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Las Alas Del Cóndor
Las Alas Del Cóndor
Las Alas Del Cóndor
Libro electrónico467 páginas12 horas

Las Alas Del Cóndor

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Información de este libro electrónico

Apasionante obra narrativa de ficción histórica que desde el país austral chileno de los años setenta, consigue con maestría y rigor realista hilar, apuntalar y descifrar el tinglado que trastocó el destino para toda una “generación perdida”. Aquellos jóvenes, emparedados entre una izquierda utópica y una derecha pragmática, no tuvieron otra alternativa que tomar la vía del exilio tras a búsqueda de la dignidad negada en su propia patria.
El thriller nos conduce de la mano por el intrincado laberinto de intrigas, intimidaciones, persecuciones, traiciones, tragedias y asesinatos de la Operación Cóndor, cohonestada por el sector más conservador de la Iglesia católica. Los protagonistas, vivieron, sufrieron y amaron en el escenario de medio siglo de Historia contemporánea, inmolando sus sueños para que estos hechos incivilizados nunca jamás vuelvan a repetirse.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento25 may 2011
ISBN9781617646843
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    Las Alas Del Cóndor - Hernán Orrego

    Las Alas del Cóndor

    Hernán Orrego

    Copyright © 2011 por Hernán Orrego.

    Primera edición Febrero de 2011

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2011923819

    ISBN:               Tapa Dura                 978-1-6176-4685-0

                             Tapa Blanda               978-1-6176-4683-6

                             Libro Electrónico      978-1-6176-4684-3

    Todos los derechos reservados.

    Esta novela es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes o son producto de la imaginación del autor o se usan de forma ficticia. Cualquier parecido con personas vivas o muertas, eventos o escenarios son puramente casuales. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin permiso escrito del autor.

    Diseño de colección y de portada:

    Andrés Correa

    Fecha de revisión: 09/08/2018

    Palibrio

    1663 Liberty Drive, Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    339563

    A la ola humana desplazada por las

    dictaduras, que tiñeron el mapa

    de Latinoamérica a fines

    del siglo pasado.

    A mi madre, que me enseñó a escribir.

    A Elsa, mi esposa, con

    quien aprendí

    a vivir.

    "Cruza el cóndor su vuelo negro.

    Es el paso del puma en

    el aire y las hojas."

    Pablo Neruda

    1

    A LA UNA DE la madrugada el periodista Adrián Olmedo es despertado por una llamada telefónica. Su primera reacción es no contestar. Por breves segundos lo paraliza su espíritu de rebeldía, que le recuerda que cada día son más frecuentes las interrupciones en sus horas de descanso. Los últimos meses ha tenido que trabajar bajo las condiciones más adversas debido a las restricciones que afectan el ejercicio de su profesión. Al final igual cae en cuenta de que no tiene otra opción. De un salto toma el auricular.

    —¿Aló Adrián? Perdóname esta llamada. Sé que la hora es absolutamente inoportuna. Se trata de algo de suma importancia. ¿Estás bien despierto?

    —Claro que sí jefe, bien despierto. Recién me había dormido, pero ya me espantó el sueño. Dígame de qué se trata. ¿Cuál es la emergencia?

    —No me hables así que no te he despertado para causarte molestias. Esta no una emergencia. Sabes que en nuestra profesión tenemos que estar despiertos las veinticuatro horas del día.

    —No más preámbulo, por favor—. El timbre de la voz denota la molestia del somnoliento cronista.

    —Déjate de tonterías Adrián, ahora pon atención. Tenemos un caso muy serio. He recibido una llamada del obispado informándome que el cuerpo del padre Visconti fue encontrado sin vida. De esto hace recién una hora. El sacristán lo descubrió cuando le llevaba la taza de té que acostumbraba a tomar antes de dormirse.

    —¿Fue muerte natural, accidente o hubo algo más?

    —¡Ni lo digas! Fue muerte natural. El secretario del obispo me pide absoluta reserva. Esta noticia no puede trascender hasta dentro de unas horas más. Tu misión es llegar tan pronto como puedas a la Parroquia del Carmen. Dentro de una hora, el párroco dará una conferencia de prensa restringida a sólo algunos medios de comunicación. Si nos invitaron allí, es porque saben que El Mercurio es el periódico más importante del país. Quiero que seas tú quien nos represente. Espero que comprendas que te estoy dando una enorme responsabilidad ¿Me has entendido bien?

    —Sí jefe. Está claro. Allí estaré, pero eso de que fue muerte natural, yo no me lo trago.

    —Recuerda. Esto es en extremo confidencial. No lo puedes comentar ni en tu casa. Eres el único a quien puedo confiar esta misión. Te pido por favor que no vayas a meter la pata.

