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El río Huallaga es un torrente verde
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El río Huallaga es un torrente verde
Libro electrónico129 páginas1 hora

El río Huallaga es un torrente verde

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Novela corta, ambientada en la amazonía peruana. Sus personajes se sienten obsesionados por el poder y el placer sexual, asimismo por la corrupción que ven en las cuantiosas coimas que les ofrece el narcotráfico una manera fácil de acceder a la riqueza.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 mar 2023
ISBN9798215470671
El río Huallaga es un torrente verde
Autor

Julio César Valdiviezo Montero

Nació en Chulucanas, Piura, 04 de mayo de 1970. Es licenciado en Lengua y Literatura por la Universidad Nacional de Piura .Ha publicado la novela corta: El río Huallaga es un torrente verde.

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    El río Huallaga es un torrente verde - Julio César Valdiviezo Montero

    CAPÍTULO VI

    CAPÍTULO VII

    CAPITULO VIII

    CAPÍTULO IX

    CAPÍTULO X

    CAPÍTULO XI

    CAPÍTULO XII

    CAPÍTULO XIII

    CAPÍTULO XIV

    CAPÍTULO XV

    CAPÍTULO XVI

    CAPÍTULO XVII

    CAPÍTULO XVIII

    CAPÍTULO XIX

    CAPÍTULO I

    El Vaticano relajaba su alto y recio cuerpo sobre la cómoda hamaca y como siempre que dormitaba se alternaban en su mente imágenes de los dos hechos que siempre lo obsesionaban: sus años de pobreza y las figuras eróticas de bellas mujeres de la farándula.

    —¡Demetrio, Demetrio! —sintió que le tocaban el hombro.

    —¿Qué pasa? —se levantó, cogiendo instintivamente una pistola que tenía escondida entre la ingle.

    —Es el general —le habló su lugarteniente al oído—. Y viene para acá.

    —¿El general Ochoa?, ¿por aquí?

    —Sí, señor, y no ha sido difícil encontrarnos.

    —Bien, José, preparémonos entonces para recibirlo.

    Vaticano se abotonó la camisa, se arregló el cuello casi arrugado por las dos horas de somnolencia acunado por el grato vaivén de la hamaca. Con rápido movimiento introdujo la pistola en la parte trasera de su pantalón. Eran cerca de las cuatro de la tarde y el sol aún quemaba fuerte. En la inmensidad de la selva había escogido este lugar silencioso para construir su estancia, donde pudiera dormir y relajarse a sus anchas; pero por lo visto el servicio de inteligencia trabajaba bien, porque lo tenían bien ubicado. Trató de disimular su incomodidad porque el visitante era su socio y su mejor amigo. Así que se propuso ser cordial como siempre.

    El general y los cuatro oficiales que lo acompañaban fueron recibidos por su lugarteniente. Los sudorosos uniformados experimentaron una gran frescura, debajo de la amplia y bien ventilada casa campestre techada con hojas de palma. Los hicieron pasar a una espaciosa sala donde se distribuían cómodos sillones de mimbre y de inmediato se dejaron caer sobre ellos, mientras se quitaban los quepis. Pudieron observar que la estancia tenía varias habitaciones con paredes y piso de madera. De una de ellas, salió sonriente el Vaticano.

    —¿Cómo está mi general? —Se dirigió cordial al jefe militar que se había quitado unos lentes oscuros y seguía limpiándose el sudor con un pañuelo.

    —¡Uff, hermano!, esto es un horno, pero por lo que veo vives feliz como una perdiz por aquí —le contestó campechano el general.

    —Y qué fácil que ha dado conmigo, mi general —-dijo el narco sonriendo.

    —Por favor, Vati, estas junglas me las conozco como la palma de mi mano. Y además nuestro servicio de inteligencia es efectivo…

    —Por algo no ha estado usted en las cuevas de las lechuzas, pero pónganse cómodos, señores. Vivir por aquí tiene sus ventajas, mi general, se goza la soledad y uno puede jugar con los recuerdos.

    —Ah, carajo, no te conocía esa faceta; entonces eres de las personas que gustan de deleitarse con el pasado, quien se ríe de su pasado dizque vuelve a vivir; pero yo más bien lo evito.

    —Es que, ustedes, los militares, son personas de acción —dijo el Vaticano con cierta ironía.

    —Y de acción rápida, mi querido amigo, y por eso quiero que me atiendas de inmediato y en privado.

    El Vaticano lo invitó a subir por una escalera de madera hacia un segundo piso. Luego estuvieron en un ambiente amplio pero sencillo, amoblado con dos sofás y una mesa al centro donde había un cenicero vacío. También destacaban dos estantes de acero, y dos potentes ventiladores que fueron accionados de inmediato por el anfitrión. Por la habitación yacían arrinconadas varias botellas vacías y otras selladas; eran de vino, que el narco prefería a otros licores. Todos estos muebles estaban posados sobre largas tablas de madera que las pisadas hacían flexionar. Al fondo, una puerta de madera daba acceso a un dormitorio. El general al sentarse se percató de unos periódicos capitalinos que había en el sofá y vio los títulos a la volada.

