Hierro viejo
Por Marto Pariente
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Coveiro, el sepulturero de Balanegra, cava una fosa. Sin prisa. A golpe de pico y pala ahonda el agujero y mantiene a raya a sus fantasmas. Los muertos no recuerdan nada, y él debería hacer lo mismo. Y es que Coveiro sigue metiendo gente bajo tierra, solo que ahora, ya en la recta final de una vida de violencia, lo hace de manera legal. Flaco consuelo. El ayer, que asoma cada poco entre el mantillo como una flor de hueso, nunca se entierra como es debido.
Por eso se ocupa del cementerio, y de cuidar a su sobrino Marco, un chico autista cuya única obsesión es aprenderse todas y cada una de las inscripciones de las lápidas. Hasta que Rubí de Miguel, dueña de Carbac, la industria cárnica más importante del país, orquesta el sepelio del mayor de sus hijos. Pero los planes se tuercen cuando los hombres de Rubí se topan con un testigo incómodo: Marco lo ha visto todo y deciden llevárselo con ellos. Es entonces cuando Coveiro entiende definitivamente que no hay redención posible para hombres como él, que ni la luz crepuscular es capaz de suavizar la superficie basta y roma del hierro viejo. Da igual cuántos años transcurran: las balas del pasado llegan siempre a su debido tiempo. Y ese tiempo ha llegado.
«Su voz, tan particular como inquietante, la vamos a escuchar durante los próximos años con la fuerza que se merece». Cesar Pérez Gellida
«Un maravilloso ejemplo de potencia narrativa, una nueva voz ágil y ambiciosa». Víctor del Árbol
Marto Pariente
Marto Pariente (Madrid, 1980) es escritor y funcionario del Estado. Es autor de La cordura del idiota (2019) —Premio Novelpol 2020, Premio de Novela Cartagena Negra 2020, y cuya traducción al francés ha sido incluida por la editorial Gallimard en su prestigiosa serie negra— y de Las horas crueles (2022).
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Hierro viejo - Marto Pariente
Edición en formato digital: marzo de 2024
En cubierta: © IndiaUniform / iStock / Getty Images
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Marto Pariente, 2024
Autor representado por Editabundo, S. L., Agencia Literaria
© Ediciones Siruela, S. A., 2024
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-10183-24-7
Conversión a formato digital: María Belloso
Índice
Coveiro
Aviso a navegantes
Un payaso entra en un bar…
¿Nicho o agujero?
Dios solo es el crupier
Ahí lo lleva colgando el galgo
Tierra blanda donde enterrar los recuerdos
La flor y nata de las sardinas en lata
Sra. y Sr. Bobby
Las peores mentiras se las cuenta uno mismo
Menos velas y más estacas
Bocanadas
El bautizo de un tal Romy Lisandro
Saber de qué va la vaina
Un tipo con suerte
Más vale morir a tiempo que rondar un año
Algo parecido a la nostalgia
Buen viaje, hermanito
La última copa
Recuerda el general González Galán
Retahíla
Un billete de cincuenta tiene la culpa
Tengamos la fiesta en paz
Era un mal fantasma
Tanto descanso llevéis como paz dejáis
Dudas razonables I
Llovizna de lumbre
El blum, blum de las ruedas
Marco, amado hijo, 1975-2019
¿Es usted nuevo en la ciudad?
Trileros, salchichas frescas y jaco
El cenagal
Dormir la mona
¡Ah del castillo!
Un ático con vistas
Hotel California
El mapa de la India
Dudas razonables II
El Chuli, el Pai y el Cabra
Luz ambiente
Gente del gremio
La historia de un tal Ramsés el Mago
Pulpos y corbatas
Un borrón a carboncillo
Lo que pasa en Las Vegas
Viejos conocidos
Hierro viejo no suelda bien
Ver el mundo arder por el rabillo del ojo
El baile de las sillas
Solo un viejo motivado
Al final se llega con traje de madera
Epílogos
Para Manolo.
Sonríe, guerrero, allá donde estés
Los días del agua están contados,
pero no así lo días del barro.
ENRIQUE LIHN, «Barro»
Un golpe de ataúd en tierra es algo
perfectamente serio.
ANTONIO MACHADO,
«En el entierro de un amigo»
Coveiro
El viejo sepulturero de Balanegra aún tardaría un par de horas en deshacer el camino de vuelta a casa. De vacío. Lo recorrió sin prisa, con el sol de la mañana a su espalda cada vez más alto encogiendo su sombra. Bordeó la hondonada y abandonó las estribaciones de la sierra donde las zarzas negruzcas y la oscuridad del granito y la pizarra daban paso al dorado de la siega salpicado de encinas. Al cabo de unos minutos, colina abajo, los angostos pasos de animales y los húmedos pedregales bajo la maleza terminaron por desaparecer. En su lugar, anduvo por la linde de un campo de cultivo, con la paja del trigo empacada a la espera de ser recogida. Se detuvo y se acomodó la cincha de la escopeta en el hombro. Colocó la punta de la lengua bajo los paletos, escupió seco por entre los dientes y se limpió con la manga de la camisa el sudor de la frente.
