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Hablo de la ciudad: Los principios del siglo XX desde la ciudad de México
Hablo de la ciudad: Los principios del siglo XX desde la ciudad de México
Hablo de la ciudad: Los principios del siglo XX desde la ciudad de México
Libro electrónico1050 páginas10 horas

Hablo de la ciudad: Los principios del siglo XX desde la ciudad de México

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La presente obra está compuesta por seis ensayos sobre la Ciudad de México, en los cuales el autor nos remite a los inicios de la ciudad en el siglo xx. Marcada por la nostalgia, el autor busca presentar la historia de la experiencia urbana. Escapando del formalismo académico y dando paso a un híbrido entre lo vivencial y lo histórico, esta serie de ensayos comienza en 1910, donde la ciudad cobró una relevancia notoria para el régimen porfirista. Asimismo, la preocupación del autor por aprehender cada detalle de la ciudad se vuelca en las páginas para expresar los anhelos de una urbe por ser cosmopolita y moderna, un pasado en el cual, la planeación de los espacios urbanos quedó olvidada hasta que el problema se hizo evidente; parques y monumentos llenaron los pocos huecos que quedaban en la megalópolis, configurando poco a poco ese paisaje ornamentado en el cual ya casi nadie repara.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 ene 2018
ISBN9786071653475
Hablo de la ciudad: Los principios del siglo XX desde la ciudad de México

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    Hablo de la ciudad - Mauricio Tenorio Trillo

    SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA

    HABLO DE LA CIUDAD

    Traducción

    GERARDO NORIEGA RIVERO

    JUAN TOVAR

    Revisión de la traducción

    FAUSTO JOSÉ TREJO

    MAURICIO TENORIO TRILLO

    Hablo de la ciudad

    LOS PRINCIPIOS DEL SIGLO XX DESDE LA CIUDAD DE MÉXICO

    Primera edición, 2017

    Primera edición electrónica, 2017

    Título original: ‘I Speak of the City’: Mexico City at the Turn of the Twentieth Century

    Licensed by The University of Chicago Press, Chicago, Illinois, U.S.A.

    © The University of Chicago Press

    Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit

    Imagen de portada: Juan O’Gorman, La Ciudad de México, pintura al temple sobre masonita, 1942. Museo de Arte Moderno, Ciudad de México.

    D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-5347-5 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    A Beatriz, César, Fernando, Fausto, Gerardo, Helena y Jean…

    A la Xaparreu

    hablo de la ciudad inmensa, realidad diaria hecha de dos palabras: los otros,

    y en cada uno de ellos hay un yo cercenado de un nosotros, un yo a la deriva,

    hablo de la ciudad construida por los muertos, habitada por sus tercos fantasmas, regida por su despótica memoria […]

    OCTAVIO PAZ, Hablo de la ciudad (fragmento)

    SUMARIO

    Agradecimientos

    Introducción

    Primera parte

    ALLÁ POR 1910

    I. Sobre 1910 y la ciudad del Centenario

    II. De 1910 y sus capitales: Washington y la Ciudad de México

    III. Interiores

    Segunda parte

    1919

    IV. La Ciudad de México alrededor de 1919

    Tercera parte

    LA ATLÁNTIDA MORENA

    V. La Atlántida Morena

    VI. Transparencia

    Cuarta parte

    ODALISCAMANÍA

    VII. Japón

    VIII. La India

    Quinta parte

    LA CIENCIA Y LA CIUDAD

    IX. La ciencia y la ciudad: historias surgidas en la acera

    X. De piojos, ratas y mexicanos

    Sexta parte

    EL LENGUAJE

    XI. Susurros

    XII. La musa callejera

    Palabras finales

    Archivos citados

    Bibliografía

    Índice analítico

    Índice general

    AGRADECIMIENTOS

    Estos ensayos deben mucho a las y los compañeros de andanzas, así como a varias instituciones. Los amigos de toda la vida —Gerardo Laveaga, César Fonseca, Alfredo Hidalgo, Salvador Cañez y Eduardo Padilla— caminaron conmigo por la ciudad a una edad en que el olvido era un ejercicio mental imposible. Además, no habría podido imaginarme este o cualquier otro libro o ensayo sin los acompañantes que he perdido: Francisco Tenorio, Juan Tenorio Carmona, Leonor González, Arcelia Trillo Aviña, Melchor Solís, Frederick Bowser, Luis Cadena, Carlos Ávila y Charles A. Hale. Mis maestros presenciales o virtuales —Raúl Valadés, Ernesto Azuela, José Luis Piñeyro, Cathy Nelson, Richard Morse, Jean Meyer, Beatriz Rojas, Fernando Escalante, William Tobin, David Brading, James Sidbury, Judith Coffin, Neal Kamil, William Forbath, Charles R. Hale, Enrique Fierro, Ida Vitale, Emilio Kourí, Dain Borges, Apen Ruiz y Helena Bomeny— me asistieron de maneras no transcribibles. También me sirvió de estímulo en el camino, en momentos clave para el pensar de estos ensayos, la camaradería del consejo editorial del Chilakapalukulu: Muzaffar Alam, Sanjay Subrahmanyam, Wang Hui, David Shulman, Navid Kermani, Partha Chatterjee, Philippe Burrin y N. V. Rao.

    A lo largo de los años, el libro tuvo el apoyo de cuatro instituciones: el Centro de Investigación y Docencia Económicas en la Ciudad de México, el Departamento de Historia de la Universidad de Texas en Austin, el Wissenschaftskolleg zu Berlin y el Departamento de Historia de la Universidad de Chicago. Agradezco también al proyecto Art and National Identity in India, Japan, and Mexico, coordinado por Partha Mitter, Toshio Watanabe y Oriana Baddeley. Los tres, junto con Bert Winther-Tamaki, Gayatri Sinha, Naazish Ata-Ullah y Toshiharu Omuka, me ofrecieron su sabiduría cuando más me atascaba en mi ignorancia y mis limitaciones lingüísticas. Otra deuda: viví muchos años entre las estanterías de la Nettie Lee Benson Latin American Collection de la Universidad de Texas en Austin. Entre sus libros, y en especial entre sus dedicados y eficientes bibliotecarios, hallé el más cálido de los hogares. Todo cuanto escribo es de algún modo un gesto de gratitud a La Benson y su gente: Margo Gutiérrez, Ann Hartness, Michael Hironymous, Carmen Sacomani, Craig Schroer y D. Gibbs. Extiendo también mi gratitud al Institut d’Història Jaume Vicens Vives en Barcelona, cuya biblioteca por años me ha alojado como un inquilino fiel, aunque anónimo. Fabiola Martínez, Gerardo Maldonado, Antonio Saborit, Víctor Macías-González, Patrick Iber, Teresa Davis, Carlos Bravo, Adrian Anagnost, Ernesto Capello, Daniel Haworth y Jessica Locke me asistieron con ideas, revisiones y traducciones. De igual modo, el Departamento de Historia de la Universidad de Chicago me ofreció un invaluable apoyo económico e intelectual en las últimas y prolongadas fases de preparación de esta obra.

    Y, en fin, doy las gracias a mis alumnos en México, en Chicago, en Austin. Espero que este libro les revele la influencia decisiva que han ejercido sobre su maestro y refuerce su convicción de que, ya ven, tanto hablar de caminatas, narraciones, historias y perspectivas sobre las ciudades era sólo la manera que tenía un su profesor de vérselas con su enmarañada relación con la Ciudad de México.

    Finalmente, transcribo lo que dije al agradecer los premios que recibió ‘I Speak of the City’, la edición original de este libro publicada por The University of Chicago Press:

    Estoy muy consciente de lo peculiar que es mi trabajo; es raro, no tiene escuela, ni capilla, ni siquiera mucha disciplina. Nunca creí que tal rareza merecería reconocimiento alguno más allá de aquel a que me he hecho acreedor por ejercer agradecidamente mi actividad: la de profesor de los estudiantes, la de colega de los profesores, de la Universidad de Chicago. Ha sido una gran suerte haber llegado a un ambiente académico en el cual lo que yo tenía por intuiciones personales sean consideradas verdaderas contribuciones intelectuales. Éste ha sido mi privilegio, como lo ha sido también colaborar con mis excelentes editores de The University of Chicago Press: Douglas Mitchell, Tim McGobern y Michael Koplow.

