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Quince relatos sobre diálogos supuestos
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Quince relatos sobre diálogos supuestos

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Si fuera posible a través del túnel del tiempo, ¿cómo podría ser, por ejemplo, un diálogo directo entre Lenin y Putin, entre Rosa Luxemburg y Victor Hugo, entre Franco y Fidel Castro, entre Harriet Taylor y Federica Montseny, entre Kafka y San Pedro, entre Simone de Beauvoir, Clara Campoamor y Pilar Primo de Rivera o entre Donald Trump y Pepe Mujica? Estos y otros diálogos supuestos mezclan el pensamiento real de los personajes con circunstancias imposibles, pero que permiten reflexionar sobre la política, las artes, los conflictos, el patriarcado, la sociedad, las dictaduras, la religión, la paz y la guerra.

Vicenç Fisas Armengol es analista sobre conflictos, negociaciones y procesos de paz. Fue fundador y director de la Escuela de Cultura de Paz de la Universidad Autónoma de Barcelona y obtuvo el Premio Nacional de Derechos Humanos en 1988. Doctor en Peace Studies por la Universidad de Bradford, es autor de medio centenar de libros sobre política internacional y cultura de paz. Este es el primer libro en el que mezcla cierta ficción con la realidad
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 oct 2022
ISBN9788413525679
Quince relatos sobre diálogos supuestos
Autor

Vicenç Fisas Armengol

Analista sobre conflictos, negociaciones y procesos de paz. Fue fundador y director de la Escuela de Cultura de Paz de la Universidad Autónoma de Barcelona y obtuvo el Premio Nacional de Derechos Humanos en 1988. Doctor en Peace Studies por la Universidad de Bradford, es autor de medio centenar de libros sobre política internacional y cultura de paz. Este es el primer libro en el que mezcla cierta ficción con la realidad.

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    Quince relatos sobre diálogos supuestos - Vicenç Fisas Armengol

    Rosa Luxemburg se encuentra con Victor Hugo

    en el tren hacia Berlín

    Victor Hugo (1802-1885) fue un notable dramaturgo, poeta, novelista y político francés. Me he inspirado especialmente en párrafos de una de sus obras cumbre, Los miserables, escrita en 1862. Rosa Luxemburg (1871-1919) fue una revolucionaria y destacada teórica marxista. De origen polaco, fue un gran activista y ferviente defensora de los derechos de las mujeres; murió asesinada por los militares y su cuerpo fue lanzado a un canal de Berlín. Victor Hugo murió cuando Rosa Luxemburg tenía 14 años. Evidentemente, nunca se conocieron. Todos los tiempos están alterados de forma expresa.

    Enero de 1898. Estación de París-Austerlitz. Un tren ha de partir hacia Berlín. En una cabina se encuentra sentada Rosa Luxemburg (RL), leyendo un libro. Antes de la salida, un señor, ya mayor, entra en la cabina y toma asiento. Es Victor Hugo (VH).

    VH. ¡Buenos días, señorita!

    RL. ¡Igualmente, caballero!

    VH. Me halaga usted, jovencita. A mi edad, ya poca gente me llama caballero. Más bien no saben cómo denominarme. Les da vergüenza decir viejo, anciano o abuelo.

    RL. La edad no está en los años, señor, sino en el espíritu.

    VH. Tiene usted toda la razón. En este sentido, puede considerarme como un joven, y, si quiere, hasta puede tutearme. Espíritu no me falta, a Dios gracias.

    RL. Me alegro mucho, de verdad. Permítame que me presente. Me llamo Rosa, Rosa Luxemburg. ¿Y usted?

    VH. Victor Hugo, para servirle. Por cierto, ¿puedo hacerle una pregunta personal, si no le molesta?

    RL. En absoluto. Ya veré yo si puedo responderle o no —sonríe.