Llevaba más de una semana siguiendo el rastro y, a pesar de haber tenido al animal a tiro, volvía a casa una vez más con las manos vacías. Se preguntaba si hacerse viejo equivalía a volverse blando.
¿Qué diablos se supone que ha pasado ahí arriba?
Quería pensar que nada, al menos nada grave. A su edad no le gustaría comenzar a despachar fantasmas en mitad de la noche, fantasmas con nombre y apellido. Sabe de gente así. Historias de tipos a los que se les ha ido la chaveta por completo mucho tiempo después de cambiar de vida.
Intentó no darle más vueltas.
Ya, pero lo cierto es que no has disparado, se dijo.
El campanario de la iglesia del pueblo comenzó a despuntar a lo lejos sobre la arboleda del valle. Llegó a la orilla del río. Se acuclilló y se mojó la frente y la nuca, y haciendo cazoleta con la mano se llevó agua a la boca y después la escupió. La culata de la escopeta descansaba sobre las piedras descargando el peso del arma.
Estuvo así un buen rato. Miró cómo su reflejo se desgajaba en la corriente de agua como si el río quisiera borrar cualquier rasgo de humanidad.
El viejo sepulturero salía con el morral, el cuchillo de desollar y la escopeta cada día antes del amanecer y volvía a eso de las diez de la mañana. Siempre de vacío. Desde que se instaló en la casa del cementerio, y de eso iba ya camino del año, no se había cobrado una sola pieza. Nada. Ningún corzo, ningún jabalí. A los animales de menor tamaño dejó de dispararles hacía tiempo. Su pulso dejaba mucho que desear y, sin perro, eran difíciles de rastrear. Se negaba a disparar a conejos, zorros o liebres que se cruzasen por casualidad en su camino. Además, se justificaba a sí mismo diciendo que nunca había matado de aquella manera.
Nunca.
Y no pensaba comenzar ahora.
De manera que se centraba en las piezas grandes, en especial jabalíes. Primero seguía sus huellas, los rastreaba y, si tras una semana de seguir al animal este continuaba merodeando la misma zona, intentaba darles caza. Una especie de juego, de ley no escrita, con un código ético entre el cazador y el cazado. Entendía que si a los dos días no volvía a encontrar rastro del animal, es que no había hecho bien su trabajo.
Se incorporó, se ajustó el correaje al hombro y, tras cruzar el río por una vieja pasarela de madera quebradiza sin pasamanos, continuó camino del pueblo. Desde que se hiciera cargo del cementerio, a menos que hubiese un entierro a primera hora, y esto había ocurrido en contadas ocasiones, salía de caza todas las mañanas. Sin embargo, a pesar de haber tenido oportunidades más que de sobra, volvía de vacío a casa una y otra vez.
Estaba molesto.
Aquella mañana podría haber regresado con un jabalí o al menos con parte de él. De haber disparado, lo habría desangrado y despiezado allí mismo con el cuchillo. Se habría llevado los cuartos traseros y parte del lomo y habría enterrado el resto para evitar que se lo comieran los buitres.
Pero no apretó el gatillo.
Tras las lluvias de la semana anterior, remontando una ceja, vio las huellas del animal. El terreno embarrado lo había obligado a salir de la maleza y moverse por los caminos. La profundidad de las huellas indicaba que se trataba de un ejemplar grande. Más grande de lo habitual. Siguió el rastro hasta los pedregales y, un par de días después, el animal todavía rondaba la hondonada que había un poco más allá. Dormía entre las matas de zarzamora y escaramujo, en una oquedad del muro de granito que había bajo el promontorio que quedaba más al norte. Lo acorraló bajo la lánguida luz del alba. El jabalí hostigado salió a su encuentro con la cabeza erguida y lo observó a una decena de metros, quizá algo menos. En mitad del claro. Estuvieron así un buen rato. El animal no hizo amago de arremeter y escapar. A simple vista no parecía tan grande, pero el viejo sepulturero no tenía dudas de que se trataba del animal que había estado rastreando toda la semana. Descolgó la escopeta, introdujo un cartucho en la recamara, acerrojó despacio haciendo el menor ruido posible y encajó la culata entre el pecho y el hombro. Dio una vuelta a la cincha en torno a su muñeca e intentó controlar el pulso.
No tiembles, viejo de los cojones, se dijo, ya casi está.
