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Los avances de la medicina actual
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Libro electrónico447 páginas6 horas

Los avances de la medicina actual

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Este libro es un acercamiento a los hitos de la construcción de la medicina actual a través de sus protagonistas, profesionales de la medicina y de la ciencia en general, a veces premiados con el Nobel y otras ninguneados durante años, que contribuyeron con sus investigaciones al corpus de conocimiento que hoy forma parte de la cultura general de nuestra sociedad. Ideas que hoy parecen de sentido común, como la higiene en los centros de salud, el cuidado individualizado al paciente, la existencia de los virus y la inmunización o la limpieza del agua que bebemos, entre otras, fueron innovadoras en su momento. Hasta tal punto que tuvieron que enfrentarse al conocimiento establecido de la época, que en muchas ocasiones se oponía frontalmente a ellas, considerándolas locuras, absurdeces o incluso herejías.

Las enfermedades infecciosas, endocrinas y cardiovasculares, la invención de la anestesia o los rayos X, los avances en la comprensión de la morfología o la fisiología, el cuidado de la mente por parte de la neurología y la psiquiatría o la creación de la medicina social son algunos de los temas que explora este libro, sin dejar de lado la perspectiva sociopolítica y económica de la ciencia médica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 ene 2021
ISBN9788413521435
Los avances de la medicina actual
Autor

Pedro Frontera

Licenciado en Medicina en la Universidad de Valencia y doctor cum laude por la misma universidad con una tesis sobre historia de la medicina. Especialista en Pediatría, ha sido puericultor del Estado, jefe del Servicio de Pediatría del Hospital Universitario La Fe de Valencia, vicepresidente de la Sociedad Valenciana de Pediatría y profesor de Pediatría de la Universidad de Valencia.

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    Los avances de la medicina actual - Pedro Frontera

    Pedro Frontera

    Los avances de la medicina actual

    © Pedro Frontera , 2020

    © Los libros de la Catarata, 2020

    Fuencarral, 70

    28004 Madrid

    Tel. 91 532 20 77

    www.catarata.org

    Los avances de la medicina actual

    isbne: 978-84-1352-143-5

    ISBN: 978-84-1352-097-1

    DEPÓSITO LEGAL: M-27.542-2020

    THEMA: MBX/MB

    este libro ha sido editado para ser distribuido. La intención de los editores es que sea utilizado lo más ampliamente posible, que sean adquiridos originales para permitir la edición de otros nuevos y que, de reproducir partes, se haga constar el título y la autoría.

    Para Elena Hernández Sandoica y José Luis Peset Reig.

    INTRODUCCIÓN

    El historiador se interesa por los problemas actuales. Estudiar el pasado aporta una perspectiva que amplía la comprensión de los hechos y circunstancias presentes. Conocer la historia de anteriores combates del ser humano contra las diversas enfermedades ayuda a entender mejor cómo debe ser la lucha contra las que nos afectan en este momento. Los problemas pretéritos y las dificultades para conseguir conservar la salud, sus éxitos o fracasos, dan luz para afrontar mejor los nuevos retos.

    La medicina actual impresiona. Los avances son continuos, incluso son difíciles de seguir para los propios profesionales. Los logros actuales eran inimaginables hace pocas décadas. Además, llegan enseguida a la opinión pública y tienen gran repercusión gracias a la rapidez de las comunicaciones y las redes sociales. Temas como los trasplantes de órganos, la fertilización in vitro o la terapia genética para prevenir enfermedades eran desconocidos por las generaciones anteriores y hoy son accesibles para el lector medio. Los trasplantes de órganos se iniciaron hace pocas décadas y solo en España se realizaron más de 5.000 en 2019.

    La medicina es un esfuerzo colectivo para luchar contra la enfermedad, y la evolución del saber médico es una parte de la historia social. La construcción de la medicina actual no ha sido fácil; el trabajo de médicos e investigadores requiere su reconocimiento, pero también estímulo y recompensas.

    Al fallecer, Alfred Nobel, inventor de la dinamita, dejó su fortuna a la fundación que lleva su nombre, para premiar anualmente a las personas vivas que más hubieran destacado en cinco campos: física, química, literatura, medicina y paz. El reglamento permite concederlo hasta a tres personas simultáneamente. Los primeros galardones se concedieron en 1901, cinco años después de la muerte de su mecenas y creador. Más tarde, se ampliaron a otras áreas de conocimiento, como la economía, y el de medicina abarcó también la fisiología. Actualmente, continúan reconociendo anualmente el trabajo y el mérito de investigadores en todos los campos, con una gran repercusión mediática.

