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Sublimación
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Libro electrónico265 páginas4 horas

Sublimación

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En los seis cuentos presentes en esta obra se plantean cuestiones como el amor al prójimo, la ley de causa y efecto y la reencarnación. Historias reales y conmovedoras abordan el suicidio, sus terribles consecuencias e implicaciones morales. 
Este libro demuestra la importancia del Espiritismo como guía de vida y trae un hermoso mensaje consolador para los momentos de fragilidad y prueba, especialmente para aquellos que buscan caminar hacia la evolución espiritual.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 ene 2023
ISBN9798215421093
Sublimación

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    Sublimación - Yvonne A. Pereira

    PREFACIO

    Este libro no es precisamente nuevo. Una parte de él; es decir, los cuentos por el espíritu León Tolstoi, tienen precisamente diez años. Los dos últimos capítulos, firmados por la entidad Charles, tienen aproximadamente treinta años. Si me preguntan por qué se guardaron durante tanto tiempo, no sabré responder. Es de creer; sin embargo, que la benevolencia de sus autores espirituales se aprovechó de mi fuerza para trabajos más difíciles y dejo estos más ligeros, ya esbozados, para la parte final de mi viaje psicográfico literario. De todos modos, aquí está "Sublimación." Estoy feliz en entregarlo, ya que las grandes emociones que me ha proporcionado la visión que me dado contemplar durante la su recepción, y vivir todos los días con las dos queridas entidades que lo han dictado, es que más agradecida que puedo sentir y conocer en el desempeño de la tarea mediúmnica.

    Que el lector lo acepte, como producto del amor de dos grandes trabajadores del campo espírita: León Tolstoi y Charles.

    Yvonne A. Pereira

    Río de Janeiro, 18 de mayo de 1973

    PRESENTACIÓN

    Hace muchos años, antes de dejar mis despojos carnales en la Tierra, prometí a Dios y a mí mismo escribir algo que combatiera el suicidio. Sin embargo, no me ha sido posible cumplir la promesa, hasta ahora, ya que no tenía argumentos y posibilidades con que demostrar la lógica del mal que él, el suicidio, representa para la humanidad. A menudo me angustiaba la noticia que una y otra, y otras mujeres, embelesadas por la pasión del amor humano, habían imitado el gesto de cierta famosa heroína en una de mis novelas1, habiendo sufrido la tragedia de un suicidio, inspiradas por ella. En más de un libro escribí luego pintó el suicidio de sus héroes, dejando; sin embargo, de presentar el concepto moral, con secuencia aterradora de tal gesto en la vida de la adición al que lo practica sobre la Tierra. Si los delincuentes se inspiraron en las historias que conté, siempre leí y acepté, me sentí culpable, causante de esa desgracia, y hasta lamenté la inspiración que me llevó a cerrar dramas íntimos y sociales con suicidios tan impactantes como que creé para mis personajes. Me arrepiento de la falta ante Dios y ante los lectores, declarando que he estado haciendo todo lo posible para repararla.

    Después de mucho tiempo de una paciente expectativa, encontré maneras de comenzar a tratar de cumplir la promesa, al menos en lo que respecta a la literatura. Si mi mente, engendrando suicidios literarios que dieron forma a otros suicidios, me envolvió en esta banda atormentada, hoy, superando el desequilibrio que de ella resulta, trataré de consolar los corazones frágiles, vacilantes en las horas difíciles de la prueba, alejándolos así del espantoso abismo.

    Que Dios bendiga a las almas buenas que me ayudan a quitar de mi conciencia el peso del remordimiento que comprometió mi paz.

    LEÓN TOLSTOI

    Río de Janeiro, 13 de junio de 1973

    OBSESIÓN

    LEÓN TOLSTOI

    La observación demuestra que, en el momento de la muerte, el desprendimiento del periespíritu no se completa repentinamente, sino que, por el contrario, opera gradualmente y con una lentitud muy variable según los individuos.

    Estas observaciones prueban todavía que la afinidad, persistente entre el alma y el cuerpo, en ciertos individuos, es, a veces, muy dolorosa, porque el espíritu puede experimentar el horror de la descomposición.

    "El Libro de los Espíritus", de Allan Kardec, Parte 2ª, cap. III, Del Regreso del Espíritu, extinguida la vida del corporal a la vida espiritual, n° 155.

    Katya Andreevna asumió el papel de manos la criada, que le había dado por bondad, para ocultar la dirección de la casa. Ella le agradeció dulcemente, con un ¡Dios te lo pague, madrecita!, pronunciado en un susurro, y comenzó a escribir una carta a su amiga Aglaida Petrovna, la esposa de un experto en cosas relacionadas con los espíritus y el otro mundo, o, mejor dicho, al mundo de las almas.