    Lucía, como siempre, fue en gran medida parte consustancial de estos ensayos, en la medida en que ambos pertenecemos en cuerpo y alma a nuestros años felices transcurridos entre Austin, México, Chicago y Barcelona. Moltes gràcies, Xaparreu.

    INTRODUCCIÓN

    En un islote ubicado en medio de un lago, en un lugar donde los peces vuelan y el águila devora serpientes: ¡… [A]llí esperaremos y allí reinaremos!… ¡A todos los que nos rodean allí los conquistaremos! ¡Aquí estará perdurable nuestra ciudad de Tenochtitlan!… y muchas cosas han de suceder.¹ Éstos son los orígenes, según la leyenda, de México-Tenochtitlan, la ciudad sobre el lago de Texcoco que el mítico pueblo de Aztlán fundara a principios del siglo XIV y donde su ciudad-Estado habría de prosperar perennemente. Y vaya si México-Tenochtitlan prosperó, antes y después de la conquista española, al igual que en el siglo XIX como capital de un Estado-nación (México). Por eso, como de pocas, de la Ciudad de México podría decirse aquello que Eça de Queirós largara acerca de Lisboa: Nem cria, nem inicia; vai.² Porque, es verdad, yo a la Ciudad de México no le encuentro comienzo, ni cronológico ni geográfico, sólo vai. Confieso que "Hablo de la ciudad" no es más que unos relatos genéticamente relacionados con mi propia experiencia del vai de la Ciudad de México; experiencia que, no obstante, repienso de manera que pueda ganar una historia más allá de lo íntimo y personal. Es decir, en el presente libro esto o aquello se remontan a mi remembranza específica de un día, una andanza, un atardecer, un sol, una lluvia o una esquina, pero la historia que escribo no es sobre eso sino sobre, por ejemplo, el pasear y los paseos, las voces urbanas, la vivencia de los monumentos, la nostalgia de estilos del pasado o la sensación de extrañeza que suscitan aquellas cosas que alguna vez, de tan comunes, no necesitaban ser nombradas: simplemente eran.

    Si enfoco los años entre, ca., 1880 y 1940 es porque en esas décadas la Ciudad de México emprendió el camino hacia lo que es hoy, a saber, una megalópolis, un desastre ecológico y un monstruo encantador y espeluznante, capital de una nación moderna, pobre, sí, pero que hace tiempo no tiene nada de periférica. País y capital han estado por casi un siglo al centro de lo moderno mundial, cultural y económico. En efecto, la Ciudad de México no es algo periférico y accidental que nunca debió haber ocurrido. De hecho, ha sido el cumplimiento de muchas promesas modernas —rápido crecimiento industrial o cosmopolitismo—. Lejos de ser la exótica villa descrita por viajeros extranjeros, o la mera consecuencia involuntaria de una tradición atávica y no occidental, la Ciudad de México ha sido hasta tal punto parte de la creación de lo moderno que examinarla es sólo otra manera de contar y habitar lo que se conoce como el mundo moderno.³

    Con todo, el libro, voluminoso como es, no es una monografía que narre en orden cronológico un trozo de vida de la ciudad. Este libro es otra cosa: es un compendio de maneras de ensayar la historia de la experiencia urbana moderna. Así, estos ensayos son experimentos de captura de diferentes aspectos de la experiencia citadina: la ciudad como un libro de texto de una historia no para ser leída sino para ser caminada; la ciudad como expresión global del Estado moderno; la ciudad como efímera capital modernista de utopías mundiales; la ciudad como objeto orientalista; la ciudad como sujeto orientalista fascinado por Japón y la India; la ciudad como laboratorio científico y, finalmente, la ciudad como lenguaje. Al ensayar la historia moderna a través de un espejo, por descontado, marginal (la Ciudad de México), parto de la insólita convicción de que la Ciudad de México no ha sido la imitación sino el despliegue y la materialización de fenómenos modernos como la escritura de la historia, el nacionalismo, las revoluciones, la ciencia y el lenguaje.

    EXPERIENCIA URBANA

    Aunque el cine y la inmediatez mediática nos hayan acostumbrado a pensarla como una película, la experiencia urbana más bien semeja una colección de coups d’œil superpuestos que pueden dilatar la percepción que el historiador tiene de las fronteras entre pasado, presente y futuro. Se han escrito bibliotecas sobre la noción de experiencia como un concepto filosófico o historiográfico, e inclusive como concepto característicamente urbano. Mi entender de la experiencia urbana, sin embargo, apela sólo marginalmente a las controversias filosóficas en torno a Erlebnis. Aquí experiencia es un concepto más cercano a la ocurrencia simultánea de vivencias y ensimismamientos ambos fenómenos muy comunes para el andariego urbano de cualquier parte—. Está fuera de toda duda que estos términos no gozan de la reputación de cierto bagaje conceptual de procedencia francesa, ni tampoco, ciertamente, son el eco de voces sonoras de sabor regional como siesta o sombrero. De todos modos, a mi ver, funcionan a las mil maravillas. Pues a quienes recorren una urbe en cualquier parte del mundo les resulta muy común tener vivencias y atravesar estados de ensimismamiento. Así entendida, la experiencia, primero, se vuelve si no un objeto de estudio fijo para el historiador, al menos un conjunto bien delimitado de evidencias históricas a trabajar; segundo, deviene una esperanza que guía al historiador: la de intentar capturar imágenes vivas de los acontecimientos que integran el pasado urbano. De lo que se deduce que por historia de la experiencia urbana entiendo el intento de atrapar y concebir un pasado constituido por las mezclas concurrentes y caóticas de sentimientos, conocimientos y divagaciones (es decir, ensimismamientos) que se producen al caminar por la ciudad, al avistar uno de sus edificios o contemplar uno de sus monumentos, al examinar una de sus calles o de sus esquinas, o un descubrimiento, o un poema, inspirado por la ciudad (es decir, vivencias).

    Este libro, pues, ofrece una suerte de historia de vivencias citadinas, un registro del acto mismo de experimentar las ciudades, en el cual la diferencia entre lo pasado y lo presente, claramente discernible en una cronología, es menos visible. Pues la experiencia urbana adquirida en el pasado, si no va acompañada de la experiencia urbana en el presente, resulta ininteligible. Hay que habitar la evidencia del pasado con la familiaridad de quien ha visto y caminado suficientes calles en el presente. Quizá esto se deba a que las ciudades producen lo que Georg Simmel llamó en 1903 la intensificación de la estimulación nerviosa que hace al hombre metropolitano desarrollar un órgano que lo proteja contra las corrientes y las discrepancias de su ambiente externo que amenazan desarraigarlo… Se ve así que el intelecto preserva la vida subjetiva contra el poder avasallador de la vida metropolitana; o será que lo urbano congrega vivencias y ensimismamientos porque hablar de ciudades es, decía Octavio Paz, hablar de la "realidad diaria compuesta de dos palabras: los otros, y en cada uno de ellos hay un yo cercenado de un nosotros, un yo a la deriva".⁴ Sea como sea, escribir la historia de las experiencias urbanas modernas exige una combinación de investigación empírica, imaginación nutrida de vida urbana e intuiciones literarias; es, en cierta manera, un ensayar la conciencia de las vivencias urbanas que al mismo tiempo es un ensayar sobre la conciencia moderna que, sea lo que sea, seguro hace sombra de ciudad.