    Media hora después, un clérigo golpea con los nudillos la puerta del despacho del párroco.

    —Padre, el periodista de El Mercurio está aquí.

    —Veo que se adelantó en llegar. Páselo a la biblioteca, ofrézcale un café y confirme su identidad mientras llegan los otros.

    —Está bien. Le ofreceré un café, pero no es necesario pedirle que me muestre el carnet cualquiera reconoce al periodista Adrián Olmedo—. El párroco levanta las cejas, sorprendido por el nombre que acaba de escuchar.

    —¿Olmedo? ¡Tenían que mandarlo a él, cómo si no tuvieran a nadie más! Por muy conocido que sea, no creo que es la persona más indicada para este difícil momento. Lo menos que necesito son complicaciones ¡Alabado sea el Señor!

    El clérigo, con peculiar cortesía, hace un gesto invitando al periodista a pasar al despacho. El párroco, un sesentón que irradia la energía de un toro, avanza hacia él, y le tiende la mano.

    —Señor periodista. No recuerdo haberlo tratado en persona ¿Puedo saber su nombre?

    —Soy Adrián Olmedo, cronista de El Mercurio. Lamento lo sucedido al padre Visconti. Estoy a su disposición.

    —Usted podrá comprender que en un momento así no dispongo de tiempo. El secretario viene en camino por favor espere en la sala contigua. En cuanto esté aquí lo llamará para dar la información a los periodistas de una sola vez.

    El secretario tardó en aparecer casi tres horas. Cuatro periodistas desconocidos para Adrián Olmedo, comparten la impaciente espera. El clérigo los trata de entretener, mostrándoles los álbumes de fotografías del extinto padre Visconti ejerciendo su misión sacerdotal, mientras los acosa con tazas de café rancio. Pero la mente de Adrián Olmedo está en la repercusión de la noticia del fallecimiento del sacerdote. Cuando son llamados al despacho del párroco, el secretario lee a los periodistas el comunicado oficial del obispado. Terminada la lectura del escueto mensaje da por finalizada la convocatoria. Les agradece la presencia a los representantes de la prensa y les pide que sean consecuentes con el duelo que aflige a la Iglesia. Se despide con amabilidad y sin más, abandona la sala.

    Ya amanece cuando el clérigo conduce al joven periodista, a través de los pasillos interiores hasta el patio donde a las tres de la mañana estacionó su Volvo. Lo despide con un gesto de cortesía, que desaparece en cuanto el visitante franquea la puerta, que se cierra detrás de él con un enérgico estrépito. El religioso se dirige al despacho del párroco, con el que mantiene una conversación a puerta cerrada.

    Para Adrián Olmedo no cabe duda que la larga espera, no fue más que un recurso que utilizó el párroco, para mantener a raya a los periodistas mientras recibía las instrucciones de Roma.

    Apresura el paso al sentir la húmeda brisa marina que lo obliga a refugiarse en el impermeable beige y en su bufanda de lana enrollada en el cuello, para proteger sus frágiles amígdalas. Usa esas incómodas prendas sólo cuando el frío le cala los huesos. Es un esclavo de su imagen profesional, por lo que viste siempre su traje gris marengo, con una corbata delgada como él, un tanto vistosa, al estilo de Alain Delón, el galán de cine favorito de su esposa. Su olfato profesional le indica que el clima que reina entre los religiosos de la iglesia carmelita, es una amalgama de nerviosismo, desconcierto, desconfianza y una inseguridad que se percibe por primera vez en los 47 años de la congregación.

    Al cruzar los pasillos que conducen a las habitaciones sacerdotales nota que el clérigo que lo acompaña camina rápido para que no advirtiera los grupos de tres o más religiosos que simulaban orar, pero que en realidad se habían amanecido comentando en voz baja, casi murmurando, especulando y sacando cada uno sus propias conclusiones de la súbita muerte del padre Visconti.

    El hermano Ventura, el fraile más viejo de aspecto enfermizo, que cumple la función de portero, aparece del fondo del pasillo envuelto hasta las orejas en su hábito carmelita. Se acerca haciendo sonar su llavero y con un movimiento de las cejas le indica un portón metálico por el cual podrá sacar su auto a través de un disimulado callejón de servicio. Rengueando con su adolorida pierna izquierda camina al lado del automóvil. Al llegar al final del patio abre un candado medieval y empuja con fuerza el oxidado portón. En cuanto el vehículo termina de salir, lo cierra para evitar que la salida del periodista sea advertida por los grupos de curiosos que empiezan a concentrarse en la escalinata, frente a la entrada principal de la parroquia. Luego, el fraile se dirige a un rincón del patio trasero. Cada paso que da parece dolerle hasta en el alma, pero avanza sin una queja. Acepta su dolencia artrítica con cristiana resignación. Llega hasta la vieja muralla de ladrillos, se detiene frente a un bulto del tamaño de una habitación. Con dificultad, alcanza una larga vara de coligue y con la punta desprende la lona que lo cubre. Deja al descubierto una amplia jaula reforzada con barrotes de hierro, que reemplazan la raída rejilla original. El ave que la habita, había despertado al sentir los pasos de su celador. Ambos se miran como viejos enemigos. El descomunal pájaro levanta la cabeza, mostrando su pico encorvado y dejando descubierto su lampiño cuello. Se posa en su piedra favorita y en un movimiento ancestral, levanta su emplumada pechuga y despliega sus aletargadas alas que alcanzan cuatro metros de envergadura.

