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La crítica del arte en el siglo XX
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Libro electrónico1257 páginas35 horas

La crítica del arte en el siglo XX

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Aquí se reúnen cuatro décadas del trabajo intelectual de Ida Rodríguez Prampolini; textos antes dispersos en diferentes publicaciones o que incluso nunca habían visto la luz pública. El trabajo de la autora, presentado cronológicamente, permite seguir hechos históricos, vinculados en numerosas ocasiones a las prácticas artísticas. La obra se acompaña de cuatro ensayos preliminares a cargo de Rita Eder, Jennifer Josten, James Oles y Cristóbal Andrés Jácome.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jun 2017
ISBN9786071649652
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    La crítica del arte en el siglo XX - Ida Rodríguez Prampolini

    IDA RODRÍGUEZ PRAMPOLINI es Doctora en Letras con especialidad en Historia del arte. Desde 1957 es miembro del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México. En 1954 comenzó a impartir clases en la Facultad de Filosofía de la UNAM. En 1967 fue jurado de la IX Bienal de São Paulo, Brasil y en 1986 presidenta del jurado de la II Bienal de La Habana, Cuba.

    Es investigadora emérita de la UNAM desde 1988. En 1991 recibe el premio Universidad Nacional y en 2001 el Premio Nacional de Historia, Ciencias Sociales y Filosofía. Recibe la medalla Calasanz otorgada por la Universidad Cristóbal Colón del Puerto de Veracruz en 2002. Es investigadora emérita del Sistema Nacional de Investigadores y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia, de la Academia de Artes y de la Union Académique Internationale de Bruselas, Bélgica. En 2009 recibió del Instituto Nacional de Bellas Artes la Medalla de Oro Bellas Artes por su trayectoria profesional.

    Como fundadora de instituciones y organizaciones independientes ha desarrollado una intensa labor. De 1974 a 1984 colaboró con el grupo de maestros Calpulli, encabezado por el arquitecto Claudio Favier. Este grupo fundó una escuela primaria y una secundaria técnica agropecuaria incorporada a la SEP que continúa funcionando en Tlayacapan, Morelos.

    Ida Rodríguez se desempeñó como directora del Instituto Veracruzano de la Cultura que fundó en 1987. En su dirección creó 59 casas de cultura y organizó, con cinco ya existentes, una red de casas de cultura con importante actividad cultural y educativa. En 2000 fundó el Consejo Veracruzano de Arte Popular y permaneció al frente del mismo hasta 2007.

    Entre sus principales publicaciones se encuentran La Atlántida de Platón en los cronistas del siglo XVI (1947, segunda edición 1992); Amadises de América. La hazaña de Indias como empresa caballeresca (1948, segunda edición 1977 y tercera edición 1991); La crítica de arte en México en el siglo XIX, 1810-1903 (1964, segunda edición 1999); El surrealismo y el arte fantástico de México (1969, segunda edición 1987); El arte contemporáneo, esplendor y agonía (1964, segunda edición 2006); Pedro Friedeberg (1973); Una década de crítica de arte (1974); Herbert Bayer, un concepto total (1975); Dadá Documentos (en colaboración con Rita Eder, 1977); Presentación de seis artistas mexicanos: Gunther Gerzso, Kazuya Sakai, Sebastián, Mathias Goeritz, Vicente Rojo, Manuel Felguérez (1978); Sebastián. Un ensayo sobre arte contemporáneo (1981); Juan O'Gorman. Arquitecto y pintor (1982); Ensayo sobre Cuevas (1988); Variaciones sobre arte (1992), La memoria recuperada, Julio Galán (1994); El palacio de Sonambulópolis, de Pedro Friedeberg (1999); Luis Nishizawa, naturaleza interior, naturaleza exterior (2000); Francisco Zúñiga y el canon de belleza americana (2001); Muralismo mexicano 1920-1940 (2012). Ha escrito más de un centenar de artículos en diversas publicaciones y dictado numerosas conferencias alrededor del mundo.

    LA CRÍTICA DE ARTE EN EL SIGLO XX

    LA CRÍTICA DE ARTE EN EL SIGLO XX

    Ida Rodríguez Prampolini

    Cristóbal Andrés Jácome (compilador)

    FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

    UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

    INSTITUTO DE INVESTIGACIONES ESTÉTICAS

    Primera edición (versión impresa, UNAM), 2016

    Primera edición electrónica, 2017

    D. R. © 2016, Universidad Nacional Autónoma de México

    Avenida Universidad 3000,

    Ciudad Universitaria 04510, Coyoacán, Ciudad de México

    Instituto de Investigaciones Estéticas

    Circuito Maestro Mario de la Cueva s/n, Zona Cultural,

    Ciudad Universitaria 04510, Coyoacán, Ciudad de México

    Tels. 5622-7250, 5622-6999, ext. 85043

    www.esteticas.unam.mx, libroest@unam.mx

    D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Los retratos de Ida Rodríguez Prampolini realizados por Kati Horna son publicados en este libro gracias a la generosidad y apoyo de Norah Horna.

    Portada: Ida Rodríguez Prampolini en 1962. Fotografía: Kati Horna.

    © 2005 Ana María Norah Horna y Fernández (todos los derechos reservados)

    © Por la traducción del inglés al español de los textos de Jennifer Josten y James Oles: Ben Murphy.

    La investigación de este libro fue posible gracias al apoyo recibido de la Fundación Roberto Hernández Ramírez, A. C., Fomento Cultural Banamex, A. C., y su directora Cándida Fernández de Calderón.

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-4965-2 (ePub-FCE)

    ISBN 978-607-02-9292-7 (ePub-UNAM)

    Hecho en México - Made in Mexico

    NOTA DEL COMPILADOR

    Los retratos de Ida Rodríguez Prampolini realizados por Kati Horna son publicados gracias a la generosidad y confianza de Norah Horna. El apoyo otorgado por Fomento Cultural Banamex y su directora Cándida Fernández fue fundamental para finalizar la investigación del libro. La captura de los textos contó con la colaboración de Diana Aguirre, Miguel Álvarez, Citlali López y Anahí Luna. El aliento de la familia Goeritz-Rodríguez fue esencial en todo momento, especialmente el brindado por Daniel Goeritz y Ferrucio Astat.†

    La investigación de este libro fue realizada en su mayoría en la biblioteca y archivo de Ida Rodríguez Prampolini en Mandinga, Veracruz. La Biblioteca Justino Fernández del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM tuvo también un papel fundamental.

    Este libro reúne todos los textos de crítica de arte de Ida Rodríguez Prampolini. La investigadora es uno de los pilares del pensamiento sobre las artes en el siglo XX en México, su obra abarca desde la investigación fundacional sobre la crítica de arte del siglo XIX hasta la historia del arte de finales del siglo XX. Aunque sus estudios monográficos acerca del surrealismo, la arquitectura de Juan O’Gorman y Herbert Bayer son bien conocidos, no se había reunido en un volumen su extensa aportación al debate sobre las artes en México. Este tomo, cuidadosamente reunido por uno de sus alumnos más cercanos, llena ese vacío y permite conocer los puntos de vista, siempre polémicos, de quien acompañó la aventura creativa de media veintena de los artistas mexicanos más importantes de la segunda mitad del siglo pasado, incluyendo a Mathias Goeritz, José Luis Cuevas, Pedro Friedeberg, Sebastián, entre muchos otros.

