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Las artes de la ciudad: Ensayos sobre la cultura visual de la capital
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Libro electrónico294 páginas3 horas

Las artes de la ciudad: Ensayos sobre la cultura visual de la capital

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Durante los noventa, el arte exhibido en México integró obras que fueron definidas como "conceptuales" o experimentales, pero que, para Rubén Gallo, están particularmente marcadas por la irreverencia y el humor. Una visión personal sobre esa generación creativa y fecunda llevó al autor, crítico y participante de ese auge, a ensayar en este libro sobre temas y obras de su interés: el orientalismo de los jóvenes artistas mexicanos, el voyerismo fotográfico de la serie Ricas y famosas, la radiodifusión pirata y el programa Sin Cabeza, las representaciones de la ciudad de Francis Alÿs, Minerva Cuevas, Santiago Sierra, Teresa Margolles y Jonathan Hernández, así como la creación de museos propios, dentro de la comodidad del hogar. Publicado originalmente como New Tendencies in Mexican Art: the 1990s, el texto de Rubén Gallo está dedicado a los críticos del futuro, unos que "sabrán hacer de la crítica un terreno plural, polifónico y abierto".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 may 2013
ISBN9786071613981
Las artes de la ciudad: Ensayos sobre la cultura visual de la capital

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    Las artes de la ciudad - Rubén Gallo

    RUBÉN GALLO

    LAS ARTES DE LA CIUDAD

    Ensayos sobre la cultura visual de la capital

    Colección Popular / 697

    Primera edición, 2010

    Primera edición electrónica, 2013

    Título original: New Tendencies in Mexican Art: the 1990s

    Traducción:

    STEVEN MCCUTCHEON RUBIO y RUBÉN GALLO

    Imagen de portada: Sumo VII (1995), de Yishai Jusidman

    D. R. © 2010, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-1398-1

    Hecho en México - Made in Mexico

    A los críticos del futuro

    ÍNDICE

    Introducción. Las artes de la ciudad

    I. El Oriente de la ciudad

    Breve historia del orientalismo mexicano

    El artista como orientalista

    Una respuesta al neomexicanismo

    II. Las ricas de la ciudad

    III. El sonido de la ciudad

    La heterogeneidad

    Viaje sideral

    La violencia

    El cuerpo sin órganos

    La imagen de la ciudad

    Cumbia

    IV. Los paseantes de la ciudad

    Francis Alÿs

    Minerva Cuevas

    Santiago Sierra

    Teresa Margolles

    Jonathan Hernández

    Conclusión

    V. Los museos de la ciudad

    El impulso hacia la institucionalización

    El museo como institución

    Museos alternativos I: Vicente Razo

    Museos alternativos II: Gustavo Prado

    Crítica institucional: Miguel Calderón

    Conclusión

    Epílogo. Las perversiones de la ciudad

    Bibliografía

    Índice analítico

    Introducción

    LAS ARTES DE LA CIUDAD

    Éste es un libro sobre el arte experimental que comenzó a exhibirse en México durante la década de los noventa. Si los años setenta habían visto el auge de la Generación de la Ruptura y los ochenta el de la pintura neomexicanista, los noventa generaron un nuevo tipo de creación que hasta ahora permanece sin nombre: proyectos experimentales que abarcaban instalaciones, performances, acciones, intervenciones, videos, fotografías y también pintura; obras que a veces han sido llamadas conceptuales pero que no corresponden exactamente a ese género de arte tan ligado a los setenta; obras irreverentes, con mucho sentido del humor.