    —Carajo, tú sí que estás bien informado —le dijo admirativamente.

    —Mi general, qué le parece eso que han hecho los terrucos últimamente.

    —Son unos anti románticos, cómo pueden matar de esa manera a las pobres vicuñas de Pampa Galeras; desgraciados, hijos de puta.

    —¿Usted aún sigue con la idea de un gobierno dictatorial para poner fin a esta situación?

    —Soy de la idea, como muchos ahora, que el terrorismo es producto de la democracia. Esos desgraciados se han dado cuenta que los gobiernos democráticos son incapaces de ponerles mano dura, se cobijan en las universidades, y si se les captura, los fiscales los liberan.

    De pronto, cambió abruptamente de tema:

    —Bueno, Demetrio, el motivo de mi visita es para darte dos noticias; una buena y una mala… La buena es que lo que acordamos salió okey, las dos avionetas de tu archienemigo llevaban nada menos que cuatro mil kilos de la más alta pureza, dos mil kilos se han llevado la Dinandro y los dos mil restantes los he logrado camuflar. La mala noticia es que me voy, se rumorea que el chino nos va a mandar a todos los de mi promoción a descansar, vendrá otra gente a joderse por aquí. Para mí, mejor; sin embargo, quiero despedirme con algo grande que sea para recordar y necesito una vez más tu ayuda...

    —Entiendo, general, sinceramente que me apena mucho que, usted, se retire; pero qué le vamos a hacer, así es la vida… Y en cuanto a lo otro, usted sabe que, como siempre, yo estoy dispuesto a servirlo… ¿Y ya tiene lista la mercancía?

    —Sí, Demetrio, tú encárgate de lo demás. Aquí te he traído una muestra para que la examines.

    Y, de uno de sus bolsillos del uniforme de camuflaje, extrajo un pequeño paquete, lo desenvolvió y mostró al Vaticano; era un polvillo blanco.

    Mientras lo examinaba, Vaticano le preguntó:

    —¿Y qué ha pasado con los Cacique?

    —Para que veas que he cumplido contigo, sus hermanos Kike y Lalo ya están presos en Lima y han sido presentados como trofeos de la lucha antidrogas… ¿qué te parece la calidad?

    —Carajo, sí es buena, de muy buena calidad —dijo el narco probándola—. Entonces, era verdad que los Caciques ya estaban produciendo en cantidad y calidad.

    —Pero ya los jodimos, sus hermanos ya no saldrán fácilmente y Cacique mayor, sin ellos muy pronto caerá en tus manos.

    —Gracias, General, ese tipejo recibirá esto como una lección, ya se estaba metiendo demasiado al Monzón.

    —Ya no tienes que preocuparte mucho por él; pero yo sí quiero cerrar con broche de oro nuestra relación… Quizá ya no nos veamos de seguido y...

    —Mi general, pierda cuidado, usted se llevará mi agradecimiento eterno. ¿Cuándo quiere que veamos el asunto?

    —Tiene que ser mañana mismo. Te espero en Tingo María…ya te he dicho mi situación.

    —¿Mañana?... Ok, mi general, mañana mismo estoy en Tingo María y veré su asunto.

    CAPÍTULO II

    Al día siguiente, en Tingo María, Vaticano trabó contacto de inmediato.

    —Sí, sí; tengo entendido que esta vez será una cantidad mayor —dijo— porque nuestro general, lamentablemente, ya se nos va de baja y quiere pues llevar bueno… Ah, sí, sí, de eso no hay problema, ya la examiné, te puedo asegurar que la merca es de muy buena calidad; no te preocupes, cambio y fuera.

    Estaba en una confortable habitación y se le veía elegantemente vestido, acostado en una gran cama matrimonial. Cogió el teléfono y llamó.

    —Aló, sí, con el general Horacio Ochoa, por favor.

    Mientras esperaba la conexión, tomó un cigarrillo, hizo aparecer una llamita azul de un encendedor de al lado de su mesita y empezó a sorber lentamente y a expulsar volutas densas de humo. Cinco minutos después sonó el teléfono.

    —Hola, mi general; cómo está, ¿viene de Rioja? …pero yo ya estoy aquí y quiero ver de una vez su asunto…, ah ya, bien, bien; entonces, mi general, yo lo espero allí, bien, bien.

    Se levantó y miró por la ventana de la habitación del tercer piso; con satisfacción pudo ver a la policía que se movilizaba disimuladamente

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