    ENSAYAR

    El ensayo ha sido el género discursivo intrínsecamente vinculado a los relatos de la experiencia urbana, en el pasado y en el presente. Cual género moderno, el ensayo está caracterizado por el intento de persuasión y por su carácter inacabado, derivado de su afán de explorar muchos terrenos y amplios temas; por su renuencia a hacer una distinción entre forma y contenido, y su voluntad de vaciarlos en un molde estilístico marcado por la libertad para establecer, a menudo a través de la ironía, conexiones empíricas, estéticas y conceptuales; por su aquilatamiento de lo que el joven Georg Lukács llamó el gozo de la lógica conceptual; y, finalmente, por su incitación a provocar más inquisiciones, por su llamado a ir más a fondo. Aunque aquí aspiro a ensayar, no pretendo siquiera acercarme a los clásicos del género. Mi ensayar es mucho más modesto, porque es ante todo una meticulosa investigación histórica; pero también es, o quiere ser, parte de la importante tradición de expandir y transmitir conocimiento histórico a través de ensayos (como hicieran, entre otros, F. J. Turner, Carl Becker, Richard Hofstadter, Jaume Vicens Vives, Edmundo O’Gorman, Sérgio Buarque de Holanda o Beatriz Sarlo).

    A menudo me he preguntado por qué escribí estos ensayos originalmente en inglés. Estaban, claro, las exigencias de mi vida académica estadunidense —para la cual si algo no está en inglés no existe—, pero, la verdad, estas demandas tuvieron poco que ver con mi decisión; había escrito en castellano y en inglés sin preocuparme por subir o bajar en hidalguía académica. El caso es que, para bien o para mal, un día empecé estos ensayos en mi inglés prestado y continué a lo largo de los años, consciente de mis propias limitaciones y de las dificultades que enfrentaría al tratar de publicar textos tan extravagantes. (Las dificultades fueron muchas y variadas, hasta que Douglas Mitchell, de The University of Chicago Press, tuvo fe en el manuscrito y tomó cartas en el asunto.) Seguí escribiendo en inglés inclusive después de que unos dictaminadores anónimos —¡y de una publicación que incluía Latin American Studies en el título!— dijera de las primeras entregas de algún ensayo de este libro: El problema de Tenorio es que cree que escribe en inglés. Seguro, ése ha de ser mi problema; pero debo decir que para un no nativo escribir en inglés, e historia, deviene un gran reto y una linda ilusión. Es un reto porque una cosa es redactar en inglés académico, con más o menos corrección, un simple reporte de investigación, y otra cosa es hincarle el diente al difícil arte del ensayo en inglés. Y es una ilusión porque el ejercicio de la escritura se funda en la esperanza (acaso contraproducente) de que, habiendo dialogado con la experiencia de muchas ciudades, de Europa, Asia o América, pasadas y presentes, gracias a la mediación de la actual lengua franca, se haga posible entrar en conversaciones más que mexicanas, o más que mexicanistas, a través del inglés. El anhelo consiste en que se perciba que, si bien aquí hablo de la Ciudad de México, el tema no es solamente, o principalmente, la Ciudad de México; así es como, al escribir en inglés, se activó inevitablemente la ilusión de llegar a un público más amplio, pero es sólo una ilusión.

    Estos ensayos han de abrevar en las penetrantes aportaciones de la historia urbana, que naturalmente formó a historiadores que, como yo, fuimos educados en la academia estadunidense entre fines de la década de 1980 y principios de la de 1990.⁵ No obstante, yo llegué antes al tema de las ciudades por un camino diferente: el de mi propia experiencia urbana filtrada a través de mi lectura de ensayos sobre la ciudad, sobre su vida intelectual y las vivencias que suscita. Al principio de los años ochenta, mi desconocimiento de varias lenguas me impedía ver que los ensayistas del siglo XIX o del XX que yo admiraba —como Mariano José de Larra, João do Rio, Ángel de Campo Micrós, Manuel Gutiérrez Nájera, Fernando Pessoa, Octavio Paz, Ángel Rama o Beatriz Sarlo— eran parte de una vasta tradición ensayística que incluía a Georg Simmel, Robert Musil, Franz Hessel, Karl Kraus, Walter Benjamin, Siegfried Kracauer, Osip Mandelstam o Adam Zagajewski, entre muchos otros en diversos idiomas. Ya como profesional de la historia, inconscientemente comencé a contrabandear mi propia experiencia urbana, y la tradición ensayística de la que venía, en mi trabajo académico, pero no para que eso sirviera como el Marco Teórico que los historiadores suelen utilizar a manera de plantilla para dar forma a las amorfas evidencias del pasado. Para mí, ensayismo y ciudad más bien me permitieron escapar a la vez del tedio de las cronologías y del formalismo de las teorías académicas. Un ensayo, escribe Gabriel Zaid, maestro del género, no es un informe de investigación realizado en el laboratorio: es el laboratorio mismo.⁶

    LA CIUDAD COMO SUJETO HISTÓRICO

    ¿Puede una ciudad (un lugar) ser un sujeto histórico vivo? Si en estos ensayos la ciudad es un sujeto, a menudo femenino, es porque en la Ciudad de México el espacio ganó un protagonismo significativo debido al peso de la historia. Ese espacio se volvió, uno, el gran almacén de la infraestructura y la utilería de la Nación y del Estado y, dos, la razón de ser de la ciencia y la cultura alrededor de la ciudad. Y también explica por qué, por ejemplo, pese a que la mayoría de las facciones revolucionarias victoriosas —casi todas ellas provincianas y anti chilangas— odiaban sin tapujos a la ciudad, fueron seducidas por el avasallador atractivo —político, cultural, económico— de la capital.

    La centralidad del espacio, más aún, es inseparable de esa muy urbana costumbre: la avaricia. Entre 1880 y 1910, la Ciudad de México adquirió tal centralidad política, económica y cultural —resultado no sólo de las reformas porfiristas sino de la larga historia de la ciudad—, que se constituyó en el principal polo de atracción de la especulación económica, la inversión y las oportunidades de negocio. La ciudad era ya, siempre había sido, la sede del capital humano, pero a partir de 1880 recuperó la centralidad económica, volviéndose el eje de una vasta red ferroviaria y de muchas fortunas hechas precisamente de vender y comprar sus distintas áreas. Después de 1910, el lucro y las ventanas de oportunidad creadas por décadas de guerra y revolución se añadieron a los factores preexistentes. Económicamente, pues, no sería muy arriesgado decir que la ciudad actúa como un sujeto histórico de carne y hueso.

    Pero hay un tercer factor que, junto con la centralidad y la avaricia, hace de las ciudades personajes históricos a los ojos del historiador. Me refiero a la larga tradición de usar la personificación —a veces de manera casi anatómica— para describir, entender y vivir las ciudades. La Ciudad de México siempre ha sido descrita, en español, como una mujer; en palabras de Julio Sesto, novelista de principios del siglo XX: durante la Revolución la capital era una cortesana, cuyos detractores, sin embargo, no lograban extraer un solo beso de sus labios. ¡Ciudad al fin!

    En efecto, desde tiempos coloniales, pero especialmente durante la segunda parte del siglo XIX, cuando recobró su centralidad, la Ciudad de México había sido pensada como mujer por poetas, novelistas, caricaturistas, escritores de discursos políticos y autores de todo tipo de literatura científica que hacían de la ciudad un cuerpo con tripas y corazón. En las crisis sanitarias del siglo XIX, la ciudad fue muchas veces representada por los caricaturistas políticos como una mujer enferma. En la década de 1870 circulaba esta copla popular que hacía de la ciudad una persona de dudosa sexualidad:

    México [la ciudad], copa dorada

    donde la carne es yerba

    la yerba es agua

    los hombres son mujeres

    y las mujeres nada.