    Es significativo que, habiendo reunido la edición más significativa de textos de crítica de arte del siglo XIX, ahora sus propios escritos sean objeto de una publicación semejante. Fruto de una tradición historiográfica preocupada por la historia de las ideas, los intelectuales y las visiones generales del mundo, La crítica de arte en México en el siglo XIX tiene textos muy distintos de los aquí reunidos, pero existen también algunas líneas de continuidad. Seguramente la más importante es la convicción personal de que la argumentación pública es relevante y de que los argumentos sobre las artes contribuyen a construir una vida democrática. En ese sentido, puede pensarse en una tradición intelectual que es al mismo tiempo radical y liberal.

    En nombre del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, debo agradecer el apoyo muy generoso de la Fundación Roberto Hernández Ramírez, A.C., de su director, don Roberto Hernández Ramírez, de Fomento Cultural Banamex, A.C., y de su directora, Cándida Fernández de Calderón. Su comprensión y sensibilidad hacia este proyecto hicieron posible que el Instituto publique ahora, como es debido, los textos críticos reunidos de una de sus investigadoras eméritas.

    RENATO GONZÁLEZ MELLO

    Director

    Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM

    PRESENTACIÓN

    Cristóbal Andrés Jácome

    Este libro reúne los artículos sobre arte escritos por Ida Rodríguez Prampolini en un marco temporal que va de 1950 a finales de la década de los años noventa con el propósito de contribuir a la elaboración de nuevas genealogías del arte moderno y contemporáneo. Es un hecho innegable que la escritura en torno al arte del siglo XX está experimentado cambios sustanciales desde unas décadas atrás. Producto de investigaciones académicas y planteamientos curatoriales rigurosos, los discursos pautados desde un punto de vista unívoco y apologético han sido criticados a fondo, permitiendo así que actores y objetos artísticos anteriormente desplazados del canon sean analizados.¹ Los relatos tradicionales del arte, basados en una aproximación nacionalista, han sido confrontados para establecer, en su lugar, genealogías alternas de los periodos moderno y contemporáneo. En un horizonte intelectual interesado en el reordenamiento de los discursos historiográficos, es necesario tener al alcance el mayor número de fuentes documentales con el fin de sustentar argumentos y estimular el surgimiento de nuevas ideas. Así, este libro es un archivo que desde la producción de una autora en particular arroja datos, testimonios y preguntas para la conformación de actuales y futuras genealogías.

    Anteriormente, los textos que el lector tiene en sus manos reunidos en un compendio se encontraban dispersos en diferentes publicaciones y algunos de ellos nunca vieron la luz pública. Con el fin de no tener divisiones internas en la producción de la autora, los escritos que conforman este volumen están organizados de manera cronológica. Este orden permite no sólo conocer los intereses y las preguntas que Ida Rodríguez Prampolini se hiciera en torno a las producciones artísticas, sino también percibir cómo en la escritura de la historia del arte subyacen acontecimientos sociales y políticos que enmarcan el pensamiento de sus autores. El trabajo de Ida Rodríguez Prampolini vinculó en numerosas ocasiones las prácticas artísticas con hechos de relevancia social y política en los ámbitos nacional e internacional. Esta sinergia fue tramada por la autora con mayor énfasis en los años setenta para consolidar la teoría social del arte, vertiente metodológica que posicionó, para las investigaciones estéticas, una perspectiva intelectual en México y Latinoamérica durante esa década y las posteriores. Este compendio muestra claramente ésta y otras tantas líneas de investigación que pueden derivarse del extenso y plural trabajo de Ida Rodríguez Prampolini.

    Desde los años sesenta la autora asumió la escritura del arte del pasado en función de explicar la desintegración del arte de su presente.² En esa década no fue fácil ser crítico de arte e intentar evocar una coherencia ante las rápidas transformaciones de los procesos artísticos. Como lo comprueban varios de los textos aquí compilados, la de los sesenta fue la década en la que se percibe el despojo de cánones artísticos comunes y un sistema de pensamiento único que dictara el desarrollo de las expresiones artísticas. Frente al desbordamiento de los discursos visuales y teóricos, Ida Rodríguez Prampolini dejó de lado las aproximaciones que partían de la representación formal y como contrapunto eligió analizar las obras desde su genealogía histórica. Para la autora, el dadaísmo había tocado el punto cero del arte y a partir de ello se podría articular un sentido para las expresiones artísticas más recientes. En este intento por enmarcar el arte contemporáneo en las tramas de la historia surgen en la obra de la autora distintas especulaciones, asombros y arrebatos que dan cuenta de lo inasible que fue ese contexto. Mientras algunos de los críticos asumieron la crítica de arte como un pretexto literario que servía para tejer paradojas, el trabajo de Ida Rodríguez Prampolini lo hizo desde una postura historiográfica y política que atendió de manera directa el debate y la polémica, al grado que llegó a afirmar que en México no había artistas.³ Esta afirmación responde a su crítica del ambiente cultural mexicano en el que prevalecía una disputa entre arte realista y abstracto que, para la mirada cosmopolita de la autora, había quedado atrás y lo realmente actual en el arte eran expresiones experimentales como la poesía concreta, el arte pop o los entonces llamados environments.

    El recorrido aquí presentado por la obra de Ida Rodríguez Prampolini comprende también su revisión a capítulos consolidados del arte moderno como el muralismo y el surrealismo. Sobre el muralismo, la autora ha perfilado diversos estudios a lo largo de su trayectoria con el propósito de documentar y postular nuevas interpretaciones, tanto de la producción de la tríada legítima de la pintura mural conformada por José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, como de pintores que han quedado a la sombra de la historia. El interés de la historiadora del arte por el muralismo ha cristalizado en años recientes con la publicación de tres tomos que reúnen a cabalidad la producción mural en México de 1920 a 1940. Por otra parte, la autora cuestionó el surrealismo en los años sesenta a partir de la cómoda aplicación que se hizo del término para explicar un cuerpo de obras, realizadas en México en las décadas de los años treinta y cuarenta, que escaparon al realismo de la Escuela Mexicana de Pintura y optaron por paisajes y personajes oníricos. La autora echó por tierra la categoría surrealista y propuso comprender este cúmulo de expresiones plásticas bajo la noción de arte fantástico mexicano.⁴ La propuesta de Ida Rodríguez Prampolini puede entenderse como otro de los síntomas de la batalla simbólica librada en los años sesenta en torno a la percepción y descripción de las artes visuales. En ese contexto de continua transformación de los objetos artísticos, aconteció también el replanteamiento de los estatutos para la escritura del arte moderno.

