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El urbanista
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Libro electrónico405 páginas5 horas

El urbanista

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Fábula caleidoscópica, El urbanista es una serie de relatos, reuniones de textos fragmentarios rescatados entre los papeles póstumos de un viajero que ha recorrido las calles, plazas, parques, cafés, atardeceres y horarios de un puñado de ciudades y nos transmite en ellos un destino perfilado por el orden y el caos, calcados de la ciudad moderna, deidad ciega, maternal y monstruosa a un tiempo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 sept 2015
ISBN9786071632562
El urbanista

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    El urbanista - Mauricio Tenorio Trillo

    STRASSLUST

    Berlín

    CARTA SUELTA. SIN FECHA (POST-1989)

    Querida:

    Nunca creí que en pleno mayo volvieran el frío y la melancolía de invierno, pero así de impredecible es Berlín. Habían sido días de sol, quizá sólo para acompañarte porque caminabas la ciudad reconociendo los rincones que te describí carta tras carta. Tu presencia aquí me reconstituyó para siempre; no he podido salir de esos días, de esta ciudad en construcción, pero hoy tristeza y lluvia. Te echo en falta.

    Amor, creo que escribiré mi trabajo para Texas sobre el problema de la reconstrucción. Esta idea me obsesiona. Berlín es, como cualquier gran ciudad, un infierno donde se cocinan el pasado y el presente sin una receta clara; es una tristeza, pero cada gran ciudad es una duda y una deuda; todas son nuestra esperanza y nuestro azote:

    Ja, jede Großstadt ist ein Zwinger

    Der roth von Blut und Thränen dampft

    [Sí, cada gran ciudad es una jaula

    donde se cocinan el rojo de la sangre y las lágrimas]

    Mas en el Berlín actual las cosas suceden a un paso acelerado y la ciudad entera es un tratado sobre la reconstrucción. De esto quiero hablar en mi conferencia. Claro que en Texas a nadie le importa Berlín, pero tienen una escuela de arquitectura tan importante que no tomarán a mal que considere a Berlín el ejemplo esencial de la reconstrucción, aunque pienso contrapuntear el alegato con la concepción de Berlín como una suerte de ciudad texana, nueva, grandota, extendida, rechoncha y pretenciosa. Ojalá funcione. Si me dan el trabajo, lo deberé a Berlín.

    Antes de hablar de nuestras cosas, déjame comentarte los puntos que pienso tratar, así maduro en alta voz lo que escribiré; envíame tus reacciones cuanto antes. Aunque no sé si podré hacerlo en un solo ensayo, pienso utilizar como centro de argumentación la palabra reconstrucciónWiederaufbau en alemán, que es de una literalidad, como todo en esa lengua, bellamente arquitectónica: una vez más edificar para arriba, aunque en inglés y alemán antiguos, según leí en alguna parte, baum estaba relacionado en inglés y alemán antiguos con habitar y ser—. Reconstruir, pues, como volver a habitar, a ser. Quisiera considerar el verbo reconstruir en tres sentidos específicos. 1) Reconstruir = volver a empezar, amanecer, clarear. 2) Reconstruir = olvidar, perdonar. Y 3) Reconstruir = reconstituirse, paz.

    Aún no tengo claro bien a bien qué escribiré, pero permíteme ensayar algunos párrafos que darán entrada a cada sección.

    Reconstrucción: amanecer

    Dice Wordsworth desde el puente de Westminster:

    Earth has not anything to show more fair:

    Dull would he be of soul who could pass by

    A sight so touching in its majesty:

    This city now doth like a garment wear

    The beauty of the morning; silent, bare,

    Ships, towers, domes, theaters, and temples lie

    Open unto the fields, and to the sky;

