Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Orozco
Orozco
Orozco
Libro electrónico514 páginas9 horas

Orozco

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Biografía del temperamental pintor jalisciense que abarca toda su vida artística. Cardoza y Aragón realizó aquí no solamente un acercamiento a la obra y la vida de Orozco, sino que entró de lleno en el universo conceptual del dramatismo plástico orozquiano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 sept 2014
ISBN9786071622594
Orozco

Relacionado con Orozco

Libros electrónicos relacionados

Artistas y músicos para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Orozco

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Orozco - Luis Cardoza y Aragón

    Orozco

    ARTE UNIVERSAL

    LUIS CARDOZA Y ARAGÓN

    Orozco

    Primera edición (Breviarios), 1983

    Segunda edición (Arte Universal), 2005

    Primera edición electrónica, 2014

    D. R. 2005 © Clemente Orozco V.

    Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura

    Diseño de portada: Teresa Guzmán

    D. R. © 2005, Fundación Cultural Lya y Luis Cardoza y Aragón

    D. R. © 2005, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-2259-4 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Nota de los editores

    AL PREPARAR esta edición del Orozco para la colección Arte Universal tomamos como punto de partida la última edición que contó con el beneplácito de Luis Cardoza y Aragón, es decir, la que en 1983 se incorporó al catálogo del Fondo de Cultura Económica. No sólo corregimos erratas y omisiones que se filtraron en ella o que de algún modo lograron sobrevivir de las ediciones de 1959 y 1974, sino que nos propusimos ofrecer un Orozco lo más limpio, claro y completo posible, digno del invariable interés de Cardoza en la obra de este enorme pintor mexicano. De ahí, entonces, que nos diéramos a la tarea de identificar la procedencia de algunos de los escritos que se citan en el ensayo, que restableciéramos el sentido original de tres o cuatro frases —alterado por error— y que nos ocupáramos en traducir al español pasajes de Orozco o de su esposa, Margarita Valladares, escritos originalmente en inglés. Con ese mismo espíritu revisamos el rico apéndice documental, lo reordenamos cronológicamente —en particular los telegramas y cartas del pintor a Jorge Juan Crespo de la Serna—, añadimos tres cartas de Orozco a Cardoza y, por último, preparamos varias notas con el propósito de ofrecer nuevas herramientas para leer este libro. Las tres cartas que ahora se incluyen fueron encontradas en el archivo documental de Lya y Luis Cardoza que, una vez ordenado y clasificado, se encuentra ahora resguardado por el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional Autónoma de México, por decisión del comité técnico de la Fundación Cultural Lya y Luis Cardoza y Aragón. Al final creímos necesario añadir un índice onomástico para facilitar la consulta. En todo momento cuidamos no exagerar, pues un trabajo editorial que se extralimita no sólo denota una mayor inclinación a recrear un original que a atender su historia y desarrollo internos, sino que además renuncia al cumplimiento del verdadero servicio que está obligado a prestar a la obra.

    La Fundación Cultural Lya y Luis Cardoza y Aragón, por nuestro conducto, agradece el interés del Fondo de Cultura Económica por dar una mayor difusión a los escritos del poeta guatemalteco-mexicano. La reedición de sus obras con nuevos prólogos, tipografía y formato, y su reubicación en el catálogo del Fondo, seguramente contribuirán a acrecentar el interés del público de habla hispana por la obra de Cardoza y Aragón.

    EUGENIA HUERTA

    ANTONIO SABORIT

    Prólogo

    LUIS CARDOZA Y ARAGÓN HIZO AQUÍ su primer alto en 1930, de paso a Nueva York. Detente, le dijo Alfonso Reyes en su Visión de Anáhuac. A lo largo de su vida no tuvo una sola, sino muchas ciudades por todo el mundo, pero se encontró en la de México y hasta su muerte en 1992 convivió con escritores y artistas de muy diversas generaciones e insurgencias. Tampoco tuvo una sola, sino muchas respuestas al amparo de su constante credo: la poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre.