    La historia tuvo lugar en una finca en las afueras de Smolensky, no lejos de Moscú, creo que hacia el año 1907, pero la carta fue escrita desde habitación privada Nº 6 de un hospital para dementes en Moscú.

    Aquí está la carta:

    – "Mi querida amiga Aglaida Petrovna:

    Parece increíble que después de tantas decepciones soportados, de confusión y expectación, mis verdugos – mi familia, si prefieres – vinieron a encerrarme en una habitación, la misma desde la que te escribo, con una sola ventana y este mismo cercado con barrotes de hierro forjado como las ventanas de prisiones. El aire aquí es húmedo, pesado, oliendo a arcilla húmeda, al igual que todos los lugares no visitados por el aire fresco del campo o desinfectados por los rayos de protección del sol. Para tiritar de frío en este oscuro y cubículo de opresión, los dientes chocan entre sí, hacer no sé si por frío o por nerviosismo, por sentirme tan sola; mis dedos, rígidos, apenas tienen agilidad para mover la pluma y escribir, y desde aquí no veo ni siquiera el horizonte azul, sino una estrecha tajada amarronada de la atmósfera, donde la brisa fragante de cualquier prado florido o las bandadas festivas de las golondrinas viajan revoloteando, aunque la primavera ya va por la mitad de su estación. Y ni siquiera la soledad de las horas, el ruido de los campesinos en el trabajo de los cultivados deciatines2, ni el balido de las ovejas o el mugido del ganado, ni el ladrido de los perros guardianes, ni el graznido de los gansos salvajes y las sanas risas de los niños de nuestro pueblo, durante las corridas pausadas.

    Todo esto, Aglaida Petrovna, amiga mía, ha sido reemplazado ahora por el grito frenético de mis compañeros de desgracia, por las risas de las multitudes histéricas en el patio, por las blasfemias de los furiosos que se han vuelto locos, de hecho, después de tanto tiempo mucho sufrimiento incomprendido, de tanta violencia e incongruencia de los tratamientos aplicados como forma de recuperación, y cuando ya no pudieron resistir el disgusto de verse así relegados de su propia casa, heridos por la añoranza de los que más amaban y que eran tan desagradecidos fueron a tirarlos a este lugar siniestro donde se reconocen enterrados vivos antes de volverse locos... porque mi amiga, aquí adentro se volvieron realmente locos: para asaltar aquí solo fueron atacados por causas insólitas, los señores médicos psiquiatras tienen aun no ha sido capaz de comprender, de superar...

    No sé, Aglaida Petrovna, amiga mía, si alguna vez trataste de comprender qué es, en realidad, un hospicio de alienados. Pero, estoy autorizada a revelarte que un hospicio es la extensión de un infierno mitológico, que ni siquiera la imaginación ardiente de nuestros popes serviciales puede imaginar. Es ciertamente la filial, si no la casa mater, de ese infierno que los réprobos del otro mundo han ido creando con la fantasmagoría de sus propios pensamientos prostituidos por los siete pecados capitales practicados durante su vida. Lo que sí sé es que dejé de caminar por estos pasillos inmensos, por las galerías y los patios, para no cruzarme en el camino con esos fantasmas alados que, junto a nosotros, los considerados enfermos mentales, recorriendo todos los rincones de este manicomio, algunos, en gritos de alarma, como de réprobos, haciéndonos gritar también a nosotros, por el terror que nos comunican sus odiosas amenazas; otros, desesperados y enfurecidos, vengadores ante las visiones de los males que padecieron en el pasado, induciéndonos también a nosotros a furores indecibles, por las revueltas que sus hazañas suscitan en nosotros, y otros aun, tan dolientes, feos y repulsivos, con sus miradas enrojecidas, sus túnicas negras y rotas, sus túnicas largas cual mortajas aterradoras, esa locura también nos llega a nosotros y nos ponemos a reír con horror y terror, sin darnos cuenta de por qué nos reímos, cuando sufrimos tanto, sin poder parar de reír, cuando nuestro deseo sería más bien llorar, como si nuestros nervios, nuestra mente, nuestras fuerzas vibratorias psíquicas estuvieran contaminadas por un virus desconocido de la humanidad, virus psíquico sin afectar nuestro sistema animal orgánico, arruina; sin embargo, todo nuestro sistema de vibraciones nerviosas y cerebrales por radiación, reduciéndonos a la anormalidad que, en el tiempo, sienten los constreñidos. A veces, mi querida Aglaida Petrovna, me encuentro interrogándome, durante las singulares conversaciones que he tenido últimamente con individuos alados y desconocidos que me visitan, infundiéndome coraje y esperanza de días mejores3. Pregunto ¿quiénes son los verdaderos locos, nosotros, que estamos aquí presos, o los que construyeron este oscuro edificio, sin pedir la intervención del cielo para curarnos, ya que ellos mismos confiesan que son incapaces de hacerlo?

