularon el amor renacentista y barroco por los símbolos, ya estuviesen ocultos o visibles en los sueños, el paisaje o los cometas. El helenismo desbordado y decadente de su Hieroglyphica llegó para quedarse en un Renacimiento rendido ante Hermes Trismegisto, padre inmemorial del saber. Apoyándose en la ascendencia egipcia de Moisés, los sabios italianos paganizaron la historia cristiana, caminando en el túnel del tiempo por los seis mil años de antigüedad que la Escritura autorizaba para la humanidad. En la misma época se evangelizaba el Nuevo Mundo, y ambos recorridos se cruzaron. Igual que a Quetzalcóatl, a Osiris se le otorgaron cualidades precristianas como dios civilizador; Isis, como la Tonantzin, apareció como una manifestación profética de la Virgen madre.

    Entre muchos otros, Giovanni Nanni, alias Annius (1432-1502), o el narrador Francesco Colonna, autor del Sueño de Polífilo (1499), falsificaron el significado de las inscripciones, que conocían gracias a los obeliscos egipcios en Roma y a ciertos frisos conservados en el templo de Vespasiano. De esa forma legitimaban el carácter hermético de Egipto, igual que los dominicos Durán y García identificaron a Quetzalcóatl como dídimo de Santo Tomás. Michele Mercati (1541-1593) comparó los jeroglíficos egipcios con los mexicanos, en detrimento de los segundos, meras pinturas. Aunque fue el primero en ver el jeroglífico como una combinación entre fonetismos e ideogramas, Mercati prefirió, como toda su época, creer que la sabiduría egipcia sería hermética o no sería. La contribución americana tomó fuerza gracias a José de Acosta, el jesuita que se había opuesto a los dominicos, quien aventuró en su propia Historia natural y moral de las Indias (1590) que la complejidad de la escritura indígena se debía a que carecía de estructura fonética.²⁴

    El jeroglífico, entonces, fue entendido como una imagen de objeto, animal o planta, cuyo carácter ideográfico es simbólico por inmanencia, lenguaje encriptado al que hay que hallarle, a como dé lugar, una equivalencia hebrea, griega o latina. Esas equivalencias llevan a una explicación frecuentemente soteriológica del universo, siempre y cuando no contradiga abiertamente la verdad revelada en las Sagradas Escrituras.

    Esta noción renacentista de jeroglífico sobrevivirá, con algunas mutaciones, hasta el desciframiento de la escritura egipcia realizado por Champollion en 1822. Y aunque parezca extrañísimo, en ella creyeron, hasta su muerte, célebres investigadores del mundo maya en el siglo XX, como Sylvanus G. Morley y sir Eric Thompson, desmentidos radicalmente sólo en el curso de los últimos 25 años. Tras el mito del jeroglífico subyace la resistencia a entender la riqueza fonética de las culturas desaparecidas o moribundas, así como su capacidad de seguir hablando. Y sin la jeroglifomanía es inexplicable ese año de 1794 cuando fray Servando, poco después de los descubrimientos de la Coatlicue y la Piedra del Sol, aparece ante nosotros.

    El eslabón perdido entre la egiptomanía y el universo criollo novohispano es el jesuita alemán Athanasius Kircher (1602-1680), el último de los polímatas —pretendidos detentadores de la sabiduría absoluta— y el intelectual europeo más popular del siglo XVII. Ya Octavio Paz y Elías Trabulse estudiaron la influencia decisiva de Kircher sobre sor Juana Inés de la Cruz, Carlos de Sigüenza y Góngora y la ciencia mexicana, de tal forma que me limitaré a recordar su vida y milagros. Kircher, en su día corresponsal del propio Sigüenza, fue decisivo para sus últimos e infortunados discípulos americanos, el licenciado Ignacio Borunda y el fraile Mier.²⁵ Este último lo citó escasamente, pero tenía presente la predicación [en China] de San Bartolomé en el siglo VII, explicada en Roma por el padre Kircher.²⁶

    Nacido en una aldea en el actual oriente de Alemania e hijo de un polímata aficionado, Kircher combinó durante su asombrosa vida las milagrerías del santo varón con la audacia de los grandes hombres de ciencia. Niño curioso, destripador de maquinarias y explorador de la obra entera de Dios, Kircher siempre estaba a punto de morir víctima de los molinos de viento, las patas de los caballos, los duendes del bosque, las hernias y las gangrenas. Pudo, pese a todo, acabar su noviciado con los jesuitas y en 1620 empezar sus estudios teológicos en Paderborn, mismos que se interrumpieron con rapidez pues las tropas del duque Christian de Brunswick, enemigo de la Compañía de Jesús, se acercaron al seminario de Kircher.