    VH. Es que veo que está leyendo el primer tomo de El capital y, siendo usted tan joven, me parece una dicha. Es un libro del que estoy seguro se hablará en el futuro, por sus tesis y por su calidad investigadora. Tiene un gran mérito escribir un libro así de completo, y antes de inventarse internet. Hay que documentarse mucho.

    RL. Tiene toda la razón. Sigo con mucho interés todos los escritos de Marx. Creo que su doctrina es el producto más gigantesco del espíritu humano de nuestra época. También estoy estudiando la vida de Espartaco. Me está dando ideas para el futuro inmediato.

    VH. Entonces, es usted socialista, ¿cierto? Ya que hay tendencias en la familia socialista, ¿me puede explicar el fundamento básico de su interpretación del socialismo? Le pregunto para situarme.

    RL. Soy socialista de arriba abajo, señor Hugo. Es el fundamento de la democracia, entendida, claro está, como la plataforma que hará posible la toma de poder político por el proletariado. Es la libre voluntad, tomar el destino por las propias manos, adueñarse del timón de la vida social, dar sentido consciente a la acción social de las personas. Socialismo, marxismo, lucha proletaria por la emancipación y socialdemocracia son la misma cosa. Pero debo confesarle que, por así decir, tengo dos almas. La primera está en la socialdemocracia, pero la otra va mucho más allá.

    VH. No tendrá usted un problema de disociación, espero.

    RL. No, en absoluto. Es cosa de la historia, una cuestión vinculada a una traición. Si quiere, luego le explico. Respecto a su pregunta, tenga en cuenta tres aspectos del desarrollo capitalista: la anarquía de su economía, la progresiva socialización del proceso productivo y la creciente organización y conciencia de clase del proletariado. Todo esto nos conduce, sin lugar a dudas, a la revolución, y es así porque la clase proletaria ha descubierto los fundamentos del socialismo en las relaciones económicas de la sociedad capitalista. Como ve, de ser un ideal, el socialismo ya es una necesidad histórica. Además, como se desprende de las tesis de Marx, la economía capitalista está en una fase transitoria. Algún día, y espero que pronto, acabará derrumbándose.

    VH. Muy optimista la veo a usted, además de segura. Yo no lo veo tan claramente, si le soy sincero. Quizás sea cosa de la vejez… ¿Puedo preguntarle por su edad?

    RL. Veintidós años recién cumplidos.

    VH. Dichosa juventud. ¡Quién pudiera quitarse de encima algunas décadas! De todas formas, y para que vea que soy optimista, la juventud de la edad madura empieza a los cincuenta.

    RL. Entonces yo todavía estoy en la infancia, señor Hugo… —se ríe—. Seguro que le queda un buen tiempo, señor. Le veo muy vital y con mucha energía. Y le brillan los ojos. Ya veo que ambos vamos a Berlín. Si no le importa, ¿me podría decir a qué se dedica usted? No me parece que sea un comerciante…

    VH. Lleva razón, no lo soy. Podríamos decir que, a diferencia de los historiadores de los acontecimientos, yo soy un historiador de costumbres. Le explico: me dedico a estudiar el interior, el fondo, el pueblo que trabaja, que sufre y que espera, a la mujer abrumada, al niño que agoniza, las guerras sordas entre los hombres, las ferocidades oscuras, los prejuicios, las inequidades aceptadas, las repercusiones subterráneas de la ley, las evoluciones secretas de las almas, los estremecimientos confusos de las multitudes, los muertos de hambre, los descalzos, los proletarios de brazos desnudos, los desheredados, los huérfanos, los desdichados, los infames… todas esas larvas que vagan en la obscuridad de la vida profunda y escondida. Tenga en cuenta que los humanos no somos un círculo de un solo centro, sino una elipse de dos focos. Uno lo forman los hechos, el otro las ideas.