    En 1901 el más prominente ilustrador de entonces, Julio Ruelas, dibujó a la ciudad como una mujer: una mezcla de símbolos republicanos y modernistas de la libertad, la paz y la soberanía.⁹ Asimismo, para los generales revolucionarios, machos todos ellos, como Álvaro Obregón, la ciudad era una mujer cobarde, antirrevolucionaria y licenciosa. Y, claro, en 1915, al entrar a la ciudad, Obregón prefirió donar su pistola a una mujer, porque la ciudad burguesa no había sido capaz de defender la Revolución; era la sede de los eternos enemigos de la Revolución, que radican en su mayoría en esta ciudad y han pretendido hacer creer al pueblo de México que los revolucionarios lo consideramos como un pueblo prostituido, y no, señores, los prostituidos son ellos, los que quieren hacerse llamar clase directora.¹⁰ Y en 1930 una poetisa seguía humanizando a la ciudad a la vez que expresaba su nostalgia por la ciudad porfiriana:

    la ciudad se ha mudado;

    partió y ya no ha vuelto

    se marchó una mañana

    detrás de un entierro.¹¹

    También las canciones populares identificaban a la ciudad con una persona de sexo femenino, tendencia aún presente en 1970 en la canción —lo más cercano al himno chilango en el siglo XX— que describía a la espantosa megalópolis como una bella mujer: Mi ciudad… por las tardes con la lluvia se baña su piel morena y al desatarse las trenzas sus ojos tristes se cierran.¹²

    Por sentado que todas estas caracterizaciones no podrían ser nada más que meras alegorías literarias, la simple construcción retórica de una muñeca de sololoy fácilmente manipulable por políticos, intelectuales, voces populares… y, por supuesto, por historiadores. Pero cada que, en español, visualizo la ciudad, su pasado y su presente me parecen más cosa de ensimismamientos que una lista de hechos. Porque hacer de la ciudad una persona fue la metáfora común a los mejores cronistas urbanos de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, de Charles Dickens a Walter Benjamin, de Georg Simmel a Salvador Novo o Pablo Palacio, de Lewis Mumford a cronistas más recientes como Marshall Berman, Carlos Monsiváis o Beatriz Sarlo. Pero además, si a la voz de los cronistas añadimos la seducción de la centralidad económica, política y cultural, que también y tan bien ha mantenido viva a esta muñeca de sololoy, entonces el rígido antropoide adquiere la movilidad de acción de un verdadero sujeto histórico, algo que no puede pasar desapercibido para el historiador. Por seguro, se me podría acusar de ser sólo un titiritero más que jala de los hilos de la tan traída y llevada muñequita. Espero que no sea el caso, pero, de ser así, en mi defensa apelo a la máxima de Karl Kraus: Cuando puedo interpretar a una mujer tan arbitrariamente como yo quiera, el mérito es de la mujer.¹³

    DE ECOS Y VOCES

    Los ecos no son en verdad voces de nadie, pero en medio del estruendo y del desorden de la historia urbana moderna, ¿qué voz no es un eco y qué eco no es una voz? Aquí ensayo sobre todo el ya viejo flujo global de preocupaciones e ideas modernas. De alguna manera, en inglés mis ensayos pueden sonar como a una suerte de des-mexicanización, a través de la Ciudad de México, de lo que en inglés se ha tenido por historia mexicana. Tal vez. Cierto, no puede afirmarse que mi prosa, en español o en inglés, rime muy bien con las grandes preocupaciones e interpretaciones ya de la historia patria mexicana, ya de la historia de una mítica Latinoamérica. Pero aunque critique la idea común de México, no propongo ninguna definición alternativa ni de México ni de la ciudad. A lo único que aspiro es a devolver la idea de México adonde pertenece: a la más amplia red de experimentos culturales globales. Es tiempo de que la palabra México signifique lo que su gente, sus ideas y circunstancias son: el flujo. Yo espero que a la postre esta simple propuesta cambie el entendimiento de México y, más importante, mude el entendimiento del flujo global.¹⁴

    Por tanto, estos ensayos emprenden paralelismos raros, cruces extraños entre supuestas y muy abundantes fronteras entre civilizaciones: aquellas que nos hacen creer en la mismidad de México o de Estados Unidos, de Francia o de Japón. Pero no es mi intención negar o afirmar la existencia de las diferencias civilizatorias entre, por decir, México y Estados Unidos, o México y la India. Mi meta es simplemente mostrar que, en el caso de lo que conocemos como la Ciudad de México, los fenómenos culturales no versan sobre ese choque entre Arieles espirituales y Calibanes materialistas y poderosos a que nos tienen acostumbrados los abusos metafóricos de The Tempest de William Shakespeare. En cambio, con Shakespeare, diría que lo que quiero mostrar es que estos asuntos ante todo tienen que ver con la Isla y con las caóticas interacciones de todos sus náufragos en los tiempos modernos.

    DE LÍMITES

    Estos ensayos, más que estar inspirados en teorías bien formuladas, siguen, por decirlo de alguna manera, obsesiones muy personales. En breve: una de mis obsesiones es la historia (el pasado, su escritura, sus usos y abusos) y la libertad (la paz, la justicia, la creatividad); la otra son las palabras (el lenguaje, la literatura, el conocimiento). Respecto a lo primero, la historia rerum gestarum (lo que escribimos sobre lo que pasó), pensaba Benedetto Croce, liberaría a individuos y sociedades de toda suerte de atavismos. En sus orígenes ilustrados, la disciplina de la historia era, sostiene el historiador Constantin Fasolt, una forma de conocimiento muy potente y peligrosa. Por ello historia rerum gestarum ha sido, creen algunos, el ácido que disuelve todos los absolutos, incluyendo a las interpretaciones históricas, que también tienen su historia que puede destruirlas —por ejemplo, Edmundo O’Gorman dixit, la historia de las historias del descubrimiento de América revela que no fue un descubrimiento sino una invención europea—. Pero ya sea que se considere al conocimiento histórico como un ácido historicista, o como instrumento del poder o como camino a la libertad porque nos permite la reinvención más allá de atavismos raciales o culturales —como sostenía Richard McKeon—, la historia, creo, debe ayudar en las reinvenciones colectivas de mejores presentes.¹⁵ En el transcurso de mi carrera de historiador he visto nacer, crecer y morir muchas modas académicas, y me he beneficiado de ellas así como de la creciente historiografía sobre toda suerte de temas de México, Francia, España, Estados Unidos o la India. Sin embargo, a pesar de tanta historicización, de tantas teorías que vienen y van, la categoría México me parece todavía enjaulada en un conjunto de poderosos e infranqueables supuestos culturales. Estos ensayos son mi manera de capturar analíticamente, y poner en entredicho, estos supuestos.

    Ahora bien, en cuanto a lo segundo, las palabras y el lenguaje me han preocupado no sólo en un sentido utilitario. Cada palabra me revive historias o narraciones y así, a resultas de una obsesión injustificable con el lenguaje urbano del México de las primeras décadas del siglo XX, me he aprendido las expresiones, viejas y llamativas o pintorescas (en algunos casos, de plano cursis), de compositores, científicos, artistas, escritores y habitantes urbanos en general ora de 1900, ora de 1940, tanto me da. Domino esta lengua muerta e inútil, y así me veo fascinado por la larga vida de algunas palabras cargadas de densas connotaciones. Pero a pesar de este inmenso universo de palabras, pareciera ser que México ha sido una idea global pronunciable con vocablos simples y bien establecidos en el inglés: de siesta a guerrilla, de pistola a tequila, de machismo a mestizaje, de sombrero a cojones (esta última, una reciente adición española al idioma inglés). Es como si el universo de palabras —complejo, inmenso y dinámico— producido o consumido en la Ciudad de México no formase parte del significado ni de la ciudad ni del país. Como quedará claro a lo largo del libro, yo atesoro las palabras y los dominios humanos que ellas abarcan.

    Finalmente, a mi enfoque también lo anima el simple hecho de que tengo algunas historias que contar, unos cuantos relatos que creo interesantes, coloridos, emblemáticos o poco conocidos. ¿Por qué ha de contar el historiador, digamos, la historia de unos piojos o de la fascinación con la poesía de Rabindranath Tagore en la Ciudad de México? No lo sé. Marc Bloch, cuando era oficial de la resistencia francesa en un jardín de Normandía durante la segunda Guerra Mundial, al tratar de responder a la pregunta de un joven soldado francés —Faut-il croire que l’histoire nous ait trompés? (¿Debemos creer que la historia nos ha engañado?)—, cayó en la cuenta de que el simple placer de contar historias era una de las razones principales para escribir historia.¹⁶ Él tampoco sabía por qué. Yo simplemente quise contar todas estas historias, mostrar estas imágenes, dialogar con todas estas palabras.