    Las decoraciones murales atraparon la atención de Cardoza y Aragón desde esa escala original y de inmediato reconoció el valor y la trascendencia universales en los tanteos de pintores como David Alfaro Siqueiros, Ramón Alva de la Canal, Fernando Leal, Fermín Revueltas. Estableció una relación profunda con la obra de José Clemente Orozco en las paredes de la Escuela Nacional Preparatoria y trató personalmente a Diego Rivera mientras trabajaba en el Palacio de Cortés en Cuernavaca. A partir de ahí decidió que le interesaba ser parte y también testigo de la construcción de eso que con el tiempo se convino en llamar muralismo mexicano. Un movimiento tan de pueblo joven como el de Italia con el Renacimiento, escribió José Moreno Villa; movimiento al que el propio Cardoza y Aragón calificó como la única aportación americana original dada al mundo por el arte de América.[1] A Orozco el hombre lo tuvo enfrente en mayo de 1934, cuando este último regresó a México luego de varios años peregrinos en los que pintó algunos inolvidables murales al fresco en la bárbara NorteaméricaPrometeo en el Pomona College en Claremont, California, los frescos en la New School for Social Research en Nueva York y los de la biblioteca Baker en Dartmouth College, en Hanover, New Hampshire–, más las decenas de piezas en formato menor que, como retratista de la vida de los bajos fondos, extrajo a su estancia en la Babilonia de Hierro. Ya era un pintor hecho el que encontró Cardoza y Aragón, es decir, con un prestigio propio y un tanto disciplinado al aura interpretativa que se formó en los diez años anteriores a este encuentro: José Juan Tablada se refirió a él como el Goya mexicano y Anita Brenner le sugirió la serie titulada Los horrores de la Revolución; Frances Toor llamó la atención sobre su pericia para retratar lo pintoresco y trágico de los temas populares, y Jean Charlot comparó su trazo con el de Honoré Daumier, franqueándole enseguida el camino hacia la consecución de algunas de las formas del grabador José Guadalupe Posada; Xavier Villaurrutia exaltó el fervor de su pintura, y Alma Reed fijó la creencia de que muchas de sus obras provenían de la lucha armada; omito lo que escribieron Carleton Beals y Ernest Grüening; el propio Orozco, por último, además de atribuirse el redescubrimiento de la técnica del fresco, se presentaba como un agresivo y violento artista de la epopeya nacional.[2] En la cena que por primera vez los reunió, Cardoza y Aragón se atrevió a contarle a Orozco que lo había visto en Manhattan en la cola para entrar en un cine de la Calle 8 y que, creyendo la versión que hasta el día de hoy perdura, evadió conocerlo y se rehusó a que Emilio Amero los presentara porque era áspero y triste. Orozco, escribe aquí Cardoza y Aragón, se rió alegremente de su leyenda y de la credulidad de este poeta guatemalteco al que le llevaba casi veinte años. Pero si el candor del entusiasta desconocido no bastara para hacerlo reír, incluso en la atmósfera amable de esta cena en su honor, me gusta como verosímil que la estampa del solitario pintor en la cola del cine desatara en Orozco la dicha que emerge en un náufrago cuando algo lo hace recuperar la conciencia de que al fin pisa tierra firme y al revivirlo despeja el pasado inmediato. Un pasado inmediato en el que Orozco llegaba humilde y silenciosamente al espacio de Dartmouth College como cualquier otro miembro de su nuevo departamento de arte, con la modesta paga de profesor adjunto y el cargo de conferencista visitante para demostrar el funcionamiento de la técnica del fresco. Pero también, y tal vez sobre todo, un pasado inmediato en el que Orozco se las arregló para realizar muchas de sus mejores obras en un medio tradicionalmente hostil hacia la imagen, como Estados Unidos, sino en el preciso momento —como lo señaló Lewis Mumford— en el que muchas de sus mayores universidades, bibliotecas y ciudades, asfixiadas por una depresión económica, tiraban por la borda todos los vestigios de la vida cultural de los que podían deshacerse, quedándose tan sólo con los monumentos de sus pretenciosos edificios vacíos.[3] Cuando me ausenté de México, siempre que pasé por la capital mexicana lo visité para charlar y ver sus cosas, escribe aquí Cardoza y Aragón. Apreció que tuviese tanta estimación por su obra sin conocerlo personalmente, sin quererlo conocer.