    Ésta es la experiencia urbana por excelencia: el re-comenzar. Aún puedes vivir este sobresalto en la ciudad de México, el segundo después de una tormenta. Cada ciudad se reinventa a sí misma, amanece al borrar el pasado inmediato, a la manera de un símbolo que de tanto renacer renueva la vigencia de lo simbolizado aunque eso simbolizado sea decrépito o inexistente. Este reponerse natural de las ciudades es un paradigma de la reconstrucción al cual, por fuerza, recurrimos los urbanistas. Pero ¿cómo lograr esa sensación a base de tirar y levantar edificios, de trazar y re-trazar calles? Eso intentaron las ciudades-jardines y los suburbios: imitar la renovación natural de las ciudades. También el Berlín post-1989. Cuando uno camina por el Tiergarten, cerca de donde estaba el Muro, se nota la sensación de un nuevo amanecer artificial, cual si fuera reconstruible la luz virgen de un día inédito, nunca más profunda que en una era sin estrenar. Porque Berlín es una promesa de paz, tecnología y tolerancia, sólo una promesa. Existe una esquina en la calle Mommsem, en Charlottenburg, en la que puedo imaginarme siendo el renovado señor de cada día, en la compra del periódico, temprano, la vida por empezar. En la calle Mommsem, reconstruida como no lo fueron algunas calles de Prenzlauer Berg, es posible creer en amanecer.

    No sé cómo sistematizaré esta sensación; hablaré de la poesía como forma de conocimiento que sirve para alcanzar una visión urbanística que reconstruye el amanecer y la experiencia diaria de la ciudad in the making. Por el momento, te agradecería me enviaras la foto que tomaste en Tiergarten aquel día en que te sorprendió la claridad del cielo y la figura desnuda de un alemán, entrado en años, pelos y carnes, y en pelotas totales. Esa foto podría servirme para aligerar mi conferencia, ya sabes cómo gustan los texanos de darle un tono informal a las cosas. Pero lo cierto es que todavía no descifro cómo armaré la relación entre reconstruir, amanecer, poesía, amor, pasado, olvido… y un alemán en pelotas.

    Reconstruir: olvido

    No creo que vaya a ser difícil explicar que reconstruir es sinónimo de olvidar. También de recordar. Pero en Berlín la reconstrucción es máxime de olvido. Quisiera hablar del olvido a escala humana y social, explicar por qué nos es indispensable y cómo el urbanismo ha sido aliado del olvido; un olvido montado en grúas y maquinaria pesada y que acaba por morderse la cola: cuando cree que ya ha terminado con la ciudad antigua, vieja, insalubre, ineficiente, inmencionable, ya no es olvido sino memoria sobre la que otros quieren reconstruir, la que otros quieren olvidar.

    Amor, también quisiera olvidar, yo que tengo la aureola de olvidadizo, de pierde-aviones, olvida-pasaportes, olvidacitas. Cuando camino por Mitte o Prenzlauer Berg, las grúas y el cranc, cranc, cranc de la reconstrucción corean los rumores iguales de mi cabeza, donde todo está en obras. Históricamente, Berlín ha sido varias veces un infierno, y no sé si al final me agrade la ciudad que hoy se está levantando ante mis ojos, pero hallo consuelo en vivir al descubierto en el único lugar donde puedo habitar por el momento, en la reconstrucción, en el olvido de Barcelona, de México, de ayer, del amor, de la esperanza. Pero de esto quisiera hablar en la sección dedicada a reconstrucción como paz.

    Pero en reconstruir = olvido también quisiera contar la historia de dos ciudades perdidas: el México y el Berlín de los años veinte, capitales de sueños de olvido y reconstrucción. He pensado mucho en ello; no creo que pueda hacerlo para la conferencia de Texas, pues me falta mucha investigación, pero en algún momento escribiré esa historia a través de la vida de una pareja, formada por una gringa y un indio (de la India) que vivieran en México y Berlín por ahí de 1919. Es una historia de amor y ciudades, pero aún no sé cómo uniré estas dos vidas a las ciudades, a los olvidos, a las traiciones.

    Reconstruir: paz

    Tengo la impresión de que reconstruir es una manera de pacificar. Siempre que se reconstruye una calle o un edificio es para poner a las conciencias en paz, para dejar claro que, haya pasado lo que haya pasado, de ahora en adelante las cosas están en orden. La paz es otro nombre para hogar, para habitar. Lee esto (Heidegger): los mortales siempre buscan nuevamente por la naturaleza del habitar […] siempre deben aprender a habitar. El nuevo Berlín se asume monumento final de la Alemania europea, nueva y en paz consigo misma y con el mundo. Quiere ser un novedoso habitar. Es la reconstrucción como una especie de terapia de autoestima. Se busca, viva o muerta: regrésenme mi identidad, rezaba una puesta en escena muy alemana, una de arte conceptual post-esto y post-lo-otro. De eso se trata: de la paranoia de auto-ser y de reconstruir nuestras vidas o nuestras ciudades, ofuscados por la posibilidad de no ser fieles a nosotros mismos. Berlín me dio la paz porque me enseñó la lección que debí haber aprendido hace muchos años, la de la reconstrucción sin vergüenza. No obstante el siglo XX, Berlín está de pie y sonríe, perdona y es perdonado, pero nadie olvida. Asume las pérdidas y no encubre sus culpas, no tiene la inocencia de una ciudad californiana o texana que cree empezar de cero y aspira a la perfección urbanística y a la total felicidad de sus habitantes.