    La Guerra de los Treinta Años sólo acentuó el fervor misionero de Athanasius, quien cruzando el Rin, tan congelado, vio cómo la capa de hielo se abría a sus pies. Sobrevivió a los rigores del frío y reapareció como atleta en la otra orilla. Al cruzar los territorios protestantes, se negó, a riesgo de su vida, a vestir de seglar, argumentando que preferiría morir con el hábito de mi orden a viajar sin peligro con atuendo mundano. Los soldados enemigos, como lo indica el tópico, acabaron por atraparlo, desnudarlo y robarlo, pero tras escuchar la elocuencia de Kircher, basada en la calma apostólica, lo dejaron seguir su camino en paz.

    Tras haber estudiado matemáticas, hebreo y siriaco, Kircher, un hombre del Barroco acostumbrado a los espectáculos vistosos, impresionó al arzobispo-elector de Maguncia con sus escenarios móviles y sus fuegos artificiales, al grado de que el paisanaje lo tuvo por brujo y el jesuita hubo de explicar sus ciencias y artes. El Elector se lo llevó a la corte de Aschaffenburg donde Kircher publicó su primer libro, Ars magnesia, en 1631.

    Ordenado sacerdote desde 1628, Kircher habría querido ir a China, como tantos sabios aventureros de la Compañía. Se conformó con recolectar las antigüedades enviadas por sus hermanos desde el lejano oriente, pues por razones poco conocidas se quedó en casa, donde adquirió fama de visionario de alcoba, al soñar con exactitud la inminente invasión sueca de las tierras del Elector. A cambio, fue a perfeccionar sus conocimientos a Aviñón, donde comenzó a descifrar jeroglíficos. Muerto Johannes Kepler en 1631, se llamó a Kircher a ocupar su cargo como matemático en la corte de los Habsburgo, pero las envidias se lo impidieron.

    Roma tenía que ser el destino final del hombre que todo lo sabía. Antes de desembarcar en Civitavecchia estuvo a punto de ahogarse, pues esas aguas procelosas siempre ponen a prueba a los peregrinos y por trance similar pasaron los novohispanos Francisco Xavier Clavijero y fray Servando. Antes de encerrarse en lo que sería el Museo Kircheriano, el primero de su tipo en la historia, Athanasius tuvo tiempo de apersonarse, año de 1638, en la erupción del Vesubio. Con mayor fortuna que Plinio el Viejo subió a la cima del volcán y se introdujo en el cráter, hazaña tan indisputada como la del conquistador Diego de Ordaz, quien en 1519 hizo lo propio en el Popocatépetl.

    Entre 1638 y su muerte, el 27 de noviembre de 1680, Kircher se dedicó a la enseñanza y a la erudición en el Colegio Romano, rodeado de los artefactos científicos y las curiosidades de historia natural que conformarían su museo abierto al público. Entre sus asiduos estuvieron Nicolás Poussin, a quien enseñó perspectiva, y Diego Velázquez, que del jesuita aprendió los secretos de la linterna mágica.

    En su vejez abandonó un tanto su pasión por los milenios precristianos y, como pionero de la restauración arqueológica, descubrió las ruinas de una iglesia construida por el emperador Constantino, en el lugar donde San Eustaquio, antiguo general romano al servicio de Trajano, tuvo su visión de un crucifijo en la cornamenta de un ciervo. Kircher, cuidadoso de su amplia bibliografía, encargó a sus discípulos la compilación de su Physiologia kircheriana experimentalis.²⁷

    Aunque se acostumbra llamar un Kircher al sabio que descarrila durante décadas la locomotora del saber, todo científico que lo tome a broma debe poner sus barbas a remojar, pues en ninguna rama del conocimiento como en la ciencia es tan fácil pasar de la admiración universal al ultrajante ridículo. Una vez superado el positivismo decimonónico, a su vez plagado de supercherías, sabemos que hombres como Kircher, epocalmente divididos entre las supersticiones y la ansiedad empírica, fundaron, con frecuencia apoyados en la magia, la ciencia moderna durante el Renacimiento.

