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Esmeralda: Zibia Gasparetto & Lucius
Esmeralda: Zibia Gasparetto & Lucius
Esmeralda: Zibia Gasparetto & Lucius
Libro electrónico516 páginas7 horas

Esmeralda: Zibia Gasparetto & Lucius

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Información de este libro electrónico

Esmeralda era gitana, orgullosa y absoluta. El misterio de su danza arrancaba olés y aplausos acalorados. Siempre deseada, despertaba grandes pasiones. Pero no amaba a nadie. ni se importaba con el dolor de sus apasionados. Sin embargo, un día, Esmeralda encontró un amor que arrastró consigo su destino.

¡El éxito que conquistó a miles de personas, finalmente en español!

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ene 2023
ISBN9798215525883
Esmeralda: Zibia Gasparetto & Lucius

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    Esmeralda - Zibia Gasparetto

    Zibia Gasparetto

    Esmeralda

    Por el Espíritu

    LUCIUS

    Traducción al Español:

    J.Thomas Saldias, MSc.

    Trujillo, Perú, Julio, 2019

    Título original en portugués:

    Esmeralda

    © Zibia Gasparetto, 1985

    Revisión:

    Melisa Bautista Torres

    Cristofer Valdiviezo Pintado

    Lima, Perú

    World Spiritist Institute      

    Houston, Texas, USA      

    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrada en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Peru en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    Prólogo

    Todos nosotros escogemos libremente nuestros caminos. Presionados por las emociones, basados en nuestros sentimientos, envueltos en nuestras ilusiones.

    Escogemos al preferir esta o aquella oportunidad, al hacer este o aquel ideal, al colocarnos en nuestros propios ojos los lentes con los cuales preferimos ver la vida, las personas, las cosas.

    Todo es nuestra elección. A pesar de eso, muchas veces, nos rebelamos cuando, al toque de la realidad que siempre toma el nombre de desilusión, el reflejo de nuestras decisiones nos alcanza el corazón, con respuesta diferente a la que esperábamos; sin embargo, la única posible como reacción a nuestros actos.

    Equivocarse al elegir es un hecho tan común en todos nosotros como la presencia del sufrimiento y del dolor, instrumentos de reajuste a los que somos merecedores.

    Rebelarse frente a las consecuencias de nuestros propios actos es tan ingenuo e inadecuado como nuestra terquedad en conducir la vida como si ella pudiese obedecernos, sirviendo a nuestras fantasías e infantilidades.

    La vida es perfecta dado que es creación de Dios. Siendo así, sus respuestas guardan la sabiduría divina. Ningún hombre podrá controlarla. Al contrario, hay necesidad de comprenderle la esencia y buscar armonizar a su movimiento, que es la garantía de nuestra felicidad, por cuanto su único propósito y objetivo es el de hacer nuestros espíritus más conscientes a las verdades eternas que guarda en su seno, y felices participantes de la alegría divina que todo mueve y armoniza en el bellísimo concierto universal.

    Al traer en este libro pedazos de nuestra memoria, recordando acontecimientos de otros tiempos, tenemos el objetivo de mostrar a través de los hechos reales las respuestas que tuvieran de la vida donde cada uno de los protagonistas escogió su rumbo.

    Es claro que, tanto ellos como nosotros mismos continuamos en nuestra trayectoria, escogiendo nuevos rumbos y recibiendo las respuestas y estímulos de la vida. No obstante, en este flash que relatamos de sus vidas, podemos, quién sabe, encontrar en sus emociones y luchas reflejos de nuestros deseos más íntimos y, de esta forma, percibiremos con anticipación las respuestas que la vida nos daría, en este o en aquel derrotero, y podremos así orientar nuestras decisiones para colocar en nuestros caminos más alegrías, más felicidad y más paz.

    Estos son mis deseos.

    Lucius

    São Paulo, 13 de julio, 1983

    Capítulo I

    ¡España! ¡Tierra de ensueño! Sol, flores, músicas, colorido.

    ¡Valencia! Ciudad del sol, de las mujeres, de los amores y de la música. Sus calles están cubiertas por los recuerdos de los tiempos y por el polvo de los siglos.

    Agosto, 1812. La ciudad en fiesta y el ruido alegre de los peregrinos que demandaban la Plaza para la fiesta del Patrono de la comunidad.

    Carlos caminaba alegre, tenía alas en los pies, música en los labios, flores en el sombrero y alegría en el corazón.

    Juventud: ¡todo cambia con su toque mágico, todas las cosas se embellecen!

    Agosto, 1812. Fiesta en Valencia, veinte años, juventud, fuerza y belleza, ¿cómo no sonreír?

    ¿Cómo no jugar con el amor de las mujeres ardientes de la Andalucía, como no tocar la guitarra a ritmos locos? ¿Cómo?

    Agosto, 1812. España. Valencia. Fiesta. Luz. Plaza regurgitando. Olor gustoso de castañas en la brasa, de los biscochos rosqueados y de las bromas ingenuas. El joven alcanzó la plaza sintiendo en la boca el gusto de vivir. El mundo era suyo. Él era el dueño de todo. En medio, las tribunas de colores de San Agustín, en el pregón de las subastas el alarido alegre y la humareda de las hogueras, donde las carnes eran asadas. En el centro, los toneles de vino y los bebedores inveterados contando sus sátiras y sus mentiras.