    Mis teorías, pues, son muchas y ninguna. Eso sí, acorto al máximo posible las notas al pie.

    VASOS COMUNICANTES

    Aunque Hablo de la ciudad pudiera parecer una caprichosa recopilación de ensayos, el libro aspira a ser un todo coherente a través de tres preocupaciones básicas que hacen que cada parte del libro se complemente y hable con las demás. La primera preocupación es comprender lo universal a través de lo particular y viceversa; esto es, la estrategia, obvia e insalvable, de leer la Ciudad de México como un fenómeno histórico esencialmente local pero inevitablemente global. La segunda preocupación es la del lenguaje: estos ensayos no son más que un afán por entender circunstancias de ayer mediante la realidad presente de palabras y estilos de antaño. Finalmente está la preocupación por ensayar con diferentes formas de contar historias.

    Así, el libro se compone de seis partes que combinan estas preocupaciones básicas de acuerdo con distintas recetas, a menudo encaminadas a regresar a las mismas fechas, sucesos, calles, edificios, actores y objetos. La primera parte se ocupa de 1910 como un año de importantes connotaciones históricas que incidieron bastante más allá de México. Así, el ensayo sobre 1910 comienza con un momentáneo ejercicio de amnesia histórica, útil para repensar nuestro selectivo equilibrio entre memoria y olvido: 1910 como uno de los últimos años del siglo XIX, año de una era de profundas y aceleradas transformaciones, en que la autoconsciencia del progreso alcanzado se fusionaba con la inseguridad política, social y económica del mundo. Es decir, estudio 1910 en la Ciudad de México menos como el año de la Revolución que como el año del Centenario: la conmemoración de la Independencia de México que dejó una huella extraordinaria en el perfil de la ciudad. La ciudad fue hecha alegoría de la nación y su memoria, pero en eso no hay nada de particularmente mexicano. Y por ello un segundo ensayo de la primera parte aborda el contraste más extravagante posible entre dos capitales de 1910: la Ciudad de México y Washington, D. C. Al comparar la historia de ambas ciudades alrededor de 1910, el ensayo busca demarcar los parámetros de diferenciación, y los terrenos comunes, de dos supuestos excepcionalismos históricos —el de México y el de Estados Unidos—. Finalmente, mientras que el ensayo sobre el Centenario ante todo repara en los exteriores públicos de la ciudad, el ensayo final de la primera parte habita los interiores de la ciudad por ahí de 1910. Me meto en interiores burgueses y populares buscando ensayar las formas de intimidad que surgieron en el momento en que la ciudad comenzaba su camino hacia la megalópolis.

    La segunda parte está formada por diversos vistazos a la Ciudad de México en y alrededor de 1919. Trato de imaginar la ciudad como la capital de veinte años de ensueños rebeldes mundiales: la revolución, el arte vanguardista, el exotismo, el amor y la traición. Hacia 1919 la Ciudad de México, para muchos extranjeros desencantados, se volvió una suerte de utópico lugar de veraneo, de esos que buscaba Wallace Stevens: esencia de verano necesaria para rejuvenecer y recobrar la paz, el sentido de permanencia y de conformidad intelectual: [Postpone the anatomy of summer…] And fill the foliage with arrested peace,/Joy of such permanence, right ignorance/Of change still possible. Exile desire/For what is not. This is the barrenness/Of the fertile thing that can attain no more.¹⁷ La Ciudad de México fue este verano modernista: una epopeya compartida por una generación de intelectuales, activistas y artistas de todo el mundo. La ciudad, con largueza, hospedó las esperanzas de muchos de estos rebeldes del mundo; la segunda parte, a través de una secuencia de relatos, trata de capturar lo que fue simultáneo en la capital de las esperanzas revolucionarias del mundo. Más que tratar de poner a prueba una hipótesis, esta serie de relatos intenta que el lector sienta esta capital mundial en todas sus contradicciones y en toda su creatividad. Los relatos enfocan a grupos, acontecimientos e individuos particulares, todos ellos actores de reparto en una trama cuyo protagonista fue, aunque en silencio, la ciudad misma.

    La tercera parte es remate necesario a los vistazos de la capital cosmopolita de 1919. La ciudad se convirtió en el eje de la inteligencia revolucionaria mundial y fue la extraña sede de la busca de lo que llamo la Atlántida Morena: México cual espacio imaginario del mundo, hecho de sueños modernistas de autenticidad y desencanto —raciales, culturales y sociales—. La ciudad, pues, viró en un punto geográfico aparentemente pasivo, pleno de inautenticidad, en el que intelectuales de fuera y de dentro se encontraban ubicados y se abocaron a capturar y representar al México real, el de pueblos indígenas fieles a su pureza racial e intocados por cuatro siglos de masivas transformaciones demográficas, culturales y políticas. Si la segunda parte enfoca en primer plano (como en zoom in) retratos narrativos de diferentes personajes cosmopolitas en la ciudad, la tercera parte aleja la lente (como en zoom out) para ofrecer un panorama del desdén por la ciudad —con frecuencia suscitado por los mismos personajes cosmopolitas—. Y lo lleva a cabo al examinar los variopintos clichés involucrados en las visiones extranjeras y locales (así como en la ausencia de visión) de la ciudad, indispensables para concebir la idea de México cual lugar mítico: la Atlántida Morena, que era todo eso que la Ciudad de México no era. Intento precisar los huidizos contornos de la Atlántida Morena y explicar cómo esos confines han conducido a una idea, relativamente fija y perdurable, de México en el mundo: una eterna fiesta, siesta, sombrero, pistola y Frida Kahlo, ecos cacofónicos, en español o inglés, que funcionan cual Alephs para entrar en lo que México significa en el mundo.

    De alguna manera, la tercera parte viene a ser un análisis de México como objeto de deseos exotistas mundiales —y también del autoexotismo mexicano—. La cuarta parte completa esta exploración al examinar un exotismo insólito, que fue parte intrínseca de lo que auspiciaba la búsqueda de la Atlántida Morena, pero era de distinta polaridad. Esto es, la cuarta parte es una excursión a la capital como el centro de una muy mexicana manía de odaliscas: una momentánea, si profunda, fascinación urbana por Japón y la India. Muchos ecos chocaron y se mezclaron en este singular orientalismo mexicano: los ecos de la capital modernista de 1910 correspondientes a la versión local de la nación y la memoria republicana, los ecos de los anhelos revolucionarios del mundo, el constante runrún de la Atlántida Morena tan ansiada por las luminarias del mundo… Todos estos ecos ganaron otras connotaciones al pasar por el tamiz de una intelectualidad citadina que buscaba ávidamente el éxtasis oriental —a través de grandes experimentos lingüísticos y artísticos— al mismo tiempo que no dejaba de proporcionar símiles, locales y globales, de lo que México significaba para el mundo. Porque, a riesgo de su propia invisibilidad, la ciudad modernista ensayó y produjo los ingredientes requeridos por la busca global de la Atlántida Morena; pero la utilización consciente de todo ese dominio no urbano, profundo y folclórico, no podía pararse en el simple autoexotismo: al mismo tiempo significó el imaginar mexicano de una Atlántida Oriental en la Ciudad de México a través de, por ejemplo, los haikús japoneses, las filosofías orientales o la poesía de Rabindranath Tagore. Así, la Ciudad de México, ese Occidente simulado para andar por casa y ese Oriente de segunda, participó en la circulación global de varias clases de Oriente y Occidente, pues, después de todo, fue una verdadera capital de la obsesión mundial por demarcar estas dos esferas.