    RL. Veo que también es un filósofo social…

    VH. Seguramente, pues la filosofía social es esencialmente la ciencia de la paz. Su objetivo es disolver las cóleras a través del estudio de los antagonismos, y ese debe ser también su resultado. Examina, escruta y analiza, y siempre con el propósito de dejar el odio fuera. No olvide que la frontera del odio es la repulsión.

    RL. Veo que es usted de los pioneros en la investigación para la paz. Tengo una gran amiga en este campo, Elisabeth Boulding, una socióloga de la Universidad de Colorado. ¿Ha oído hablar de ella?

    VH. Por supuesto. Una gran mujer, y en el triple sentido de la palabra: por sabiduría, corazón y altitud de su cuerpo. Me ha inspirado mucho al reflexionar sobre la cultura cívica, el cosmopolitismo, lo comunitario y la cultura de la paz. Aunque ella lo expresa con otros términos, siempre he pensado que coincidíamos en la idea de progreso, un concepto vital para mí, ya que lo considero como el paso colectivo del género humano, el gran viaje que me place llamar. ¿Y usted, a qué se dedica, si no es indiscreción?

    RL. Soy estudiante y activista, por así decir. Aunque coja, tengo un gran deseo de comprender el mundo y ser útil. También le confieso que voy a vivir a Berlín, y que me caso la próxima semana.

    VH. ¡Mi enhorabuena, señorita Luxemburg!, aunque bien debería llamarle ya señora.

    RL. No se preocupe por esto, señor Hugo. Paso totalmente de los convencionalismos. Hay otras cosas más importantes e interesantes en qué pensar. Estoy combinando los estudios de filosofía, historia y políticas, y si pudiera, ampliaría la lista. Tengo el defecto de no tener límites en mis intereses, que son muchos.

    VH. Le felicito por ello, señorita Luxemburg. Además, lo importante no tiene que ser necesariamente lo más popular. Viendo lo que está leyendo y estudiando, creo que ya me entiende. Hay gente que solo busca el éxito, la fama y el dinero, y se olvida del espíritu y el conocimiento. El éxito es una cosa fea. La popularidad, una cosa efímera. Su falso parecido con el mérito engaña a los hombres, de tal modo que, para la multitud, el triunfo tiene casi el mismo rostro que la superioridad. Pero he conocido a personas de un gran talento que han pasado desapercibidas, e incluso algunas que han sido encarceladas simplemente por divulgar sus ideales.

    RL. Sé lo que es eso, señor Hugo. Aunque sea joven, ya sé lo que es el exilio, los juicios y la cárcel.

    VH. ¡No me diga! ¡A su edad! ¿De qué se le acusó?

    RL. De revolucionaria, señor Hugo. Desórdenes públicos, desobediencia a la autoridad, rebelión, soliviantar sin medida, y más cosas. En el juicio que me hicieron en Frankfurt, me defendí yo misma. Si le soy sincera, me lo pasé en grande, pues pude hacer un señor mitin y mostrar nuestro ideario, especialmente nuestra agitación contra la guerra y el militarismo.

    VH. Me gustaría que me comentara su experiencia en la cárcel, pues es uno de los temas que más me martirizan. Además, como usted seguro sabe bien, y aunque no sea su caso, la excarcelación no es la libertad. Se acaba el presidio, pero no la condena. El presidio es una condena a muerte de los vivos, una muerte a cielo abierto. Una estadística inglesa demuestra que, en Londres, de cada cinco robos, cuatro tienen por causa inmediata el hambre. También ha mencionado usted que, a pesar de su juventud, ya ha tenido que pasar por la experiencia del exilio. Por desgracia, no todo el mundo lo consigue, aunque lo necesite. Siempre he dicho que no hay que preguntar el nombre de quien pide asilo, pues quien tiene más necesidad de ello es quien tiene más dificultad para decir su nombre. Creo que hay mucha crueldad suelta y poca compasión. También escasea el amor. En mi opinión, la piedad es una justicia más elevada, y el amor forma parte del alma misma, es de la misma naturaleza de ella. Si no hubiera quien amase, se apagaría el Sol. Al final de todo, siempre estamos en lo mismo: el bien y el mal. Lo que cuenta es la intención, no el resultado. Se puede hacer bien sin virtuosismo, y el mal sin maldad, por puro error. De hecho, se trata de una cuestión de si se tienen principios o no. Un príncipe no es nada comparado con un principio.