    Berlín reconstruye negociando cada palmo de terreno, consciente de que nada será igual a las glorias del Berlín de preguerras y de que millones de personas pagaron con sus vidas las ambiciones alemanas. La ciudad se ve al ombligo y se acepta más o menos, sólo quiere paz y un mínimo de decoro. En esta capital del desagravio mi memoria hizo las paces con el necio levantar monumentos a lo que pudo ser, al amor que no debió haberse ido, a la vida que se fue. Aún me atrapa la tristeza, pero como a Berlín, sin que las máquinas dejen de trabajar, sin que se detenga un minuto la reconstrucción. No sé, quizá es la edad, quizá el oficio… o tal vez el tiempo, pero creo que reconstruirse, desengañada y un poco cabronamente, es apechugar y renacer. Amor, te harto de mexicanismos, pero después de todo fue contigo que aquí en Berlín volví a hablar esa lengua que re-aprendí para vivir querendonamente, una vez más: wieder-auf-lieben.

    Bueno, escríbeme tus reacciones y tus sugerencias bibliográficas para mi conferencia. No sé si me ilusiona mucho trabajar en Texas, mas por lo pronto es la manera de estar juntos. Te iba a escribir cursiladas, pero ya está bien. Como decías en el aeropuerto, para qué decir lo que ya sabes, para qué saber lo que no digo. Después te escribo. Besos, Mariano.

    BERLÍN, MARZO, SIN AÑO

    Hace poco por aquí pasó el invierno. Se portó como pocas veces en esta ciudad muy hecha al frío: fue benigno y si nevó fue para renovar la intimidad ciudadana que produce un Berlín blanco. Porque Prenzlauer Berg, de noche y nevado, suena a que todos estamos juntos, los colores y los perfiles de los edificios son más humanos, murmuran hogar las voces y los pasos. La nieve altera la acústica de Berlín, la ciudad revestida de corcho blanco para oírnos y amarnos mejor, y la nieve se queja cuando la pisas, pero este invierno, repito, fue benigno, no hay por qué quejarse. Está por entrar la primavera; pronto los árboles, que han permanecido taciturnos todos estos meses, empezarán a hacer sombra y ruido; la primavera llega, de esto habla la gente, ésta es la noticia.

    Este año el invierno fue un chiste, dicen los que saben; en otros años, ¡hay que ver la de nieve, los vendavales, el frío atroz! Atrás, en otros años, antes… entonces… fue terrible. No cualquier tiempo pasado fue mejor, no en Berlín. ¿Cómo fue el invierno de 1946, con la ciudad en ruinas, sin alimentos, sin carbón ni leña, con las familias apenas reuniéndose y en el recuento de los caídos? No, este año fue un invierno hermoso, hubo frío, pero el sol no se ocultó, un invierno para gastarlo en la calle.

    Berlín está en plena construcción y en el Este quedan pocas chimeneas que arrojen humo de carbón, de ese que calienta a los que aún no han accedido a la nueva prosperidad alemana. Pero este invierno fue un regalo para los Ausländer que nos preparamos para lo peor, y un invierno así nos deja, a los extranjeros, agradecer la lejanía de casa. Es un obsequio, como El regalo, la novela de Vladimir Nabokov en la que un joven poeta ruso, exiliado en Berlín, escribió (para auxilio de Ausländer pasados y por venir):

    Thank you, my land; for your remotest

    Most cruel mist my thank are due.

    By you possessed, by you unnoticed,

    Unto myself I speak of you.

    Es de ley el agradecimiento por la distancia de uno mismo y, también, por un invierno leve. Es marzo, la primavera está al caer, aunque ayer todavía aguanieve; hay que perdonar, después de todo Berlín ha sido bueno y ya viene la primavera.