    Con el objetivo de contextualizar la visión artística, política y personal que Ida Rodríguez Prampolini plasmara en sus textos, este libro está acompañado de cuatro ensayos preliminares. El primero de ellos, a cargo de Rita Eder, presenta una visión panorámica y puntual, sobre la historiadora del arte, en la cual se engarzan sus experiencias personales con el reto que significó para ella adentrarse en las tramas del arte contemporáneo. Para Eder, la perspectiva intelectual de la autora está determinada por la inquietud permanente de cuestionar la construcción cultural de los objetos artísticos y desafiar las convenciones estéticas pautadas por las historias de los estilos y la continuidad de las formas. Un segundo ensayo corre a cargo de Jennifer Josten, quien analiza con suma precisión el programa artístico compartido por la autora y su pareja en los años sesenta, el artista alemán avecindado en México Mathias Goeritz. La dupla Rodríguez Prampolini-Goeritz tejió redes de comunicación con artistas en diferentes latitudes, principalmente en Europa y Estados Unidos. De acuerdo con Josten, esto responde al interés de la pareja de consolidar en el país una productiva red de contactos que extendiera los límites de exhibición y circulación del arte mexicano. El tercer ensayo preliminar, escrito por James Oles, centra su atención en una pintura que Pedro Friedeberg realizara como regalo a Ida Rodríguez Prampolini. Esta obra consiste en una representación lúdica de la casa que compartían la historiadora del arte y Goeritz en el pueblo de Temixco en el estado de Morelos a finales de los años cincuenta y durante los sesenta. A partir de esta pieza, Oles analiza las ideas arquitectónicas de la época y cómo algunas de ellas, las más afianzadas en el credo funcionalista, fueron contrastadas con la obra pictórica de Friedeberg. El último ensayo, escrito por Cristóbal Andrés Jácome, sitúa a Ida Rodríguez Prampolini en los años setenta. Desde una posición neomarxista, la historiadora del arte se involucra en proyectos de incidencia social directa, como la enseñanza en el municipio de Tlayacapan, Morelos. Este texto permite conocer cómo las ideas de la autora cambiaron radicalmente luego del 68 y entraron en diálogo y tensión con las de otros críticos de su generación. Al relacionar los proyectos intelectuales de la crítica e historiadora del arte con capítulos biográficos, estos ensayos preliminares tienen el propósito de establecer un vínculo entre el proceso de escritura y los componentes sensibles desprendidos del contexto de vida de la autora.

    Tanto los ensayos preliminares como los artículos recopilados dejan en claro que la visión del arte de Ida Rodríguez Prampolini comprendió panoramas y problemáticas que dejaron atrás las tradiciones académicas asentadas en el repaso de los estilos y las formas. Su obra puede leerse en paralelo con las historiografías que en la segunda mitad del siglo pasado se opusieron a las tramas progresivas del arte y se interesaron más por la problematización de las expresiones visuales. Si desde sus inicios la autora colocó su mirada en la disolvencia de los cánones de los objetos artísticos, en aquellas manifestaciones resultado de una modernidad a la deriva, fue para desestabilizar una tradición discursiva que descansaba aún sobre la idea estrecha del arte como resultado directo de acontecimientos históricos. Su labor se centró en hacer preguntas a las producciones artísticas desde su complejidad simbólica y componer nuevas genealogías para la explicación e interpretación de las artes visuales. Este libro, al ofrecer un compendio de ese pensamiento plural y complejo, busca incentivar la reescritura sobre los procesos artísticos del siglo pasado.

    ¹ Ejemplo de ello son las exposiciones Desafío a la estabilidad. Procesos artísticos en México, 1952-1967 (Museo Universitario Arte Contemporáneo, 2014), Vanguardia en México, 1915-1940 (Museo Nacional de Arte, 2013) y La era de la discrepancia. Arte y cultura visual en México, 1968-1997 (Museo Universitario de Ciencias y Arte, 2007). A estas recientes revisiones bien puede sumarse el libro de Rita Eder, Tiempo de fractura. El arte contemporáneo en el Museo de Arte Moderno de México durante la gestión de Helen Escobedo (1982-1984), (México: Universidad Autónoma Metropolitana/Universidad Nacional Autónoma de México-Museo Universitario de Arte Contemporáneo, 2010).

    ² La necesidad de entender los deslindes de su contexto llevó a Ida Rodríguez Prampolini a escribir el libro El arte contemporáneo. Esplendor y agonía (México: Promaca, 1964).

    ³ Ida Rodríguez Prampolini, Los pintores: ‘No hay críticos en México’. Los críticos: ¿Cómo puede haber críticos si no hay arte?’, Novedades, 9 de julio de 1961.

    ⁴ Ida Rodríguez Prampolini, El surrealismo y el arte fantástico mexicano (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 1969).

    ENSAYOS PRELIMINARES

    IDA RODRÍGUEZ PRAMPOLINI: EL ARTE Y EL HARTE

    Rita Eder

    Veracruz

    Ida Rodríguez Prampolini es una mujer excepcional, dotada de sensibilidad y conciencia, de inteligencia y memoria. Historiadora y crítica de arte, investigadora y maestra, en las últimas dos décadas ha sido creadora de instituciones que han cambiado cualitativamente aspectos de la vida cultural de Veracruz, su tierra natal. En el puerto, donde vive hace veinte años, ha fundado y desarrollado varios proyectos de envergadura, todos ellos llevados a cabo de forma armónica, cuidando los detalles y tomando en cuenta los distintos procesos culturales y los actores sociales involucrados, evitando lo inútil o lo complaciente. Estos aspectos han caracterizado su labor al frente de una segunda institución fundada por ella: el Consejo Veracruzano de Arte Popular, que ha logrado con éxito promover y difundir la artesanía de los pueblos indígenas de la región.

    Desde su regreso a Veracruz, vive en una estructura en forma de barco que construyó con la ayuda de su hijo Daniel. Tiene el mar al alcance de la vista y, por efectos del calentamiento global, el agua salada casi llega a su puerta, lo suficiente para crear la ilusión de que la casa es un cuerpo anfibio que se adapta a la tierra y al mar. En ese lugar disfruta a plenitud del rugido de los nortes veracruzanos que últimamente braman mucho más, pero que le producen fascinación.

    Encuentros cercanos

    Desde muy joven, Ida era ya una leyenda, mezcla de proezas intelectuales, audacia y encanto, con una vida personal en la que abundan encuentros célebres que relata sin perder su gracia y sencillez. En su vida y en su trabajo ha habido de todo: reina del carnaval de Veracruz en una contienda cardiaca contra la favorita del gobernador, cartas de admiración de José Clemente Orozco fechadas en el año 1948 o corridas de toros al lado de Carlos Arruza. Bailó con Spencer Tracy en la pista de un barco que se dirigía a la Europa de la posguerra. Años más tarde, en Tlayacapan, Morelos —lugar donde Ida vivió por un tiempo y fundó una escuela primaria y una preparatoria—, Roberto Rosellini tocó por accidente a su puerta y al verla le dijo en inglés: Oh, you look like Ingrid!, algo que ya habíamos notado, pero ésa fue la prueba contundente. Su encuentro predilecto fue con Fidel Castro. Ocurrió en Tuxpan en ocasión de haber reinaugurado, como parte de sus actividades al frente del Instituto Veracruzano de la Cultura, el Museo del Granma que contiene —además de la historia del paso del conocido grupo de revolucionarios por tierras veracruzanas— una copia del legendario barco que llevaría en 1956 a Fidel y al Che y a otros compañeros desde las aguas tuxpeñas hasta el territorio cubano.

    Hay una foto de Ida vestida de blanco al lado de Fidel en su característico traje de fajina durante la inauguración del museo, que tiene un lugar especial en su casa al lado de una imagen de mayor tamaño del Che Guevara y no lejos de su extraordinario conjunto de zapatistas hechos de tela y lana. En esa parte suya que es su casa, la rodea también su particular museo del kitsch constituido por objetos que antes eran artesanales y que la industria china ha transformado por medio de pilas, materiales chafas y colores que desafían el catálogo de Comex. Los objetos mecanizados y de un logrado mal gusto que divierte se complementan con su colección de juguetes mexicanos hechos a mano y en madera, que dejan ver una talla cuidadosa o el ingenio de la forma de un gran carrusel o de un avión, pintados con brío y buen gusto. Todo ello forma parte de su permanente interés en la producción de objetos populares y en las neoartesanías, así como en la cambiante función del diseño y su relación con la vida cotidiana, inquietudes que estaban ya presentes en su trabajo sobre el arte contemporáneo, del que ha declarado hace unos días que ya no le interesa y al que he de referirme.