    ¿Puede ofrecerse un panorama de los avances de la medicina en los siglos XX y XXI tomando a los premiados como hilo conductor? ¿Los premiados con el Nobel fueron líderes en el espectacular crecimiento de los conocimientos médicos de las últimas décadas? ¿Hubo figuras importantes que no fueron premiadas? Grandes historiadores como G. Rosen y J. M. López Piñero rechazaron la concepción de la historia de la medicina como una simple sucesión de una serie de importantes contribuciones realizadas por los médicos y limitada a su actividad. Al contrario, se halla ligada a los fenómenos económicos, al pensamiento, a la cultura y a los avances en otros campos, desde la química a la física y la ingeniería. De hecho, muchos de sus protagonistas no eran médicos. H. Sigerist señaló los aspectos sociales de la medicina como incluso más importantes que los propiamente técnicos y científicos. Además, en todas las ciencias los avances son el resultado de la cristalización de un largo trabajo, de un esfuerzo colectivo de muchos investigadores, aunque en la mayoría de ocasiones se particularicen en una persona determinada, al tiempo que sus precursores quedan casi olvidados.

    Los premios Nobel han sido, y son, polémicos por sus lagunas o errores, sobre todo en literatura y áreas sociales, que ocasionan debates en la opinión pública, no solo por los incluidos, sino todavía más por los excluidos. La desconfianza y el escepticismo en los criterios de los jurados que los conceden vienen de antiguo. Cuando Santiago Ramón y Cajal recibió el Premio Nobel de Medicina en 1906, lo hizo el mismo año en que Theodore Roosevelt, presidente de Estados Unidos entre 1901 y 1909, recibía el Nobel de la Paz. Cajal, que conoció directamente el imperialismo yanqui durante su estancia en Cuba como médico militar, estaba indignado y escribió: ¿No es el colmo… convertir en campeón del pacifismo al temperamento más impetuosamente guerrero y más irremediablemente imperialista que ha producido la raza yanqui?.

    Pero, si se puede argüir que en estos campos de letras los criterios del jurado que los concede son de alguna manera subjetivos, no ocurre lo mismo en ciencias o en medicina, donde existen sólidos criterios objetivos para valorar la importancia del premiado o la repercusión social de su trabajo. Concretamente, en el Nobel de Medicina o Fisiología históricamente se han producido errores y omisiones, que ahora valoramos mejor con la mayor perspectiva que da el paso del tiempo. Un ejemplo significativo es el de Jonas Salk y Albert Sabin, investigadores americanos que consiguieron, con un gran esfuerzo, obtener dos vacunas contra la poliomielitis que, aplicadas de manera masiva, eliminaron esta terrible enfermedad de la mayoría de países durante la segunda mitad del siglo XX, salvando la vida a miles de personas. Gracias a ellas, sobre todo a la vacuna Sabin, se está a punto de erradicar la polio en el mundo. Ninguno de los dos recibió el Nobel.

    Este libro se propone acercar al lector, con un lenguaje accesible, a los más relevantes capítulos de los avances en medicina en los últimos dos siglos, para comprobar su relación con el marco social de su tiempo y la importancia de su aplicación práctica. Estos avances se relacionarán con el reconocimiento a sus protagonistas, sobre todo con su máximo galardón: el Premio Nobel.

    La seguridad de los avances científicos ha dado firmeza y tranquilidad a la sociedad contemporánea. Han sido su modelo de esperanza, pero también han alimentado las desigualdades, la brecha entre los que pueden acceder a ellos y los que no, los marginados, tanto en los países subdesarrollados como en las clases sociales bajas de las sociedades desarrolladas. También han acelerado las contradicciones y señalado los fallos de los sistemas sanitarios. ¿Cómo es posible que, a pesar de estos avances, una epidemia-pandemia de un virus similar al de la gripe esté causando una enorme mortandad? ¿Cómo se pueden evitar futuras epidemias? ¿Se ha avanzado mucho en campos como la cirugía y poco en enfermedades infecciosas? ¿Cómo ha sido históricamente la lucha contra los microbios?