    Carlos quería bailar. El sonido de la guitarra y de la música gitana lo animaba. Vistiera ropa colorida de los jóvenes de la calle, lejos del palacio oscuro de los suyos y de la disciplina de los parientes. Sus muros pesaban, su severidad lo atormentaba. Era verano y había fiesta entre el pueblo. Él quería estar entre ellos. Vistiera ropa plebeya. Nadie lo viera salir. Caminó contento. ¡Bailar! Era eso.

    De paso, agarró una copa de vino y la bebió satisfecho. Hasta el vino común le pareció infinitamente mejor que el de su bodega.

    Una gitana revoloteaba entre sus pares que bailaban en la calle. Se sumergió en la música y en sus brazos. Su cuerpo joven y bello parecía tener alas y en su rostro sonrojado había satisfacción y éxtasis. Parecía irreal y distante.

    Carlos la enlazó, bailaran juntos, ¿cuánto tiempo? ¿Una, dos, tres, cuatro horas? Hasta que la noche cayó y se lanzaran, riendo, exhaustos y felices, al suelo.

    La fiesta proseguía y los labios de la gitana tenían el color y la frescura de los botones de rosa. A cierta altura él no se contuvo, la llevó para un lugar desierto y en el campo desierto, a la luz de las estrellas, se amaran locamente.

    Después, mirándola a los ojos, Carlos indagó:

    – ¿Cómo te llamas?

    – Esmeralda.

    – ¡Esmeralda! Joya preciosa.

    – Y, tú, ¿cómo te llamas?

    – Ricardo – mintió él por fuerza del hábito. Ella le acarició el rostro con suavidad.

    – No eres gitano. ¿Quién eres?

    – Nadie. Un pobre diablo. Pero yo te amo – ella se rio satisfecha.

    – No nos separaremos más – sentenció decidida –. Vendrás con nosotros. Si no eres nadie, puedes ser gitano.

    Él sonrió entusiasmado. ¡Si él pudiese! ¿Por qué no? Tal vez fuese posible quedarse una temporada entre ellos. Sería fascinante.

    Acarició la cabeza morena de la gitana, cuyos cabellos sedosos y ondulados levantaban delicados caracoles que la danza liberara.

    – ¿Puedo ir contigo?

    – Claro. A Miro no le va a importar. En cuanto al resto, déjamelo a mí. Nos quedaremos juntos para siempre. Mañana después de la fiesta, seguiremos para Madrid. ¿Vienes conmigo?

    – Iré. Pero antes necesito agarrar mis ropas y algún dinero. Tengo poco, no me demoro.

    – No, aun no te vayas – pidió ella.

    Se abrazaran de nuevo. Solo de madrugada, el día amaneciendo, él pudo dejarla con la promesa de que volvería cuando el sol saliese y juntos partirían para siempre.

    Cansado y feliz, Carlos regresó. La abertura secreta por donde él entraba y salía del castillo olía a hongos y le provocó náuseas. No bebiera mucho vino, pero lo embriagara el amor de Esmeralda. Entró en el cuarto donde su valet dormía tendido. Pobre diablo. Una copa de vino y listo, no incomodaba más.

    Abrió las cortinas, agarró unas ropas y las colocó en una bolsa. Su padre ya se levantara, seguramente. Tenía que hablarle. El sol ya estaba alto cuando Carlos entró en el salón y lo vio ocupado examinando de una caja con armas de caza que estaba abierta frente a él.

    – ¡Carlos!

    – Dios os salve, padre mío.

    – Dios os bendiga, hijo mío.

    – Papá, necesito de vuestra ayuda.

    El rico señor, alto, moreno, caprichosa barba que descendía sobre el pecho alcanzando el elegante gibón de terciopelo, su mirada fría y meticulosa, observando las armas con atención, respondió:

    – Habla.

    – Necesito de vuestros servicios.

    – ¿Para qué?

    – Necesito de vuestro permiso para ir a Madrid.

    – ¿Qué quieres hacer allá? ¿De casualidad la corte te llama?

    Conociéndole la debilidad, el joven adujo:

    – Mi amigo Álvaro está en casa de don Hernández. Van a las fiestas de verano y seguro doña María estará allá.

    El viejo pareció agradablemente sorprendido.

    – ¿Quieres ir hasta allá?

    – Sí. Con vuestro permiso. Seré huésped de don Hernández, padre de doña María. ¿Tengo vuestro permiso?

    – Con gusto. Lleva este saco de oro para tus necesidades.

    Era con alegría que recibía la decisión del hijo. Hacía tiempos que soñaba con la unión de su casa con la de don Antonio Hernández, noble y respetado señor, rico y poderoso. Carlos siempre se mostrara indiferente y ahora estaba dispuesto a cooperar.

    – Lleva a tu valet. No puedes ir allá sin jinete.