    La quinta parte examina estas conexiones globales y locales a través de la ciencia, aunque ésta no parezca ser en esos años terreno legítimo para observar nada que tenga que ver con México (que significa atraso, tradición, imitación, pasión). Por eso mismo, creo, la perspectiva de la ciencia en México resulta tan reveladora. Los ensayos sobre ciudad y ciencia deambulan por la Ciudad de México entre 1890 y 1940 —periodo en que la ciudad fue convertida, final y definitivamente, en objeto de estudio de todo tipo de ciencias— no con el objeto de hacer el recuento acostumbrado de la progresiva modernización de la ciudad, que a veces los historiadores han llamado absurdamente occidentalización, sino con el de contar la historia conjunta del conocimiento local y global, las vivencias producidas por la aplicación de ese conocimiento en el tejido de la ciudad y, en fin, la vida urbana como tal. Utilizando variados pivotes de análisis —desde la importancia de la historia para la ciencia cultivada en la ciudad hasta la observación de ratas y piojos o el estudio del tifo—, la quinta parte se propone brindar una perspectiva sobre cómo una ciudad muy antigua urbanizó la ciencia moderna, sobre cómo la ciencia moderna escudriñó a la ciudad, y sobre cómo este cientismo y este urbanismo fueron parte de toda una matriz modernista que incluía la literatura, el periodismo y las artes.

    Para concluir, la sexta parte se detiene a examinar en detalle lo que está al centro de todos los ensayos de este libro: el lenguaje de la ciudad. Sin embargo, oír no es fácil. Para el historiador, el lenguaje es el dominio más fugaz y huidizo pero también el más visible y omnipresente; de uno u otro modo, todos los ensayos del libro intentan oír palabras del pasado, pero es imposible escuchar o comprender todo, igual que sería difícil abstraer y descifrar cada una de las palabras que uno oye en una andanza de un día entre el batiburrillo urbano. Hace tiempo que es moda filosófica o historiográfica volver al lenguaje del pasado, pero éste encierra un acertijo que sólo parcialmente podemos discernir, y sólo después de una larga inmersión en las palabras del pasado. La sexta parte, pues, examina las palabras de la ciudad, invitando al lector a aguzar el oído para captar sonidos que son colores, que son estilos. Aunque a principios del siglo XX la Ciudad de México no fuera ni Buenos Aires ni Nueva York, en aquellos años constituyó un magno laboratorio lingüístico, que dio origen a la peculiar lengua chilanga. Más que hacer la anatomía de esta lengua, la sexta parte dialoga con ella para reactivar en el presente algo de la viveza de pasadas experiencias urbanas. Pero los sonidos que examino están tan llenos de sutilezas y tan sujetos a diferencias según se pase de un ámbito social, cronológico y espacial a otro, que más vale no ostentar grandes pretensiones interpretativas. Es mejor dudar, como lo hiciera don Antonio Machado, que "en las bóvedas del alma" nunca sabía si los susurros eran voces o ecos de su propia voz.

    En suma, estos ensayos tratan de la Ciudad de México entre 1880 y 1940, y por eso Hablo de la ciudad es incapaz de hablar sólo de la Ciudad de México, sólo de esas décadas. Es como si, al ensayar, la mera evocación del nombre de la ciudad liberara un incontrolable nombrar otras eras, de otros lugares.


    ¹ Hernando Alvarado Tezozómoc, Crónica mexicáyotl, trad. del náhuatl por Adrián León, Imprenta Universitaria, México, ¹⁹⁴⁹. A lo largo de estos ensayos evito el vicio de las autocitas.

    ² J. M. Eça de Queirós, Prosas bárbaras, Livros do Brasil, Lisboa, 1969, p. 185.

    ³ Durante mucho tiempo, fue escaso el estudio de la Ciudad de México en el siglo XIX y a principios del XX. En las últimas cuatro décadas ha crecido mucho la bibliografía; los ensayos de este libro han contribuido a ella y le han sacado provecho. Los esfuerzos pioneros de Alejandra Moreno Toscano —La Ciudad de México. Ensayo de construcción de una historia, 2 vols., INAH, México, 1978— fueron el principio de acercamientos demográficos, urbanísticos, culturales, artísticos, sociales y políticos a la historia de la Ciudad de México. A lo largo de estos ensayos usaré esta literatura. Aquí menciono solamente algunos títulos básicos: Vicente Quirarte, Elogio de la calle: biografía literaria de la ciudad de México, 1850-1992, Cal y Arena, México, 2001; Ariel Rodríguez Kuri, La experiencia olvidada: el ayuntamiento de México: política y gobierno, 1876-1912, El Colegio de México, México, 1996; Ariel Rodríguez Kuri, Historia del desasosiego: la Revolución en la Ciudad de México, 1911-1922, El Colegio de México, México, 2010; Ariel Rodríguez Kuri, ed., Historia política de la ciudad de México (desde su fundación hasta el año 2000), El Colegio de México, México, 2012; Andrés Lira, Las comunidades indígenas frente a la Ciudad de México, El Colegio de México, México, 1983; Federico Fernández Christlieb, Mexico, ville néoclassique: les espaces et les idées de l’amenagement urbain, 1783-1911, L’Harmattan, París, 2002; Ismael Katzman, Arquitectura del siglo XIX en México, UNAM, México, 1973; Ricardo Sánchez Puentes y Eric Van Young, eds., La ciudad y el campo en la historia de México, ² vols., UNAM, México, 1992; John Lear, Workers, Neighbors, and Citizens: The Revolution in Mexico City, University of Nebraska Press, Lincoln, 2001; Jorge H. Jiménez Muñoz, La traza del poder: Historia de la política y los negocios urbanos en el Distrito Federal: de sus orígenes a la desaparición del Ayuntamiento (1824-1928), Dédalo: Codex, México, 1993; Priscilla Connolly, El contratista de don Porfirio: obras públicas, deuda y desarrollo desigual, El Colegio de Michoacán/UAM/FCE, Zamora/México, 1997; Manuel Perló Cohen, El paradigma porfiriano: Historia del desagüe del valle de México, Miguel Ángel Porrúa/UNAM, México, 1999; Pablo Piccato, City of Suspects: Crime in Mexico City, 1900-1931, Duke University Press, Durham, 2001; Katherine Elaine Bliss, Compromised Positions: Prostitution, Public Health, and Gender Politics in Revolutionary Mexico City, Pennsylvania State University Press, University Park, 2001; Patrice Elizabeth Olsen, Artifacts of Revolution: Architecture, Society, and Politics in Mexico City, 1920-1940, Rowman & Littlefield, Lanham, 2008; Rubén Gallo, Mexican Modernity: The Avant-Garde and the Technological Revolution, MIT Press, Cambridge, ²⁰⁰⁵; María Dolores Lorenzo Río, El Estado como benefactor: los pobres y la asistencia pública en la Ciudad de México, 1877-1905, El Colegio de México, México, 2011; Carlos Illades, ed., Los trabajadores de la ciudad de México, 1860-1950: textos en homenaje a Clara E. Lida, El Colegio de México/UAM, Cuajimalpa, México, 2013; Arnaldo Moya Gutiérrez, Arquitectura, historia y poder bajo el régimen de Porfirio Díaz: Ciudad de México, 1876-1911, Conaculta, México, 2012.

    ⁴ Georg Simmel, The Metropolis and Modern Life (¹⁹⁰³), trad. Karl Wolff, The Sociology of Georg Simmel, ed. D. Weinstein, University of Chicago Press, Chicago, 1950; Octavio Paz, Hablo de la ciudad, Árbol adentro, recogido en Obras completas, vol. 7, ²ª edición, FCE, México, 2014, p. 618.

    ⁵ No sé cómo empecé a pensar la ciudad; recibí, claro, la influencia de los trabajos de Richard Morse, Jorge Hardoy, José Luis Romero, Beatriz Sarlo y Nicolau Sevcenko en la historia de ciudades modernas ibéricas, y de Lewis Mumford, Carl E. Schorske, Henri Lefebvre, Thomas Bender, Marshall Berman y Harry Harootunian en planteamientos más generales. No abulto más estas notas con las referencias a sus libros, por lo demás conocidos.

    ⁶ Gabriel Zaid, La carretilla alfonsina, Letras Libres, núm. 1 (enero de 1999), s. p.

    ⁷ Julio Sesto, La ciudad de los palacios: Novela mexicana, ilustrada por Duhart, Gutiérrez y Zaldívar, El Libro Español, México, ¹⁹¹⁷, p. ¹³³.