    El Itinerarium exstaticum de Kircher comienza con la descripción de su autor transportado en viaje estático a través de las esferas celestes tras escuchar un trío de laúd. El jesuita, a su vez, creía en la infalibilidad histórica de las Escrituras, en la generación espontánea de los insectos, en las sirenas, y presumía de conocer los secretos de la palingénesis, al pretender la resurrección de las plantas de sus cenizas. En su obra más ambiciosa, Ars magna sciendi, presentó un frontispicio donde muestra el ojo de Dios guiándolo a través de la teología, la metafísica, la lógica, la medicina, las matemáticas, la ética y la teología morales, la ascética, la jurisprudencia, la política, la controversia y la retórica, gracias al arte combinatorio de Raimundo Lulio.

    Fue, con mayor amplitud y menos tino que Leonardo Da Vinci, un emblema del Renacimiento y el hombre que rescató, para la Contrarreforma católica y para los jesuitas, un universalismo que sin él habría quedado resguardado únicamente entre los protestantes. Y eliminando buena parte de la polimatía kircheriana, queda como el empirista precursor, el enciclopedista musical del Barroco temprano, el padre de la geología moderna, un pionero de la microbiología, el primer museógrafo y, desde luego, como el abuelo loco de la egiptología.

    La competencia de Kircher en lenguas orientales, particularmente en copto, pese a su propia insistencia en el jeroglífico como herencia de Hermes Trismegisto, abrió el largo camino que llegaría hasta Champollion. Y mientras afirmaba que sólo el Espíritu Santo podía iluminar al lector de jeroglíficos, él mismo redactó en forma jeroglífica elogios banales y disparatados de reyes y pontífices. El Barroco creía en el mundo como ilusión y engaño, pero estaba bien dispuesto a aceptar la verosimilitud de las imágenes. Así, los libros de Kircher, como el Oedipus aegyptiacus (1656), lujosamente ilustrados, presentaban realidades que, soñadas por el público, dejaban de ser fantasmagóricas aunque fueran tan inexactas.²⁸

    Si técnicamente Kircher retrasó el desciframiento un par de siglos, su contribución —y con él la del resto de los jesuitas— fue decisiva para abrir la conciencia católica hacia los mundos imaginados entre el diluvio universal y el nacimiento de Cristo. Interpuesta entre el Génesis e Israel, Kircher colocó una pieza sujeta a examen historiográfico: Egipto. A riesgo de disolver el cristianismo en una emblemática platónica y neopitagórica, las andanzas de Kircher estimularon, en sus miles de lectores, esa noción de desciframiento cultural que, con fines a veces más etnográficos que misionales, realizaban los jesuitas en China y los frailes en el Nuevo Mundo.

    Antes de Kircher hubo sabios, como Piero Valeriano, protonotario apostólico del papa Clemente VII, quien con Hieroglyphica sive de sacris Aegyptiorum literis commentarii (Basilea, 1556), creyó que esos símbolos bien podían ser meramente históricos. En 1605 Lorenzo Pignoria publicó Mensa isiaca, que rechazaba la moda neopitagórica y aseguraba, como los publicistas de la predicación apostólica en América, que esos caracteres fueron compuestos en griego durante la época cristiana. El resto le parecía superstición peligrosa para la Iglesia. Pero la equivalencia entre el enigma y el jeroglífico, tan prestigiada, sobrevivió a esos embates.

    La figura decisiva fue William Warburton (1698-1779), en su día obispo de Gloucester, quien con The Divine Legation of Moses (1741) afirmó que la escritura jeroglífica fue pública y no secreta. Batallaba contra Isaac Newton, quien en una disparatada cronología se atrevió a fechar la invención de la carpintería por Dédalo en 989 a. C. o la construcción de la pirámide de Gizeh en 834 a. C. Que Newton, en pleno siglo XVIII, cometiese esos disparates exculpa a hombres como Kircher y a sus lectores novohispanos. Junto a la defensa de la historicidad de la escritura egipcia, Warburton agregó el complemento indispensable: la lingüística. Los egipcios, como los chinos y los mexicanos, se comunicaban mediante sonidos y sus formas de escritura no podían ser, humanos al fin, sino fonéticas. El ilustrado graduó la complejidad de ese fonetismo, desde la complejidad egipcia (simbólica) a la simpleza mexicana (pictórica), pasando por las marcas chinas dadas a multiplicarse prodigiosamente.

    En Francia, la Academia de las Inscripciones, creada en 1716, será el antecedente del Instituto de Egipto que fundará Napoleón en El Cairo. Uno de sus académicos, el abate Jean-Jacques Barthélemy (1716-1795), cuyas Réflexions sur quelques monuments phéniciens et sur les alphabets qui en résultent (1758), completaron la tarea de Warburton al introducir la noción de alfabeto como arma de desciframiento. Al fin del siglo, Georg Zoëga (1755-1809), danés que vivió en Roma y figuró en el llamado renacimiento hebreo dieciochesco, dijo que todo jeroglífico era, al menos parcialmente, un fonetismo.