    Carlos se rascó la cabeza contrariado. Aquella mula podría malograr todo. Pero, no podía contrariar al padre. No deseaba tener problemas. Quería gozar de la vida, pero no pretendía dejar de lado su patrimonio familiar.

    – ¿Cuándo partes?

    – Ahora, si vuestra señoría lo permite...

    – ¿Tanta prisa?

    – Sí. Me esperan allá para abrir los bailes.

    – Cierto. Puedes ir pero no sin llevar mis saludos para don Antonio. No puedes partir sin regalos para la familia. Sería imperdonable. Como huésped, tienes la obligación de ser atento.

    Carlos disimuló el enfado. Tenía prisa en volver a ver a Esmeralda.

    – ¿Lo creéis necesario?

    – Definitivamente. Aquí tenéis este revólver grabado, llévalo para don Antonio. En cuanto a doña Engracia y doña María, tu madre te dará algunas joyas exquisitas. Ve a verla, que te va a atender.

    Carlos agarró la caja con el revólver y se apresuró a buscar su valet. Lo sacudió con fuerza.

    – Despierta, diablo. Anda. Arregla tus cosas que nos vamos para Madrid. Arréglate rápido.

    El criado despertó asustado y sin preguntar nada se apresuró a obedecer.

    – Prepara los caballos, que tengo prisa.

    Enseguida, se dirigió a los aposentos de su madre. Su rostro se llenó de ternura al fijar la vista en la figura robusta y agradable de doña Encarnación.

    Era joven aun, cabellos castaño–oscuros cuidadosamente peinados, sujetos en cola sobre la nuca, tez clara y delicada, ojos castaños y alegres, vivos y expresivos, porte erguido que el vestido afinaba, dándole gracioso aplomo.

    – Dios os salve, madre querida.

    – Doña Encarnación se volteó sorprendida. Un brillo malicioso le apareció en la mirada, haciéndose increíblemente joven.

    – ¿Qué fuerzas benditas te arrancan de la cama tan temprano? ¿O será que no te acostaste?

    Carlos intentó disimular:

    – Nada, preciosa. Voy a viajar. Desperté temprano. Voy para Madrid.

    – ¿A Madrid? ¿A qué vais?

    – A las fiestas de verano. Voy a hospedarme en casa de don Antonio Hernández.

    La madre sacudió la cabeza, pensativa.

    – ¿Por qué quieres ir hasta allá? ¿Acaso tu padre te lo exigió?

    – No. Pero me cansé de aquí y decidí ir a las fiestas. Mi papá desea ofertar algunos regalos a las damas en la casa de don Hernández. Vine a despedirme de ti y buscar algunas joyas de tu colección.

    La madre lo abrazó con cariño.

    – Ciertamente, hijo mío. Pero ve lo que haces en Madrid. Tienes muchas ganas de divertirte y la corte trae muchos peligros para un joven como tú. Allá se mata a espada por cualquier querella.

    – Llevo a mi valet. Ha de protegerme. Después, sabes que soy bromista. No me gustan las peleas. Quiero bailar y bromear. No entro en disputas ni peleas.

    – Es verdad – suspiró ella –, eso me tranquiliza. ¿Cuánto tiempo estarás allá?

    – No te apures. Dos o tres meses. Si no me gusta, regreso antes. Ahora necesito irme.

    Doña Encarnación, resignada, agarró una caja y de ella escogió dos regalos que acondicionó y entregó al hijo.

    – Allí están. El broche para doña Engracia y los aretes y el collar para doña María.

    – Dios te bendiga, querida madre. Sentiré tu falta.

    Carlos era sincero. Su afinidad con la madre era pronunciada. Agarró el saco con las joyas y besándole el rostro salió apresurado. Pidió la bendición al padre y se dio prisa en alcanzar el patio donde el jinete lo esperaba con los caballos, las bolsas de cada uno amarrados a la silla del animal. Montaran y salieran. Una vez que dejaran atrás el castillo, Carlos se detuvo y llamó a su valet:

    – Ignacio.

    – Dígame, don Carlos.

    – Quiero que entiendas. No me llames más de don Carlos.

    – ¡¿No?!

    – Me vas a llamar de Ricardo. A partir de ahora mi nombre es Ricardo.

    – ¿Cómo puede ser? Sois don Carlos.

    – Escucha. Si me llamas de don Carlos, una vez más o lo que sea, te parto el pescuezo y te arranco la lengua. ¿Entendiste ahora?

    – Sí, señor. Sí, señor.

    – Vamos al campamento de los gitanos.

    – ¿Gitanos? Válganos Dios. Nos van a asaltar. No podemos ir...

    – Cállate hombre. Si abres la boca para contárselo a don Fernando, te arranco la lengua.

    – Patrón, es peligroso. Don Fernando quiere que yo cuide del niño.

    – Pues de mí cuido yo. Vas conmigo y no vas a abrir la boca. Ni para los gitanos. Ahora yo soy Ricardo Álvarez, joven aventurero y sin familia.

    – Pero no lo sois. Es mentira.