    El libro no hubiera sido posible sin el gran trabajo bibliográfico de la Dra. Gloria Cabezuelo Huerta, profesora de Pediatría de la Universidad de Valencia. El profesor Juan Emilio Felíu Albiñana, catedrático de Bioquímica de la Universidad de Castilla-La Mancha y el profesor Vicente Rubio Zamora, del Instituto de Biomedicina de Valencia del CSIC, han revisado y completado el capítulo de Genética y Bioquímica. Un agradecimiento especial a los profesores Elena Hernández Sandoica, catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid, y José Luis Peset Reig, profesor de Investigación del Instituto de Historia del CSIC de Madrid, por la corrección global del texto.

    I. ENFERMEDADES INFECCIOSAS

    CÓMO Y POR QUÉ SE ERRADICÓ LA VIRUELA

    Un azote de la humanidad

    La desaparición de una terrible enfermedad infecciosa como fue la viruela, su erradicación, es un verdadero hito en la historia de la humanidad y es interesante recordar los esfuerzos de numerosas generaciones para conseguirlo. Se logró recientemente, ya en el último tercio del siglo XX, pero es necesario remontarnos siglos atrás para entender cómo se consiguió.

    Las epidemias de viruela eran un verdadero azote para la población, tanto por su extensión universal como por su persistencia. La enfermedad causaba más mortalidad que otras enfermedades infecciosas como la peste o el cólera. En palabras de Timoteo O’Scanlan, la viruela era, al final del siglo XVIII, una guadaña venenosa que siega sin distinción de clima, rango o edad a la cuarta parte del género humano. Afectó también a casi todas las casas reales europeas y mató a cuatro monarcas reinantes.

    La enfermedad variólica

    El microbio causante de la enfermedad variólica, la llamada viruela mayor o smallpox, en inglés, es el variola virus, un virus ADN del genus Orthopoxvirus que solo puede desarrollarse y causar enfermedad en la especie humana; los humanos son su único reservorio. Sin embargo, el virus está emparentado genéticamente con otros poxvirus que afectan a animales, como el virus de la viruela vacuna, el virus de la viruela bovina o cowpox. Esta relación genética es lo que confiere inmunidad cruzada entre ellos, y este relevante hecho propició el descubrimiento de la vacuna antivariólica por Edward Jenner.

    La enfermedad variólica se transmite —o, mejor dicho, se transmitía, ya que actualmente ha desaparecido completamente— solo de persona a persona por contacto directo con el infectado, bien por las lesiones en la piel y las mucosas, bien por la inhalación de las microgotas que contiene la respiración del enfermo. Era una enfermedad febril y eruptiva, caracterizada por el malestar general y la aparición de unas vesículas en la piel que contenían material pustuloso. Mataba a casi la mitad de aquellos que enfermaban; pero, además, una tercera parte de los supervivientes quedaban ciegos como consecuencia de las cicatrices de las vesículas variólicas en la superficie de los ojos. Los que sobrevivían quedaban con las cicatrices de las pústulas ya curadas. La desfiguración en el rostro por estas cicatrices era común, y estuvo presente en los preparativos de boda entre el rey Fernando VI, sucesor en la Corona española de Felipe V, y la princesa portuguesa Bárbara de Braganza, en 1729, que padeció viruelas a los 14 años y sobrevivió. Estos príncipes, antes de conocerse, intercambiaron sus retratos, cuestión más difícil en el caso de doña Bárbara, ya que la viruela dejó su rostro muy deformado y los pintores reales portugueses trataron de disimular las señales con emplasto de arcilla.

    La viruela tuvo un papel esencial nada menos que en el cambio de dinastía de los reyes de España, de los Austrias a los Borbones, en el 1700. Murieron de viruela tanto el príncipe Baltasar Carlos, en 1646, a los 17 años, hijo y heredero de la corona del rey Felipe IV, como José Fernando de Baviera, nombrado sucesor de Carlos II el Hechizado, el último rey de la dinastía Austria y que no tuvo descendencia. Así pasó el trono de España al primer Borbón, Felipe V. Pero también murió de viruela su hijo Luis, su heredero, por lo que el trono pasó después a Fernando VI.