    Éste es un libro muy personal: casi todos los artistas que presento son o han sido mis amigos, mis colegas o por lo menos mis compañeros de generación. Por lo tanto, en lugar de una introducción tradicional —presentar el campo y situar los debates teóricos que enmarcan mi discusión— he optado por una introducción autobiográfica. Hela aquí:

    Mi primer encuentro con el arte experimental fue por el año de 1993. Tenía 23 años y había llegado a vivir por primera vez a la ciudad de México después de cursar una licenciatura en letras inglesas en la Universidad de Yale. Por un accidente del destino —ese tipo de accidentes tan frecuentes cuando uno tiene 20 años— conseguí un trabajo en la galería Nina Menocal, especializada en arte cubano. En ese entonces la capital estaba llena —o al menos así me parecía— de artistas cubanos: pintores, escultores y fotógrafos que salieron de la Isla huyendo de los horrores del periodo especial y se instalaron en México. Casi todos ellos trabajaban con Nina, la dueña de la galería, que también había nacido en Cuba pero se había exiliado poco después de la Revolución. En aquella casona de la calle Zacatecas en la colonia Roma conocí por primera vez a José Bedia, a Arturo Cuenca, a Glexis Novoa, a Consuelo Hernández, a Quisqueya Henríquez y a otros miembros de la llamada Generación de los Ochenta.

    El arte de los cubanos fue una revelación: nunca antes había visto creaciones con tanto sentido del humor, con tanto dinamismo y con tanto ingenio. Muchas de estas obras ofrecían un comentario feroz sobre la realidad política cubana. Recuerdo muy bien un cuadro de René Francisco y Ponjuan —que en ese entonces trabajaban juntos— que representaba una bandera cubana pintada al óleo, pero con un cambio importante: en el lugar de la estrella roja los pintores habían colocado un cañón de plástico. Al acercarse a la pintura, el visitante se veía encañonado: el arma le apuntaba directamente a la frente, como si la Revolución cubana estuviera a punto de fusilarlo. ¿Qué mejor manera de representar la situación de los cubanos en ese momento? No estaban entre la espada y la pared; estaban —como el visitante a la galería— entre el cañón y la pared.

    Recuerdo también a otro artista de Nina llamado Ángel Ricardo Ricardo Ríos —así, con un Ricardo de nombre y otro de apellido, aunque sus amigos evitaban el pleonasmo al llamarlo simplemente Richard—que diseñaba muebles alucinantes: sillas de dos metros de alto, sillones deformes, sofás y taburetes de los que salían apéndices fálicos, elegantemente tapizados con telas finísimas. Una de sus exposiciones se llamó La casa cómoda y durante la inauguración un grupo de señoras de las Lomas se congregaron —entre divertidas y horrorizadas— alrededor de uno de los muebles surrealistas de Richard.

    Fue en ese ambiente cubano —de carnaval y tragicomedia— donde hice mis pinitos en el mundo del arte. Escribí mis primeros textos de crítica para los catálogos de las exposiciones de la galería: papelillos en los que intentaba comunicar parte de mi entusiasmo sobre ese arte que acababa de descubrir. Uno de mis primeros ensayos trataba sobre una bellísima serie de dibujos de Ibrahím Miranda llamada La Isla en peso: un homenaje al poema de Virgilio Piñera cuyo comienzo es aquel verso que lamenta La maldita circunstancia del agua por todas partes… Para crear esta serie, Ibrahím había comprado un atlas geográfico, político y económico de Cuba, y había pintado una serie de animales insólitos sobre cada uno de los mapas: encantada por la acuarela, la Isla se transformaba en salamandra, en pez, en pájaro. Le salían alas y emprendía el vuelo; le crecían patas y se iba corriendo.

    En esos años conocí también a dos personas que me llevarían a descubrir el mundo del arte joven mexicano: Rodrigo Aldana y Patrick Charpenel. El primero —tapatío, como yo— acababa de regresar de una larga estadía en el Lejano Oriente. Había pasado varios años viviendo en un monasterio budista hasta que un buen día se cansó de meditar y decidió volver a México y dedicarse a hacer arte. Nos conocimos en casa del pintor Alejandro Ramírez en Guadalajara. Rodrigo aún parecía monje budista: tenía la cabeza rapada, la cara redonda e iba vestido con una túnica color azafrán como las que usan los tibetanos. Esa noche nos quedamos hablando hasta las tantas de la madrugada: compartíamos un odio intenso por Guadalajara y la mentalidad provinciana y mojigata de sus habitantes, un interés en el budismo y un gran deseo de vivir en la ciudad de México. Rodrigo pintaba cuadros enormes: collages expresionistas de dibujos y textos fotocopiados que a veces recordaban los lienzos de Cy Twombly. En muchos de ellos aparecía su familia. Los textos sobre su padre, su madre y sus hermanos eran de una irreverencia impresionante.