    Memorias de los sesenta

    Conocí a Ida en el café de la Facultad de Filosofía y Letras al mediar los años sesenta. Se formó al lado mío para pedir un café a las dos señoritas (ya muy mayores) que atendían el lugar y que eran conocidas entre los alumnos como las Poquianchis, en referencia a un par de mujeres que habían llenado la nota roja de los periódicos acusadas de asesinato y explotación de adolescentes. Quizá se les apodaba así porque el servicio que daban era pésimo y su amabilidad inexistente. Después del 68, cuando cerraron los cafés en la universidad, habríamos de extrañarlas. La cola era larga y ella inició la conversación preguntando qué me interesaría hacer con la carrera de historia cuando terminase la universidad. Traté de impresionar a la maestra con un relato sobre mi futuro como chelista (el cual nunca fructificó). Poco después, durante el primer año de la carrera, entré a la clase de arte moderno y contemporáneo internacional que impartía Ida y que era una de las razones para nunca faltar a la facultad los martes y los jueves. Ahí, al oírla expresarse con precisión para que nada de lo que dijese fuera en vano o poco claro, empecé a prestar toda mi atención a su lenguaje pulido, que llevaba sin aspaviento a la certeza de la historia del arte como un campo complejo y fascinante, que abarcaba las obras y su estética como objetos culturales. Su memorable clase sobre dadá y la producción de sus integrantes, que se basaba en la desestructuración de las teorías vigentes sobre el arte, ponía énfasis en las relaciones dialécticas con el antiarte y su deseo de renovación del arte como cosa de la mente más que del ojo. Entender dadá significaba adentrarse en las genealogías del arte contemporáneo y creo que ahí comenzamos, varios de nosotros, a tener un interés duradero por el tema. El punto crucial fue comenzar a entender, desde el arte, el tiempo en el que nos había tocado vivir; a esa percepción colaboraba la voz cálida y convencida que Ida imprimía a sus narraciones.

    A finales de 1964 fui con Luis Alberto de la Garza a Cuernavaca a entregarle a Ida el trabajo final del semestre, que no habíamos terminado a tiempo. Al entrar a la casa neocolonial en plena transformación, lo primero que vimos fue a un hombre muy alto y rubio que discutía, en forma por demás vehemente, con un pastor protestante sobre la presencia de Dios en las formas. Mathias Goeritz gesticulaba con sus largas manos y escrutaba con sus ojos muy azules el techo en construcción que empezaba a tomar la forma de un cubo; poco después toda la casa sería un enorme cubo blanco de líneas puras. Fuimos recibidos no sólo con hospitalidad, sino como pares, e inducidos por los Goeritz a debatir sobre la condición remota o aislada del artista frente a la sociedad y también a pensar sobre la muerte de lo sublime en la producción contemporánea de aquel momento: el ensamblado y el arte pop. Pero en realidad, el gran personaje de ese día, de muchos otros y de la clase de Ida fue Hugo Ball, figura central del dadaísmo que proponía desde una perspectiva trágica un antiarte, contrario a la lógica y la razón y más cercano al cuerpo, al dolor, a la desorientación y al caos como principios creativos. Lo notable era que el arte del desperdicio y del ensamblado encarnado por Rauschenberg, quien había ganado el gran premio de la Bienal de Venecia en 1964, era denominado neodadaísmo y eso, a los ojos de los Goeritz, cerraba el círculo y corroboraba la interrogante planteada por Worringer hacia 1919 cuando se preguntaba si seguiría habiendo arte en un futuro próximo o sólo artistas.

    Ida, crítica internacional

    Ida era para muchos de sus alumnos la encarnación de lo moderno por su energía y capacidad para hacer ver que el arte es constante cambio y que, al mismo tiempo, había que estar alerta ante los nuevos -ismos y ejercer un criterio y un punto de vista. No sólo aprendíamos de sus clases y extensas bibliografías, sino también de su experiencia directa y su contacto con los protagonistas del expresionismo abstracto y del arte pop que apenas tres años antes habían causado revuelo en Nueva York, adonde ella viajaba con frecuencia junto con Goeritz. Regresaba llevando las medias de moda que habían desbancado la transparencia y la simplicidad por diseños diversos, rayas entreveradas con rombos y cuadros de colores más bien fuertes: naranja, rojo, verde limón; indumentaria totalmente reprobada por Justino Fernández, entonces director del Instituto de Investigaciones Estéticas, del cual Ida forma parte como investigadora desde 1959. Su inicio en este centro consistió en la búsqueda exhaustiva de los papeles de la crítica de arte en México en el siglo XIX, trabajo que realizó teniendo como apoyo la libreta y la pluma, es decir, fue hecho a mano. Después de entregar tres gruesos volúmenes de material hemerográfico con un estudio crítico, escribiría un libro notable sobre arte contemporáneo internacional y, como complemento, se proponía hacer antologías de los escritos de arte de los movimientos de vanguardia, cuya selección la llevó a las bibliotecas de Nueva York.

    Nueva York significaba para Ida largos días en la biblioteca del Musem of Modern Art (MOMA), consultando archivos con la ayuda de su famoso bibliotecario Bernard Karpel. Por las noches cenaban ella y Goeritz con Franz Kline, Isamu Noguchi, Al Kotin y otros artistas y críticos del momento. El pasado inmediato formaba parte importante de la materia, pero lo fundamental era la manera en que Ida transmitía su convicción sobre el fin del arte moderno y el nacimiento de una nueva estética que se encontraba en el diseño: desde los aviones hasta los objetos de la vida cotidiana, desde el diseño de tazas y mobiliario hasta el de los vestidos de papel. La idea de un arte total con políticas sociales era el modelo en oposición al arte por el arte que, sin embargo, Ida enseñaba también espléndidamente bien. Su malestar de siempre frente al arte moderno, es decir, a su aislamiento y condición remota del medio social, está recogido en su libro El arte contemporáneo: esplendor y agonía, que inicia con el impresionismo y llega hasta los últimos movimientos artísticos de ese momento, surgidos en París, Nueva York y California. Lo excepcional de su curso era también su forma de acercarse a las tendencias artísticas contemporáneas, descritas desde la experiencia directa aunada al ejercicio profesional de la crítica de arte. En sus textos, que aparecieron en varios medios europeos, como Aujourd’hui, art et architecture, o nacionales, como el semanario La Cultura en México, dirigido en aquel entonces por Fernando Benítez, se encuentran sus puntos de partida como crítica en la primera mitad de los años sesenta. La fotografía, un arte sin pretensiones¹ planteaba desde el título preguntas que en el medio mexicano fueron más frecuentes quince años después; por ejemplo, el debate sobre si ese medio que se había impuesto por sus diversas funciones desde mediados del siglo XIX era o no arte y a qué se debía la ausencia de parámetros críticos y estéticos en el discurso sobre la fotografía. Ello propiciaba que se echara mano de las convenciones críticas de la pintura, ante la incapacidad de aceptar que una nueva técnica y sensibilidad se imponían y que la fotografía era un medio con un enorme abanico de aplicaciones y posibilidades creativas. Sus dos ejemplos, una fotografía de sensibilidad surrealista de Marianne Gast, Detalle de 1956, y otra, de Fernando Sandino Barba bajo el título Agua, totalmente abstracta, servían para afirmar la versatilidad del medio. Dos propuestas del arte actual intentaba una comparación difícil entre el artista conceptual californiano Bruce Conner y las pinturas geométricas de Vicente Rojo.² Detrás de esta comparación estaba el rechazo a las acciones de Conner, quien había sacado en la Galería Antonio Souza una caja con canicas que había desperdigado por el piso y había complementado la acción con un tendedero de distintos desperdicios y objetos encontrados; en cambio, elogiaba en Rojo los valores abstractos, sus texturas, la lección de pureza y un sentido ético de la pintura como un camino viable. Sus puntos de vista, aunque diferían en audacia y en la preocupación por la ética en el arte de otros críticos de arte en México, no eran del todo incompatibles con los puntos de vista de Juan García Ponce —al disertar sobre Paul Klee o Paul Westheim—, quien dada su formación en la historia del arte alemana podía ver el arte mexicano a partir de sus valores sensibles. Pero ése es un debate mayor al que no entraré; baste por ahora decir que la intención de ese debate, al inicio de los años sesenta, sería rescatar la vitalidad de la crítica de arte.