    EL MANUSCRITO DE OROZCO EMPEZÓ a cobrar forma veinticinco años después del primer contacto de Luis Cardoza y Aragón con los murales del Patio Mayor de la Escuela Nacional Preparatoria. Y eso, en buena medida, gracias a la encomienda que le hiciera la junta de gobierno de El Colegio de México y, en particular, al interés de su generoso presidente letrado, Alfonso Reyes.[4] Sin embargo, la vida y la obra de José Clemente Orozco son imán al que se adhieren muchas de las horas que Cardoza y Aragón vivió en México. Aun estando lejos, como cuando conoció en Oslo la pintura de Edvard Munch, seguía echando un ojo al altiplano americano y otro al garabato orozquiano.[5] El hecho es que se podría hablar de una suerte de asedio que data del momento en el que Cardoza y Aragón se asomó al interior del estuche stendhaliano que era entonces la Escuela Nacional Preparatoria, un asedio en pos de las palabras necesarias para decir el asombro que siempre le provocó Orozco.

    La primera vez que Cardoza y Aragón puso por escrito sus impresiones sobre la obra de Orozco fue en las páginas de la revista U. O., en marzo de 1936. Ahí se refirió al Greco, a Tintoretto. Desagradó muchísimo, no sólo a los pintores, sino a los miembros de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, escribió tiempo después. La estética zdanoviana señoreaba. Orozco, que había ido tan lejos con tanta fuerza, era estudiado y definido por un jovenzuelo extranjero, nihilista y anárquico.[6] No hay duda de que el credo de moda en la valoración artística alentó el menosprecio hacia el entusiasta escrito que firmaba este guatemalteco en hebra con apellido de caballero. Sin embargo, quiero suponer que ni dicho credo ni el menudo apunte de Cardoza y Aragón influyeron tanto en la repentina cocción de la perplejidad de los propios cofrades, quienes reaccionaron con indignación propia de doctores de la Iglesia ante la alborada de un gracioso, como el haber descubierto de golpe lo inconscientes que eran todos ellos de la nombradía de este muralista y que en sus oídos aún retumbara la ovación de pie que recibió Orozco en Nueva York al saludar en nombre de la LEAR los trabajos del Congreso de Artistas Americanos hacía menos de un mes.

    Ya otros se habían ocupado de la obra de Orozco para mediados de la década de los treinta. Algunos asomaron antes por aquí: José Juan Tablada, Anita Brenner, Alma Reed, Frances Toor, Agustín Aragón Leiva. Éste es el momento de recordar a los entusiastas muchachos visionarios de la revista Bandera de Provincias, quienes a finales de 1929 manifestaron con sorprendente anticipación su orgullo y admiración por la pintura de Orozco.[7] Pero faltaba citar a uno de los pocos comentaristas con los que a lo largo de los años Cardoza y Aragón construyó un justo y cumplido diálogo literario en los dominios de la historia, de la poesía, de la cultura y aun de la vida misma: Jorge Cuesta.

    Al escribir sobre la pintura de Agustín Lazo, Cuesta apuntó la primera de muchas líneas profundas que encontró para descifrar los enigmas de la de Orozco. Esto fue en la primavera de 1927.[8] Pero cuando siete años después se concentró en ella, tal vez en atención al llamado de su admirado y ya difunto Alfonso Gutiérrez Hermosillo, asomó el don aforístico de Cuesta:

    * La pintura de José Clemente Orozco es una de esas obras donde se manifiesta una especie de traición universal y de infidelidad a los sentimientos históricos inmediatos.

    * La originalidad de Orozco no corresponde al concepto moderno de la originalidad, fundado en una idea del progreso, según la cual a cada tiempo acompaña una fatal expresión de su espíritu histórico, que corresponde a su desenvolvimiento gradual y sucesivo.

    * La pintura de Orozco es la pintura sin resonancia; su sonido no se alimenta con sus ecos; es una pintura sin sonoridad.