    A Patrick —otro tapatío— lo conocí por medio de Rodrigo: vivía en una casita en el centro de Coyoacán que se había convertido en la embajada jalisciense. Por allí pasaban todos los pintores jóvenes de Guadalajara —y más de alguno se quedó a vivir durante varios meses—. Patrick se iniciaba como curador: estaba organizando Leza natura, una enorme exposición sobre el arte contemporáneo y la ecología que se presentó en el Museo de Arte Moderno. Era —y sigue siendo— un promotor cultural incansable: recorría la ciudad de norte a sur y de oriente a poniente visitando talleres, recogiendo cuadros, pidiendo textos, encargando traducciones y coordinándolo todo, desde el diseño del catálogo hasta la museografía de la exposición. Yo lo acompañé en varias de sus visitas y así conocí por primera vez a muchos de los artistas de mi generación: Marco Arce, Thomas Glassford, Claudia Fernández, Eduardo Abaroa, Pablo Vargas Lugo.

    En aquel entonces había muy pocos sitios para exponer el tipo de creaciones experimentales de estos artistas. Las galerías comerciales sólo mostraban pintura, escultura y fotografía y nadie se imaginaba que un video, una instalación o un performance pudieran generar alguna ganancia. Para disponer de un lugar donde exponer, Eduardo Abaroa, Pablo Vargas Lugo y otros artistas abrieron un espacio independiente: lo llamaron Temístocles, no en honor del personaje griego sino de la calle en que se ubicaba. Era una casona estilo californiano en Polanco que Haydée Rovirosa —mecenas del arte joven y madre de la fotógrafa Daniela Rossell— prestó a los artistas durante un par de años. Balo —así le decían sus amigos a Eduardo Abaroa— y Pablo consiguieron una beca del Fideicomiso para la Cultura y con ese dinero financiaron dos años de exposiciones, instalaciones y performances.

    Temístocles fue un espacio independiente tan joven, tan fresco y tan dinámico que me hace pensar en el famoso centro de reunión del Collège de Sociologie en París… o en tantos otros lugares de encuentro de los grupos de vanguardia. Al igual que la trastienda donde se reunían Georges Bataille, Michel Leiris y Roger Caillois, Temístocles era una casa frecuentada por una pequeña secta intelectual (secta en el sentido que le dieron a esa palabra los pensadores del Collège: un grupo de intelectuales con intereses afines y unidos por un sentimiento de fraternidad) compuesta de un puñado de artistas, sus amigos y sus cómplices. Al igual que el Collège, Temístocles fue un pequeño laboratorio donde se gestaron ideas que años después tendrían un impacto mayor en la vida cultural. Así como la literatura francesa del siglo XX resulta inconcebible sin figuras como Bataille o Leiris, resulta también imposible entender el arte mexicano de las últimas décadas sin tomar en cuenta la influencia de Temístocles. Y si al Collège lo frecuentaron grandes damas de la sociedad parisina… no faltó una que otra señora de las Lomas que asistiera, movida por la curiosidad o por el deseo de adquirir una ganga, a las exposiciones de Temístocles.

    Las exposiciones de Temístocles eran grandes fiestas que reunían a un grupo de amigos para divertirse y hacer arte —y en aquel ambiente había muy poca diferencia entre el arte y la diversión—. Como en los mejores momentos de las vanguardias, el arte era una especie de festín de ideas, imágenes y conceptos. Los artistas y sus amigos hablaban, reían, bromeaban —y en la casona de Polanco reinaba un ambiente bullicioso y convivial— tan distinto a la solemnidad de esos mausoleos que son las galerías de arte contemporáneo en Nueva York, París o Londres.