    Hay que subrayar que la viruela no existía en América antes del viaje de Colón. Entre los conquistadores y colonizadores que llegaron al nuevo continente había personas que habían pasado la enfermedad y habían sobrevivido, y por lo tanto estaban inmunes, y otros que la tenían todavía activa y que la transmitieron a los indígenas. W. H. McNeill ha destacado que una de las razones de la victoria relámpago de los españoles en las conquistas de México y de Perú fue una violenta epidemia de viruela. Se expandió rápidamente y se cebó con los indígenas, mientras que respetó a muchos conquistadores que tenían ya inmunidad por la persistencia de la viruela en España. Además, la plaga se consideró un castigo divino y favoreció el abandono del culto a los dioses paganos indígenas, propiciando una oleada de conversiones a la religión del dios que había protegido a los blancos colonizadores. Así, el contacto de dos poblaciones, una virgen y otra ambivalente, en parte portadora de la enfermedad y en parte protegida contra él, tuvo grandes consecuencias históricas.

    Los intentos de prevención

    Una técnica practicada desde la Antigüedad en países orientales fue la llamada inoculación o variolización, que se fundamentaba en el hecho de que las personas que padecen la enfermedad y sobreviven quedan inmunes y no vuelven a padecerla. Se inoculaban en la piel del sano restos de las vesículas secas del enfermo curado. Su introductor en Occidente fue el médico de origen griego Emmanuel Timoni, doctor de la familia Wortley Montagu, embajadores de su Majestad británica en el Imperio otomano. Fue la esposa del embajador, Mary Wortley Montagu, que también había padecido la enfermedad, la que en 1721 propagó esta técnica en Londres cuando regresó de su estancia en Constantinopla.

    La variolización tuvo una práctica desigual y escasos éxitos, pero tuvo el mérito de iniciar a los médicos británicos en la inoculación y acostumbró a parte de la población a aceptar tratamientos novedosos para prevenir la enfermedad.

    La primera vacuna

    Es conocido el arriesgado experimento de Edward Jenner, que hoy sería totalmente impensable, pero que cambió totalmente la historia de la enfermedad. Este médico y cirujano rural inglés, entre 1776 y 1796, observó de manera repetida que entre las lecheras que se habían contagiado las manos al ordeñar las vacas que padecían la enfermedad variolosa de estos animales, el cowpox, ninguna padeció la terrible viruela humana. ¡Quedaban inmunes!

    El 14 de mayo de 1796 inoculó el fluido de las vesículas que tenía en las manos la lechera Sarah Nelmes —que había contraído ordeñando a una vaca llamada Blossom, que padecía cowpox— a James Phipps, un niño sano de 8 años hijo de su jardinero, mediante dos incisiones superficiales en la piel del brazo. James, el primer niño vacunado, desarrolló en la segunda semana después de la inocu­­lación una leve enfermedad febril, seguida por la aparición de unas vesículas en el sitio de la incisión, que contenían fluido. Jenner comprobó, mediante la inoculación posterior al niño de material varioloso procedente de enfermos, que James había quedado protegido contra la viruela. El médico hizo un total de 23 inoculaciones más, comprobando tanto la seguridad como la eficacia de la vacu­­nación. Dos años después de la primera, en junio de 1798, dio a conocer sus ex­­perimentos publicando una obra de larguísimo título An Inquiry into the Causes and Effects of Variolae Vaccinae… Know by the name of Cow Pox, que, a pesar del rechazo inicial por la medicina oficial británica, pronto se tradujo a numerosos idiomas.

    En síntesis, el descubrimiento de Jenner, al que llamó vaccination, consistió en que la inoculación a los humanos del virus de la viruela bovina les produce una enfermedad benigna, pero que confiere inmunidad contra la viruela mayor, el smallpox humano, la enfermedad que mata.

    La extensión de la vacuna

    Las epidemias de viruela eran tan terribles que la noticia de un novedoso método protector contra la enfermedad se expandió rápidamente por toda Europa y llegó en seguida a América. Ya en el 1800, el profesor B. Waterhouse, de la Universidad de Harvard, vacunó a su propio hijo; y, un año después, a la familia del entonces presidente de Estados Unidos Thomas Jefferson. Además, consiguió la creación del National Vaccine Institute, para extender la vacuna. Después, un grupo de médicos y farmacéuticos fundaron la New England Vaccine Company, que más tarde, en 1897, editó un manual de vacunación llamado Variola and Vaccinia.