    Con alegre y diáfano entendimiento añadió Cuesta en este ensayo indispensable, publicado a principios de 1934, que él veía la obra de Orozco como una manifestación universal e intemporal que corre entre las aguas del tiempo, pero profunda y libremente, en una línea distinta que no alteran ni conmueven las corrientes numerosas que la envuelven y sepultan dentro de sus espumas perecederas. La sustancia del arte de Orozco, escribió Cuesta, se encuentra en esta resistencia contra el tiempo y contra su localidad. El solo escepticismo que ya para entonces el pintor había desplegado ante (y a propósito de) los numerosos mejoradores de la humanidad me parece que habría sido suficiente para intuir el impacto que en Orozco y en otros miembros de su propia generación causara la lectura de un libro como el Crepúsculo de los dioses; sin embargo, en su ensayo Cuesta no puso a Orozco en compañía de Friedrich Nietzsche para glosar alguna influencia, sino para referirse a la constante controversia de Nietzsche, Cézanne y Orozco con su medio:

    Es la resistencia su modo y su razón de ser, viven en función de su enemigo, de su obstáculo, y la gloria que quieren para su obra es que nunca carezca de enemigo y de rivalidad. Ahora podemos, nosotros, para eludir esta lucha póstuma, arraigarlos en su época histórica y fijarles una distante relación con la nuestra, que entendemos como su proximidad y que nos sirve para sentirnos más sus contemporizadores que sus adversarios; no obstante, no es por eso menor la libertad de su designio ni menos duradero el vigor de su resistencia. Los yugos de la historia no les impiden encontrar en cualquier remoto pasado o cualquier imprevisto futuro al enemigo que necesitan para no perecer. Viven en su tiempo y en su lugar, pero en cualquier otro tiempo y en cualquier otro lugar están más vivamente presentes y no con menos razones ni con menos oportunidad de existir.[9]

    Nunca hubo en México un arte con tanta dignidad, añadió Cuesta en otra valoración de Orozco.[10] A lo dicho en ambos escritos, Cardoza y Aragón arriesgó en su primer ensayo la aseveración más contundente, entre las muchas que debieron venir de su manera de ver el arte: Orozco es el pintor más importante que ha dado América –la cual omitió Cuesta en la audacia en tromba de sus escritos–.[11] Más que suficiente, hay que reconocerle a Cuesta, luego de repasar con cuidado las justas líneas sin enmienda que dedicó al arte de Orozco, una de cuyas interrogantes trató de despejar Cardoza y Aragón, a saber: la historia oculta que se realiza en la soledad apartada del pintor.

    ESTE LIBRO SALDA UNA VIEJA deuda con dos de los maestros que completaron las alfabetizaciones de Luis Cardoza y Aragón al volver a América: Jorge Cuesta y José Clemente Orozco. Y para hacerlo no necesitó desmenuzarse en anécdotas.

    Interesada, minuciosa, lenta, pertinaz, la atención de Cardoza y Aragón en la pintura mural, los óleos, las caricaturas, los dibujos, las litografías, e incluso en la humanidad que aportan las numerosas cartas y la sin par Autobiografía de Orozco, eslabona círculos concéntricos en estas páginas. Cardoza y Aragón busca construir una reflexión a la altura del personaje, una síntesis mayor que sea tan interesante como la propia vida del artista, no menos trascendental que el más arrebatado de los trazos de Orozco, una reflexión que lo mismo atienda los márgenes como el centro improbable de esta creación fuera de serie en el desarrollo de la expresión artística en México. Con palabras que el propio Cardoza y Aragón tomó de Adolfo Venturi, las páginas de este que es el más largo de sus ensayos sobre el arte de Orozco registran el itinerario de una contemplación.

    Me pregunto si es sintomático que Cardoza y Aragón se propusiera conocer a fondo la obra del pintor luego de la aparición de la biografía que escribió Alma Reed. Un hecho sí es que a ella no le dedique ni siquiera una mención en el río de sus memorias. También es claro que a la señora Reed, y a otros comentaristas en la misma banda, van dirigidas las primeras palabras del estudio de Cardoza y Aragón: Su biografía es su pintura. El resto del libro es la construcción de un diálogo entre la obra de Orozco y las presencias no menos reales del crítico y el artista.