    No estoy loca, estoy bastante segura de ello. Los locos no piensan, y yo pienso y reflexiono profundamente. No recuerdan, mientras yo recuerdo hasta los juguetes de mi infancia, hasta la ingratitud con que los falsos amigos me pagaban el bien que les hacía. Los locos tampoco aman, mientras mi corazón se llena de santas emociones y de muy dolorosos anhelos, ante la invocación de mi Theodor Theodorovitch. Lo que sucede en mí, según los individuos alados que me han estado visitando amablemente últimamente, es un evento extraño y hermoso, aunque también dramático, que creo que es desconocido para la mayoría de los hombres, ya que nunca antes había oído hablar de él. ¡Veo a los que han muerto, Aglaida Petrovna, amiga mía! Sí, los veo, les hablo, me río con algunos, vivo con muchos, nuestra conversación es normal, aunque no agradable, según el carácter del interlocutor, pero nadie cree que realmente pueda hacerlo y me declaran loca. Me internaron en esta celda solo por eso, sin embargo, sé que ahí estoy, absolutamente loca, como supongo. Pero auguro que enloqueceré de indignación, malestar y asombro si me retienen aquí sin proveer medios legítimos para mi curación. Porque, Aglaida Petrovna, amiga mía, estas drogas que me dan a ingerir, estas pastillas, estos polvos, estas tisanas y estos choques solo logran deprimir aun más mi organismo y excitar mis revueltas internas, profundizando la preocupación que le pasó a Theodor Theodorovitch me ha estado provocando, un acontecimiento que no entiendo, que me alarma, me confunde hasta la perplejidad. Yo prefiero tener la oración comprensión del amor, el consuelo santo de una invocación al Creador por lo que me pasa y a Theodor, porque pienso que, si tantas luminarias de la ciencia no me pueden curar de lo que siento, será porque no estoy enfermo, solo me debato entre fuerzas desconocidas para los hombres, según me han informado mis amables visitantes alados, fuerzas que solo Dios podrá dominar para resolver.

    Pero no sé si sabes cómo y por qué vine a parar aquí. Todo sucedió unos días después del desastre con mi Theodor Theodorovitch.

    Conmocionada por el hecho de su inesperada supuesta muerte, durante una cacería de oso, como sabes, cuando fue herido en el pecho por un disparo de carabina, pasé esos primeros días en ataques de desesperación que desorganizaron por completo mi sistema de vibraciones nerviosas, como dicen mis médicos aquí. No dormía, no comía, y se me olvidó orar a Dios por los intentos de amoldarme a la situación. Al cabo de más o menos treinta días, ya agotada por el sufrimiento, logré dormir toda la noche. Pero después de un tiempo, tal vez media hora, tal vez una hora, no sé, me desperté sobresaltada, escuchando los gritos de Theodor Theodorovitch, llamándome:

    – Katia Andreevna, Katienka, querida, ¡ayúdame! ¡Me enterraron vivo, suponiéndome muerto, cuando solo estaba desmayado! ¡Sálvame, Katienka, sálvame, tu prometido esposo, tu querido papito! ¡Estoy bajo tierra, Katienka, atrapado en una fosa en el cementerio, sin poder salir...!

    Salí de la cama presa del pánico, pero también loca de alegría, al darme cuenta que mi amado prometido estaba vivo. Y, bajo el impulso de esta alarma, salí corriendo de la habitación, me vestí a toda prisa, no por perder el tiempo, sino respondiendo a Theodor, que seguía gritándome:

    – Theodor Theodorovitch, ¡te salvaré pronto, mi querido amor, mi esposo, mi papito! Sí, te veo, te reconozco, sé que estás vivo, escucho lo que dices, no estás muerto, no, y te libraré de tu tumba...

    Y llamaba a la mamienka, la batiuchka4 para que le trajeran un pico, una azada, una pala y me acompañasen al cementerio porque Theodor estaba vivo, me llamaba y debía ayudarlo antes que la asfixia lo envolviese todo, provocando su muerte.