    – Pero lo soy ahora y si me desmintieres, si alguien supiese mi verdadero nombre, tu vida no vale más nada.

    – ¡Ay, Dios mío! ¡Qué triste suerte! Si don Fernando se entera, me mata; si yo hablo la verdad, el niño me mata. Estoy muerto de cualquier manera...

    – Deja de lamentarte. Si me sirves con dedicación, si me obedeces, solo tienes las de ganar. Estarás conmigo y tendremos muchas alegrías.

    – Para serviros yo vivo. Mi vida por mi amo y mi señor. Pero, ¡ir a los gitanos es una locura!

    Llevan una vida libertina. Asaltan, roban, mi amo no los conoce.

    – Bobadas. Los conozco muy bien. Sé lo que hago, y no me llames de amo. Soy Ricardo y punto. Vigílate para que no me traiciones. A la primera burrada que me hicieres, no te llevo más conmigo.

    Ignacio bajó la cabeza humillado.

    – No podéis hacer eso conmigo. Yo os vi nacer.

    – No me vengas con esa historia. Si me obedecieres, todo irá bien, nos quedaremos algún tiempo y regresaremos a casa. Ahora vamos, tengo prisa.

    Carlos espoleó al animal, que partió al galope obligando a Ignacio a correr para alcanzarlo.

    El sol ya estaba alto cuando llegaran al campamento gitano. Este se localizaba en un bello bosque, donde habían distribuido sus carrozas, cada familia haciendo su propia comida. Los caballos pastaban tranquilos, y las carrozas bajo los árboles estaban silenciosas, demostrando que la mayoría dormía. Por el suelo, vestigios de la fiesta, botellas vacías, objetos, cintas coloridas, copas, restos de hoguera y pedazos de carne aun en los espetos, mostrando que habían continuado la fiesta en el campamento. Algunas criaturas jugaban descuidadas.

    – Creo que duermen – pensó Carlos, aspirando con delicia el olor de arbustos mezclado con el olor particularmente excitante de la aventura y del lugar.

    Ignacio miraba al amo, temeroso y afligido. Carlos bajó del caballo y se dirigió a las criaturas:

    – Niño, ¿me puedes decir dónde está la carroza de Esmeralda?

    – Sí, puedo. Id por allí y al fin encontrareis tres carrozas: la del medio es la de ella.

    – Vámonos, don Carlos... digo, don Ricardo...

    – Cállate, hombre. No es don, es solo Ricardo. Y no me expongas o yo mismo te arranco la lengua, así quedas mudo y nunca más dirás lo que no debes. Quédate aquí y espera.

    – Sí, señor – dijo Ignacio, amargado.

    Don Carlos asegurando al animal por las riendas se adelantó rumbo a la carroza de Esmeralda. Al lado, una vieja encendía una hoguera colocando una cacerola sobre ésta.

    La carroza de Esmeralda estaba cerrada. Era de buen tamaño, en comparación con las demás, sus tendederos descansaban en el suelo, pero, a pesar de eso, ella continuaba en posición recta, pues había un encaje donde los tendederos se movían, tenía unos dos metros y medio de ancho por uno y ochenta de largo y estaba cubierta por una especie de lona de color indefinida.

    Pero tanto en la parte delantera como en la trasera, cortinas y paños coloridos colocaban una nota alegre en el estrecho vehículo. Carlos, aproximándose, llamó:

    – ¡Esmeralda! ¡Esmeralda! – no obtuvo respuesta – ¡Esmeralda! – continuó, elevando la voz.

    La vieja continuaba al pie del fuego yendo y viniendo en la carroza contigua. Después de llamar algunas veces, Carlos se dirigió a ella.

    – Mujer, ¿me puedes decir dónde está Esmeralda?

    – ¿Para qué la quieres?

    – Ella me espera. Nos pusimos de acuerdo ayer en San Agustín. ¿Ella no está? – la vieja sacudió los hombros.

    – Debe estar. Pero está cansada y duerme. Mejor no llamar. Ella no va a despertar. Es capaz de dormir todo el día.

    – Me dijo que me iba a esperar – retrucó él, un poco contrariado.

    – ¿Así dijo? Entonces, puede ser. Pero cuando duerme, nadie se arriesga a despertarla. Se queda contrariada y pierde la alegría. Y cuando Esmeralda pierde la alegría, todo puede suceder.

    – ¿Quieres decir que debo esperar?

    – Sí, es mejor. Si quieres realmente hablar con ella, espera que ella misma te llame cuando despierte.

    A pesar de estar contrariado, Carlos decidió esperar. No estaba en su carácter ceder, pero Esmeralda danzara mucho y bebiera también mucho vino, ciertamente no poseía su resistencia y no conseguía despertar. Llamó a Ignacio.

    – Vamos a dormir un poco.

    – Pero, yo no tengo sueño. Dormí muy bien esta noche.

    – Yo voy a dormir. Si quieres quedarte despierto, no hables con nadie, ni salgas de aquí.

    Cuando Esmeralda despierte, me llamas.

    A pesar de no saber quién era Esmeralda, Ignacio concordó. Ya sospechaba que debía tener rabo de falda aquella aventura. Agarró la manta.