    ⁸ Copla recogida por Ignacio Manuel Altamirano, Proverbios mexicanos, manuscrito de ca. ¹⁸⁷⁰, edición facsimilar, Miguel Ángel Porrúa, México, ¹⁹⁹⁷.

    ⁹ Portada, Adolfo Prantl y José L. Grosó, La Ciudad de México: Novísima guía universal de la capital de la República Mexicana; directorio clasificado de vecinos, y prontuario de la organización y funciones del gobierno federal y oficinas de su dependencia, Juan Buxó y Cía. y Librería Madrileña, México, 1901.

    ¹⁰ Isidro Fabela, Documentos históricos de la Revolución mexicana, vol. 17, Jus, México, 1969, alocución pronunciada por el general Álvaro Obregón en el balcón central del Palacio Nacional de la Ciudad de México, 14 de abril de 1916, p. 79.

    ¹¹ Nuestra Ciudad, vol. 1, núm. 7 (octubre de 1930), poema de María Enriqueta, Impera el silencio.

    ¹² Mi ciudad, canción popular de Guadalupe Trigo (ca. ¹⁹⁷⁰).

    ¹³ Wenn ich eine Frau so auslegen kann, wie ich will, ist es das Verdienst der Frau: Karl Kraus, Sprüche und Widersprüche (¹⁹⁰⁹), http://www.glanzundelend.de/konstanteseiten/kraussprueche.htm.

    ¹⁴ Jorge Cuesta, Poemas y ensayos: Ensayos, vol. 1, prólogo de Luis Mario Schneider, eds. Miguel Capistrán y L. M. Schneider, UNAM, México, 1964; Edmundo O’Gorman, México, el trauma de su historia, UNAM, México, 1977; Roger Bartra, La jaula de la melancolía, Joaquín Mortiz, México, 1988; Roger Bartra, Anatomía del mexicano, Plaza & Janés, México, 2002; Roger Bartra, La sangre y la tinta: ensayos sobre la condición postmexicana, Océano, México, 1999; Claudio Lomnitz-Adler, Las salidas del laberinto: Cultura e ideología en el espacio nacional mexicano, trad. Cinna Lomnitz, Joaquín Mortiz/Planeta, México, 1995; Claudio Lomnitz, Deep Mexico, Silent Mexico: An Anthropology of Nationalism, University of Minnesota Press, Minneapolis, 2001; Claudio Lomnitz, Death and the Idea of Mexico, Zone Books, Brooklyn, 2005; Christopher Domínguez, Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2005), FCE, México, 2007; Christopher Domínguez, La sabiduría sin promesa: vida y letras del siglo XX, Joaquín Mortiz, México, 2001; Charles A. Hale, The Transformation of Liberalism in Late Nineteenth-Century Mexico, Princeton University Press, Princeton, 1989; Charles A. Hale, Emilio Rabasa and the Survival of Porfirian Liberalism, Stanford University Press, Stanford, 2008; Ricardo Pérez Montfort, Expresiones populares y estereotipos culturales en México, siglos XIX y XX: Diez ensayos, CIESAS, México, 2007; Ricardo Pérez Montfort, Cotidianidades, imaginarios y contextos: Ensayos de historia y cultura en México, 1850-1950, CIESAS, México, 2008.

    ¹⁵ Benedetto Croce, La historia como hazaña de la libertad, trad. Joaquín Díez-Canedo, FCE, México, 1942; Constantin Fasolt, The Limits of History, University of Chicago Press, Chicago, 2004; Frank R. Ankersmit, Sublime Historical Experience, Stanford University Press, Stanford, 2005; Richard McKeon, Has History a Direction? Philosophical Principles and Objective Interpretations y Freedom and History, ambos incluidos en Richard McKeon, Freedom and History and Other Essays, ed. Zahava K. McKeon, University of Chicago Press, Chicago, 1990, pp. 126-241.

    ¹⁶ Marc Bloch, Apologie pour l’histoire ou Métier d’historien, Masson & Armand Colin Éditeurs, París, 1993.

    ¹⁷ Wallace Stevens, Credences of Summer, Transport to Summer, en The Collected Poems: The Corrected Edition, eds. John N. Serio, Christopher Beyers, Vintage, Nueva York, 2015, pp. 392-397. Traducción aproximada: [Pospón la anatomía del verano…] Y colma el follaje con paz detenida,/Gozo de esta permanencia, perfecta ignorancia/Del cambio aún posible. Exila el deseo/de lo que no es. Ésta es la aridez/De la cosa fértil que no puede lograr nada más [trad. J. T.].

    PRIMERA PARTE

    ALLÁ POR 1910

    Con un poco de método y laboriosidad se es erudito. Con otro poco de cuidado, se es castizo. Lo que no se puede ser ni con método, ni con laboriosidad, ni con cuidado, es pensador… ten talento y escribe lo que te plazca, cuando ya no tengas talento métete a erudito.

    AMADO NERVO, Algo sobre la erudición y el estilo, Obras completas, vol. 23

    (Biblioteca Nueva, Madrid, 1949)

    Distrito Federal (1902), cortesía del Archivo General de la Nación, México.

    I. SOBRE 1910 Y LA CIUDAD DEL CENTENARIO

    Sobre 1910 y la ciudad del Centenario o de cómo la Ciudad de México fue a la postre transformada por la utopía de una ciudad ideal concebida para la celebración, en 1910, del Centenario de la Independencia de México. Así, tras algunas observaciones introductorias, el ensayo proporciona una postal de la celebración entera para que el lector visualice el significado del Centenario; sigue una breve explicación de las tres principales utopías encarnadas en la ciudad del Centenario: modernización, sentimiento de nación y cosmopolitismo. Luego el ensayo guía al lector por tres visitas imaginarias a la ciudad centenaria: la primera recorre las calles, avenidas y monumentos; la segunda, la historia; la tercera, los estilos encarnados en las piedras y pavimentos de la ciudad. Y para concluir, el ensayo contrasta brevemente la ciudad del Centenario —supuesto paraíso del antiguo régimen— con la première de la nueva ciudad surgida de la Revolución de 1910; es decir, la celebración de la consumación de la independencia de México (1821) en 1921 en la capital.

    El año 1910 no es para nosotros, observadores del siglo XXI, como cualquier año. Es un año de importantes connotaciones históricas, ese año en que, decía Virginia Woolf, on or about December… human character changed,¹ y, claro, 1910 es el año de la primera gran revolución popular del siglo XX: la Revolución mexicana. Entonces el final de una era, sabemos ahora, estaba más cerca que nunca antes. Pero en México 1910 no fue sólo el año de la Revolución; fue ante todo la cima de una era, la de los centenarios.

    La celebración del Centenario en 1910 se desarrolló de modo extraordinario en la Ciudad de México, y permite apreciar de cerca los ideales que guiaron su concepción. Estos ideales, aunque nunca materializados del todo, definieron los parámetros de discusión de muchas realidades. Sería un acto de fe declarar que estos ideales eran reales o correctos o populares. Pero cartografiar la celebración simplemente para confrontar la falsa vs. la verdadera geografía cultural de la Ciudad de México en 1910 también sería un acto de fe, aunque de índole distinta: tendría que creerse en la existencia de algo así como un mapa auténtico y bueno de la ciudad del Centenario. Yo elaboro el mapa de la celebración sólo para demarcar los parámetros de lo que era política y culturalmente posible alrededor de 1910 y en la Ciudad de México.