    De ahí que a Cardoza y Aragón no se le escapara que la realización del sentido originario de este ensayo lo comprometía a desahogar simultáneamente y de manera cabal y justa diversas tareas. Primero debía partir de la obra misma y situar cada uno de sus comentarios en la órbita generada por las piezas, a sabiendas incluso de que ya entonces era imposible ver cualquiera de los grandes trabajos de Orozco —el Hospicio Cabañas, en Guadalajara, por ejemplo— tal como el propio Cardoza y Aragón los vio en la época en que fueron creados. Y a sabiendas también de que debía evitar a toda costa el error de deducir al individuo de particulares aspectos de la obra. En segundo lugar, en vez de contar las cosas como a Cardoza y Aragón se le ofreciera, esto es, atendiendo de manera exclusiva su propia experiencia ante las paredes del Patio Mayor de la Escuela Nacional Preparatoria, ante los gouaches de la Casa de lágrimas, ante los óleos que Orozco arrancó a su voluntario destierro en Nueva York, ante los retratos y autorretratos, ante las caricaturas para La Vanguardia; en vez de contar las cosas como a él se le ofreciera, decía, el itinerario de esta contemplación más bien debía ocuparse en reconstruir el diálogo de las formas y los sentidos originarios de estas mismas formas en la poética de Orozco. Una cosa era que el artista se rehusara a pintar o a retocar con la boca, es decir, que no hablara de su obra, que se negara de una manera sistemática a explicar a nadie sus trazos, y otra cosa muy distinta era que esa misma obra no estableciera una serie de relaciones con los elementos del horizonte histórico en que se inserta en cada momento. En sugerir las características de estas relaciones entre la obra y su tiempo, o incluso el sentido del constante rechazo orozquiano, y en develar las relaciones menos perceptibles de esta obra con sus interlocutores más inmediatos concentró Cardoza y Aragón buena parte de su argumentación. Al referirse a su propia obra Orozco rara vez fue más allá de referir su devoción por la forma y sus relaciones. (Una pintura es un poema y nada más, escribió Orozco. Un poema hecho de relaciones entre formas, como otras clases de poemas están hechos de relaciones entre palabras, sonidos e ideas.[12]) En cambio sí le interesaba conocer lo que otros apreciaban en su obra: las primeras lecturas que provocaban los trazos de su mano al salir del espacio de la intención artística original, el rapto de la fantasía de parte de la sensibilidad e inteligencia del observador. Si en lo mejor de Orozco siempre hay más sugerencias y fermentos que descripciones, si en su alejamiento de lo que no es pasión distínguese de sus contemporáneos, Cardoza y Aragón confiesa que su interés aparece únicamente cuando con estos elementos el artista logra pintura. Y no digo buena pintura, agrega, porque la mala no existe.

    Orozco, entonces, es un complejo ejercicio de armonía. Reúne lo primero que Cardoza y Aragón alcanzó a apreciar con las impresiones más frescas provenientes de una obra que rara vez le dio un descanso a su estudio. Se apoyó en los escritos de José Moreno Villa, una de las figuras centrales a lo largo de este itinerario pero a la vez entre las menos conspicuas. Y en sus páginas Cardoza y Aragón ensayó lo que había pensado de y a partir de la obra de Orozco en relación con México y con otros medios, a propósito de un sentimiento de lo propio, en el eje de la historia y la pintura.

    En cuanto a Orozco, esto es, a la vida y la materia de su cumplida individualidad, Cardoza y Aragón no deduce un solo ápice, retrata:

    Orozco era un rayo encarnado en un hombre indoblegable que había sufrido mucho. Flaco, fuerte, nervioso, de mediana estatura, morena cara angulosa. Por los ojos de acero, detrás de lentes muy gruesos, parecían mirar dos bocas de fusil. Sobre el labio delgado, un bigote macizo y breve. Su conversación, bronca y fina, vehemente, la cortaba con una risa tan súbita como fugaz; una risa azteca –los ojos tensos retumbando como la risa en los gruesos cristales, porque también se reía a carcajadas con los ojos– le sacudía el cuerpo enjuto y mostraba dientes muy separados que recordábanme sus monosílabos de sílice cuando no quería hablar. Si no conociese su bondad, la risa y los ardientes ojillos taladrantes perpetuarían en mí la falsa impresión de la gárgola. Pasaba de la gravedad de su ternura amarga a una jocundidad juvenil y sarcástica. Sus cambios de humor no entorpecían su amistad clara y abierta. Hablaba quedito, suave, desafinando hacia lo agudo al matizar conceptos. De pronto, su fuego desbordado estallaba de jovialidad y reía como un niño de pedernal muy niño y demasiado viejo. Un niño de dinamita.