    —Ya es tiempo que te recorte las plumas de nuevo. Te han crecido demasiado en pocos meses. Pero no te hagas ideas, que esta vez no te dejaré salir de allí. Todavía me duele el picotazo que me diste en la pierna el año pasado. No te pongas nervioso. La próxima semana te cortaré sólo un ala. Si algún día te escapas, no podrás ir muy lejos. Los cóndores necesitan las dos alas, para volar—. El cura se acerca y coge el paño de lana, con el que todos los días lustra la placa de bronce que identifica a su prisionero.

    VULTOR GRYPHUS

    (Cóndor de Los Andes)

    La parroquia está siendo rodeada por la intrusa gente de la prensa que insiste en disparar sus flashes y sus baterías de preguntas a cuanta sotana ven, pero los curas no tienen las respuestas que la prensa quiere, o si las tienen no están autorizados para dejarlas aflorar.

    Los rayos del sol blanco invernal entran a la iglesia a través de los coloridos vitraux de sus ventanales gótico-romanos. Los ángeles proyectan en las paredes el diario mensaje cristiano. El mismo mensaje que todas las mañanas, en la misa de siete, entregaba a los fieles, el padre Visconti. Poco a poco el aliento del sol convierte la escarcha en pozas de agua que se evaporan a medida que la línea de sombra de los murallones retrocede hasta enrollarse del todo en los rincones del viejo patio de gastados adoquines. El templo que data del año 1926 luce orgulloso su fino diseño estilo gótico, obra del entonces sacerdote de la orden y arquitecto Rufo de la Cruz, quien además trajo los coloridos ventanales de su amada Barcelona.

    Las sombras de la noche se desvanecen en toda la ciudad, iniciando la cotidiana metamorfosis climática. La fría neblina en retirada coquetea con los primeros rayos del sol. Llegan primero a las casas de los cerros que forman la montañosa herradura de balcones que miran al mar. Al apagarse el silencio de la madrugada, se enciende el nervioso ajetreo de las calles y las gentes abandonan sus moradas de prisa para incorporarse al ejército silencioso de empleados, estudiantes y obreros que marchan a sus rutinas. Los rayos del sol bajan junto con ellos hasta llegar al plan de la ciudad. Para los menos, es día feriado. Se cumple el primer aniversario del Pronunciamiento Militar. Las banderas flamean al compás de la brisa, en las oficinas públicas. En el centro, las calles se ven limpias, casi impecables. Han sido lavadas y barridas como todas las noches, por un enjambre de manos invisibles. El césped de los prados y los jardines son diariamente mantenidos con muy buen gusto y un cómodo presupuesto fiscal. Las casas del centro son en su mayoría de estilo español con matices ingleses. Aún abundan las mansiones con parquet francés y esculturas de mármol traídas de las costas del Mediterráneo. Pero las otroras casas de veraneo de los ingleses del siglo diecinueve, una a una caen bajo la picota del progreso y ceden el paso a altos y modernos edificios de hormigón asísmico y cristales polarizados.

    En las plazas, parques y jardines, las niñeras que pasean y se sientan a amamantar a los hijos de sus patrones, son reminiscencias de un pasado señorío en extinción. Gracias a los hábiles hombres de empresa que en el siglo anterior explotaron las tierras, los minerales y a los hombres, se fundaron familias de innegable poder económico.