    Ida Rodríguez Prampolini, El arte contemporáneo: esplendor y agonía, México, Editorial Pormaca, 1964. Reproducción: Ernesto Peñaloza, AFMT, IIE-UNAM.

    Ida Rodríguez Prampolini, La leçon des ‘Hartos’ (Les Ecœurés), publicado en

    Aujourd’hui, art et architecture, número 35, febrero de 1962.

    Goeritz e Ida estaban de acuerdo en la falta de sentido del arte moderno y aspiraban a una función espiritual y pública del arte. Quizás el documento más claro de esto es el manifiesto Estoy harto, escrito en conjunto por el matrimonio Goeritz, con una prosa enérgica y conmovedora que impactaba por el señalamiento de la banalidad y ausencia de espiritualidad en la producción artística que les era contemporánea.

    El viaje

    Un pequeño grupo de alumnos tuvimos la oportunidad de compartir con Ida, además de los dos semestres del curso, un viaje en el año 1967 digno de una road movie. El periplo, en realidad, lo hicimos en tren, subterráneo, taxi y aventón, pero principalmente en avión y fue posible gracias a una beca para cuatro alumnos que Ida consiguió con el MOMA. El estipendio era para conocer los museos norteamericanos de California a Nueva York pasando por Aspen, Colorado, donde habría un simposio sobre Orden y desorden en el diseño, que tendría como conferencista magistral a Marshall McLuhan, icono de la teoría de los medios. La gira comenzó en Los Ángeles y entramos en el recién inaugurado County Museum of Art junto con Twiggy, la modelo más famosa de los años sesenta. Nos esperaba una exposición hoy célebre de escultura minimalista que nos interesaba mucho porque habíamos sido introducidos al debate teórico, ya no en clase sino en conversaciones con Ida y Mathias. Esa misma tarde nos dirigimos a Barneys Beanery, la cervecería que sirvió de inspiración directa a una de las obras importantes de los años sesenta realizada por Edward Kienholz. Sus ambientaciones estaban lejos del clima ambiguo, ya fuera de festejo y/o crítica social del arte pop neoyorkino. Había una escena americana distinta en Los Ángeles, en el que la violencia jugaba un papel crucial. Barneys Beanery no era demasiado diferente de Das Blaue Zwivel (La cebolla azul) de Berlín, donde los parroquianos ya entrados en copas rompían botellas y amenazaban con cortarles la cara a los que tenían enfrente.

    Las efemérides del viaje fueron múltiples, sin embargo, lo que quedó en la memoria fue la vitalidad artística del momento, las acciones de los artistas y de la juventud contra la guerra de Vietnam, el disgusto contra el sistema de vida norteamericano y el ingenio que se percibía en Haight-Ashbury. En ese distrito de San Francisco, un joven disfrazado de Robin Hood nos ofreció la nueva Biblia del movimiento hippie: One Flew over the Cuckoo’s Nest de Ken Casey, hecha película muchos años después con Jack Nicholson como residente de un manicomio custodiado por una enfermera de físico poderoso, muy blanca y de mirada temible. Esa enfermera era una metáfora de la sociedad norteamericana como jaula, vigilada por custodios blancos y que sería liberada por un piel roja fuerte como un ropero que finalmente lograría escapar de la locura inducida.

    En Nueva York, entramos al Electric Circus, la discoteca psicodélica de Andy Warhol, que era un compendio de la nueva estética del espectáculo de luces intermitentes que deslumbraban y producían taquicardia. Fuimos al estreno del filme de Antonioni, Blow-Up, que puso de moda al fotógrafo y la modelo y al incesante clic de la cámara, que sustituía el tópico ya clásico del pintor y su musa, flotando el tema de la abundancia y el aburrimiento interrumpido por la cámara como instrumento del azar e interferencia de la normalidad.

    Mientras, en South Hampton, a las afueras de Nueva York, adonde también fuimos con Ida, los expresionistas abstractos y sus epígonos continuaban su trabajo y Harold Rosenberg, el crítico que había acuñado el término action painting, seguía actuando sobre la escena artística y coincidía con la postura de Ida respecto a la desdefinición del arte. Rosenberg nos concedió una larga entrevista en la que discutimos sobre pintura y existencialismo.

    Otras impresiones y experiencias nos esperaban, como el viaje de Vermont a la provincia de Quebec en un automóvil conducido por Ida hasta llegar a la Expo 67 en Montreal y toparnos con la enorme esfera de Buckminster Fuller y el hábitat de Moshe Safdie. Había pabellones latinoamericanos interesantes como el venezolano, donde se exhibían los penetrables de Rafael Soto, o el cubano, en el que había una exposición de los famosos carteles de los que se ocupó Susan Sontag en un artículo célebre sobre el tema. Habíamos iniciado el viaje en el mes de abril y regresamos treinta días más tarde, después de cruzar Estados Unidos de oeste a este y de haber complementado de manera privilegiada aquel curso sobre arte moderno y contemporáneo.

    También 1967 fue el año en que Goeritz propuso la Ruta de la Amistad, instalando con ello la escultura abstracta monumental en el paisaje mexicano; fue también el tiempo en que el arte cinético europeo del momento fue traído a México por el programa conocido como la Olimpiada cultural.

    En medio de la euforia de los preparativos para las olimpiadas, en agosto de 1968, empezaron a ocurrir enfrentamientos entre estudiantes y el ejército que culminaron en el 2 de octubre. Ese día cambió la perspectiva de Ida sobre el arte y la universidad, sobre la política y su futuro. Como consecuencia, los intereses de Ida se trasladaron a otros proyectos culturales y a otra teorización sobre el arte. El marxismo, Arnold Hauser y Walter Benjamín entraron en nuestros seminarios y en nuestras vidas; el desconcierto y la decepción con las consecuencias del 68 condujeron a otro seminario, que llevó por nombre Las Utopías en el Arte.

    Creo que la pauta de la vida de Ida ha sido ésa: imaginar con mente utópica y provocar el reto de concretar la utopía en un topos. Veracruz le permitió llevar a cabo varios proyectos en los que pudo darle vida a su idea de la cultura como una revolución más amplia de la sensibilidad, que pudiese ser compartida y apropiada por grupos demográficamente significativos en un país marcado por la desigualdad.

    Epílogo

    Hacia frío en Nueva Inglaterra una tarde del mes de mayo en que paseábamos por el campo con la escultora Judy Brown, con quien Ida solía ir al Harlem de los años sesenta. Bajo un sol crepuscular topamos con una laguna, el antojo fue irresistible y sin avisar Chacha se lanzó vestida al agua. Emergió de las aguas con una sonrisa más amplia que todo su rostro. Ese lanzarse al agua con decisión inaplazable hace pensar, por un lado, en su desafío a las convenciones y al poder que expresa en el ámbito público con sus palabras, y, por el otro, en el filo y la belleza de sus textos.