    En España fue el médico y académico Francesc Piguillem quien inició la vacunación de Jenner, primero en Puigcerdá y luego en Barcelona. En 1801 se inician las escarificaciones variólicas en Aranjuez y en Madrid, sobre todo por la labor de Ignacio María Ruiz de Luzuriaga, que la extendió al resto del país. Carlos IV estaba muy concienciado por el problema de la viruela, pero sobre todo por la gran mortalidad que ocasionaba en los territorios españoles de América. Los virreyes le transmitían continuas quejas por la situación. Había que actuar. Así ordenó la Real Expedición Marítima de la Vacuna, que, dirigida por el alicantino Francisco Xavier Balmis, embarcó en la corbeta María Pita y extendió la vacunación primero a las islas Canarias, y más tarde a América Central, México y Filipinas.

    Así lo relataba el periódico Mercurio de España: El precioso descubrimiento de la vacuna, acreditada en España y en casi toda Europa como un preservativo natural de las viruelas naturales, ha excitado la paternal solicitud del rey a propagarlo por sus dominios de Indias, donde suele ser mayor el número de víctimas que sacrifica esta horrorosa plaga.

    La expedición Balmis

    El pasado año 2019 se cumplió el bicentenario de la muerte de Francisco Xavier Balmis y Berenguer, director de una de las gestas más importantes de la historia de la medicina y la salud pública españolas, la expedición Balmis, que ha sido ampliamente estudiada por Emilio Balaguer y Rosa Ballester. La España tardoilustrada afrontó un gran reto médico y social: la eliminación de una terrible enfermedad infecciosa como la viruela, que causaba una mortalidad enorme, a través de la vacunación de Jenner.

    Según José Luis Peset Reig: Su expedición fue el más honroso acontecimiento de la medicina colonial española. Se asocian en su realización interés por la experiencia nueva, internacionalización de la salud pública y preocupación ilustrada por los vasallos.

    En 1802 hubo una epidemia de grandes proporciones en el Virreinato de Nueva Granada, que amenazaba extenderse a todo el continente. La situación que describían los gobernadores de Indias era aterradora. Carlos IV, que había perdido a su hija María Teresa por la enfermedad, declaró la necesidad de difusión de la vacuna jenneriana en territorios de Indias y reguló por Real Orden una expedición para llevarla a cabo. El problema radicaba sobre todo en la financiación. Se decidió que los gastos corrieran a cargo de la Real Hacienda, pero que una vez llegara la expedición a los territorios de Ultramar pasarían a depender de las autoridades locales. El rey ordenó a virreyes y gobernadores de Indias el pleno apoyo a la misma.

    Francisco Xavier Balmis era el profesional más preparado para dirigir la expedición. Tenía 50 años y era un cirujano militar con una excelente hoja de servicios. Había participado en la expedición contra Argel y en el sitio de Gibraltar. Después había servido en América durante 11 años, sobre todo en hospitales de México. De allí trajo una de las especies de ágave, que se denomina en su honor Begonia balmisiana, para probar en hospitales españoles sus propiedades curativas, que no eran tales. Además, Balmis era un buen propagandista de la vacuna de Jenner, que practicó; e incluso tradujo al castellano la obra de J. L. Moreau Tratado histórico y práctico de la vacuna, que estaba dedicado a las madres de familia. Llevó ejemplares del libro a la expedición para repartir durante el viaje e ilustrar a los médicos locales, ya que era necesaria la continuidad en la vacunación.

    La necesidad de los niños

    El gran problema de la vacuna de Jenner era la necesidad de conservar viva o activa la linfa vacunal. La difusión de la vacuna dependía de la actividad del líquido vacunal, que se intentó transportar en un hueco entre dos cristales, sellando las juntas. Pero, si el viaje era largo, el líquido se secaba, quedaba inactivo y la vacunación fracasaba. Tampoco era posible transportar a las pesadas vacas que padecían viruela bovina, sobre todo por mar. Solo quedaba el transporte in vivo del fluido vacunal en las vesículas del propio vacunado. Este líquido de las vesículas que aparecían en su brazo servía para inocular a nuevas personas.