    Los paseos alrededor del Casino que miran al mar con la avenida de palmeras de troncos anchos como patas de elefantes gigantescos, son también copias de los paisajes de la Europa mediterránea. Hace más de un siglo que la avenida Libertad cortó como una espada, la ciudad por la mitad, de norte a sur. A lo largo de sus quince cuadras, toman sol como viejos jubilados, los chalets de dos y tres pisos construidos para las familias acomodadas que las habitaban en la temporada de verano. El resto del año los mayordomos, empleadas domésticas y jardineros se ocupaban de mantenerlas limpias y coloridas como flores en eterna primavera. A ambos lados de la avenida, dos hileras de fornidos castaños orientales infunden a la ciudad un aspecto provincial. Sus frondosas cabelleras verdes en verano, se tornan doradas en otoño, grisáceas en invierno y de nuevo, rebosantes de vida al regreso de los septiembres primaverales. En la cuarta cuadra de la avenida Libertad se levanta la parroquia de Los Padres Carmelitas, que es la casa espiritual de los vecinos de apacible estilo de vida conservador. Los domingos desde temprano el carillón llama a los feligreses a oír la santa misa y el sermón dominical. Durante cincuenta años las familias traspasan las puertas de la iglesia, para observar la inmutable liturgia. Muchas almas oyen las misas con sincera devoción, en un acto de constricción. Otros esperan con algo de verguenza y recelo, los sermones y homilías de la misa de la una en la presencia de las autoridades cívicas y militares.

    Durante toda la noche la congregación carmelita vivió en una desacostumbrada confusión que la mantuvo en vela. Los pasillos, escalas y corredores fueron el escenario de un nervioso ajetreo nunca antes vivido por los religiosos. Pese a la primavera el cielo se tornó gris y en un par de horas la temperatura vuelve a bajar tanto en el cielo como en la tierra. Será como uno de esos días en que el sol no calentará ni a las palomas de la plaza. Cuando más, sólo alumbrará con una rutina perezosa. La neblina matinal que parecía haberse retirado en el horizonte, cambió de rumbo y regresó a dormir a las playas como una barca abandonada ocultando el sol con su húmedo y frío velamen. La ciudad balneario se resigna a vivir otro día de empapadora neblina londinense. Las banderas que debían adornarla destilan la humedad atrapada en sus colores.

    Aunque nadie sabe nada, frente a la parroquia aumenta el tumulto de curiosos, feligreses y periodistas. Llegan los miembros de las cofradías y asociaciones carmelitas uniformadas en el fervor religioso con escapularios en el pecho y velos negros en sus cabelleras grises. Después de todo, la presencia de tres ambulancias, media docena de autos policiales, la camioneta de la televisión levantando su antena telescópica, además del furgón negro de la morgue, entrando por la puerta lateral de la iglesia, no es un espectáculo que pueda pasar inadvertido con facilidad. El automóvil de Adrián Olmedo no puede desplazarse con la prisa que desea, por el pavimento mojado y la limitada visibilidad de la espesa neblina. Sin embargo, sabe que no puede dejarse llevar por los nervios. El director de redacción tendrá que esperar. Aprovecha la ocasión, para fijarse en el paisaje. La emblemática avenida Libertad ha sido durante lustros, el domicilio favorito de las familias inglesas y el segundo hogar de los capitalinos. Los dueños de los chalets competían dotando a sus cómodas casas de pintorescas chimeneas, elaboradas con ladrillos refractarios, elemento que le daba la distinción y era el orgullo de los especializados albañiles criollos. Por esa avenida todos los años desfilan los nuevos soldados del regimiento, para cumplir con el ritual del juramento a la bandera, mientras la población se alinea a largo de las quince cuadras, para aplaudir a los nuevos gallardos prusianos que desfilan al son de clarinetes, bombos y platillos. El capellán bendice las armas de los nuevos contingentes, que despliegan su gallardía disparando balas de salva, que ponen a volar cuanta paloma dormita en los alerones y cornisas.

    Adrián recuerda que los últimos años, el padre Visconti no ha estado disponible, para la bendición de las armas de los oficiales en las ceremonias. A veces, porque andaba en el extranjero, otras veces, porque estaba en un retiro espiritual con los jóvenes. Esto le costó algunas críticas de parte de sectores influyentes de la ciudad, incluyendo las editoriales de El Mercurio en sus ediciones dominicales. La avenida Libertad y la Iglesia Carmelita han llegado a ser dos instituciones hermanadas por la historia de la república y de la ciudad.