    – ¿Dónde deseáis reposar?

    – Deja que yo me encargo.

    – ¿Y si estos hombres despertaren?

    – ¿Qué tiene?

    – ¿No nos van a expulsar?

    Varios gitanos dormían a sueño suelto desperdigados por entre los arbustos, algunos aun conservaban entre los dedos la copa vacía.

    – No hay peligro. Déjame dormir. Estoy cansado. Escogiendo un arbusto con hierba suave, extendió la manta y se estiró con gusto. De hecho, estaba realmente cansado. Un buen sueño le haría mucho bien. Miró los retazos de cielo azul que aparecían por entre las copas de los árboles.

    Era feliz. ¡Veinte años, alegría, aventura, amor!

    El rostro de Esmeralda, sonrojado y brillante, le surgió en la mente entre revoloteos de danza, el gusto de sus besos ardientes le calentó el corazón. Envuelto por suave adormecimiento, se durmió.

    Despertó horas después con un tañido de fierros y un alarido. Se estregó los ojos intentando recordar dónde se encontraba. Avistó a Ignacio escondido detrás del árbol.

    – ¿Qué diablos haces allí? – indagó aun somnoliento.

    – Nada. Estaba esperando que despertaseis. Tuve miedo de ellos.

    – ¿Hablaran contigo?

    – No. Parece que ni nos notaran, pero tuve miedo. Hablan a los gritos. Sueltan maldiciones, dan carcajadas, no actúan como gentil–hombres.

    – Claro que no. ¿Viste a Esmeralda? – Ignacio sacudió la cabeza.

    – ¿No salió de la carroza?

    – No salió nadie.

    Carlos recorrió con la mirada todo el campamento. Los hombres habían despertado y se movían de un lado para otro. Las mujeres y las criaturas circulaban alrededor de las hogueras comiendo papas y maíz verde asados y restos de carne de la noche anterior. Algunos bebían licor de maíz. Los hombres cuidaban de los animales y de los arneses. Por lo visto se preparaban para levantar el campamento.

    – Necesito encontrar a Esmeralda – pensó Carlos.

    Sintió hambre. Tenía provisiones que trajera para el viaje. Pedazos de carnero y pan. Ignacio trajera vino, pero Carlos estaba un poco mareado. Comió y se impacientó. Se dirigió a la carroza de Esmeralda.

    – ¡Esmeralda! ¡Esmeralda!

    No obtuvo respuesta. No iba a esperar más. Colocó la mano en la cortina para abrirla. Violenta chicoteada le alcanzó la mano contraída.

    Carlos dio un grito de dolor y de susto, y furioso buscó la mano del que lo chicoteara. Un gitano alto y muy fuerte estaba de pie al lado de la carroza teniendo aun en la mano el chicote con el que lo castigara.

    – Esmeralda duerme. No puede ser perturbada. Y no debes tratar de entrar. Si pusieres de nuevo la mano ahí, voy a usar la espada y te garantizo que nunca más tendrás mano para ponerla en ningún lugar –. El gitano hablaba sin alterar la voz, pero sus ojos brillaban como el acero. Carlos percibió que él no bromeaba. Decidió concordar.

    – Ella se puso de acuerdo conmigo. Mandó a que yo viniese y me quiere ver. Somos amigos. No le voy a hacer ningún mal.

    El gitano rio sonoramente.

    – ¿Hacerle mal a Esmeralda? Eso es gracioso. Pero si continúas amigo de ella y te quedas por aquí, tienes que hacer lo que ella quiere. Cuando Esmeralda duerme, yo vigilo y solo cuando ella despierta y quiere es que se levanta. Ahora sal de allí y espera, si quieres –. Contrariado, Carlos se apartó de la carroza, yéndose a acostar nuevamente en su manta.

    Ignacio estaba pálido.

    – Vámonos de aquí, amo, mientras hay tiempo. Este no es lugar para nosotros. Esos gitanos nos van a matar.

    – No me voy sin hablar con Esmeralda. Si ella no me quiere, entonces volveremos. Pero por ahora voy a esperar.

    – ¿Por qué no vamos a la villa y volvemos más tarde?

    – No sirve de nada. De aquí no salgo. Vamos a esperar.

    Resignado, Ignacio se sentó. Pero a pesar de fingir descansar, observaba a los gitanos entre preocupado y temeroso.

    Las horas fueron pasando y Carlos se impacientaba aun más. Sentado bajo un árbol, cerraba los ojos fingiendo dormir, pero las cortinas de la carroza de la gitana lo atraían y no conseguía desviar de allí su atención.

    La actividad del campamento proseguía y algunas carrozas ya enganchaban los caballos, preparándose para viajar.

    Carlos se irritaba que nadie se preocupase con la gitana. Ella podía incluso estar enferma.

    ¿Será que ella no pretendía viajar?

    La tarde comenzaba a caer cuando finalmente una mano nerviosa corrió la cortina de la carroza. La figura graciosa de la gitana surgió fresca como una flor de la mañana. Carlos se levantó de un salto.