    La vacunación era un ciclo de nueve días. Después las pústulas se curaban y secaban, y había que utilizar el líquido que aparecía en las vesículas de un nuevo vacunado. En esa cadena humana se podían calcular los niños que se necesitaban para su conservación, según la duración de la travesía marítima. ¿Por qué niños? Porque así se tenía la seguridad de que no habían padecido la enfermedad y sobrevivido, como podía pasar con los adultos. Se prefirió a los niños mayores de 8 años y con aspecto fuerte, con el fin de que pudiesen soportar la difícil travesía. Se reclutaron entre los expósitos de las inclusas, o de familias pobres y desestructuradas. La Corona prometía a cambio que los niños serían bien tratados, mantenidos y educados hasta que tengan ocupación o destino donde vivir.

    Reclutando a los niños

    Balmis llegó a La Coruña en septiembre de 1803 para fletar el barco María Pita. También para reclutar a la tripulación y a los llamados vacuníferos, los niños que tenían que seguir la cadena de vacunación brazo a brazo durante la travesía del Atlántico.

    La Junta de Damas, que dirigía la inclusa de Madrid, se negó inicialmente a ce­­der niños a Balmis, ya que tenía que velar por ellos y no veía beneficios para los menores. Finalmente, Balmis las persuadió de la bondad del proyecto, apelando al bien común, y consiguió diez niños de la propia inclusa. Además, logró que la Real Hacienda abonara los gastos de su manutención para transportar el líquido vacunal en sus brazos hasta La Coruña. Retornaron a la inclusa de Madrid, transportados a cargo del Ejército, seis de estos diez niños, de los que uno falleció en el viaje de vuelta. Los otros cuatro niños, todavía no vacunados, podían servir para el embarque.

    Balmis contactó con la rectora de la Casa de Expósitos de La Coruña, Isabel Zendal, y la incorporó a la expedición con clase y sueldo de enfermera. Su labor era dar la mejor atención a los niños embarcados, inculcar confianza y cariño maternal entre los infantes. De hecho, uno de los niños viajeros, Benito Vélez, era hijo suyo, probablemente adoptado. Isabel Zendal se considera hoy, por su dedicación al cuidado de los niños expedicionarios entre grandes dificultades, como la primera enfermera moderna española. Balmis se deshizo en elogios para ella en sus informes periódicos de la expedición que envió al ministro Caballero: Perdió enteramente su salud, infatigable noche y día.

    Finalmente, la María Pita se hizo a la mar el 30 de noviembre de 1803, con un total de 22 niños vacuníferos, reclutados de inclusas y parroquias. Como subdirector figuraba el cirujano militar catalán José Salvany y Lleopart, junto con tres enfermeros, dos ayudantes y dos practicantes, además de la tripulación del barco.

    Cruzando el Atlántico

    La Real Expedición hizo una primera escala en las islas Canarias, donde fueron recibidos con entusiasmo. Allí no solo vacunaron, sino que establecieron Juntas Locales de Vacunación con las autoridades y médicos locales para asegurar la continuidad y extensión de la vacunación a las siete islas. La siguiente escala fue Puerto Rico, adonde llegaron en marzo de 1804, y realizaron el mismo procedimiento. Para el siguiente destino, Venezuela, se necesitaron tres nuevos niños vacuníferos y otros seis para la siguiente etapa, de Venezuela a Cuba. Eran hijos naturales, sin padre conocido, que entregaron voluntariamente sus familiares a la Real Expedición.

    En los meses de abril y mayo de 1804, ya en Venezuela, se produce un acontecimiento importante: la Real Expedición se parte en dos, una mandada por Balmis, que viajó a América Central y México, y la otra a cargo de Salvany, que recorrió América del Sur por su parte occidental. Dada la escasez de niños disponibles, para la siguiente etapa al puerto de Sisal, en Yucatán, Balmis compró cuatro niños esclavos. Después de Yucatán pasa la expedición de Balmis al puerto de Veracruz en julio de 1804, y de allí, ya por tierra, hacia el oeste, viajan a la Ciudad de México. Mientras tanto, la expedición de Salvany sufrió grandes penalidades; naufragaron y hasta diciembre de 1804 no llegaron a Santa Fe de Bogotá. Después, ya durante febrero y mayo de 1806, recorrieron Guayaquil, Quito y Lima.