    Un apunte de José Moreno Villa le sirvió a Cardoza y Aragón para expresar su pasmo ante lo mexicano en la obra de Orozco: la visión dramática de la vida indígena y los tonos sordos de la tierra.[13] Pincelada ésta con mucho duende, dice Cardoza y Aragón, que enmarca excelentemente a Orozco, tal si el poeta andaluz hubiese pensado más en este pintor que en algún otro. Y a Cuesta, entre muchas líneas cifradas de este ensayo, le dirigió este somero reconocimiento:

    Muchos residuos quedan sin posible análisis. La pregunta conserva su reto. La perennidad del reto es la respuesta. La perennidad de la interrogación. El asombro ileso.

    NOS GUSTA AQUELLO EN LO CUAL nos reconocemos, anotó Sergei M. Eisenstein en un apunte inconcluso sobre la pintura de José Clemente Orozco que se dio a conocer dos décadas después de la aparición de este libro. Ignorando la existencia de este apunte, Luis Cardoza y Aragón se pregunta en su Orozco si quedaría en promesa lo dicho por Eisenstein al pintor: la intención de escribir algo sobre su obra mural —la que entonces podía ver de él en México: la Escuela Nacional Preparatoria—. Eisenstein vivió en México entre diciembre de 1930 y marzo de 1932, y los innumerables hallazgos y vicisitudes de esta temporada tal vez crearon en la imaginación de Cardoza y Aragón el deseo de escribir una crónica detallada del malhadado proyecto cinematográfico de este genio, ¡Que viva México!, su película inconclusa.[14]

    La valía del asunto salta a la vista. Eisenstein inició el largo viaje de regreso a Moscú poco antes de la llegada a México de Cardoza y Aragón. A los dos los encandiló Orozco. Adentrándose en su obra, se adentraron en el país, descubriendo nuevos espacios personales. Y si México, en el caso de Eisenstein, significó la vida de una obra, en el de Cardoza acabó por resolver la obra de toda una vida.

    Orozco y Eisenstein se conocieron en Nueva York en la primavera de 1932, aunque debe decirse que en realidad el interés en encontrarse con el otro fue de Eisenstein. Del visitante al desterrado. Primero se lo expresó a Agustín Aragón Leiva y sólo más adelante se animó a escribirle unas líneas al pintor. Tan amable insistencia sin duda debió halagar a Orozco, pues en ese tiempo el nombre del cineasta era tan popular para el conocedor como el de Chaplin para el lego, por lo que Orozco le respondió el 26 de julio de 1931. Querido cuate, le decía:

    I got your fine letter and you may be sure that I welcome from my heart friends as you.

    I am most curious and hopeful about your work in Mexico. I am anxious to see the final result that will be, certainly, a work of art.

    I still hope to come back to California to finish the walls in Pomona College, but I do not know yet when.

    If you come East we shall meet.

    I have just received your cabeza and the calavera you are supporting.

    Weston is sending some copies of the photo he made of mine. I’ll send you one as soon as I got them.

    I sympathize with your having to return to Hellywood. I had to stay there three weeks once supporting, instead of a calavera, as you, a silver wedding clock that belonged to Czar Alexander the III.

    Esta carta le será enviada por nuestro compañero Aragón Leiva.

    Le deseo que su permanencia en México sea de lo más agradable y fecunda para usted y que si lo asaltan en un camino, no sólo no sufra daño alguno, sino que pueda, cómodamente, filmar el episodio con todo y muertos.

    Thanks for everything.