    Durante algún tiempo los artistas de Temístocles publicaron una pequeña revista. Cada número constaba de siete u ocho páginas —¿fotocopiadas?, ¿mimeografiadas?— y contenía reseñas de exposiciones, textos sobre el trabajo de otros artistas, noticias sobre películas y uno que otro ensayo de Foucault o Nietzsche cuya lectura había impresionado a uno de los miembros del grupo. Borges dijo alguna vez que una revista literaria sólo puede existir cuando un grupo de jóvenes apasionados comparten una serie de intereses y se reúnen para dialogar —de lo contrario el resultado está condenado a ser una antología y no una revista—. Tenía razón: aquel humilde periodiquito de Temístocles albergaba más ideas, más energía y más creatividad que muchas revistas de arte que hoy se publican con presupuestos de millones de pesos, fotos en color y diseño profesional.

    Como todos los buenos proyectos, Temístocles tuvo una vida intensa pero breve. El Fideicomiso para la Cultura entregó el último cheque; los artistas organizaron la exposición de clausura y por el año de 1994 la maquinaria de demolición echó abajo la casona de Polanco. Así se cerró uno de los capítulos más afortunados de la historia del arte contemporáneo en la ciudad de México.

    En 1995, gracias a una serie de circunstancias azarosas, terminé viviendo en un amplísimo departamento en la calle de Medellín, a unos pasos de la Fuente de la Cibeles en la colonia Roma. Tenía tan pocos muebles —una mesa de madera, un colchón en el piso— que el departamento parecía aún más grande de lo que era: recuerdo muy bien los pisos de madera, los techos altos, las paredes blancas y el espacio luminoso. Por aquel entonces acababa de descubrir la obra —deslumbrante, alucinante— de Severo Sarduy y pasé muchos días sentado frente a la ventana de la sala leyendo Cobra y Cocuyo, Pájaros de la playa y Colibrí. Gracias a esa coincidencia, las instalaciones de Eduardo Abaroa y las extravagantes escenas de Sarduy quedaron estrechamente ligadas en mis recuerdos.

    Un día —en febrero o marzo de 1995— vino a verme un amigo y me dijo: ¡Este departamento parece una galería! Tenía razón: con esas paredes en blanco, esos largos pasillos y esos espacios tan amplios sólo hacía falta colgar cuadros. Fue así como se me ocurrió una idea descabellada: transformar mi departamento en una galería —en un espacio que pudiera recrear la misma energía lúdica que Temístocles—. Hablé con Rodrigo Aldana y con Terence Gower —a quien también conocí en ese año mágico— y decidimos colaborar en la organización de nuestra primera exposición. Además de Sarduy, yo había estado leyendo a Roland Barthes, a Eve Kosofsky Sedgewick y a Wayne Koestenbaum, y bajo la influencia de estos autores les propuse a mis amigos presentar la primera muestra de arte queer en México: se llamaría No soy puto.

    Tras ese título tan provocador había una reflexión sobre el papel del género en la cultura mexicana. Me parecía que mucho del arte que se estaba produciendo en aquellos años en la ciudad de México ofrecía una visión lúdica, traviesa e irreverente del género y la sexualidad que contrastaba con la solemnidad y el tono moralizador que caracterizaba a obras semejantes realizadas en los Estados Unidos o en Europa. Si los artistas de aquellos países pretendían afirmarse y afirmar una visión rígida de lo que es ser hombre o mujer, homosexual o heterosexual, los creadores mexicanos parecían más interesados en cuestionar las definiciones y los lugares comunes asociados con la masculinidad o la feminidad. Por eso elegimos un título que era también una negación: no se trataba de afirmar, ni de ofrecer una definición ni una receta, sino de cuestionar y de dejar las cosas en suspenso. No soy puto… pero entonces, ¿qué soy?

    La organización de la muestra fue una gran aventura y una gran fiesta. Una gran aventura porque recorrí, acompañado de Terence y Rodrigo, la ciudad de México para visitar a artistas en sus talleres y seleccionar las obras que mejor encajaban con el tema de la muestra. Un día fuimos a ver a Marco Arce en Satélite, al otro día a Saúl Villa en Tlalpan, al día siguiente a Gustavo Prado en el Centro Histórico. Y fue una gran fiesta porque pasamos semanas viendo arte, hablando con artistas, intercambiando ideas.