    ¹ La Cultura en México, 10, 26 de abril de 1962, pp. 16-17.

    ² La Cultura en México, Siempre, 48, 16 de enero de 1963, pp.16-17.

    MATHIAS GOERITZ E IDA RODRÍGUEZ PRAMPOLINI:

    EL NUEVO ARTISTA Y LA NUEVA CRÍTICA DE ARTE

    Jennifer Josten

    A partir de los años cincuenta, el concepto de obra de arte —y por tanto su difusión y recepción crítica— experimentó una transformación radical, en tanto una nueva generación de artistas en ambos lados del Atlántico desafiaba los límites tradicionales de la pintura y la escultura al incorporar objetos de la realidad y extender su práctica al tiempo y el espacio reales. John Cage, Jasper Johns, Allan Kaprow, Claes Oldenburg y Robert Rauschenberg producían ensamblajes, instalaciones y happenings en Nueva York, al tiempo que Heinz Mack y Otto Piene, fundadores del grupo Zero, interactuaban con nuevos públicos con sus relieves no-objetivos y sus espectáculos motorizados de luces en Düsseldorf. Coincidentemente, Arman, Yves Klein, Julio Le Parc, Jesús Rafael Soto, Jean Tinguely y otros más desarrollaban ensamblajes cinéticos y monocromáticos en París.¹ Si bien los motivos y las formas de estas prácticas se diferenciaban radicalmente en las circunstancias específicas de la industrialización de posguerra y en el desarrollo político en distintos contextos culturales, en el fondo éstas compartían ciertas premisas, incluyendo un nuevo énfasis en la interacción con el espectador y un alejamiento de las prácticas subjetivas de sus precursores, principalmente de aquellas que trabajaban en el campo de la abstracción gestual. La aparición simultánea de estas nuevas prácticas señaló un quiebre entre los fundamentos formalistas del arte moderno y el surgimiento de lo que hoy día conocemos como arte contemporáneo.

    La aparición del arte contemporáneo estuvo íntimamente ligada a un nuevo enfoque en la crítica de arte, el cual buscaba ir más allá del análisis formal para considerar a las obras de arte dentro de contextos sociales y culturales más amplios. Al asumir el peso de interpretar los conceptos estéticos desconocidos y las formas de nuevas prácticas artísticas, el crítico dejó al artista libre de experimentar tan oscuramente como quisiera, libre de cualquier necesidad de comprometer su integridad en aras de la aprobación pública.²

    En México esta relación simbiótica entre el artista contemporáneo y el crítico de arte se ejemplifica en el trabajo conjunto de Mathias Goeritz e Ida Rodríguez Prampolini. Mientras Goeritz actuaba como uno de los principales productores de arte nuevo en México y participaba en sus amplias redes trasnacionales, la crítica realizada por Rodríguez Prampolini ofrecía a la comunidad artística y al público general de la Ciudad de México una estructura histórica y teórica para entender las actividades locales e internacionales de Goeritz y sus colegas durante la tumultuosa década de los sesenta. A través de entrelazar sus actividades, el artista y la crítica lograron posicionar al nuevo arte mexicano en del contexto global, convirtiendo la Ciudad de México en un centro del arte contemporáneo internacional.

    Goeritz y Rodríguez Prampolini estuvieron unidos tanto profesional como personalmente. Rodríguez Prampolini fue pieza clave en la migración de Goeritz a México en 1949 y se casaron en 1959, luego de la muerte de la primera esposa del artista.³ Fue también en este año, cuando Goeritz amplió considerablemente los parámetros internacionales de su práctica artística, y Rodríguez Prampolini debutó como crítica de arte contemporáneo. Su relación tanto personal como profesional fue elocuentemente capturada en el retrato doble de mediados de los años sesenta, realizado por su amigo el fotógrafo norteamericano Hans Namuth, a partir de la impresión de dos recuadros consecutivos de una película fotográfica.⁴ En la imagen de la izquierda, Goeritz se encoge hacia delante y voltea la cabeza para fijar su mirada en la lente del fotógrafo con una expresión inquisitiva y ligeramente perpleja. A la derecha, vemos a Rodríguez Prampolini, de perfil y delante de uno de los icónicos Mensajes metacromáticos de Goeritz, durante una intensa conversación telefónica. Aunque ocupan mundos distintos, siguen siendo una pareja: artista y crítica, explorador y comunicadora, marido y mujer.

    Se puede declarar que Rodríguez Prampolini fue la experta más destacada del nuevo arte internacional en México durante los años sesenta, lo cual queda de manifiesto en sus abundantes artículos y reseñas en los medios masivos de comunicación, en su texto general El arte contemporáneo: esplendor y agonía, y en los seminarios y conferencias que impartía en la UNAM a comienzos de la década. Su rápido ascenso a la cima del arte contemporáneo puede atribuirse a dos factores principales. El primero fue su amplio conocimiento de prácticas artísticas internacionales debido a sus viajes con Goeritz y el acceso a un constante flujo de visitantes, publicaciones y objetos efímeros que Goeritz recibía del extranjero. El segundo fue comprender que los estatutos de la crítica formalista no podían aplicarse adecuadamente a los principios y objetivos del nuevo arte, el cual había salido del marco del cuadro y bajado del pedestal para detonar nuevos tipos de relaciones sociales. En vez de interpretar las obras de arte en términos de su fabricación y desarrollo estilístico interno —como seguían haciendo varios críticos de aquel entonces—, Rodríguez Prampolini evaluaba una diversa gama de prácticas contemporáneas dentro del contexto de sus precedentes históricos y sus condiciones sociales, históricas y políticas actuales. Sus escritos sobre varios artistas extranjeros radicados en México, como el propio Goeritz o los norteamericanos Bruce Conner y Sheila Hicks, ayudó a que éstos ganaran admiradores locales y a posicionar eficazmente su producción artística con relación a los contextos locales, internacionales e históricos.⁵ Estos artículos, a su vez, ofrecían al público mexicano pautas para relacionarse con las últimas innovaciones y polémicas dentro y fuera del creciente mundo cosmopolita del arte que se estaba gestando en el país.

    El proceso a través del cual Goeritz y Rodríguez Prampolini presentaron al público mexicano una amplia gama de nuevas prácticas artísticas a partir de 1959 tuvo tres aspectos. Primero, Goeritz montó un espacio nuevo para la circulación de fotografías, información y opiniones acerca del arte contemporáneo internacional en México, al servir como editor fundador de la Sección de Arte de Arquitectura/México, la destacada revista trimestral editada por el arquitecto Mario Pani. Después, desarrolló sus propias obras de arte nuevo, transformando el carácter trascendente y monumental de su discurso sobre la Arquitectura emocional en ensamblajes portátiles y dinámicos y en tablas monocromáticas cubiertas de oro (como aquella mostrada en la fotografía de Namuth), que exponía en centros de vanguardia como Nueva York, París y la Ciudad de México.⁶ Por último, Rodríguez Prampolini surgió como una voz crítica importante en la Sección de Arte de Goeritz y en los periódicos y revistas principales de la capital mexicana, incluyendo Novedades, ¡Siempre! y Nivel: Gaceta de Cultura. Sus artículos, ampliamente ilustrados e históricamente fundamentados, servían como espacios virtuales de exposición de las prácticas internacionales aún desconocidas en México. Sus reseñas de exposiciones —incluyendo aquellas en las cuales participó Goeritz— fueron de las primeras en el país en ir más allá del discurso del arte por el arte, en tanto las obras eran analizadas en términos de su contenido teórico e incluso ético, más que por su simple contribución formal. A través de este proceso de múltiples facetas, Goeritz y Rodríguez Prampolini contribuyeron a la transformación de la Ciudad de México en un lugar destacado en el panorama del arte contemporáneo internacional.