    Cordially yours

    José Clemente Orozco[15]

    Así como Eisenstein envió el retrato que le hizo Agustín Jiménez, Orozco le remitió una copia del que le hizo Edward Weston. Tal parece que a lo más intercambiaron un par de cartas, en la primera de las cuales Eisenstein enteró a Orozco sobre su interés por los murales de la Escuela Nacional Preparatoria. Sin embargo, en cuanto al apunte de Eisenstein sobre la pintura mural, no fue sino hasta enero de 1980 que la revista Cahiers du Cinéma sacó a la luz el manuscrito con las reflexiones sobre Orozco: nueve páginas en inglés y tres en ruso –buena parte de ellas garrapateadas en México con toda seguridad– que Eisenstein dejó dormir entre sus papeles, aun cuando un día tuvo la intención de darlas a conocer junto con sus ensayos sobre El Greco, Serov, Delaunay, Rodin y Rilke en un pequeño volumen dedicado a las artes que antecedieron al cine. En 1980 Cardoza y Aragón seguía siendo un autor en activo —sobre todo en las páginas del suplemento que dirigía Fernando Benítez, Sábado— y me imagino que no habrá pasado por alto la aparición de Prometeo (Experiencia) en su primera traducción al español.[16]

    En este manuscrito, luego de mencionar su vieja y buena amistad con Diego Rivera, Eisenstein declara abiertamente que nunca se ha topado con aquél de quien deseo escribir: Orozco. Tres veces se cruzaron sus caminos, dice, y en todas ellas ambos dejaron escapar la ocasión de estrecharnos la mano, como deseábamos hacía mucho tiempo: en Los Ángeles, en Nueva York, en México. Éste es el orden que da el propio Eisenstein, pero más que un cruce de caminos propiamente dicho me parece que la sola enunciación de estas ciudades precisa en cambio tres zonas de desencuentro. Eisenstein llegó a Los Ángeles en el verano de 1930, cuando Orozco estaba prácticamente por salir hacia San Francisco tras concluir la primera parte de su compromiso con los patronos de Pomona College, en Claremont, California: Prometeo. (En esta ocasión, en lo que Alma Reed reunía fondos para sufragar los gastos del pasaje de ambos a la ciudad de Nueva York, Orozco visitó al fotógrafo Edward Weston y posó para el que resultó uno de sus mejores retratos.) De las tres veces que Eisenstein estuvo en Nueva York la ciudad fue escenario de dos desencuentros. Uno —no sólo anterior sino muy cercano al de Los Ángeles— porque Eisenstein desembarcó en Nueva York en el momento en que Orozco tomaba el tren hacia el oeste para empezar a trabajar en su Prometeo, el muro de mayor vitalidad en Estados Unidos, como lo calificó Weston.[17] El otro, porque entre el 23 de octubre y el 3 de noviembre de ese mismo año de 1931, la ciudad de Nueva York nada más fue para Eisenstein la metálica oficina en la que arregló los términos del rompimiento de su contrato comercial con Paramount. México, por último, la tercera zona de desencuentro, apareció en estos términos ante Eisenstein al descubrir personalmente la grandeza de Orozco frente a los muros de la Escuela Nacional Preparatoria.[18] Sólo entonces escribió las siguientes notas:

    Apretado. Estrecho. Comprimido. Concentrado en un impulso gigantesco y contranatural: al plan del muro conduce su puño inhumano, crispado, estridente e inflexible — así aparece Orozco en la Preparatoria.

    Se arranca del muro un puñetazo inhumano que a uno le asesta.

    Se encierra uno detrás de la pared, en la bruma de los desiertos sin fin en el trágico camino de la Soldadera. Vista como a través de una gran ventana abierta sobre el inaccesible horizonte.

    O compresa que aprieta violentamente las piedras grises de la vieja Preparatoria en una hoja de papel –el fresco desaparece de nuevo–, una hoja de papel –un cartel caricatura– destinada a un insulto de una hora, un grito de una hora –eternizada en la piedra– grotescas figuras de un Cristo con peluca rubia a la Luis XIV y formas deformes de un coro graznante de hipócritas en la fe y en la estética, etc.

    Parecen clavados en la pared, como el pedazo de papel, las explosiones de violencia, y la violencia pesa aún entre sus hermanos... en el olor tenaz de la cocina mexicana y de los trozos de chile y de tortilla.

    Dos pasos más allá —tropiécense como si estuvieran dentro de un manual de anatomía—, San Francisco abrazando a los leprosos.

    He visto palidecer a más de un espectador, menos enamorado que yo de la belleza que linda con lo atroz y de la atrocidad que estalla en sublime belleza: he visto a más de un espectador llegar temblando a la portada de este manual para cerrarlo, para escapar a la fascinación de estas páginas de horror pintadas con muchísimas heridas, carne viva y atroces podredumbres en vida.