    El 19 de julio de 1799 el general Bonaparte designó a los matemáticos Joseph Fourier y Louis Costaz para dirigir el estudio científico y el registro exacto de los antiguos monumentos del Alto Egipto, mientras Dominique Vivant Denon dibujaba las piedras jeroglíficas halladas en Dendera o Tebas. Ese día, un grupo de soldados, al reforzar las defensas de la fortificación de Rachid, descubrió la célebre piedra bautizada con el nombre francés de esa ciudad, Rosetta, un monolito de 1.20 metros de altura que presentaba inscripciones en tres formas diferentes, una en griego, otra jeroglífica y la tercera en un tipo entonces desconocido de escritura. El texto griego resultó ser un edicto de los sacerdotes de Menfis, fechado el 27 de marzo de 196 a. C., que conmemoraba a Ptolomeo V Epífanes.

    Tanto en Egipto como en México, entre 1791 y 1799, el milenario recorrido paralelo entre la historia y la lengua, la escritura y el lenguaje, había encontrado un punto de intersección. Coatlicue y la Rosetta, la piedra y la clave, dialogaban.

    BORUNDA, JEROGLÍFICO AMERICANO

    La escritura fonética fue entonces usada entre todas las clases de la nación egipcia, y ellas la emplearon durante un largo tiempo como un auxiliar obligado en sus tres métodos ideográficos. Cuando, por el efecto de su conversión al cristianismo, el pueblo egipcio recibió de sus apóstoles la escritura alfabética griega, se vio obligado a escribir todas las palabras de su lengua materna con ese alfabeto. La adopción aisló para siempre a esa lengua de la historia y de las instituciones de sus ancestros. Por ese hecho, los monumentos enmudecieron para los neófitos y sus descendientes.

    JEAN-FRANÇOIS CHAMPOLLION, EL JOVEN,

    Lettre à M. Dacier [1822]

    The name of the Mexican Champollion who has discovered it is Borunda.

    WILLIAM H. PRESCOTT,

    History of the Conquest of Mexico [1843]

    Miles de años después de la invención de los caracteres permanece el convencimiento de las virtudes mágicas de no importa qué alfabeto. De Champollion a Yuri V. Knórosov, el descifrador ha conservado, aunque su éxito sea obra del rigor científico, la aureola del mago. Ese halo de misterioso viaje a los orígenes también pertenece a la nutrida legión de los descifradores fracasados, cuya derrota, haya sido resultado del mal fario, la precipitación o la charlatanería, empedró el camino que permitió leer las piedras y las claves.

    José Ignacio Blas Borunda, el anticuario novohispano que acaso nació en 1741 y quien, tras haber hundido involuntariamente a fray Servando Teresa de Mier en el oprobio, desapareció de la faz de la tierra, conserva intacta esa reputación de aprendiz de brujo que, al insistir en métodos e ideas ya anticuados en sus días, se obsesiona con el significado secreto de los símbolos e impone un desorden fatal para los pretenciosos y los incautos.

    Cuando Champollion, espíritu ilustrado y escéptico que caminaba hacia el liberalismo, descifró la escritura egipcia, se cuidó de respetar la edad del mundo datada por la Biblia. Lo hizo por prudencia, negándose a librar una batalla inoportuna con la Iglesia Católica. Pero algo quedaba en Champollion del respeto al desciframiento como una reafirmación de la autoridad bíblica. Los descifradores, desde antes de Kircher, se jactaban de enriquecer la verdad revelada en sus sentidos literal, anagógico o tropológico. Así, los jesuitas en China y los frailes en América se complacían, al hallar por doquier las huellas de Santo Tomás, en ratificar científicamente la predicación urbi et orbi, honrando por igual a la religión y a la ciencia.

    Cuenta la leyenda que el 14 de septiembre de 1822, cuando Champollion descubrió al fin la clave, corrió al despacho de su hermano y benefactor Jacques-Joseph y, antes de desmayarse de emoción, gritó "Je tiens l’affaire !" Tras años de vericuetos, un paso adelante, otro atrás, Champollion comprobó empíricamente que los signos jeroglíficos fonéticos se extendían a lo largo de toda la historia de la escritura egipcia. Su profundo conocimiento del copto, una lengua viva hablada en el Egipto de 1800, había rendido frutos, como lo sospecharon antes que él, pero sin demostrarlo, Warburton y Zoëga.