    Gustavo Prado nos ofreció una enorme tela que llevaba el tremendo título de Beso negro y que mostraba a un hombre vestido con pantalones de cuero besando el trasero de su novio. El tema fuerte de la pintura contrastaba con el estilo de sus materiales: casi toda la superficie del cuadro estaba tapizada con cortes de tela de florecitas color pastel. Y el cuero de los leathers era de plástico negro: parecía como si dos niños de siete años se hubieran puesto a jugar al sadomasoquismo.

    El Beso negro de Gustavo era enorme: medía más de dos metros de largo y uno y medio de alto. No teníamos cómo transportarlo de su casa en la avenida Chapultepec a mi galería improvisada en la colonia Roma. Gustavo tuvo una idea: a pesar de sus dimensiones, el cuadro pesaba poco… así que se ofreció a llevar el cuadro a pie desde Cuauhtémoc hasta la Cibeles. Dicho y hecho: lo descolgó de la sala de su casa, salió a la calle con el cuadro a cuestas y así recorrió las 20 o 30 cuadras que había entre nuestras dos casas. ¡Cuál no habrá sido la sorpresa de tantos automovilistas que transitaban por la avenida Chapultepec y que vieron pasar ese Beso negro ambulante!

    Saúl Villa creó una instalación especial para la muestra que consistía en un mesabanco acompañado de una pequeña pizarra. Los colocó en una esquina de mi departamento, como si se tratara del rincón de un aula escolar. Sobre el pizarrón Saúl había escrito, con su mejor caligrafía de primaria, mi mamá me mima, mi mamá me mama, dándole un giro perverso a las frasecillas didácticas de los libros de texto.

    La obra de Linda Herrit, artista estadunidense becada para pasar un semestre sabático en México, desbordaba ingenio: sobre unos enormes calzones de mujer —unos calzonzotes— bordó diagramas y mapas de batallas célebres: el ejército enemigo con hilo rosa; las líneas de ataque, de color violeta; las montañas, de tonos pastel. Lo masculino —la guerra— quedó plasmado con estambres de colores sobre la más femenina de las prendas de vestir (la obra pudo haber llevado por título Chon de guerra).

    No faltó el arte conceptual: Terence presentó una obra que comparaba el sistema binario de las computadoras con el sistema binario humano. Era un pequeño cuadro que contenía un disquete azul —¿quién se acuerda ahora de los disquetes?— enmarcado por gráficas y textos. El binario de la informática no era ninguna sorpresa: largas series de unos y ceros (o, para citar el título de una obra reciente, unos unos y unos ceros). El binario humano, sin embargo, resultaba perverso: si las computadoras sólo pueden pensar en ceros y en unos, la experiencia humana se limita a dos reacciones: fuck me y don’t fuck me.

    Balo también participó: presentó una instalación en uno de los cuartos de servicio del edificio. Para llegar hasta su pieza había que subir la escalera hasta la azotea, tomar una linterna y entrar en un cuarto oscuro cuyos muros estaban decorados con recortes de revistas pornográficas: las partes pudendas de los actores se habían cubierto con jabones esculpidos en formas fálicas, como si se tratara de limpiar la mancha de su perversión.

    Hubo otras piezas —algún dibujo de Rodrigo, un cuadro de Marco Arce, fotos de Daniela Rossell, incluso un texto mío, que presenté enmarcado, como si fuera una obra de arte— todas con el mismo estilo, juguetón y perverso, de las que he mencionado.

    De entre todas estas instalaciones e intervenciones, quizá la más exitosa fue la inauguración de No soy puto —que terminó siendo un performance insólito—. Por toda la ciudad se había corrido la voz sobre la inauguración de una muestra loca. A partir de las siete de la noche comenzó a llegar una oleada ininterrumpida de visitantes… los artistas, sus amigos, mis amigos, pero también gente que ninguno de nosotros conocía. A las nueve de la noche la galería improvisada estaba llena a reventar y la fiesta se había desparramado a las escaleras y a la azotea del edificio. Llegaron travestis, artistas, señoras de las Lomas, chavos banda y uno que otro vecino curioso.

    Durante

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