    RL. A eso intento dedicarme, a ser fiel a mis principios, y procurando hacer el bien, no el mal.

    VH. Ni hay malas hierbas ni malos hombres, solo malos cultivadores. Es, más bien, una cuestión de cómo concebimos el derecho y la justicia, ¿no le parece? El mal está en las desigualdades. Ser bueno es fácil, pero justo ya es más difícil.

    RL. Estoy con usted, señor Hugo. Queda mucho por hacer para que el mundo sea más justo y menos desigual. Pero eso no vendrá del cielo, sino de la unión de la clase obrera.

    VH. Por desgracia, y a pesar del avance que supuso la Revolución francesa, todavía imperan muchas ideas retrógradas que impiden el progreso: supersticiones, hipocresía, mojigaterías, pre­­juicios, moralinas… Hay que hacerles frente, declararles la guerra sin tregua. Hay de que dejar de pensar en la prolongación de las cosas difuntas. Yo creo en el altruismo, el progreso, el porvenir y la igualdad, y estoy en contra de la ignorancia. También contra los Estados que hunden sus raíces en la miseria humana. Reconozco que en mi juventud fui muy conservador, pero después me volví reformista. Es mejor tarde que nunca.

    RL. Pues mire qué coincidencia. Yo ahora estoy muy con­­centrada en analizar los pros y contras de la socialdemocracia, el vínculo entre reforma y revolución. En mi opinión, la lucha por las reformas es el medio, mientras que la revolución social es el fin. Y el fin no puede ser otro que la liberación de la clase trabajadora y acabar con la explotación y la miseria. Recuerde que la palabra proletario proviene del latín proletarius, derivado de la expresión proles (hijos), con la que señalaban al que carecía de bienes para alimentar a su prole. La miseria, vamos.

    VH. La miseria es el peor de los males, señorita Luxemburg. En los años que me he dedicado a la política, denunciar la miseria y estar al lado de los sufrientes ha sido mi prioridad. Incluso llegué a formular una propuesta ante la Asamblea Legislativa Nacional, para que se investigara a fondo sobre la verdadera situación de la clase trabajadora, pero no se hizo nada. Siempre se dice que la anarquía abre el abismo, pero es la miseria la que lo cava. Como siempre, hay abajo más miseria que fraternidad arriba. La tisis social se llama miseria. Nunca me cansaré de repetir que, ante todo, debemos pensar en las multitudes desheredadas y dolientes, socorrerlas, aportarles aire y luz, ampliarles el horizonte, prodigarles educación bajo todas las formas, ofrecerles trabajo, nunca el de la ociosidad, reducir el peso de la carga individual ensanchando la noción del objetivo universal, limitar la pobreza sin limitar la riqueza, crear amplios espacios de actividad pública y popular, tener cien manos tendidas de todas partes hacia los oprimidos y los débiles, aumentar los salarios, disminuir el trabajo, equilibrar el debe y el haber. Todo esto, y más, para satisfacer las necesidades y aportar luz al bienestar de los que más sufren. Cabe preguntarse si no es injusto que la sociedad trate a aquellos de sus miembros peor dotados en la repartición casual de los bienes, y por lo tanto a los miembros más dignos de consideración. De todas formas, no creo en el comunismo ni en la ley agraria, pues su reparto mata la producción. El reparto igualitario destruye la emulación. Matar la riqueza no es repartirla. Más bien, creo que es en la educación donde está la palanca para mover el mundo. Si no lo ha leído, le aconsejo de lea textos de Paulo Freire al respecto.