    La piedra de Rosetta del México antiguo fue descifrada tan pronto los franciscanos y los dominicos, junto con sus discípulos indios, empezaron a traducir los fonemas nahuas al alfabeto latino, antes del mediodía del siglo XVI. Muchos de los investigadores actuales se niegan a validar el mito de la quemazón del pasado indígena e incluso sostienen que nunca hubo conquista más preocupada por conservar, en la medida de las siempre categóricas exigencias políticas y religiosas, la memoria de los vencidos. Tan sólo Motolinía realizó la hazaña lexicográfica de rescatar 24 mil vocablos, para no hablar de la enciclopedia sahaguniana. En el caso de los mayas, la Relación de las cosas de Yucatán, del obispo Diego de Landa, es una auténtica piedra de Rosetta del mayismo, cuyo descrédito como fuente documental retrasó un siglo el desciframiento de los glifos mayas.²⁹

    Quien lea a Motolinía, a Sahagún y a Landa con el mismo desapasionamiento con que se lee a Heródoto, Polibio o Tácito, se encontrará con etnógrafos involucrados en una guerra de conquista. Contra las rutinarias vociferaciones hispanófilas, la llamada etnografía misional no es hija de la bondad intrínseca de la fe católica, y ni siquiera de la probidad, acaso indudable, de algunos de esos predicadores. A diferencia de Kircher, para quien descifrar era lograr, casi como alquimista, la resurrección del Fénix del saber perdido, para los frailes investigación, lectura y traducción eran una necesidad metodológica, la encuesta práctica y cotidiana requerida por la evangelización.

    A su vez, lo que hoy conocemos por literatura náhuatl es esa visión de los vencidos que presentó Miguel León-Portilla pero también, y en medida abrumadora, obra de los conversos o, si se prefiere, de los colaboracionistas. Los alumnos del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, Fernando Alvarado Tezozómoc o Antonio Valeriano, se convirtieron no sólo en intérpretes y feudatarios de las culturas derrotadas en 1521, sino en humanistas del Renacimiento que traducían al español y al latín. Su patriotismo criollo nació no sólo de su orgullo como nobles indígenas castellanizados, sino de su lectura de las obras latinas sobre el origen de los mismos hispanos, en su día paganos sojuzgados por la Roma precristiana y, sólo más tarde, bautizados.³⁰

    Ese otro desciframiento los colocó en un plano de igualdad, acaso ilusoria, dentro de las fuentes del universalismo bíblico, realizando lo que algunos teólogos llaman parénesis, es decir, el diálogo, siempre conflictivo, entre el predicador y el converso. No es ninguna casualidad que uno de estos humanistas, Antonio Valeriano, haya sido el probable primer cronista de las apariciones guadalupanas, con el Nican mopohua, texto madre de la devoción.³¹

    Volviendo a la analogía egipcia, digamos que en la Nueva España del siglo XVI se aceptó universalmente que el náhuatl, a la manera del copto de Champollion, era la clave contemporánea y viva para descifrar los misterios de las civilizaciones indígenas. En este punto comienza la involución, a ratos grotesca, que nos llevará a Ignacio Borunda. Comenzando el siglo XVII, ocurrido ya ese momento espectacular en la conciencia crítica de Occidente que fue la disputa de Valladolid, la Iglesia postridentina abandona la audacia de las primeras generaciones de franciscanos y dominicos, cierra el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, desecha la formación del clero indio y comienza a estimular la extinción, desprestigiándolas como adquisición de la alta cultura, de las lenguas indígenas. Los clérigos de Trento, y más tarde los últimos Austrias, sancionaron la división espiritual de México en una república de indios y otra de españoles.

    Pedro Mártir de Anglería (1457-1526), el primer europeo que examinó los códices indígenas, no dudó en calificarlos de documentos históricos. Un siglo después, obras como las de Sahagún, Las Casas y muchos otros cronistas de Indias se encontraban archivadas o casi inéditas, de tal forma que su desconocimiento permitió que las antigüedades americanas se convirtieron en una rama más ¡de la egiptomanía kircheriana! Desaparecidos los europeos y los indios que habían protagonizado el mutuo desciframiento del siglo XVI, el simbolismo barroco descartó sus formidables descubrimientos etnográficos y lingüísticos. No es extraño así que la fábula de Santo Tomás Apóstol quede ya establecida del todo en 1605 por fray Gregorio García: el depósito cultural parenético pasó a ser antigüedad, materia de anticuarios.