    El volvo del periodista enfila por la costanera ganando velocidad gracias a que la neblina empieza a desvanecerse. Necesita llegar en al diario menos de veinte minutos. Recuerda que hasta ayer, el padre Visconti era uno de los integrantes más antiguos de la congregación. Un erudito con una vasta cultura que varias veces sorprendió a dignatarios, presidentes y hasta reyes, por su dinámica social y su clara inteligencia. Esto le imprimió su sello especial. Fue su carisma el que cautivó hasta los más recios uniformados. Los enfrentó con la sotana y el crucifijo pendiendo en su pecho. Cuando el anciano religioso defendía la posición de una Iglesia independiente de toda presión, afirmaba con decisión: Nuestra madre Iglesia no puede vivir a puertas cerradas. Debe abrir las ventanas a su pueblo. Fue respetado en todos los círculos, tanto entre los generosos benefactores de las obras de la Iglesia, como en la enorme masa de feligreses sin mayores recursos que fueron el objetivo de sus campañas, a quienes hizo llegar su ayuda económica, espiritual educativa, y cultural, y con ello, las enseñanzas del maestro de Galilea. El padre Visconti ávido estudioso, se convirtió en un admirador del Rey de Castilla Alfonso X, el Sabio. Lo consideró un estadista avanzado en su tiempo y un pilar fundamental en el afianzamiento de la lengua castellana. Dentro de dos meses debía cumplir sus ochenta años, de los cuales ha vivido bajo el manto de Nuestra Señora del Carmen, desde que llegó de su tierra natal, Sorrento, la pintoresca ciudad italiana de quince mil almas, enclavada en la colorida península. Visconti contaba que desde su dormitorio veía Nápoles, Pompeya, el imponente cono del Vesubio y la Iglesia de San Francisco de Asís, que fue su pasión. Su orgullo era contar que su pueblo natal ha sido un remanso espiritual para tantos visitantes ilustres, entre los que se encontraban Lord Byron, Goethe y Sir Walter Scott.

    El periodista Olmedo aún está confundido por el secreto en que se mantiene la inesperada muerte del religioso. Mientras conduce rumbo a su periódico, en la radio de su automóvil, oye los escuetos partes de los noticieros que ya divulgan la información y poniendo especial atención a los comentaristas que especulan con las posibles causas. Apura su marcha para recuperar el tiempo perdido por la neblina, pero al aproximarse a la calle Esmeralda encuentra que el tráfico está detenido. Una muchedumbre se ha juntado frente al edificio de su periódico, esperando encontrar más detalles de la noticia en las pizarras informativas que cuelgan de las cornisas en el frontis del edificio embanderado. Debido a la aglomeración, ha tenido que estacionar su auto en un garaje a tres cuadras de distancia. Camina apresurado abriéndose paso entre la multitud, sube al trote las escaleras, porque no puede perder tiempo esperando el ascensor o quizás por temor a ser reconocido por los curiosos que ya invaden el vestíbulo y los pasillos del edificio, que lo acosarían con preguntas que no sabría responderles. Al llegar al tercer piso, se serena y aparenta estar en total control de su persona. Sus pasos ahora son lentos, aparentando absoluta calma. Entra a un baño a refrescarse la cara y a ordenar el mechón de su pelo negro. Cuenta hasta tres y enfrenta al sub-director que le espera impaciente en su despacho.

    —¡Vamos Adrián! Ya era hora de que llegaras. ¿Dónde diablos te habías metido? Quiero que me informes hasta el último detalle, lo que declaró el párroco. Quiero saber si entrevistaste a algunos de esos curas. Yo sé que al principio son cerrados como ostras, pero en todas partes hay algunos más parlanchines que otros.

    Aún traspirado, cansado por la carrera del estacionamiento hasta la oficina de su jefe, el periodista se sienta en una antigua silla giratoria, de roble rojo media descompuesta, se quita el impermeable, se desabrocha el nudo de la corbata que lo estrangula, estira las piernas, respira profundo y mira en la cara a su jefe.

    Eleodoro Cataldo, es un periodista hecho en la calle, de mediana edad. Más bien, bajo, de gruesa contextura y de gran intuición, para adelantarse a los hechos, al verlo llegar, lee en la cara de Adrián, que algo salió mal. Se miran con recelo.

    —Lo voy a defraudar señor Cataldo, porque el secretario del obispo, se limitó a leer este comunicado y después de eso se negó a contestar preguntas.

    —¡No puedo creerlo!—replica sorprendido, mientras siente que la adrenalina le llega al cuello.

    —¡Este periódico se ha ganado el título de Decano de la Prensa. Somos, el más prestigioso del país, no podemos ser tratados igual que los demás! Déjame leer el comunicado.

    Olmedo le alcanza la breve hoja mecanografiada.

    "El obispado lamenta informar el deceso repentino del sacerdote Eduardo Visconti, estimado a la una de la madrugada de hoy. Según el médico de la Nunciatura, el siervo de Dios dejó de existir mientras dormía, una hora después que el padre Eduardo hubo dicho sus oraciones en el ofertorio y se retirara a su dormitorio, donde se le sirvió su taza de té, como ha sido su costumbre por muchos años. Que la paz del Señor Todopoderoso esté con su espíritu".

    Firma, Monseñor Ruz.

    —Me revienta, este trato tan indiferente. Está bien que sea así con el resto de la prensa, pero esto no es para nosotros. Esto es un desaire. El Mercurio goza de un prestigio reconocido en todo el continente. Somos un ejemplo para el periodismo hispanoamericano. Se nos respeta por nuestra objetividad y ética profesional. Nosotros merecemos un trato preferencial, no nos pueden tratar como el resto.