    RL. Lo haré, señor Hugo. Pero veo que nuestro enfoque no es el mismo. Tiene usted intenciones muy loables, sin duda, pero no creo que el remedio pase por la simple buena voluntad, sino por la revolución.

    VH. Permítame que me ponga un poco poético. Hay un espectáculo más grande que el mar, y es el cielo; hay un espectáculo que es más grande que el del cielo, y es el del interior del alma. La realidad de lo que somos es el alma. Escribir el poema de la conciencia humana, aunque sea a propósito de un solo hombre, a propósito del más insignificante, sería unir, fundir todas las epopeyas en una sola grandiosa y completa. La conciencia es el caos de las quimeras, de las ambiciones, de las tentativas; el horno de los delirios, el antro de las ideas vergonzosas, el pandemónium de los sofismas, el campo de batalla de las pasiones. A veces hay que pensar en las sombras que escondemos, como dice mi amigo psicólogo, Jung, o el lado oscuro de la vida, como dijo otro amigo, Er­­nesto Sábato.

    RL. Justamente este es uno de los temas centrales de mis reflexiones. Lo que usted llama el campo de batalla de las pasiones nos conduce a guerras absurdas, sin duda alentadas por el cáncer del militarismo, pues la guerra la entiendo como un factor inevitable del desarrollo del capitalismo. Se necesitan mutuamente, sea por ser un medio de lucha de los intereses nacionales, como campo de inversión, y como instrumento de dominación de clase sobre el pueblo trabajador. Recuerde aquel lema de los pacifistas que luchaban contra el envío de los jóvenes a la guerra del Vietnam: Invierta en su hijo. Es un buen negocio. Pero el militarismo llevó consigo el germen de su propia destrucción, y por eso se ha convertido en una enfermedad del capitalismo. La guerra es el asesinato metódico, organizado, gigantesco. Y ello es posible lavando el cerebro de los muchachos, provocándoles una suerte de borrachera. Y usted, señor Hugo, ¿cómo enfoca el tema de la guerra? A mí me conduce a debates permanentes con muchos de mis compañeros, pues nuestro programa incorpora que, al final, organicemos un sistema de milicias populares como la única garantía de la defensa de la patria, en sustitución de los ejércitos actuales, y eso tiene sus riesgos, como podrá imaginar. No me gustaría ser una ingenua en estos temas tan delicados, pues intento ser muy realista, al tiempo que soñadora. Hasta hace bien poco habíamos vivido en el convencimiento de que los intereses de las naciones y los intereses de clase de los proletarios concordaban con la armonía, y, por tanto, que era imposible que entraran en conflicto. Pero después he visto que esto no era exactamente así, y de ahí que tenga ya otros planteamientos al respecto.

    VH. Ay, señorita Luxemburg, aquí debo hacerle una confesión, y lo hago con toda la humildad, pues debo explicarle que fui un soñador un tanto ingenuo. Hace ya muchos años, en 1849 concretamente, cuando yo era mucho más joven, me invitaron a dar el discurso de apertura del Congreso de la Paz, aquí, en París. Entonces creía sinceramente que la mediación podría sustituir a la guerra, que de las urnas saldría una asamblea soberana que resolvería todas las disputas, que saldría un pensamiento común, fruto de la civilización, que la guerra parecería absurda e imposible, fundaríamos la hermandad europea, no habría más campos de batalla, y que las balas serían sustituidas por los votos, el sufragio universal y el arbitraje. ¡Que cándido, pobre de mí! Creí honestamente que llegaba el momento de la fraternidad universal, y que el odio sería barrido por la armonía y por los pacificadores, el triunfo de la justicia… y ahora, fíjese, casi 200 millones de muertos en el siglo XX a causa de las guerras, y con dos de ellas mundiales. No hemos aprendido ninguna

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