    El nuevo arte fue parte constitutiva de la extensa red transatlántica de artistas, críticos, galeristas y curadores, surgida durante y después de la segunda guerra mundial.⁷ Esta red se vio nutrida tanto por la creciente migración de artistas y obras de arte, por el ascenso del mercado y por la expansión de un sistema de medios masivos que convertía a las obras en información, que luego se diseminaba internacionalmente a una mayor velocidad de la que hasta entonces había sido posible. Aunque Goeritz participó en esta red de posguerra desde los primeros momentos de su carrera como artista profesional en Madrid en 1945, la esfera y la escala de sus actividades se ampliaron considerablemente en junio de 1959 cuando estableció la Sección de Arte de Arquitectura/México. Entre ese momento y hasta 1974, Goeritz editó cerca de cuarenta secciones temáticas dedicadas al arte contemporáneo, cada cual ocupaba diez páginas en blanco y negro con fotografías, declaraciones de artistas, textos críticos y una advertencia o declaración editorial escrita por él mismo. Este espacio editorial fue el musée imaginaire personal de Goeritz, una plataforma desde la cual presentó las prácticas artísticas contemporáneas locales e internacionales que él consideraba más significativas: desde la proliferación de nuevos grupos de artistas en México hasta el expresionismo abstracto estadounidense y el grupo alemán Zero. Goeritz declaró sus intenciones en su primera advertencia, escribiendo lo siguiente: pensamos ofrecer en estas páginas muchas cosas de diferente índole. Queremos llevarlas con cuidado, con modestia y sin prejuicio —hasta donde esto sea posible. Creemos que, hoy en día, lo que falta es conocer la variedad de los intentos que surgen en todas partes.⁸ Para lograr este propósito, Goeritz publicó traducciones de textos de notables críticos extranjeros como Michel Seuphor y Dore Ashton. Sin embargo, también era necesario incorporar una voz crítica capaz de relacionar las corrientes internacionales y los precedentes históricos a los contextos locales. Ésta fue la tarea que emprendió Ida Rodríguez Prampolini.

    La perspectiva crítica de los artículos y reseñas con los que contribuyó Rodríguez Prampolini a la Sección de Arte frecuentemente se alineaba con la posición de Goeritz en sus propias advertencias —específicamente en el desdén de ambos por la moda internacional de la pintura informalista, o abstracción gestual, que ellos consideraban un esfuerzo puramente especulativo y comercial, y que incluía a varios de los pintores mexicanos que llegarían a formar parte de la llamada Joven Escuela de Pintura Mexicana o Generación de la Ruptura. En contraste con el enfoque cada vez más académico de estas tendencias artísticas, Goeritz y Rodríguez Prampolini hacían un llamado a que las obras de arte sirvieran a funciones sociales y espirituales más elevadas —él en sus declaraciones artísticas y editoriales y ella en sus artículos y reseñas, los cuales tenían como base, principalmente, fotografías e información que Goeritz había recibido de artistas y galeristas. En Reaparición del arte alemán, su primer artículo sobre arte contemporáneo, publicado en la Sección de Arte en junio de 1959, Rodríguez Prampolini ofrece un resumen de las tendencias más actuales en Alemania, destacando los esfuerzos de Heinz Mack y Otto Piene, fundadores del grupo Zero. La página contigua a su texto ilustra la obra de estos artistas, mostrando sus relieves no-objetivos colgados de la pared, realizados a partir de láminas de metal perforadas, planchadas y martilladas.⁹ La crítica pone atención especial a cómo estos artistas explícitamente se posicionaron en oposición al sentimentalismo excesivo del grupo de los ‘expresionistas abstractos. A base de creaciones rítmicas o de vibración, […] buscan una nueva ordenación dentro de su obra para escapar del caos artístico.¹⁰ Esta interpretación se basa directamente con lo establecido por el propio Piene, quien en el segundo número de la revista Zero (1958) —recibida por Goeritz de manos del galerista Alfred Schmela en Düsseldorf— escribió: hoy en día, como siempre, cada arte tiene su lado moral… Un cuadro que logra su potencial simultáneamente proporciona una convicción. El arte que se crea sobre todo como arte y que renuncia a la inmediatez del reporte directo tendrá un mayor significado, es decir, el hombre encontrará que su sensibilidad estética es la puerta a su ser espiritual.¹¹ El posicionamiento visionario de Piene resonaba profundamente en Goeritz y Rodríguez Prampolini, quienes simpatizaban con su rechazo del realismo y de la abstracción gestual, así como con su énfasis en el potencial de las obras de arte de servir como pasajes a una experiencia espiritual vagamente definida, la cual se relaciona con el concepto de Goeritz de la Arquitectura emocional.

    Aunque Goeritz nunca aparece nombrado en el primer artículo de Rodríguez Prampolini, su texto introduce un marco de referencia para que las obras del artista se entendieran tanto formal como conceptualmente en relación a los ejemplos emergentes del nuevo arte alemán. Los relieves no-objetivos hechos de materiales industriales de Mack y Piene fueron el contexto conceptual dentro del cual Goeritz concibió sus propios objetos del arte nuevo, en particular los Mensajes: una serie de ensamblajes no-objetivos montados en la pared, construidos a partir de láminas de estaño y hierro envejecidas y perforadas, y a veces pintadas o doradas sobre soportes de madera. Goeritz empezó a producir estas obras en el verano de 1959. En sus primeros Mensajes, Goeritz llenaba la superficie de lámina con cabezas de puntillas obteniendo así efectos visuales similares a los de los Rasterbilder (1957-1966) de Piene, monocromos que refractaban la luz a partir de la utilización, a lo largo de toda la superficie, de puntos en relieve logrados mediante la inserción de pintura al óleo en pequeños orificios de una plantilla. Sin embargo, los relieves de Goeritz tienen un sentido específicamente mexicano, dado que el artista recogía las chatarras de metal para su obra en Tizapán de San Ángel, una zona marginal de la Ciudad de México donde vivía en ese entonces. Como Rodríguez Prampolini escribiría más tarde, "Goeritz se inspiró en las láminas viejas y los materiales de desecho con que los habitantes del barrio construyen sus casas para realizar sus famosos Mensajes".¹² Con sus superficies rugosas, oscuras y destartaladas, los Mensajes señalan un fuerte contraste con las formas geométricas y de intenso colorido de Las torres de Ciudad Satélite (las cuales Goeritz había recientemente terminado en colaboración con Luis Barragán), así como con el brillante optimismo industrial de los relieves de Mack y Piene. A diferencia de la obra de sus colegas, las superficies desintegradas y los patrones desiguales de agujeros y clavos de Goeritz rechazaban el orden moderno. Las chatarras de estaño con las que fueron elaborados los Mensajes son semejantes a las utilizadas en las tradicionales pinturas de exvotos, las cuales son, a su vez, mensajes para entes divinos. Este hecho, aunado a que Goeritz asignara un verso del Antiguo Testamento a cada uno de sus Mensajes, sugiere una relación explícita con los sentimientos religiosos populares. Así, los Mensajes resuenan simultáneamente tanto con ideas y corrientes europeas, como con materiales y tradiciones mexicanos.