    Cruzando el Pacífico

    En México, Balmis tuvo muchas dificultades. El virrey no apoyó la expedición ni el proyecto de continuación a otros países, a pesar de tener las órdenes de Carlos IV, y no facilitó el reclutamiento de nuevos niños ni la financiación. Balmis la consiguió de los filántropos locales, con la esencial ayuda de la iglesia y de su arzobispo.

    Así lo relató la Gaceta de Madrid en octubre de 1804, en la primera crónica de la expedición: Prodigado ya por toda la América septentrional […] el precioso preservativo de las viruelas naturales y establecida en cada capital una junta compuesta por las primeras autoridades y los más celosos facultativos, para conservarla como un depósito sagrado de que han de responder al rey y a la posteridad, trató el director de llevar a Asia esta parte de la expedición […].

    Superados los problemas, en febrero de 1805, desde el puerto de Acapulco y rumbo a las islas Filipinas, partió Balmis con 26 niños mexicanos comprados a sus padres, a bordo del buque Magallanes, para surcar el océano Pacífico. Los 21 niños restantes que habían zarpado de La Coruña ya habían sido utilizados, no servían como vacuníferos. No podían embarcar y se quedaron en México a cargo del virrey. Algunos fueron adoptados por familias mexicanas y otros ingresaron en el seminario, a cargo de la Iglesia.

    En abril de 1805 llegó Balmis a Manila, donde estableció las Juntas Locales de Vacunación, y desde allí pasó a Macao y Cantón, ya en territorio chino, donde consiguió también vacunar, pero entre grandes dificultades. En 1806, el periódico la Gaceta de Madrid relata el fracaso de los ingleses para introducir la vacuna en Asia: Cuando arribó Balmis a Macao y Cantón logró en una y otra parte introducir fresco y con toda su actividad el fluido […] empresa que no habían podido conseguir los ingleses en varias ocasiones que lo intentaron, llevando en barcos de la Compañía de Indias porciones de pus que llegaron inertes.

    Balmis permaneció en Asia hasta febrero de 1806, año en que inició el regreso a la península en un barco portugués, el Bom Jesús de Alem. Antes de llegar a Lisboa hizo escala en la isla británica de Santa Helena. Ya en Madrid, recibió reconocimiento y honores del rey Carlos IV. Después Balmis volvió a América en 1910, huyendo de la invasión de las tropas francesas, y se vio involucrado en las luchas independentistas. Comprobó con tristeza que algunas de las Juntas Locales que había organizado para continuar la vacunación no funcionaban. Regresó a España definitivamente en 1813 y fue nombrado cirujano de cámara Fernando VII.

    Mientras tanto, una subdivisión de Salvany llegó a Arequipa y La Paz en octubre de 1806. Un año y medio después bajó hasta Valparaíso y Santiago de Chile. En julio de 1810 murió Salvany en Cochabamba, con solo 33 años, después de haber logrado una gesta heroica y hoy casi olvidada.

    El perfeccionamiento de la vacuna

    Hasta finales del siglo XIX la vacunación se hacía recogiendo el fluido vacunal directamente de las pústulas de la piel de terneros jóvenes afectados por el virus de la viruela bovina, inoculándolo en el receptor humano. También se podía inocular el fluido en los costados de las vacas, para obtener así más cantidad de material pustuloso vacunal. Este material incluso se podía transportar en tubos capilares de vidrio, aunque tenían el peligro de su inactivación en poco tiempo. Además, se podían contaminar y transmitir infecciones cuando se inoculaba al vacunado. La técnica más segura hasta el momento, pasar el fluido vacunal de brazo a brazo también podía transmitir enfermedades del donante al receptor.

    Fue un bacteriólogo inglés, S. A. Monckton Coperman, el que ideó añadir al fluido vacunal obtenido de las vacas un 50% de glicerina, que, además de evitar la contaminación exterior, conservaba mucho tiempo sus propiedades y evitaba el secado. La vacuna de Coperman se impuso por su eficacia y en 1896 vacunó al futuro rey Eduardo VIII. Tanto es así, que en 1896 la Vaccination Act inglesa prohibió la vacunación de brazo a brazo. Esta vacuna glicerolada tenía el inconveniente de inactivarse por el calor, por lo que no era útil en climas muy cálidos, donde los animales continuaban usándose como productores del fluido vacunal.