    Dicho esto se le acerca y le habla casi al oído mirándole fijamente a los ojos.

    —¿Qué le pasará a estos curitas que no quieren dar más información?—. Esto que traes es sólo un parte noticioso, pero la gente quiere saber qué pasó. Es la elemental regla del quién, qué, cómo, cuándo y por qué. Esto se presta, para que la calle se llene de rumores mal intencionados.

    —Ya le dije, señor Cataldo que cuando el secretario del obispo nos llamó, ni nos habló a los periodistas presentes, se limitó a leer este parte y no aceptó se le formularan preguntas ni a él, ni a nadie de la parroquia.

    —Alguna razón tendrán, pero no importa, nosotros haremos todo lo que podamos para averiguar más. Y pensar que íbamos a sacar una edición extra al medio día con el material informativo de la persona del padre Visconti.

    —¿Me va a decir ahora que la va suspender?—pregunta sorprendido Adrián.

    —Esa decisión no la tomo yo. Tengo que consultar a la capital. Está claro que en este país, todo se resuelve en Santiago. La dirección de este diario, parece que se olvidó que El Mercurio nació aquí en Valparaíso, no allá en la capital.

    Adrián sale de la oficina, para que su jefe consulte a sus superiores. En el periódico el respeto a la jerarquía es más que una antigua tradición. Es un imperativo. A los pocos minutos, lo llama.

    —Tal como te dije. Ya está resuelto. No habrá edición extraordinaria para la muerte del padre Visconti. Todo el material que hemos reunido estas cuatro horas, lo resumiremos en la edición regular de mañana—. Adrián lo escucha en silencio. Con la mirada, parece pedirle una explicación, pero su jefe no pudo dársela.

    —Está bien. Lo haremos de este modo. En cuanto a su muerte, nos limitaremos a publicar el comunicado que entregó el obispado, sin agregarle ni quitarle nada. No quiero ser pájaro de mal agüero, pero no me sorprendería que más adelante se descubriera algo grande en esto. ¿Me explico, Adrián?—. Se le acerca con una mirada inquisidora, como queriendo comprometer al joven periodista a compartir su sospecha y le murmura en voz baja.

    —No te hice levantar a media noche para que fueras a buscar estas cuatro líneas. Este diario merece más que esto, no lo tomes como algo personal. Entiendo con claridad que no es tu culpa. Creo que allá arriba, hay algunos que manejan este caso con mucho recelo. Por el momento, recuerda que de esto, ni una palabra a nadie, pero a nadie. ¿Comprendido Adrián?

    —Está claro, señor Cataldo.

    El viejo periodista, siente una necesidad interior de profundizar en La pensamientos. Como profesional, tiene la obligación del código de ética, pero como director de crónicas tiene que trabajar la información, según la conservadora y prestigiosa línea periodística, de su diario. Sabe que el padre Visconti fue fiel representante de sus parroquianos en las campañas de ayuda solidaria a los familiares de los detenidos y desaparecidos, que lo consideraron su protector.

    El sacerdote pese a sus años, poniendo en riesgo su propia seguridad llevó su cristiano mensaje de paz y solidaridad a las poblaciones más apartadas. Bajo su propio riesgo, llevó muchas veces en su auto a la Vicaría de la Solidaridad, a decenas de perseguidos del régimen. En algunos sectores del país, se le conoció como el Padre Santuario. La posición de avanzada dentro de su obra pastoral, es reconocida en más de quince países de Latinoamérica y también en Europa. La dirección del periódico, en la capital, canceló la edición especial que ya se empezaba a imprimir en las rotativas, porque no quiere que la muerte del cura sea usada como bandera de lucha, por la oposición. Todo esto, ocurre el preciso día en que el Gobierno de facto cumple su primer año en el poder.

    El periodista Olmedo no sabe que el destino le tiene reservado los roles de testigo y protagonista en este capítulo de la historia de su país.

    2

    H ELENA OLMEDO CON sus veintiocho años, una agraciada figura y una cautivadora sonrisa, se prepara para salir de su casa. Por las tardes a eso de las siete, su esposo Adrián se enclaustra en el sencillo despacho, que ha instalado en su domicilio en Villa Dorada. Por las mañanas mientras trabaja en el diario, ella aprovecha para organizarle sus escritos. La falta de espacio y de una oficina mejor equipada en casa, no le dificultan su labor. Cuando traspapela alguna crónica, se demora menos en reescribirla, que en encontrar las páginas perdidas. Aunque su esposa trata de que eso no ocurra, le dice que para eso la tiene ella. P ara Adrián Olmedo, una crónica no se puede escribir dos veces. Es como una hija, puedes tener otra parecida, pero no es la misma, es otro s er.