    Goeritz exhibió los primeros Mensajes en Nueva York y en París en 1960 como vía para establecer un diálogo directo con sus colegas internacionales.¹³ En México, contaba con los artículos de Rodríguez Prampolini en México en la Cultura —el suplemento semanal del periódico Novedades— para articular los fundamentos conceptuales de sus obras y los circuitos transnacionales en donde operaban. De 1960 a 1961, Rodríguez Prampolini publicó veinticuatro artículos ampliamente ilustrados en Novedades sobre artistas locales e internacionales. Estos textos críticos funcionaban como un espacio para exponer las obras de Goeritz y las de sus amigos y colegas internacionales a una escala mucho mayor, debido a que la circulación de Novedades era considerablemente más amplia que la de Arquitectura/México.

    El 18 de septiembre de 1960, Rodríguez Prampolini publicó el primero de estos artículos. Titulado Dadá y el arte actual, éste marca su primer intento por posicionar una de las obras del arte nuevo de Goeritz dentro del contexto de sus precursores y contemporáneos europeos.¹⁴ Asimismo, marca la primera estructuración de una posición crítica que ella mantendría a lo largo de su carrera: que las raíces del arte contemporáneo yacían en el dadaísmo. Rodríguez Prampolini fundamenta esta evaluación en el énfasis que este movimiento dio a la abstracción, los nuevos medios y el internacionalismo. Al igual que Goeritz, ella también percibía en dadá una fuerte inclinación moral. Ocupando toda la última plana del suplemento, su artículo mostraba una fotografía de Mensaje Núm. 2: Levítico XIV54 de Goeritz, junto con imágenes de la portada del catálogo de la reciente e importante exposición europea DADÁ: Dokumente einer Bewegung (Dadá: documentar un movimiento), que Goeritz había visto en Düsseldorf en 1958. Fotografías de los fundadores de Dadá, Hugo Ball y Richard Huelsenbeck, y del Cabaret Voltaire de Zúrich también tuvieron un lugar preponderante en el artículo. Se presentaban, además, obras de dos artistas que pronto se afiliarían al Nouveau réalisme parisino: un relieve de metal de Tinguely de mediados de los cincuenta y un objeto de basura o poubelle de Arman.¹⁵ Estas imágenes y el texto correspondiente funcionaban conjuntamente para establecer a Goeritz como heredero de la tradición dadaísta alemana, así como el principal representante y especialista en México de las últimas tendencias artísticas.¹⁶ El ensayo de Rodríguez Prampolini se opone a una historia del arte moderno generadora de una línea de genios aislados, para favorecer, en su lugar, el énfasis en las condiciones sociopolíticas que dieron origen a los impulsos vanguardistas durante el siglo XX. A su vez, el ensayo presenta un resumen de la historia y principios de dadá, a lo cual le sigue una extensa cita de Goeritz sobre el estado del arte contemporáneo. Aquí nuevamente está planteado el rechazo de la pareja ante la proliferación mundial de la abstracción gestual y su apoyo a las prácticas emergentes monocromáticas y cinéticas en Europa, que buscaban nuevos mundos y una nueva organización del cuadro o de los volúmenes.¹⁷

    En el momento que apareció Dadá y el arte actual, Goeritz ya buscaba nuevos mundos y una nueva organización del cuadro en su propia práctica. Seis semanas después, presentó por primera vez sus Mensajes metacromáticos —tablas de madera lisas cubiertas por hojas de oro que Goeritz encargó a un carpintero y a un dorador local— en la Galería Antonio Souza en noviembre de 1960. Con estas obras, Goeritz buscaba efectos cinéticos a través de medios tradicionales y no mecánicos: la luz de las docenas de velas votivas distribuidas por la galería se reflejaban sobre sus superficies produciendo un efecto parpadeante y temporal. En septiembre de 1961, Rodríguez Prampolini publicó un artículo en México en la Cultura titulado La pintura monocromática, en el que analizó la instalación de Goeritz dentro del contexto de los esfuerzos monocromáticos históricos y recientes.¹⁸ En el artículo está reproducida una de las tablas doradas exhibidas en la Galería Antonia Souza en medio de dos monocromos realizados por sus colegas: los relieves metales y acrílicos del artista de Zero, Heinz Mack, y los cuadros negros del artista estadounidense Ad Reinhardt, con quien Goeritz y Rodríguez Prampolini habían establecido lazos en Nueva York. Este diseño muestra que, desde principios de los sesenta, el monocromo ya no se empleaba como un fin en sí sino con la intención de producir ambientes integrantes. Al emplear el monocromo de esta manera, Goeritz, Mack y Reinhardt desplazaron el foco de la obra de arte de sus propiedades materiales y bidimensionales hacia una relación fenomenológica con el espectador en tiempo y espacio reales.¹⁹

    En su texto, Rodríguez Prampolini relaciona las intenciones y efectos de la instalación de monocromos de Goeritz con los gestos de sus colegas. Describe los monocromos de Goeritz como una evocación de una atmósfera irreal y patética en el espacio, a diferencia de las demostraciones egocéntricamente impulsadas por Yves Klein en París o el misticismo ateo de Reinhardt.²⁰ Más adelante, la autora plantea que mientras Klein privilegiaba la intriga sobre la ética y Reinhardt seguía el camino de Kasimir Malevich, Goeritz intentaba eliminar la expresión individual a favor de una unidad conceptual. Mientras la mayoría de los monocromistas siguen insistiendo en la originalidad de la obra como una expresión personal, declara, Goeritz acepta el simple servicio de ambientar el espacio a través de una o varias decoraciones que elaboran el carpintero y el dorador, según las medidas que imponen los muros a los cuales están destinadas.²¹ Al enfatizar que los conceptos que subyacen en las obras de Goeritz y sus efectos superan en gran medida e importancia la presencia de su huella individual, Rodríguez Prampolini ejemplifica el papel del nuevo crítico. Al superponer el rigor conceptual y el contexto social sobre las preocupaciones subjetivas, la crítica ayudó al nuevo artista en sus esfuerzos por establecer una relación con el público de manera novedosa.

    En su artículo de 1968 ¿Qué ha pasado en la pintura?, publicado en los Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, Rodríguez Prampolini subraya que con las antiguas categorías artísticas, con las reglas, divisiones y cánones de Bellas Artes no podemos juzgar al arte de nuestro tiempo.²² Ésta fue la posición que ella misma había tomado a lo largo de la década al proponer que, más que nunca, el artista contemporáneo tiene la responsabilidad de encontrar una actitud trascendente, y buscar, desde luego, una nueva ética y un nuevo sentido de la estética, para que el arte vuelva a tener un fin y no se agote, estérilmente, en sí mismo. Visto así la importancia del artista del siglo XX no debe medirse por su originalidad personal, sino por la dimensión de sus encuentros y visiones.²³ Éstos fueron los estándares sobre los cuales analizó los Mensajes y los Mensajes metacromáticos de Goeritz. Más allá de verlos como ejemplos de una innovación formal —dado que remitían conscientemente a los relieves de sus colegas y al mismo tiempo se auxiliaban de tecnologías tradicionales—, Rodríguez Prampolini interpretó y promovió estas obras como esfuerzos que contribuían a un proyecto transnacional más amplio de renovación en las artes desde la perspectiva de México. A través de su asociación crítico-artística, Rodríguez Prampolini y Goeritz demostraron que el arte nuevo no era exclusivo de los artistas estadounidenses y europeos; sus conceptos y formas tenían relevancia dentro de una capital mexicana cada vez más cosmopolita, tal y como las de Nueva York o París.

    Ida Rodríguez Prampolini al lado de una Custodia de Mathias Goeritz. Fotografía: Kati Horna, 1962. Copyright © 2005 Ana María Norah Horna y Fernández (Todos los derechos reservados)

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