    Y caerá sobre el Reichstag construido poco después de la primera unificación alemana, y sobre el domo de cristal que se le ha añadido después de la segunda unificación. Un domo no incluido por el arquitecto Norman Foster en su proyecto de reconstrucción y que parece haber sido inspirado en el plano de Santiago Calatrava. Al menos eso rumoran las mismas voces berlinesas que hace tres semanas andan que no se aguantan con la noticia de que ya viene la primavera. Con ella, el domo se convertirá en invernadero del parlamentarismo, porque el domo apersona la democracia mas no por las razones que los arquitectos esgrimieron. (Los arquitectos diseñan estructuras con grueso cristal, acero, ladrillos, hierro, concreto, pero construyen las justificaciones textuales de sus estructuras con lindos deseos, prosa de manual de autoayuda, plumas enclenques.) El domo es la democracia no porque a través de él pueda verse un Parlamento trabajando —no se ve nada, ésa es la verdad—, sino porque precisamente el domo hace como si la democracia fuera transparente pero prueba que es invisible. Además es democrático porque desde él no se divisa por ningún lado el inmenso domo del gran Hall, 16 veces más grande que San Pedro en Roma, domo que el Berlín nazi pensara colocar al lado del Reichstag. Pues eso, domo democrático, y sobre él muy pronto caerá la primavera.

    La primavera también abatirá con alegría los árboles de Ku-Damm y parecerá que nunca fue la tristeza de sus ramas invernales. Nos sentaremos en las terrazas y afirmaremos con nuestra presencia cotidiana que siempre ha sido así, que eso del invierno fue una excepción, que ya pasó. Las boutiques se llenarán de gente que abusará de los días largos y templados. Las ópticas (esa pasión alemana: die Brille) exhiben sus modelos de primavera; atrás, en el invierno, quedaron el acero y el carey, ahora se lleva lo colorido, los plásticos gruesos y los lentes oscuros, de regreso a la feliz era de la formica. La primavera caerá inclusive sobre el cono truncado de la iglesia del káiser Wilhelm I en una plaza de nombre ecuménico pero mandón (Europa), un símbolo épico pero triste (la guerra, la derrota). La iglesia del káiser, aunque sea en pedazos, verá otra primavera. No está mal, hay miles de estructuras, en Berlín, en Londres, en Varsovia… que nunca vieron el asomo de otra primavera.

    Existe, sin embargo, un lugar donde nunca más caerá la primavera, aunque vivamos en la impresión de un impasse de paz moderna y eterna.

    No hay ciudad que dé más muestras de la vergüenza de haber sido que Berlín; aquí reina la culpa y enhorabuena. Aún hoy se puede ser respetablemente nacionalista en los Estados Unidos, en México, ¡en Francia! No aquí. Aquí no se ejerce en público esa inocencia. El nuevo Berlín unificado pide perdón al pasado prenazi, perdón por haber destruido la democracia con medios democráticos, por haber privado a Berlín de su antigua gloria. También se disculpa ante Europa: lo que antes fuera orgullosamente deutsche, o civilizado, o bueno, hoy es europeo, comunitario, de la unión. La sinagoga ha sido reconstruida y renace una minúscula comunidad judía apoyada con subsidios alemanes. Se exhiben los pecados propios en un acto de contrición colectivo y público: por nuestra culpa, por nuestra culpa… Manadas de turistas bajan a las ruinas de los cuarteles subterráneos de la ss, o visitan los monumentos al Muro, a los judíos muertos. Una placa en Shöneberg pide perdón a los homosexuales y, con la primavera, los bares de Shöneberg competirán con los del Castro District de San Francisco. Ahora bien, perdón, perdón, perdón hay por doquier, pero no para todos. Los turcos viven en Berlín como los mexicanos en Los Ángeles o en Chicago, están en todas partes pero son invisibles para la autoimagen de la ciudad. A ellos nadie pide perdón, ni a los gitanos ni a los miles de alemanes comunes y corrientes que padecieron la dictadura, la guerra y el odio de su gobierno, de los aliados, de los soviéticos. Además, el nuevo Berlín es muy ruso pero es antirruso, porque ya cayó el Este y sólo queda el recuerdo de un monumento prosoviético a los caídos, construido por la RDR. De los rusos se recuerdan meramente las atrocidades de la toma de Berlín en 1945. La ciudad vive la era post-URSS con orgullo vencedor, como si Alemania no hubiera sembrado odio y destrucción a las afueras de Moscú. Sobre este Berlín selectivamente apologético caerá la primavera muy pronto, pero hay un lugar donde no caerá más, eso venía diciendo.