    —¿Vas al gimnasio?—le pregunta casi maquinalmente, sin apartar la vista de su teclado donde está dando el toque final a su último reportaje.

    —Sí. Se me hace tarde y no quiero llegar atrasada. ¿Puedes pasar por mí a la vuelta? Dicho esto se le acerca, le pone las manos en la espalda y con un suave movimiento de los dedos lo masajea y le da el beso de despedida, cuidando de no dañar el rouge de sus labios.

    Adrián levanta la vista, quitándose sus gafas de leer y se detiene a contemplar a su joven esposa. Se siente orgulloso de ella. Su silueta resalta en su acertado pantalón oscuro que combina a perfección con la blusa clara que envuelve erguido su busto, dejando al descubierto un discreto, aunque atractivo escote. Sugerente indicador de la firmeza de sus pechos tan firmes como su carácter. El chaquetón de piel, recibe el borde inferior de sus negros cabellos que son una alegre cascada azabache semi-ondulada cayendo con naturalidad sobre su perfumado cuello y la espalda, esparciendo el femenino aroma.

    —Luces muy bonita esta tarde. ¡Cuidado con los don juanes! Tengo que despachar dos reportajes esta noche, de modo que no podré pasar a buscarte de regreso, por favor toma el bus. ¿Me disculpas? Si se te hace tarde, tomas un taxi.

    —Claro que sí. Eso no es problema para mí. Termina tu trabajo, eso es lo más importante. ¡Chao!

    Atraviesa la casa taconeado en demanda de la puerta, esparciendo el sutil y persistente aroma del perfume que queda navegando en las cortinas y la alfombra de la sala como un incienso que impone su presencia en el hogar, aún durante su ausencia.

    Adrián Olmedo abandonó sus estudios de Leyes en contra de la voluntad de sus padres y se dedicó al periodismo. Pensó que era por corto tiempo, mientras ganaba algún dinero para costear su carrera académica, lo exitoso de sus reportajes, y la falta de interés por la universidad, lo casaron con la profesión. Su carrera empezó sin darse cuenta. Empezó como reportero caza-noticias en El Mercurio y luego pasó a la sala de redacción donde ahora es un destacado cronista. Lo que ha hecho famosos sus reportajes es la acuciosidad en la búsqueda de cada detalle de la información, la que presenta con sencillez, dentro de un estilo periodístico literario tan desenvuelto que raya en lo liberal, aunque no se deja llevar por la pasión desmesurada de los periodistas de su generación. A esto se agrega la dimensión humana de sus trabajos que lo han consagrado en el extranjero como un legítimo escritor de línea independiente, situándolo en una doble realidad. Sus escritos son apetecidos en prestigiosas publicaciones y periódicos europeos y por otro lado, los mismos son vistos como un peligro social en algunos sectores de su país, creándole limitaciones para publicarlos en la prensa nacional.

    Sobre su escritorio, en los gabinetes, armarios y estanterías se amontonan los voluminosos álbumes de recortes, fotografías, facsímiles, apuntes, grabaciones magnetofónicas y literatura de actualidad que conforman su archivo personal. Cuando la acumulación de material escrito sobrepasa lo aceptable, Helena empieza de nuevo, el cuidadoso proceso de la clasificación de los datos que documentarán sus reportajes y los mantiene a mano para su constante actualización.

    Afuera la tarde otoñal se desliza silenciosa por las calles de Villa Dorada, conjunto habitacional de clase media, posado como una gaviota en una loma de la ciudad costera. A la distancia, en la línea del horizonte se avista el azul añil del océano. En la costanera, la herradura de edificios modernos, que circunda las playas le da a la ciudad una nueva visión, es la pequeña Copacabana del Pacífico Sur.

    El viento de septiembre se llevará las nubes invernales y volverán los bulliciosos días en que los veraneantes de la capital y turistas argentinos vuelvan a comprar sol y a cambiar su blancuzco tono de piel, por el dorado que le pintan los días de playa. En los arrebolados atardeceres, acompañarán al astro rey, que se dará con ellos su diario baño en las cromáticas olas crepusculares.