    Habría de pasar más de medio siglo hasta que, alrededor de 1950, Leslie Collier, un microbiólogo del Lister Institute of Preventive Medicine, desarrolló un método para conseguir una vacuna estable con el calor. Añadió al líquido vacunal una pequeña cantidad de fenol, un antiséptico que evitaba la contaminación bacteriana, y de peptona, que lo protegía de un proceso de secado en frío, para envasarla finalmente, tras el centrifugado, en ampollas de cristal con nitrógeno. Fue la llamada criodesecación o liofilización. Esta vacuna seca se transportaba cómodamente y se mantenía efectiva muchos meses. Solo había que reconstituirla en un líquido estéril en el momento de la vacunación. Este llamado método Lister fue el que adoptó la Organización Mundial de la Salud (OMS) en sus campañas masivas de vacunación. Se inoculaba mediante unos simples rasguños en las capas superficiales de la piel del hombro, usando finas lancetas específicas o agujas.

    Otra buena contribución al éxito de la vacunación antivariólica fue la aguja bifurcada, que ideó B. Rubin, un microbiólogo americano que trabajaba en los Laboratorios Wyeth. Tenía dos puntas, que inoculaban el material por capilaridad y solo necesitaban la cuarta parte de fluido vacunal que los otros métodos, abaratando los costes. Además, la aguja era reutilizable después de desinfectarla con calor.

    La progresiva eliminación de la enfermedad

    Con un método u otro, la extensión progresiva de la vacunación, aunque se hiciera de manera irregular, iba disminuyendo poco a poco la frecuencia de la enfermedad. A comienzos del siglo XX, en 1901, todavía murieron de viruela en España 5.520 personas. Parecen muchas, pero la enfermedad ya había perdido peso específico en el total de la mortalidad general del país. Hay que pensar que en este mismo año murieron de sarampión en España nada menos que 18.400 personas, la mayoría niños, ya que era una enfermedad muy contagiosa y para la que todavía no se disponía de vacuna.

    La vacunación obligatoria contra la viruela en España comenzó en estos años. Fue una iniciativa de un gran higienista madrileño, el Dr. Carlos Cortezo. Aunque no se cumpliera totalmente, los esfuerzos en la vacunación consiguieron que en 1921 solo murieran en España por viruela 2.097 personas, y tan solo 8 una década más tarde, en 1931. Después de la Guerra Civil, en España todavía hubo algún pequeño brote epidémico de viruela, con 176 muertes en 1941. Se pensaba que la enfermedad estaba totalmente eliminada a comienzos de la década de 1950, de manera simultánea a la mayoría de los países de Europa. Sin embargo, en 1961 hubo otro brote en Madrid, aunque muy limitado, con solo 20 casos. Para controlarlo totalmente se intensificó la vacunación, llegando a administrarse alrededor de millón y medio de vacunas en Madrid y alrededores, consiguiendo una cobertura vacunal de más del 90% de la población. El coste económico fue de alrededor de una peseta por dosis vacunal. En plena dictadura franquista, se intentó ocultar el brote a los medios de comunicación para que no trascendiera fuera de España.

    En 1949 se notificó el último caso de viruela en Estados Unidos, que fue el primer país que la eliminó de su territorio. Oficialmente, Norteamérica la eliminó totalmente en 1952. En Europa todavía hubo 17 casos en 1957. Y no fue hasta 1971 que Sudamérica quedó libre de la enfermedad, con el último caso declarado en Brasil.

    Las campañas masivas de vacunación

    Con una campaña de vacunación masiva obligatoria, que logró una tasa de vacunación superior al 80%, la antigua Unión Soviética logró erradicar la viruela de su territorio a mediados de la década de 1950. Pero la 11ª Asamblea mundial de la OMS de 1958 expresó su preocupación por la lenta disminución de la incidencia de la enfermedad. En 1956 en el mundo todavía se habían contabilizado 132.000 casos, con 17.000 muertes, la mayoría en África y Asia. Los éxitos en Rusia y Norteamérica, así como los avances en el resto de Europa, persuadieron a la OMS para proponer campañas de vacunación a nivel mundial, decisión que tomó su Asamblea de 1959. Pero el problema era sobre todo económico, de provisión de recursos, ya que la tarea era inmensa. La viruela todavía era endémica en 33 países de Asia y África; en 1963 hubo 88.000 casos que causaron 25.000 muertes.

    La OMS

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