El animal no se movió. Apoyó el dedo en el arco del gatillo y cuando se disponía a disparar comprendió por qué el jabalí seguía inmóvil. Tras él aparecieron un par de jabatos. Gruñó y los empujó con el morro para que volvieran al agujero. Los jabatos trotaron torpemente y desaparecieron bajo las zarzas. Coveiro entendió entonces el porqué de las pisadas profundas en la tierra. Se trataba de una hembra, preñada. Las crías apenas tendrían cinco días. El animal seguro que había detectado la presencia del viejo hacía rato, pero no había huido de la hondonada porque estaba amamantado a sus crías.
El jabalí no tenía escapatoria, pero tampoco se decidía a arremeter contra el hombre. Solo un gruñido lastimero. De alguna manera, le daba a entender al viejo que se sacrificaba por su prole.
Por la cabeza de Coveiro se cruzó entonces un antiguo recuerdo, retiró el dedo del gatillo y apoyó la yema en el guardamonte.
Maldita sea, susurró.
Y abandonó la hondonada; sin dejar de encañonar al animal, retrocedió lentamente y se perdió entre los árboles por donde había llegado.
Cuando aparecieron las primeras casas del pueblo, se detuvo y oteó el horizonte hacia el sur por encima de los tejados. La silueta de una empacadora se desplazaba perezosa por los campos de cultivo. Cinco o seis kilómetros. No estaba seguro. Quizá ni siquiera fuese una empacadora. Su vista también dejaba mucho que desear.
Abrió la escopeta, extrajo los dos cartuchos y los guardó en el bolsillo de la camisa. El viejo sepulturero seguía dándole vueltas a lo ocurrido allí arriba y llegó a una conclusión: no apretó el gatillo porque, al ver al jabalí protegiendo a sus crías, recordó el nombre de una tal Rosalía Ott.
Aviso a navegantes
La historia de una tal Rosalía Ott…
Venezuela. Isla Gran Roque. Corrían los últimos días de verano del 81, y decidieron que la presentadora tenía que desaparecer antes de mayo, antes del comienzo de la temporada invernal. Las personas no se esfuman sin más. Siempre hay un motivo. Uno cualquiera. En el caso de Rosalía Ott fue la subida del precio del barril de crudo. La pregunta que la locutora lanzaba desde las ondas de radio en su programa de por las mañanas, ¿dónde está el dinero?, tampoco ayudó.
Por eso se encontraba allí Coveiro, al borde de la ensenada, sentado en el Wagoneer de doble tracción escuchando reír a las gaviotas. Llevaba un par de horas con la ligera brisa del mar corriendo desde la playa hasta rozar, templada y suave, su rostro. Recién cumplidos los veintiocho, el pelo algo revuelto le hacía parecer todavía más joven. La frente despejada y la mirada fija en las curvas de la carretera de tierra ochocientos metros más abajo. Lejos quedaban todavía los temblores de mano, la vista cansada y los achaques de próstata y riñón. Bajo una lona en los asientos de atrás, para el trabajo, un rifle de caza, un Remington 700 con una mira telescópica de cuarenta aumentos y, encintada al cubre cárter, una vieja Luger cuya aguja percutora parecía un clavo oxidado.
Era lo mejor que había podido conseguir.
Los trabajos en una isla siempre se complicaban más de lo habitual. A las dificultades de conseguir buen material se sumaban las escasas vías de escape tras finalizar el trabajo. Y, por si fuera poco, la locutora de radio se estaba retrasando.
El brillo de los cromados en las primeras curvas llamó su atención. Retiró la lona que cubría el rifle, la dobló varias veces dejándola en un cuarto de su tamaño y apoyó el arma sobre el capó del Jeep. Desplegó el bípode, acomodó el Remington sobre la lona y ajustó la mira a seiscientos metros. Entre la cuarta y la quinta curva. Apenas había árboles en la isla, de manera que no tendría una referencia clara del viento de no ser por el polvo en suspensión que levantaban las ruedas del vehículo.
Acerrojó introduciendo un proyectil en la recámara. Un siete milímetros cero ocho, cuya caída compensaba utilizando munición de ciento veinte grains. Con la yema del dedo acarició el guardamonte y lo terminó posando con suavidad en el gatillo. Tomó aire profundamente y exhaló de manera continuada hasta vaciar los pulmones. La luna de la pick-up apareció en el momento justo, y tras ella, el rostro de Rosalía Ott. La breve recta entre las curvas le daba a Coveiro tres o cuatro segundos de margen. Aumentó la presión sobre el disparador y así continuaría hasta que le sorprendiese el disparo, pero distinguió una sombra en los asientos de atrás.
Movió ligeramente el rifle y entonces los vio. Un par de críos. Niño y niña. No sabría calcular la edad; para él, de entre ocho y diez años, no más. Retiró el dedo del gatillo liberando la presión del muelle. Tamborileó con dos dedos sobre el guardamonte, negó con la cabeza y tirando del cerrojo,