    Los dedos de Adrián han cesado de martillear su Olivetti y permanece pensativo. El teclado ha desaparecido de su conciencia, una laguna mental lo anula por completo. Quiere concentrarse en su trabajo, pero no lo logra. Desde hace un tiempo le está ocurriendo lo mismo. Sin ser un fumador habitual, esta vez recurre a un Dunhill, lo aspira con lentitud saboreándolo con calma, le sabe aromático al comienzo, pero luego le asquea. Vuelve a lo suyo. Relee sus últimas líneas: El repentino deceso del padre Visconti abre variadas interrogantes en algunos sectores de la ciudadanía debido a su variada obra, que trasciende fronteras. Sólo pedía que la Iglesia abriera una ventana . . . ¡No hay caso! Ha perdido su concentración, trata de cambiar el tema. La diversificación de la economía, obliga a establecer nuevos polos de producción que paulatinamente irán absorbiendo la mano de obra cesante. Sin embargo este proceso puede demorar hasta diez años . . . Pero igual, su cerebro está bloqueado. No puede seguir escribiendo sobre un tema impuesto por la dirección de su diario. Siente que la realidad social del país es otra. No puede escribir de diversificar los mercados cuando la masa de desempleados espera de sus autoridades soluciones prácticas y no teóricas a su desesperada situación. Sus chiquillos necesitan comer hoy, no mañana. Adrián Olmedo sabe que muchos menores no pueden esperar hasta que el modelo económico empiece a dar sus frutos. Como periodista conoce la dura realidad de una amplia masa de trabajadores que han perdido sus puestos de trabajo y que ahora se debaten entre el hambre y la miseria, mientras los comercios de las grandes ciudades exhiben sus vitrinas abarrotadas de bienes de consumo, proveniente de todo el mundo. Siente que la nueva sociedad se está cimentando dentro de un marco de insensibilidad social y él no se siente obligado a escribir lo que otros quieren que escriba. Es muy independiente para ello.

    El silencio absoluto de la casa vacía también le irrita. Los niños están pasando una semana en casa de los abuelos. Pero sabe lo que le ocurre en su pecho. Hay una explicación para esa inestabilidad emocional. Toma el teléfono, marca un número y no hay respuesta al otro lado de la línea, eso le preocupa más, su inquietud se transforma en nerviosismo. Ella no está en la oficina, ni tampoco en casa. La madre de su amiga le contesta que ha salido de compras con el esposo. Una mezcla de rabia y celos lo enerva. Deja el escritorio y se acomoda en su sillón de cuero favorito, a través de la ventana vislumbra el rítmico saludar de los arbustos a la brisa y el cabalgar de oscuras nubes en el firmamento. Aspirando con pausa otro cigarrillo, medita en lo que se ha transformado para él Nora Altamirano. La amistad que naciera espontánea, trabajando juntos largas horas en el departamento de redacción del diario, haciendo reportajes en el terreno y sobreviviendo a la presión del trabajo, fue generando una corriente de afinidad a través del tiempo, que les permitió llegar a conocerse en su fuero interno.

    A sus treinta años, siente que carga un siglo a sus espaldas. Sale a caminar por las calles que están siempre vacías, en el conjunto habitacional donde viven sólo profesionales. No tienen el cálido bullicio de chiquillos pateando una pelota, ni vecinas asomadas a las ventanas o a las puertas, prestas a repartir ¡holas! a quien quiera contestarles, como era el barrio donde se crió. Su silueta disminuida se pierde en los silenciosos rincones de Villa Dorada. El atribulado periodista sabe que su relación con Nora no puede seguir en esa forma, pues lo que hasta hoy es secreto, mañana no lo será. Sabe que ama a Helena, su esposa y siente que ella le corresponde igual, pero ahora está saltando la sagrada barrera de lo prohibido, rompiendo el sublime encanto de su matrimonio.

    En lo profesional ha ganado un prestigio que le ha abierto caminos en el exterior. Sus crónicas ya aparecen en publicaciones de Europa e importantes universidades de la Europa del Este. Siempre está alcanzando nuevas metas. Pero no le ocurre lo mismo en lo personal. Hasta el momento Helena parece no saberlo, pero también pueda ser que lo sospeche y esté silenciosa esperando la mejor oportunidad para enfrentarlo.

    Al doblar una esquina, oye que le llaman.—¡Hola Adrián! Se vuelve y ve a Marta Gonzáles, que se le acerca. Ha regresado al barrio donde pasó su infancia. Hace una semana que se vino a vivir con sus tíos, que le están pagando una carrera en la universidad. Su propusieron educarla hasta hacerla una profesional.

    —¡Hola Marta! Me alegra mucho verte después de tanto tiempo. Supe que estás de vuelta a tu bario. No has pasado por la casa a saludarnos, estás muy presumida.

    —¡Mire quien habla! Eres tú el engreído. Si desde que volviste de Estados Unidos ya ni saludas como antes. Estás muy encumbrado ahora.

    —No es eso. Tienes que perdonarme, si con la prisa no te veo, ya sabes que soy muy distraído.

    —Sabes que no te la creo. Pero de todos modos, estás perdonado, mi amigo. Lo que pasa es que siento envidia por el éxito que tuviste en tus reportajes desde Nueva York. Los leí todos, no me perdí ninguno. El mas celebrado fue cuando fuiste el primero en llegar al lugar del accidente del Almirante. Fue un acierto internacional. Lo comentamos en

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