    – Finalmente.

    Ella saltó de la carroza con agilidad. Y pasó por Carlos pareciendo no verlo. Se dirigió a los gitanos con alegría, agarró una mazorca de maíz y la mordió con gusto.

    Carlos mal se contenía. ¿Sería que Esmeralda no se acordaba más de él? Irritado, la acompañó con la mirada. Ella parecía ignorarlo. Jugaba con las criaturas, bromeaba con los hombres, abrazaba a las mujeres.

    Esa mujer le parecía distante. No era la misma que suspirara de amor en sus brazos.

    Ciertamente ya lo había olvidado. Profundamente decepcionado, Carlos, viéndola abrazada al joven gitano que lo chicoteara, decidió:

    – Creo que tienes razón, Ignacio. Vámonos de aquí.

    El jinete suspiró aliviado. ¡Gracias a Dios! Agarró los caballos, Carlos juntó sus pertenencias y desanimado comenzó a prepararse para partir. Al final, su aventura durara muy poco.

    Jalando al animal por las riendas, se fue alejando despacio, lanzando una última mirada para los gitanos. No vio a Esmeralda. Cabizbajo, comenzó a caminar por el bosque, jalando al animal y seguido de Ignacio aliviado.

    – Vamos a montar para ir más deprisa. Llegaremos antes que oscurezca.

    – No podemos regresar a casa. Mejor seguir para Madrid.

    – ¿Buscar a don Hernández? ¿Estás loco? Quiero libertad. Déjame pensar.

    – Lo mejor es regresar al castillo...

    – Cállate. Quien decide soy yo –. Caminaran un poco más hasta que Carlos decidió:

    – Sí, vamos para Madrid.

    – ¿Vamos a viajar de noche?

    – ¿Qué hay de malo?

    – Es peligroso, amo.

    Montaran los animales y enrumbaran para el camino que los llevaría a Madrid. Por el camino Carlos iba pensativo. Su aventura comenzara mal. Estaba exasperado. ¡Esperar por una gitana como si fuese un criado! Si no estuviese en medio de su gente, ella no habría sido tan petulante.

    Habría de darle una lección. Iría a Madrid y ciertamente allá tendría oportunidad de verla. Tal vez hubiese sido un poco precipitado. Ya que había esperado tanto, podía haberse quedado un poco más para ver lo que sucedía. Claro que ella lo había visto, y era aun más claro que lo había reconocido. A pesar de haber bebido, ella no se embriagara. Estuviera lúcida todo el tiempo. Pero, entonces, ¿cómo entenderlo? ¿Sería la mujer de aquel bruto?

    La figura del gitano con el chicote en la mano lo encolerizó. No podía ser. Si fuese así, ella no lo habría cortejado abiertamente y mostrado con él. Entonces, ¿cómo entenderla? Ella lo había invitado con insistencia para seguir con ellos al campamento. ¿Por qué fingiera no verlo?

    A pesar de todo, la figura de la joven gitana no le salía de la mente. ¡Qué mujer! ¡Jamás conociera alguien como ella! A pesar de ser muy joven, Carlos tuviera incontables aventuras amorosas. Desde niño demostrara acentuada vocación para el amor, poseyendo aquel encanto que hacía que las mujeres se hicieran sumisas y apasionadas, y no recordaba a ninguna que se hubiese resistido durante mucho tiempo a sus embestidas. El inconstante era él. Espíritu soñador y apasionado, pero adulto y mimado, acababa por cansarse y lo que de inicio fuera una pasión irresistible y avasalladora se transformaba en tedio e insatisfacción.

    – Ella piensa que soy un pobre diablo – pensó Carlos con rabia –. Si supiese quién soy en la realidad, iría a caer a mis pies. ¡Aquella interesada!

    Pero al mismo tiempo se sintió derrotado. Si Esmeralda lo amase solamente por su dinero, ciertamente que él se sentiría un incapaz de conquistarle la preferencia, y su orgullo se heriría aun más.

    Pero su romance con una gitana no estaba terminado. Ella aun había de ser suya. Aun la tendría sumisa y apasionada en sus brazos y tendría el placer de ser su amo y señor. Esmeralda despierta a la hora que quiere, pensó irritado. Parecía una reina. Nadie osaba perturbarle el sueño o desobedecerle la voluntad.

    Tendría el gusto de despertarla cuando bien lo quisiese y determinar lo que ella iría a hacer. A ese pensamiento, se sintió más tranquilo.

    Fue cuando, de repente, al doblar en una curva del camino, vio un bulto y sintió un violento dolor en la cabeza, cayendo sobre el animal, sin sentido.

    Ignacio gritaba por socorro, cuando violento golpe también lo derribó. Tres hombres montados y vistiendo capa oscura trataban de agarrar a los animales de sus víctimas. Bajaran y brutalmente lanzaran a los dos caballeros al suelo. Y ávidos procuraban los haberes que pretendían robar. Encontraran las joyas y el saco con oro. Llevaran todo, inclusive los animales. Carlos, aun aturdido, abrió los ojos en el preciso momento en que uno de ellos le rebuscaba las alforjas y percibiendo la situación reaccionó agarrándolo por el cuello. Al sentir que se asfixiaba, el asaltante comenzó a golpearlo con ambas manos mientras los otros dos, en ayuda del compañero, le aplicaran puntapiés. Uno de ellos le propinó violenta patada en la cabeza. Carlos se retorció y perdió los sentidos.