    Con mis gritos, todos en la casa se despertaron y se produjo un alboroto indescriptible. Me sujetaron, me detuvieron a la fuerza, no permitiéndome vestirme decorosamente, calzarme las botas para ir al cementerio, porque amanecía y caía la última nevada del año, blanqueando las calles del pueblo.

    Luché con furia, repeliendo la opresión de aquellos que no eran más que asesinos despiadados, que habían enterrado vivo a mi Theodor y ahora me impedían correr a liberarlo. Pero todos se habían combinado fuerzas en mi contra, no me creyeron o fingieron no creerlo cuando les pedí que silenciaran un poquito para que también escucharan gritos de Theodor pidiendo ayuda. La Mamacha5 lloraba, arrodillada frente al icono6 repitiendo inclinándose fervorosamente:

    – Señor mi Jesucristo, Hijo de Dios, Redentor nuestro, salva de la locura a mi querida hija, la pobre niña sufre la muerte inesperada del novio de su corazón, a quien tanto amaba. ¡Sálvala, sálvala, Señor! ¡Y te prometo darte dos velas de cera, de un metro cada una, y una para ella, y otra para mi igual!7

    Mi padre había salido corriendo a la calle diciendo que yo deliraba y que había que buscar al médico, a pesar de la madrugada, mientras Illia y Yakov, torciéndome los brazos a la espalda, me sujetaban entre sus manos obligándome a una dolorosa inmovilidad.

    Pero a la tarde siguiente evadí la vigilancia que me impusieron y logré salir.

    Tomé la azada, el pico y la pala, yo mismo enganché el trineo al caballo blanco, que es más manso que el bayo, y lo guie con facilidad, cosa que nunca antes había hecho.

    Al llegar al cementerio, me encontré a la tumba todavía fresca de Theodor Theodorovitch, cansada del camino y tremiendo de la angustia. Allí estaba, a medio camino de su tumba, sin poder levantarse y liberarse del montón de tierra y piedras que lo oprimían. Tenía los ojos desorbitados, abatidos, la boca abierta como si intentara aspirar aire sin conseguirlo, las manos apretadas, aferradas a los bordes de la cueva, y las mejillas tan blancas y huesudas que antes parecían rostros. de un fantasma

    – ¡Ayúdame, Katienka, sálvame! ¡Me asfixio, me asfixio bajo esta tierra! Estoy vivo, querida, y soy tuyo, ¿ya no me reconoces? ¡Me dieron por muerto y me enterraron vivo...!

    No temblé. Era necesario demostrarle que lo reconocía y lo seguía amando. Comencé a cavar la orden de liberarlo, loca de alegría por encontrarlo con vida, y para calmarlo e infundir su mente mientras retiraba la tierra, comencé a hablar con él, en ese momento decisivo para nuestras vidas, con nuestro fraseo habitual:

    – Estoy aquí, Theodor Theodorovitch, el prometido que Dios me dio, mi querido esposo santo, y ya te libertaré, tranquilízate... Solo un momentito más, dulzura de mi vida, mi papito, mientras retiro esta tierra con una azada y la pala que yo traje... y vendrás a casa conmigo para hablar de nuestra boda, porque la primavera está llegando y se acordó que nos casaríamos ahora mismo... Ánimo, valor, mi Theodor Theodorovitch...

    Pero no pude desenterrarlo porque llegaron mis torturadores; es decir, la mamienka, batiushka, Illia, Yakov, los vecinos y hasta nuestro pope, que es de gran ayuda para el bien del prójimo, pero que, esta vez, me dolió.

    Me agarraron, me amarraron con cuerdas y me llevaron a casa en una horrible carreta, mientras yo gritaba desesperadamente que me dejaran salvar a Theodor Theodorovitch, que se ahogaba bajo tierra.

    Pero no me respondieron. Tampoco me desanimé, Aglaida Petrovna, amiga mía, porque mi amor es fuerte como el viento de las tormentas, invencible como el océano, y no puedo dejar de escuchar los gritos de mi Teodoro, que aun vive y sufre.

    Han pasado días – no sé cuántos días, a veces me siento un poco olvidadiza de las cosas, por la angustia y la aflicción que me torturan –, pero hace unos días, como pueden ver, paró la nieve y me di cuenta que se había detenido. La primavera finalmente había llegado. La voz de mi amado seguía llamándome, angustiado, desesperado. Hubo muchas noches no pude dormir y me sentí consumida. Pero, aun así, sin dormir, parecía que estaba soñando... y entonces yo iba hasta el borde de la tumba de Theodor, a visitarlo, lo veía desesperado y escuchaba lo que decía, desecho en llanto:

    – ¡Mira, Katienka, madrecita, me ha sucedido una desgracia! ¡Estoy vivo y estoy muerto al mismo tiempo!