    No hay nada más fascinante como observar las eternas huidas fulgurantes de Orozco a través de la pared.

    Adelante —en el puño que aplasta— o atrás, en el camino transparente de la Soldadera. Transformado en cartel, como abandonado por error en la pared después de una sangrienta lucha de principio contra principio. O haciendo sangrar la pared con heridas reales, escoriaciones y heridas en las que a uno le parece posible hundir los dedos. Y enseguida, enervando con la drástica voluptuosidad, los senos, repulsivos, malévolos, que surgen provocadoramente de la imperturbable pared.

    Además de lo imperturbable está por todas partes el espejo inmóvil de la superficie del muro.

    Un excéntrico trágico se me aparece vestido de negro, gris y café; parece brincar eternamente a través de los rabiosos dibujos de un círculo de papel eternamente encendido –a través del cual eternamente salta, montando en el caballo galopante, que echa espumarajos de su odio extático.

    Estas líneas son parte del itinerario de la contemplación de Eisenstein. En ellas reconoció, por un lado, al ágil y esbelto Apolo en la forma pantagruélica de Gargantúa-Diego. Por otro, vio a Dioniso en la mirada asesina y demente de Orozco, tal como lo conoció en el retrato de Weston. A Diego le dedicó la planta del nopal, como posible imagen de su temperamento, y la del maguey a Orozco:

    Despiadado consigo mismo, despiadado con lo que toca, en él ardiendo el infierno, el hombre Orozco no conoce descanso: la parrilla de hierro de Guahtemoc –el mártir pagano– parece brillar bajo él para siempre.

    La extremidad aguda y despiadada del maguey.

    Como no es posible imaginarlo aplastado en una superficie –como una herida triangular incapaz de volverse a cerrar por sí misma–, el inflexible y despiadado maguey es lo que yo escogería para caracterizar a Orozco.

    Incuadraturable sobre la superficie de un muro, siempre atacándose a usted encarnizadamente, con el arma siempre punzante de sus hojas, así es como surge este salvajismo hijo de la inmensa familia de cactus en la árida llanura del centro de México.

    Su jugo, el veneno ritual que enloquece, de los antiguos Puelche, sería la sangre que arde en sus venas.

    La risa de Quetzalcóatl sería su sonrisa.[19]

    Este manuscrito de Eisenstein es inseparable del repentino deslumbramiento que experimentó ante la obra de Orozco. Pero aun cuando en su título lleve el nombre de Prometeo, muchas de las evidencias internas del texto impiden vincularlo de manera directa con el escrito que a principios de 1931 Agustín Aragón Leiva le pidió a Eisenstein para acompañar las imágenes del fresco de Pomona College en la revista Contemporáneos. Un escrito, por lo demás, que el propio Orozco le solicitó a Eisenstein, de nuevo por vía de Aragón Leiva, para prologar la monografía que en breve editaría Delphic Studios.[20]

    EL OROZCO DE ALMA REED se lee por el principio y se ubica en las antípodas del ensayo de Luis Cardoza y Aragón.[21] Es como un cuento en el que rara vez asoma su personaje y en el que su autora no para de hablar, incluso cuando esboza algo que podría tener interés. Octavio Paz apenas alcanzó a decir de esta biografía que le alegraba que Alma Reed viera con simpatía la obra de Orozco y que su libro sea importante; y enseguida dibujó los primeros trazos para un futuro ensayo sobre el arte de Orozco:

    En Orozco hay un anarquista religioso y un temperamento anárquico. El primero tiene todas mis simpatías; respecto al segundo no comparto muchas de sus admiraciones y algunos de sus odios, pero el desacuerdo ideológico cede por la admiración ante su honradez profunda [...] Orozco es, sin duda, el más violento de nuestros pintores y el único que de verdad ha cometido sacrilegios contra todos los dioses y creencias, viejas y nuevas. Sólo los espíritus verdaderamente religiosos suelen ser sacrílegos. En efecto, la única forma posible de la religiosidad en el mundo moderno es el sacrilegio [...] Orozco ha mostrado que se puede hacer un gran arte revolucionario sólo a condición de no servir a ningún grupo que se considere a sí mismo guardián de las verdades revolucionarias. Hay un momento en que las

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1