    Capítulo II

    Era una noche estrellada y agradable cuando los gitanos comenzaran a dejar la ciudad. Iban alegres y bien dispuestos. Los bolsos llenos y, estómago saciado. Se habían divertido en las fiestas, pero habían también almacenado recursos para el futuro.

    Puede parecer que ellos tuviesen una vida libre y despreocupada, lo que hasta cierto punto era verdad.

    Sus prejuicios; sin embargo, eran otros, muy diferentes de las otras razas.

    A pesar de ser nómades, no eran desprevenidos y aprovechaban la primavera y el verano para almacenar recursos para el invierno y los tiempos difíciles.

    Sergei era un gitano fuerte y decidido. Príncipe de su raza, poseía el mismo rigor de sus antepasados en el liderazgo de su pueblo. Su palabra era ley. Su clan contaba con cien componentes, y él ejercía la función de jefe, juez y autoridad suprema. Era muy respetado por su pueblo y considerado como hombre astuto y capaz. Algunos lo consideraban sabio. Sabía leer y eso ejercía increíble fascinación en sus subalternos. Cantaba tan bien como pocos y tocaba la guitarra como nadie antes lo supiera hacer. Bailaba con ligereza y elegancia a pesar de sus cincuenta años, y nadie se atreviera jamás a desobedecerle una decisión. Era considerado como hombre justo y sin proteccionismo a cualquiera de ellos. Cuidaba celosamente de los intereses del grupo. Tal vez por eso ellos fuesen menos belicosos entre sí, y; a pesar de tratarse groseramente por ser hombres rudos, se estimaban y convivían pacíficamente.

    Sus peleas tenían el sabor de una disputa deportiva, eran asistidas y festejadas por toda la banda que tenía sus preferencias, cada uno hacía barra por su favorito. Pero muchos problemas de la vida comunitaria eran resueltos así a golpes y en la ley del más fuerte, de frente y sin favoritismos. Cuando alguien incurría en falta que se consideraba grave, muchas veces Sergei reunía a los jefes de familia, a los más viejos, y hacían un verdadero juicio del inculpado, siéndole aplicada la pena que deliberaban necesaria.

    Durante la jefatura de Sergei, habían aplicado apenas dos penas de muerte, y eso en treinta años de autoridad. Eso representaba nada en una época en que se mataba con mucha facilidad, principalmente en las cortes y en el mundo considerado civilizado.

    Fueran casos de traición violenta, y; no obstante, hubiesen sido ejecutados los dos gitanos, sus familias no fueran responsabilizadas y continuaran viviendo en la comunidad y nadie jamás mencionó su vergüenza ni se refirió a los dos traidores. Órdenes de Sergei.

    Pero ni siempre el grupo era tan tranquilo. Se ponían furiosos y peligrosos cuando alguien amenazaba la seguridad del grupo o hería a uno de sus miembros. Eran muy unidos. La venganza de uno era de todos. El sufrimiento de uno era de todos. No obstante, llevasen vida libre, mezclándose al pueblo y arrancando de él sus medios de subsistencia, íntimamente no les gustaba convivir con ellos.

    Dedicaban a los hombres de otras razas un desprecio enorme que levantaba grandes barreras y prejuicios. En verdad, para ser justos, tenían sus motivos. Considerados como seres inferiores, eran raros los que se aproximaban para entretener lazos de amistad sincera. Sus mujeres, preparadas desde la infancia para ejercer el arte de agradar, danzando, vendiendo chucherías, leyendo "la buena suerte", eran motivo de gran atracción para los hombres de todas las clases. Y había muchos queriendo corromperlas o usarlas al capricho de sus sórdidas pasiones. Muchos de ellos perdieran la vida por eso. Aparecían muertos en lugares yermos y se suponían que hubiesen sido víctimas de asaltantes, cosa muy común en aquellos tiempos.

    Sin embargo, eran amables con todos, desde que no transpusiesen el límite de sus prejuicios o de su intimidad. No admitían casamientos con hombres de otra raza. En los pocos casos que hubiera, las gitanas habían huido y nunca más regresado. Eran consideradas muertas y caso encerrado. Nunca más podrían volver al clan. Una a una las carrozas en fila india se pusieran en camino ganando la estrada. Algunos cantaban, otros tocaban y el cortejo avanzaba tranquilamente.

    Dos hombres de confianza iban al frente, al lado de la carroza de Sergei, que lideraba la caravana.

    Esmeralda, sentada en la banqueta, tarareaba alegre. A su lado, conduciendo las riendas, el gitano cuyo chicote castigara la impaciencia de Carlos.

    – ¿Tú lo heriste?

    – Un poco en la mano. Iba a perturbar tu sueño. ¿Hice mal?