    Es un lugar inencontrable en la cartografía de Berlín. No es una plaza, ni un edificio, ni son las tumbas y muertos —que ya es mucho no caer para una sola primavera—; es un espacio vacío en las conciencias, no sólo de las víctimas y de los victimarios. Es un sentido de inconclusión, de desazón que hace de cualquier alegría algo pasajero, hace que reír parezca efímero y engañoso. Las novelas de Isaac Bashevis Singer son un monumento a ese espacio indescriptible en pocas palabras. Un católico polaco (Jaroslaw Rymkiewicz) señaló, más bien mostró cuán inseñalable era ese espacio, aun cuando fuera un lugar específico en Varsovia: Umschlagplatz, en pleno centro de Varsovia, donde más de 350 000 judíos esperaron a ser ejecutados. A Rymkiewicz le costó reconstruir el mapa del lugar, no porque fuera invisible, todos lo conocían: "We live in the orbit of their death. That is why I needed a plan of Umschlagplatz". Paul Celan habla de ese espacio donde la primavera no cae más, y decidió imitarlo con el suicidio. Describió ese lugar en unas pocas líneas que rememoraban a su madre asesinada en los campos de concentración:

    Espenbaum, dein Laub blickt weiss ins Dunkel

    Meiner Mutter Haar ward nimmer weiss

    […]

    Eichne Tür, wer hob dich aus den Angeln?

    Meine sanfte Mutter kann nicht kommen.

    [Álamo, tus hojas guiñen blanco en la oscuridad

    El cabello de mi madre nunca emblanqueció

    (…)

    Puerta de roble, ¿quién te descolgó de tus bisagras?

    Mi tierna madre no puede regresar.]

    La primavera, aún hoy, no caerá de lleno sobre la conciencia de aquel que supo, sabe o sabrá que es posible conocer eso —la infamia, la muerte, el odio— y seguir viviendo. Los historiadores debaten si los alemanes, los polacos, los húngaros, los soviéticos, inclusive los estadunidenses, supieron de sus respectivas atrocidades. No hay caso fingir: todos sabían, como ahora todos sabemos. Podemos organizar desplantes de indignación moral o elaborar una explicación de por qué las inteligencias entran en pausa en determinadas circunstancias, pero no eliminaremos el hecho; esto es, sabían y sabemos y a lo que sigue. En esencia, esta capacidad de olvido es un útil mecanismo de supervivencia. Pero también es la causa por la cual la primavera no llega plenamente a un espacio de nuestras conciencias.

    En 1944, en un pequeño pueblo alemán, cerca de 80 niños judíos fueron masacrados después de haber sido asesinados los más de 900 adultos judíos residentes del pueblo. En los juicios posteriores a la guerra, los comandantes a cargo de la masacre, llevada a cabo con la colaboración de los locales, sostuvieron las razones humanitarias de la masacre de niños: lo primero fue el instinto moral de no matarlos por piedad, lo segundo fue matarlos, una vez comprobada su orfandad y miseria. El testimonio de un comandante hablaba de la fosa que cavaron y de una pequeña niña, de cabello rubio, que poco antes de ser fusilada a la vera de la fosa tomó la mano del confeso comandante. En Berlín hoy se habla de estos detalles, pero ¿alguien podría ver llegar la primavera si entonces o ahora pudiera conjeturar en su totalidad el roce de la mano diminuta, el rostro infantil, los cabellos y el cuerpecito inerme en desbarranco a una cañada de infancia muerta?

    Por aquí pasó el invierno y la primavera está al caer. Le perdonamos a Berlín la última aguanieve de la temporada, mas la primavera no llegará completa para cualquiera que haya sabido, hace 50 o 10 años, una hora o 10 minutos, que nuestra especie es capaz de haber hecho lo que hoy son anécdotas de un pasado superado; pertenecemos a la especie que puede estos excesos y puede vivir sabiéndolos. Para las conciencias que lo saben, la primavera siempre será el pequeño noble engaño que nos deja sonreír y vivir aunque forzadamente.

    OTOÑO, BERLÍN, SIN FECHA

    Es amarillo y grana el desenlace del verano que parecía para siempre. En el suelo encandila la desilusión de la hojarasca, cruje de añoranza y nos deja ir por delante…, paso a paso, crac, crac, crac.