    Este oscurecimiento veloz y dramático del mundo indígena también fue resultado de la catástrofe epidemiológica, del mestizaje y de la entusiasta aceptación india del cristianismo. Pero para sabios barrocos como Sigüenza y Góngora, que tanto admiraban a su romanizado Imperio azteca, contó otro aspecto. En la Nueva España sobrevivieron, mal que bien, las claves en los códices, venturosamente transcritos durante el siglo XVI, mientras que las piedras, más peligrosas por su visibilidad como ídolos, desaparecieron del horizonte cultural. Mientras que la piedra de Rosetta nos lleva a Champollion, en la Nueva España se separó la herencia lingüística de su expresión en las inscripciones. Digamos que la clave de los jeroglíficos americanos se quedó en la mesa, como la carta robada, mientras que en el suelo los letrados abrían los grandes mapas polimáticos de Kircher en busca de explicaciones desaforadas. Dos personajes antagónicos, Francisco Xavier Clavijero e Ignacio Borunda, el genio y el pobre diablo, intentaron reanudar el diálogo destruido entre claves y piedras.

    El ambiente del Siglo de las Luces no podía ser más desfavorable para rescatar al México antiguo y a todo el continente, como puede leerse en La disputa del Nuevo Mundo, de Antonello Gerbi.³² La imaginería barroca, que festejaba las mezclas, fue sustituida por el racionalismo eurocentrista de la Ilustración, que en nombre de la universalidad de los valores decretó la inferioridad física y moral de los americanos, cuya condición relativista de cultura precristiana había sido tolerada dada la necesidad impuesta por la conversión de los gentiles.

    Clavijero, cuya frecuente ausencia en las historiografías anglosajonas de la Ilustración es una pena, batalló en dos frentes. El más visible fue la disputa con De Pauw y Buffon en defensa del Nuevo Mundo. Menos eficaz —y poco exitosa dada la permanencia de personajes como Borunda— fue su labor para alejar a Kircher y su escuela del pensamiento novohispano, a pesar de contar en la Ciudad de México con discípulos entusiastas como León y Gama, José Antonio Alzate e Ignacio Bartolache. Como Feijoo en España, Clavijero se empeñó en desarraigar las manías intelectuales del Barroco, ese estilo churrigueresco y gerundiano que trataron de barrer, no sin cometer groseras injusticias, los ilustrados.

    Contra lo narrado por la leyenda piadosa, al jesuita veracruzano Clavijero (1731-1787) los indígenas de carne y hueso le eran indiferentes, al grado de que en 1761 fue reprendido por la negligencia de su trabajo pastoral, probatorio de desamor y desafecto a los indios.³³ En cambio, Clavijero dedicó muchos años a comprender el náhuatl, el arma más poderosa para defender a México —pues con él ya podemos llamar así a la Nueva España— tanto de los americanistas europeos como de la decadencia barroca. Sólo en 1974 se publicaron sus Reglas de la lengua mexicana con un vocabulario.

    Expulsado junto con todos los jesuitas de los reinos de Carlos III, Clavijero tuvo la fortuna de ir al destierro italiano, donde sus hermanos expulsos de España y de América defendieron las ciudadelas de la Ilustración católica. Bajo la influencia de Vico, por medio del filólogo Lorenzo Hervás y Panduro, Clavijero redactó y tradujo al italiano su Storia antica del Messico, publicada en Cesena en 1780 y pronto leída en inglés y francés. En esencia, Clavijero asumía que las civilizaciones amerindias habían sido iguales, por origen y destino, vicios y virtudes, a todas aquellas sociedades anteriores al cristianismo.

    Trabajando en Bolonia, sin acceso a muchas de las crónicas de Indias, Clavijero puso especial énfasis en la lingüística comparada del náhuatl —al que siempre llamó megicano— y el resto de las lenguas antiguas y modernas, concluyendo que, por sus consonantes, superlativos y diminutivos, el mexicano sólo podía compararse con el griego. Ambas lenguas, dijo, podían combinar en una palabra la significación de cinco distintas y refutó la pretendida escasez de palabras numéricas y términos metafísicos entre los aztecas.³⁴

    De esta erudición en lenguas tan diversas, escribió Juan Luis Maneiro, adquirió singular pericia para descifrar las mudas pinturas de los indios.³⁵ Contra los kircherianos y los eurocentristas, Clavijero insistió en que esas pinturas sólo eran simbólicas

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