    – Claro, que no. ¿Hacía tiempo que había llegado?

    – Tan pronto aclaró el día. Me quedé atento. No sacaba los ojos de tu puerta.

    – ¿No habló con nadie?

    – Solo con Zilma. Pero ella lo mandó a esperar. Parecía impaciente. ¿Te gusta? – Esmeralda sacudió los hombros.

    – Es un bello hombre. Puedes ser que aun esté con él algunas veces.

    – Cuidado. Me pareció arrogante e impetuoso.

    – Sé cuidarme de ellos muy bien. No quieras ahora darme consejos –. El otro se rio gustosamente.

    – Nunca necesitaste de ellos. Eres libre como un pájaro.

    – Es verdad. No me gusta que nada me aprisione. Puede que me guste, pero amar, ¡nunca!

    El gitano se rio y burlándose dijo:

    – Cuidado, que puedes caer.

    – No, jamás. ¡Esmeralda va a vivir! Va arrancar todo de la vida, pero va a ser protegida siempre. Amar, ¡nunca!

    – Él me pareció de linaje. ¿Es noble?

    – Dice que no. Pero no le creo. Si es rico, no lo sé. Tiene manos finas y la piel delicada. Es un hombre de trato. Una cosa puedo afirmar: nunca trabajó.

    – Entonces solo puede ser un gentil–hombre.

    – Es verdad. Con respecto a ser rico, no lo sé, pero lo descubriré. Él me agrada por ahora. Si tuviese dinero, será aun mejor.

    El gitano de repente se puso serio.

    – Déjalo de lado.

    – ¿Por qué? ¡Nunca te entrometiste en mi vida!

    – Soy tu amigo, te amo como una hija. Cuando te quedaste huérfana, yo te acepté como si fuese tu padre.

    – Sí, yo te amo más que a un padre; a pesar de que aun seas joven. No comprendo, nunca me pediste nada así antes. ¿Por qué ahora?

    El gitano sacudió la cabeza indeciso:

    – No lo sé, Esmeralda. Algo me dice que debes dejarlo en paz. Hay tantos jóvenes ricos y bellos que serían felices de ver tu sonrisa.

    Esmeralda sonrió sonoramente.

    – Estas hablando como un padre viejo. Eres muy supersticioso. Creo... – las carrozas pararan una después de la otra y Miro jaló las riendas.

    – ¿Por qué paramos?

    Uno de los caballeros recorría las carrozas avisando:

    – Dos hombres en el suelo. Casi muertos. Fueran asaltados.

    Miro bajó rápido y Esmeralda fue detrás. Llegó al lugar donde ya un grupo cercaba a los dos infelices. Sergei agachado sobre uno de ellos apuntó:

    – Está mal. Si lo dejamos muere; si lo llevamos, no sé si aguante el viaje. ¿Qué dicen?

    Esmeralda se aproximó abriéndose camino.

    – Sergei. Quiero cuidar de este joven. Debemos llevarlo.

    – ¿Acaso lo conoces?

    – Sí. Es el joven gentil y alegre que conocí en las fiestas.

    – ¿Crees que puedes ayudarlo?

    – Creo que sí. Si me autorizas, te lo agradezco mucho.

    Hablaba con dulzura y sinceridad. Ni parecía la misma de momentos antes.

    – Está bien. Como quieras. Los ladrones se llevaran todo. Llévenlo a la carroza de Esmeralda.

    El otro no está bien, Zilma cuida de él.

    En pocos minutos colocaran a Carlos en las almohadas coloridas de la gitana. Ella tenía un poco de agua y comenzó luego a limpiarle la herida de la frente mientras el joven gemía, a pesar de estar inconsciente.

    Miro, conduciendo la carroza, iba absorto en sus propios pensamientos. A una orden de Sergei, las carrozas se pusieran en marcha.

    En la carroza, Esmeralda limpiara las heridas y, percibiendo que el joven gemía, le derramó en los labios una bebida fuerte. Enseguida, con cuidado, le quitó la ropa polvorienta y salpicada de sangre, vistiéndolo con algunas prendas de Miro que estaban allí.

    Tenía gran estima por el gitano, y su carroza era como una continuidad de la suya. La gitana miró al joven y se le puso la piel de gallina. Rápidamente, corrió las cortinas que protegían la banqueta y se sentó al lado de Miro.

    – Miro, necesitas verlo.

    – ¿Por qué?

    – Creo que tiene espíritus viviendo con él.

    – ¿Crees que tiene hechizo?

    – No lo sé. Tal vez no. Pero él no está solito allá adentro. Tiene alguien con él –. Miro no se perturbó.

    – Creo que realmente lo tiene. Cayó en poder de los ladrones.

    – ¿Crees que fue por eso?

    – Sí. Los espíritus del mal preparan las emboscadas, ya que ellos no tienen cuerpo para atacar a nadie. Si hubiese estado bien protegido, nada hubiese sucedido.

    – Tienes poderes. Puedes arreglar eso. Si no expulsas los malos espíritus, él puede morir.

    – ¿Eso pondría a Esmeralda

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