    Grunewald

    Los embarcaron en la estación de Grunewald. 1943. Eran miles, jamás volvieron. Hoy dos amantes se besan sobre la escalinata que da al andén que vio irse a los que había que matar. Si yo confiara seriamente en el amor o en el olvido, creería al beso una certeza perpetua, y al pasado un mal que se ha marchado. Ojalá ese beso irrespetuoso fuera lo único cierto, pero es un espejismo en medio de la tolvanera de pasados. El presente es la arena del reloj al caer y cubrir la conciencia cotidiana de la vileza, la cual volvemos a sentir cuando el soplo del tiempo levanta, una vez más, la arena: el presente.

    Milchkaffe

    Bebe, amor, aunque no estés, lee conmigo los rostros de la calle, su blancura embravecida por la dureza; siéntate, aunque sea de lejos, veamos caer una tarde de otoño en Berlín. Toma un poco de café con leche, como mejor lo aprecias, y piensa que yo tampoco estoy, que me he ido. ¿Sientes la distancia? ¿Sientes atrás el filo de la nostalgia y adelante el abismo de la orfandad? Son los besos de nuestra agonía. Anda, bebamos, aunque no estemos.

    Genau

    Es exacto el ocurrir de las cosas, no suceden antes ni después. Las luces de la ciudad encienden automáticamente, ni un segundo más tarde o más temprano del momento exacto. Camino y el paso que sigue es igual de exacto, me acerco firme al destino al que no sé llegar ni tarde ni temprano. Y será muy preciso el día en que ya no me preocupe lo que hoy me revolotea la mente, como las parvadas a los árboles de esta tarde. No pensaré más, caerá el olvido, a su tiempo. Me habré olvidado de esto que hoy es todo lo que soy; genau, genau, podré volver a ser yo mismo, a su tiempo, en punto de la hora que conocemos como demasiado tarde.

    BERLÍN, TILOS, SIN FECHA

    Tilos que sois la plaza y enhebráis a la plaza, barreras entre el sueño y el toro de la vida

    ELENA MARTÍN VIVALDI, TILOS

    Traían al señor urbanista de arriba abajo en el centro del nuevo Berlín. Usted sabrá —le decía el colega alemán— que el domo del Reichstag, no incluido en el proyecto original de Norman Foster, ha resultado el elemento más popular de toda la arquitectura del nuevo Berlín. Qué bien, piensa el Sr. urbanista, al menos una de las estructuras de la nueva Atenas es una diversión popular. Que si fueron tres los proyectos ganadores, que si el domo es de Foster o de Calatrava, ¿importa? Es de los berlineses y pronto será tan del mundo como la Torre Eiffel, otro desplante de arquitectura show. El Bundeskanzleramt, el edificio de la cancillería alemana, es, dice la gente, una lavadora. Obra maestra, afirma el colega alemán, de Axel Shultes. Mire, qué bien, no me diga, piensa el Sr. urbanista, sorprendido por las curvas y los cristales de la inmensa masa. El Sr. urbanista recuerda la figura de Diego Rivera en el dibujo oral de José Juan Tablada:

    De Diego Rivera

    el vientre es esfera

    Y son dos esferas

    Las asentaderas

    No tiene el artista

    Ni plano ni arista

    ¿Podrá ser cubista?

    Lo más impresionante del edificio de la cancillería no es su perfil de cacharro electrodoméstico, sino lo que se ve a medias y lo que no se ve: las altas paredes de cristales verduzcos y los árboles que, en su frente, abrazan al edifico. Al Sr. urbanista, en viaje de estudios para el diseño de la sede de la embajada mexicana, le parece que esos cristales verduzcos, lo mismo en la cancillería que en el Sony Center de Potsdamer Platz, serán el rostro de la era, de igual forma que son cara de época los cristales biselados en art-déco. Lo que a la larga será más memorable del edificio son los árboles de la cancillería, montados sobre altas torres-macetas. Ahora parecen pequeños penachos de torres de cemento, pronto serán árboles en zancos, troncos alargados y flamas de unas velas gigantescas. Están niños los árboles, son apenas un resuello a la manera del Berlín nuevo que sólo muy poco a poco deja de ser espejismo. ¿Serán tilos o robles?, se pregunta el Sr. urbanista mientras repara en la escultura de Eduardo Chillida, Manos. Más temprano que tarde la escultura será humillada por los árboles en zancos; estará ahí, al pie de estos árboles, cuando crezcan, cuando quede claro que las Manos, de acero oxidado, no están en el centro ni a un costado sino que salen del pecho mismo del edificio. La jodieron, piensa el Sr. urbanista, pero también cree que no están mal, que no están unidas, las manos, no las Alemanias.