    EL CENTENARIO: UNA POSTAL

    1910 fue conscientemente pensado para ser la apoteosis de una conciencia nacionalista; fue concebido para representar el clímax de una era. Y de muchas maneras lo fue.² Constituyó un testimonio del éxito político y económico de un régimen; también documentó el logro de los ideales supremos de progreso económico y científico y de modernismo cultural. Después de todo, los centenarios, desde 1876, venían a ser una especie de misión cumplida para las muchas historias nacionales de Europa y las Américas.³

    Ya en 1907 el gobierno porfiriano estableció la Comisión Nacional del Centenario, encargada de organizar la lujosa y dispendiosa conmemoración. De 1907 a 1910, la Comisión recibió miles de propuestas de todas las clases y regiones sobre diferentes maneras de honrar el pasado nacional: cambios en los nombres de las calles, montañas y avenidas; espectáculos aéreos; nuevos parques y monumentos; cambios en la bandera nacional, en el himno y en otros símbolos; libertad a presos políticos, y un proyecto para que las niñas bien de la ciudad educasen a sus sirvientas.⁴ La Comisión Nacional nombró subcomisiones para evaluar las propuestas; a menudo se aceptaban las presentadas por miembros distinguidos de las clases política o intelectual. De modo que septiembre, mes en el que una revuelta local en 1810 inició lo que a la larga desembocaría en la independencia de México, se convirtió en 30 días de inauguraciones de monumentos, edificios oficiales, instituciones y calles; 30 días de incontables discursos, fiestas, cocteles, recepciones y bailes. Se creó un fondo nacional para recaudar las contribuciones de hombres de negocios, banqueros, miembros de organizaciones profesionales y de sociedades mutualistas. Para septiembre de 1910, la Ciudad de México había adquirido la marca perdurable de las nociones de nación, progreso y modernización que el Centenario entremezclaba y hacía visibles.

    Del 1 al 13 de septiembre, la ciudad atestiguó las inauguraciones de un nuevo y moderno sanatorio psiquiátrico, una exposición de higiene, otra de arte e industria españolas, otra de productos japoneses, otra de arte mexicano vanguardista, un monumento a Alexander von Humboldt en la Biblioteca Nacional, una estación sismológica, un nuevo teatro en la Escuela Nacional Preparatoria, varias escuelas primarias, nuevos edificios para distintos ministerios y nuevas y espaciosas escuelas normalistas. Todo esto iba aunado a otras celebraciones, como la colocación de la primera piedra de lo que sería la Penitenciaría Nacional. También hubo sesiones inaugurales de muchos y variados congresos, como el decimoséptimo Congreso Internacional de Americanistas, el cuarto Congreso Médico Nacional y el Congreso Pedagógico de Instrucción Primaria. Y todo esto solamente en los 13 primeros días de septiembre.

    El 16 de septiembre de 1810 el cura Miguel Hidalgo desató la rebelión que a la larga, y sin plan preconcebido, condujo a la independencia. Por tanto, los días 14, 15 y 16 fueron, por supuesto, la apoteosis de la celebración entera. El 14, la Gran Procesión Cívica formada por todos los elementos de la sociedad mexicana desfiló del parque de la Alameda a la Catedral, depositando flores en las tumbas de los héroes nacionales y marchando luego al Palacio Nacional. Como en una buena pieza teatral, el 15 la tensión dramática subió con el Gran Desfile Histórico; era la historia entera de la nación marchando a pie, episodio tras episodio, de acuerdo a la reconstrucción porfirista y liberal del pasado nacional. En efecto, se trataba de capítulos andantes de una historia oficial que desfilaron sobre los capítulos de otra historia ya escrita en la piel de la propia ciudad. Los nuevos desfiles cívicos caminaban sobre las muy andadas sendas de las viejas y afincadas procesiones religiosas de la ciudad. Así, el desfile recorría la ciudad como libro de texto: de la Plaza de la Reforma, a lo largo de la Avenida Juárez, hasta la Plaza de la Constitución.

    El 15 de septiembre fue día de innumerables fiestas y recepciones. Fuegos artificiales iluminaron los cielos citadinos y a las once de la noche, en el Zócalo, el presidente Porfirio Díaz, en medio de una congregación popular, hizo sonar la campana que Miguel Hidalgo tocara cien años atrás. Para los observadores aristocráticos (los catrines) que la vivieron, la noche del grito fue un retrato casi turístico de las fiestas populares de México. Éste era el México exótico que intrigaba al mundo, una versión que, en vez de poner en entredicho el cosmopolitismo de México, lo hacía distintivo: guitarras, fiesta, enchiladas, pulque, sombreros. Pero la noche vio también una muestra impremeditada e indeseable de descontento popular. El escritor y diplomático mexicano Federico Gamboa, por ejemplo, describió las protestas de los seguidores de Francisco I. Madero, el líder que poco después encendió una rebelión que acabaría convirtiéndose en la Revolución. El propio Gamboa aceptó la encomienda de hacer invisibles ante los observadores extranjeros esas expresiones de oposición. A su vez, en el violento 1914, F. Starr —quien en 1910 era un reconocido antropólogo estadunidense dedicado al estudio de México— evocó las celebraciones de 1910 como altisonantes autoengaños, lo cual era de esperarse de cualquiera que a la luz de 1914 escribiese del México de 1910. Pero el Centenario no fue una imposición de un poderoso Leviatán a manos de un Estado más bien débil: fue un caos y suscitó una constante impugnación en cada detalle, si bien todo quedó arropado bajo un gran consenso mítico: la paz.

    El 16 de septiembre, por su parte, era, desde fines de la década de 1820, el día oficial de la conmemoración de la Independencia. Y ese día se inauguró en el Paseo de la Reforma el largamente planeado monumento que se conoce como el Ángel de la Independencia. Un desfile militar marchó del Paseo de la Reforma al Palacio Nacional, y por la noche tuvieron lugar bailes suntuosos en diversos edificios oficiales. Las celebraciones continuaron hasta finales del mes. Se inauguraron parques públicos y monumentos, como el dedicado a Benito Juárez en la Alameda. Asimismo, se inauguraron: una fábrica de pólvora en Santa Fe, las obras hidráulicas de la Ciudad de México, la Universidad Nacional (reinaugurada), una exposición de ganadería en Coyoacán, el Gran Canal del Desagüe y una extensión de la Penitenciaría Nacional. Hubo ceremonias para honrar un monumento a Pasteur y el comienzo de la construcción del nuevo y colosal Palacio Legislativo. Hubo despilfarro en la conmemoración de las cortesías diplomáticas de España y Francia: la primera devolvió las pertenencias personales del héroe nacional José María Morelos, y Francia devolvió la llave de la Ciudad de México supuestamente robada por los invasores franceses en 1862, aunque, como señaló Federico Gamboa, la Ciudad de México nunca tuvo una puerta de entrada, menos una llave. Finalmente, tuvo lugar la gran Apoteosis de los Caudillos y Soldados de la Guerra de Independencia: un gigantesco altar construido en el patio principal del Palacio Nacional para reverenciar a los héroes, ante el cual presentaron sus respetos todo el gobierno, las representaciones extranjeras y la crema y nata de la sociedad.

    El Centenario fue un espectáculo fugaz, claro está, pero nunca antes había sido la ciudad tan radical y profusamente embellecida y transformada en tan breve tiempo. Los restos de la ciudad del Centenario siguen siendo componentes esenciales de la ciudad; aún producen el efecto de respeto y consenso nacional que, como dijera el escritor y abogado porfiriano Emilio Rabasa, Porfirio Díaz despertaba como encarnación de la nación. Durante el Centenario, dijo Rabasa, el pueblo, al vitorearlo [a Porfirio Díaz] en las calles, no veía al hombre rodeado de prestigio personal, sino que, al divisar la insignia tricolor sobre el pecho del arrogante anciano, aclamaba al gobernante como símbolo de la nación engrandecida.⁷ En efecto, el Centenario celebraba el vínculo perfecto, hasta entonces impensable, entre la imaginería del dictador, la idea y la experiencia de la paz y los rostros de la nación y el Estado. Imposible saber cómo vivieron y entendieron la celebración los diferentes tipos de habitantes de la ciudad, pero una cosa es segura: para bien o para mal, entonces era difícil distinguir entre Díaz, la paz, la nación y el Estado. No porque el cuarteto en cuestión encarnara el verdadero México, sino porque formaba la primera y poderosa articulación moderna de lo que México significaba. "El único programa nacional y patriótico —sostenía Porfirio Díaz en 1904— que mi gobierno se propuso llevar a término… ha sido afianzar con la paz los lazos que antes únicamente la guerra tenía el privilegio de estrechar, haciendo así más sólidos y permanentes los ideales

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