    Zozobré en una pesadilla que me agarra como los tentáculos de un pulpo a un ser humano, impidiéndome raciocinar. Me veo partido en dos: uno bajo tierra; el otro, tanto debajo de la tierra como sobre la tierra... Uno está vivo y el otro está muerto... No entiendo nada... Algún enemigo sin corazón ha estado practicando brujería contra mí... ¿Tal vez sea fue Nikolai Prokofitch, que gustaba de ti? ¿O tal vez fue el Yvan Semione, que andaba codiciando mi caballo de carreras? Sí, me volví loco de desesperación, sin entender nada de lo que me pasó. Estoy absorbido por una demencia que ni siquiera existe en el infierno. Ayúdame, Katya Andreevna, si es verdad que me amas... Llama a mis hermanos, a mis amigos de la caballería, a los vecinos, a la policía... Libérame de esta carga inexplicable...

    Soñado, y soñé tanto que hace unos días me fui, resuelta a todo.

    Hacía sol y noté que el cielo estaba azul y diáfano, que los árboles estaban engalanados con follaje nuevo; la nieve, derritiéndose, goteaba de las cornisas de las casas y de las ramas de los pinos, formando chorros relucientes en el suelo, a la luz fluida del sol, mientras los pájaros, inquietos, saludaban la nueva estación del año, disfrutando sus alegres chirridos.

    Era la vuelta de la primavera... Y mi boda con Theodor Theodorovitch iba a tener lugar ahora, en esa primera semana festiva.

    Cuando llegué al cementerio, las golondrinas me saludaron con sus gritos tumultuosos, escondidas entre los brazos de los cipreses, y comprendí que ellas, solidarias conmigo, cantaban para animarme, diciendo así:

    – "Aquí viene Katienka,

    feliz novia,

    Busca al marido

    Que Dios le dará,

    Para casarse con él...

    Es Theodor Theodorovitch,

    Altivo y elegante.

    Capitán de cosacos,

    Recto y valiente,

    Rubio y hermoso,

    Sonrojado y sonriente,

    El mejor caballero

    Del Don, de Tula y del Volga...

    Katya y Theodor

    Se van a casar

    En tiempo de flores,

    De risas y fiestas...

    Sean felices,

    Katia y Theodor, Marido y mujer,

    Mujer y marido

    Que Dios los bendiga.

    Sean dichosos...

    Que el cielo bendiga

    Tu vida y tu hogar...

    Mi santo esposo, que Dios me iba a dar, lloraba, desconsolado, pobrecito, sentado sobre el montón de tierra y piedras en su propia tumba, con las manos cubriendo su rostro, como un pobrecillo sin pan ni familia, no ya no puede gritar y hablar, quejándose de somnolencia y fatiga.

    Yo lo llamé:

    – Theodor Theodorovitch, mi santo amor, vamos, vine a buscarte, es la hora para nuestra boda, prometiste casarte conmigo, ahora, en primavera... ¿No oyes el saludo de las golondrinas...?

    Pero, inexplicablemente, mi santo amor que Dios me dio respondió:

    – No, Katya Andreevna, querida madrecita, no puedo ir contigo, ¿no lo ves? No puedo soltarme de aquí... Estoy atado al otro, al otro yo que está aquí, sofocado y miserable, y no lo suelto... ¿Qué hacer, Katya Andreevna, querida? ¿Qué hacer? No puedo casarme contigo...

    Empecé entonces a cavar como la otra vez, a cavar, a cavar, a cavar para ver también lo que había debajo de la tierra, y no entendía qué podía ser, y así solté a Teodoro. Pero, de repente, vino el corriendo el enterrador del cementerio, con un modo grosero y me asustó hasta incomodarme:

    – ¿Qué haces ahí, Katya Andreevna? ¡¿Estás loca, chica descontenta con la suerte?! ¡No puedes hacer eso! ¡Dame esa azada! ¿Dónde la encontraste?

    – ¡Esta azada es mía y no quiero dártela! Necesito ayudar al santo esposo que Dios me quiere dar... Está vivo...

    Nosotros discutimos. Le pedí que me ayudara, en vez de insultarme con esa frase, porque necesitaba liberar a Theodor Theodorovitch, que estaba ahí, llorando, pero que también estaba atado, ahí abajo, en el otro mismo, como me explicó...

    El enterrador se rio de

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