    La comitiva de urbanistas cruza sobre el eje este-oeste que el nuevo centro de Berlín piensa inaugurar para borrarle el renglón norte-sur al Berlín nazi. Las oficinas de los miembros del Parlamento semejan un enorme transformador eléctrico y están frente a la lavadora, pero, quién soy yo, piensa el Sr. urbanista, para entender de esto.

    La comitiva en pleno se encamina por el costado del Reichstag hacia la espalda del edificio. Ahí, a la orilla del río Spree, espera un refrigerio, en una vieja casa del siglo XIX, reconstruida como centro de recepciones parlamentarias. Cada habitación de la casa tiene el nombre de uno de los estados de la federación alemana. En el segundo piso, en un balcón que mira al Spree, el Sr. urbanista recibe un vino refrescante y fija su vista en el jardín adjunto al río. El Sr. urbanista siente en su espalda la mirada de los colegas alemanes y del Reichstag que, ahí, atrás de él, está llamándolo a no perder la perspectiva de las cosas. Pero rápido se mezclan las consonantes alemanas con las risas y las copas. Los arquitectos conversan y descansan. El Sr. urbanista no. Está perdido, la mirada prisionera del jardín y del río, del tronco oscuro de un tilo muy crecido que cubre con sus hojas el balcón y el tejado del edificio. Un tilo en flor, con el tronco muy negro en medio del verde que abreva los primeros días del sol berlinés. Las flores erguidas tiran polen y, como es el caso con los tilos, se rodean de abejas rumorosas. Es verde y es de paz la sombra que el tilo avienta sobre el jardín, sobre el balcón. El Sr. urbanista escucha la brisa del río golpeando en las hojas del tilo y el bisbiseo de las abejas asechantes.

    El Reichstag observa la espalda del Sr. urbanista; con tolerancia y respeto, aguarda a que el Sr. salga de su asombro. El tilo es más ciudad que Berlín, o eso siente el Sr. urbanista.

    Allá abajo, es hogar la sombra en el jardín.

    El Sr. levanta la copa y refresca su garganta anudada por un río y un tilo.

    Tilos y nísperos, otras ciudades, otros tiempos.

    La paz del verano bajo los tilos, la lectura en la monotonía del polen de tilos incontinentes. Los tilos se amaban arriba y abajo de la gente, lástima que nadie aprendía la lección. Era Barcelona.

    Berlín se evapora ante la presencia de un tilo que aún guarda, tan lejos y tan después, las sonrisas amadas e ingenuas, para el Sr. urbanista, no para Berlín.

    En esas sombras crecía el hongo del para siempre. La brisa de Berlín se duele de sí misma al filtrarse por un tilo catalán que sólo el Sr. urbanista conoce.

    Ante el Sr. urbanista, Berlín, o lo que de él no se ha esfumado por el tilo, dice que ayer la paz sin razón, hoy la ciudad sin porqué.

    El Sr. urbanista lacra un sobre en su mente. Registra el paso del vino por la faringe quebrada, e imagina la carta que dice, para que nadie lea nunca:

    "No pasa la vida concebida para vivirse unter den Linden, pero tampoco vuelve, se queda ahí inmóvil, justo donde los tilos nos abortan de su sombra".

    "Herr, bitte!, bitte! —oye el Sr. urbanista—, que sigue la embajada de su majestad británica, una broma en edificio, y la de los países escandinavos, una villa Ikea, le murmura el colega alemán más cínico, el que es crítico de revistas de arquitectura y asesor de ministros. Y luego nos toca el proyecto de su embajada —continúa—, la del único país que cuenta con la tradición continuada de arquitectura del brutalismo." Nos salió simpático el colega, piensa el Sr. urbanista, que abandona, sobre el ancho pretil de piedra, la copa vacía y la ficción de una carta lacrada.

    El tilo baña de sombra y de polen lo que ha dejado extraviado el Sr. urbanista. Wir müssen los,

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